Miguel de Unamuno
Bonifacio vivió buscándose
y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las
orejas se sacaría del pozo.
Era
un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante,
hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos
lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía
dejar de serlo.
Yo
no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive
en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad
es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho.
“¿Cuál
será mi aptitud?”, se preguntaba Bonifacio a solas.
Escribió
versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de
tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental,
más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico
y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén
hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose:
“¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así”. Luego escribió otras tiernísimas
en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas
a un canto, y las rompió también: “Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!”.
¡Pobre
Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que
moría poco más o menos a la hora en que muere el sol.
Bonifacio
era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con
furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo
y él metido allí.
Había
empezado a leer muchos libros para acabar muy pocos; le gustaba más soñar que leer.
A todo escritor le reprochaba que aún le faltaba algo; evidentemente, le faltaba
algo…; se parecía a otros y esto es horrible.
“¿Cuál
será mi aptitud?”. Esto era su eterno tormento. Empezó a construir un nuevo sistema
filosófico, y ya casi terminado, echó de ver que todo lo que él decía lo habían
ya dicho otros, e hizo trizas aquellos pliegos llenos de remiendos, borrones y añadidos.
No
hubo ramo del conocimiento humano en que no se ensayase; pero todos, absolutamente
todos, ¡habían sido ya tan sobados!… ¡Había que trabajar tanto para espigar cosas
tan viejas! Luego hay una horrible fatalidad: toda verdad descubierta se hace trivial.
¿Quién
demonio daría con una verdad que eternamente chocara a los hombres?
Bonifacio
tenía buen fondo; pero él se obstinaba en buscarse en la forma. Se le había puesto
en la cabeza que llegaría a ser hombre célebre: la cuestión era dar por el camino.
El hogar, la familia, las dichas íntimas… ¡Bah!, vulgaridades que acaban por aburrir.
A
fuerza de espolear a los nervios conseguía horas nocturnas de tristeza, se entregaba
a pensamientos lúgubres que el viento fresco de la calle arrebataba como nubes.
Cuando
hablaba, se olvidaba de su papel y sacaba su alma a escena: un alma sencilla y cándida,
vulgarísima de puro humana.
Bonifacio
amaba, pero con un amor mortificante, nada original. Cualquier amor de cualquier
héroe de cualquier novelucha se parecía al suyo. La mujer es un estorbo; evidentemente
corre más quien sólo se lleva a sí mismo a cuestas que quien se lleva con su mujer:
Platón, santo Tomás, Descartes, Kant, fueron solteros; esto le desazonaba al pobre.
Su
mayor tormento era tener que trabajar para vivir. Resulta, además, que el vivir
es tan vulgar y rutinario como el trabajar.
Una
vez íbamos de paseo a la caída de la tarde; el pobre hombre, desahogándose; yo,
mordiendo una hoja de zarza.
–En
esta vida no queda tiempo más que para vivir –me decía.
Yo
le miraba con extrañeza y temor; instintivamente me aparté un poco de él.
–Mira
–seguía–: unas veces soy alegre; otras triste; yo no veo las cosas ni claras ni
oscuras; pero me falta algo; yo no sé lo que me pasa, pero algo me pasa. Dicen que
estoy chiflado, que todas estas cosas no pasan de fantasía, que soy muy raro –al
decir esto le brillaban los ojos de gusto–. Todos los majaderos me desdeñan, y como
soy bueno, me veo obligado a tragar la hiel que destila mi hígado.
¡Pobre
Bonifacio! No digo yo que se echó a llorar, porque sería mentir: yo no lo vi llorar,
pero ignoro si se tragó las lágrimas; se han dado casos de personas que por no entregar
algún papelillo secreto se lo han tragado y digerido, que es peor.
Algunos
días estaba tan alegre que, francamente, me parecía que había conseguido sacarse
del pozo: una alegría rarísima, extrahumana.
Bonifacio
no era pesimista, Bonifacio no era optimista, Bonifacio no era nada; nada quería
ser, ni sabía lo que quería. ¡Pobre Bonifacio!
Él
quería ser algo que llamara la atención; no sabía bien qué.
¿Para
qué continuar un cuento tan viejo?
Cójanle
ustedes a Bonifacio, denle unos cuantos martillazos por aquí y por allí, moldéenle
hasta que se pliegue a las exigencias de la realidad, y díganme en conciencia si
han conocido a Bonifacio.
Me
falta hablar del fin de Bonifacio.
Respecto
a éste, corren dos tradiciones igualmente atendibles.
Según
la una, Bonifacio acabó como había empezado, siempre el mismo, siempre buscándose
y nunca hallado; acabó como las nubes de verano: mientras vivió hizo sombra, y cuando
murió siguió alumbrando el sol su sitio vacío.
Según
otra tradición, Bonifacio, golpe aquí, golpe allí, se fue redondeando, se casó,
tuvo hijos, y cuando fue padre halló la originalidad tan buscada, que, con ser tan
común, es la más rara. Sus últimas palabras fueron: “¡Con que, adiós, hijos míos!”.
Aún
hay otras tradiciones, porque éstas son como los hongos; pero en todas ellas el
fondo de verdad está exornado por mil retazos y añadiduras.
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