Víctor Roura
uno
No es que quiera inmiscuirme en
su vida, disculpe usted, pero ha de ser asombroso dormir a
su lado. Y no es una propuesta. Sólo que me he quedado mirándola y he visto en
sus ojos
el misterio de la noche. Me figuro que un hombre debe de entrar
con sigilo en su cuerpo. Estar horas hablando de la caída de la
lluvia o de los ríos que inundan la intimidad de las alcobas o de los minutos
que yacen a un costado de las ventanas húmedas. Qué sé yo. Hablar no para
decirse cosas sino para mirarse un poquito más adentro.
Creo que con usted, y perdone la descortesía de la
observación, a veces
ni siquiera es necesario platicar. Sino caminar. Tal vez andar con los pies descalzos sobre el pasto mojado o
sobre la arena sin tocar el mar. Quizás sólo sea necesario rozar sus manos para
descubrir su nocturnidad. Porque el misterio que está oculto en sus ojos
encierra innumerables sorpresas. Así eran los ojos de Edgar Allan Poe, seguramente.
Y
no digo de mujer alguna porque me quiero quedar con la idea de que es usted la
primera con esa mirada.
dos
Cuando iba a tocarle la rodilla, ella ya no estaba
en su sitio.
–¿No vio a dónde se fue la mujer que me
acompañaba? –pregunté a un señor sentado
frente a mí.
Leía una historieta, el señor.
–Usted
subió solo –dijo, secamente.
Volteé hacia el otro asiento. Estaba una señorita.
–De casualidad, ¿usted vio hacia dónde fue
la mujer que me acompañaba? –pregunté.
La señorita me miró con desconfianza.
–Tiene usted rato hablando solo –dijo.
Me levanté. La
próxima estación del Metro era División del Norte.
Miré con
discreción alrededor mío. Varias personas cuchicheaban a mis
espaldas. Sonreían quedito. Un niño me señalaba con el dedo. Llegamos al andén.
Al abrirse las puertas, ella subía.
–¿Cómo pudiste bajar antes que yo? –la interrogué.
Pero no hizo caso.
–¿Por qué me dejas hablando solo? –grité.
Las puertas se cerraron. Y yo estaba
afuera del vagón, mirándola con reproches.
–¡No puedes enfermarme de este modo!
–grité.
El Metro
empezó a avanzar. Yo corrí tras él. Ella sonreía mirando mi carrera.
Me fui a dar de lleno contra la pared,
mientras el Metro se metía al oscuro túnel.
Recobré el conocimiento dos horas después.
tres
No
es que quiera introducirme en su vida, disculpe usted, pero no había visto
nunca antes unos pies con esa tersura suya. Duerma, por favor. No me haga caso.
Pero me tienen maravillado sus pies. Es como acariciar sus piernas. Digo, así
lo supongo, ya ve que sería incapaz de tocar una de sus extremidades. Pareciera
que estos pies jamás han pisado suelo alguno. Me pregunto si volará usted. No, no
me haga caso. Duerma, por favor. Voy a darle un beso en la plantilla, con el
debido rubor que eso me produce… Pero si es como besar un hombro desnudo… No. Otro no. Porque estoy seguro de que ya no podría
estar sin sus pies. No podría dormir sin ellos, perdone usted.
No me insista. Yo dormiría siempre de cabeza, junto
a sus pies. Los besaría toda la noche, mientras usted localiza sus sueños deseados.
Así eran los pies de William Faulkner, seguramente. Y no digo de
mujer alguna porque me quiero quedar con la idea de que es usted la única con
esta clase de pies.
cuatro
Voy
corriendo por la avenida de los Insurgentes. Me detengo en una esquina,
bruscamente. Le pregunto a un señor si no la ha visto.
–¿Cómo es, cómo iba vestida, cómo era su
cabello? –me pregunta, inquieto, probablemente por mi visible nerviosismo.
Le doy sus señas particulares.
–¡Necesito tenerla ahora, aquí! –grito,
desesperado.
Y vamos los dos corriendo. Tres calles más
adelante, pregunto a un joven si no la ha visto. Yo hablo con tartamudeos. El señor
le da las señas exactas.
–¡Es preciso encontrarla! –grito.
Y nos vamos los tres corriendo,
despavoridos. Luego pregunto y pregunto a aquel anciano y a ese niño y al
ejecutivo y al vendedor de jugos y al billetero y al policía y al estudiante y
vamos ya treinta y siete hombres corriendo, consternados, en su busca.
Me detengo en otra calle.
Digo a un andariego:
–¡Yo
que fui del amor un ave de paso…!
Y nos vamos ya una cincuentena de hombres
buscando a la mujer deseada. Vamos corriendo con urgencia, terriblemente, exasperadamente.
Vamos sudando, agitados, alterados.
Nomás digo cómo es ella y los hombres
saben que tenemos que encontrarla.
Vamos corriendo por la avenida de los Insurgentes.
Desesperados.
cinco
No
es que quiera meterme en su vida, disculpe usted, pero entonces por favor no me
deje ningún beso furtivo. Porque un beso furtivo nunca se olvida. Porque así
besaba Marilyn y Marilyn fue de nadie. Y nombro a una mujer que ya no es porque
me quiero quedar con la idea de que usted hoy no tiene nada que ver con ninguna
otra mujer.
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