Fernán Caballero
Había dos pobrecitas niñas
que tenían un padre muy bueno, pero una madrastra muy mala. Como no las podía ver
ante sus ojos, pasaban las pobres niñas su vida encerradas en su cuarto. Tenían
en él un precioso Niño Jesús de bulto, del que eran muy devotas, y siempre le estaban
rezando, trayendo flores y encendiendo lucecitas; tanto, que el Niño Jesús, cuando
las veía afligidas por su encierro, bajaba de su peana y se ponía a jugar con ellas.
Pero por más que se lo pedían, por más que hacían para que fuese con ellas a visitar
a su padre, que estaba enfermo, el Niño Dios no les otorgaba las súplicas que por
la mejoría de su buen padre le hacían.
Un
día que hablaban con el Niño Jesús vieron entrar a la Virgen, y como no la conocían,
se asombraron de verla tan hermosa y llena de resplandor. La Virgen le dijo al Niño:
–Hijo
y Señor mío, te pido que vengas conmigo a la cabecera de un enfermo que nos llama.
Las
niñas entonces se asieron a la túnica del Niño, diciendo:
–¿Vas,
Señor, a asistir a un enfermo, y a nosotras, que tanto te queremos y hemos pedido
que asistas a nuestro padre, no lo has querido hacer?
Entonces
el Niño les contestó:
–Pedírselo
a mi Madre, porque no me gozo en que mis gracias pasen por su bendita mano.
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