Jules Renard
Nacido de una piedra,
vive debajo de una y en ella se cavará la tumba.
Lo
visito frecuentemente, y cada vez que levanto su piedra tengo miedo de
encontrarlo y miedo de que ya no esté allí.
Pero
está.
Escondido
en aquella guarida seca, limpia, estrecha y propia, la ocupa plenamente,
hinchado como una bolsa de avaro.
Si
la lluvia le hace salir, viene a mi encuentro. Unos cuantos saltos pesados, y
luego me mira con ojos enrojecidos.
Si
el mundo injusto lo trata como a un leproso, yo no temo agacharme junto a él y
acercar al suyo mi rostro de hombre.
Luego
reprimiré un resto de asco y te acariciaré con la mano, sapo.
En
la vida se tragan otros sapos que repugnan más.
Ayer,
no obstante, me faltó tacto. Fermentaba y sudaba, con todas sus verrugas
reventadas.
–Mi
pobre amigo –le dije– no quiero ofenderte pero, ¡Dios santo! ¡qué feo eres!
Abrió
su boca pueril y sin dientes, de aliento caliente, y me respondió con un ligero
acento inglés:
–¡Pues
anda que tú!
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