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viernes, 7 de marzo de 2025

El proyecto

Ángel Olgoso

 

El niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de arcilla que había modelado cuidadosamente. Encerrado en su habitación durante días, la sometió al calor, rodeándola de móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la materia sólida de la líquida, hizo llover sobre ella esporas sementíferas y la envolvió en una gasa verdemar de humedad. El niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores, las innumerables especies, los distintos frutos, la frescura de las frondas y la tibieza de los manglares, el oro y el viento, los corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la conjunción de sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la superficie de la bola de arcilla. Contra toda lógica, procesos azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un prurito irregular, luego una llaga, después un manchón denso y repulsivo sobre los carpelos de tierra. El hormigueo de seres vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se multiplicaron la confusión y el ruido, y diminutas columnas de humo se elevaban desde su corteza. Todo era demasiado prolijo y sin sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su Maestro y sus Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió entonces aplastarlo entre las manos, haciéndolo desaparecer con manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el séptimo día y comenzaría de nuevo.

 

lunes, 15 de enero de 2024

Cleveland

Ángel Olgoso

 

El humo se acumulaba en el techo de la bolera. Los muchachos, confiados, lanzaron sus bolas como quien exprime un jugoso racimo de bayas y lo arroja lejos. Habían puntuado alto y ahora charlaban y fumaban tranquilamente, estudiando los ventiladores y el bruñido de la tarima. Mi turno. Entre las bolas vino rodando un cráneo, limpio y brillante. Los muchachos miraron con preocupación. Introduje los dedos en los orificios de los ojos. Sentí que se ennegrecían de sombra y de vacío de gruta. Era dolorosamente más ligero que las demás bolas corrientes. Ladeé la cabeza calibrando peso y distancia. Retrocedí unos pasos para tomar impulso. Al lanzarlo cerré los ojos y hubiera cerrado los oídos si éstos funcionaran de tal manera. El cráneo salió proyectado, describió una buena trayectoria y rodó por el centro de la pista percutiendo contra el suelo pulido, como un meteoro color crema a la deriva en la corriente de las probabilidades.

 

domingo, 14 de enero de 2024

Los buenos caldos

Ángel Olgoso

 

En la anochecida, cuando el extraño pasó a nuestro lado, le abrimos el cráneo con el grueso sarmiento que usamos en estas ocasiones. Un solo golpe, certero y sin rabia, nada más. El sombrero que el desconocido llevaba requintado en la cabeza rodó como a diez pasos. Mi hermano lo levantó del almagre y se lo puso en la suya. Sería un buen año aquel. Encendimos el candil. Su luz hizo rebrillar las palas. Nos remangamos y estudiamos con curiosidad el cuerpo durante unos segundos antes de enterrarlo al pie de una cepa, primorosamente, bien encamado en la hondura, como manda la tradición en vísperas de vendimia, para que su sangre retinte las uvas, para que su cecina nutra las raíces y rice los pámpanos, para que sus huesos den vigor a esta tierra requemada por la calígine y pongan a crecer el viñedo hasta que corran los jugos, nobles, únicos, virtuados por su secreto fermento.

 

sábado, 13 de enero de 2024

Árboles al pie de la cama

Ángel Olgoso

 

Volvía del trabajo, al anochecer, cansado, casi enfebrecido, cuando se me ocurrió que me gustaría ser un animalillo silvestre, que sabría administrar esa vida simple, limpia de la confusión y el alboroto de las preocupaciones, que podría acomodar con facilidad mi conciencia a ese estado ideal. Como una bendición, alguien, lejos de escamotear mi deseo, me dio la forma de una criatura peluda y diminuta y me soltó en el bosque. Era, como vi después, una vida descorazonadora: no sentía interés por otra cosa que no fuera acarrear alimentos, avariciosa e infatigablemente, hasta mi agujero al pie del tronco de un árbol podrido; los límites de cada territorio desencadenaban continuos litigios entre los habitantes de la fronda; las voces de los pájaros me ensordecían; los parásitos habían invadido mi pelambre; los apareamientos resultaban tan gravosos como los espulgos; y mis ojos revolaban de pánico en sus órbitas cada vez que presentía a los rapaces. Aquel desconsuelo, por fortuna, no duró demasiado. Un día se acercó con sigilo un trozo de oscuridad y, aunque husmeé su hedor a distancia y oí luego las pisadas y los furiosos ladridos, apenas tuve tiempo de entrever sus dientes cerrándose sobre mí.

 

viernes, 12 de enero de 2024

Los bajíos

Ángel Olgoso

 

Se untan con pomadas para cicatrizar las terribles grietas que deja en su piel la humedad constante y reblandecedora. Frotan sin piedad sus uñas con estropajos y perfuman su cuerpo con artemisa y lavanda para enmascarar el hedor a pescado. Toman infusiones con miel para suavizar sus destrozadas cuerdas vocales. Pero el efecto es poco duradero: ningún emplasto las libra del dolor de garganta, de las profundas estrías, del sabor submarino a algas que prevalece sobre cualquier empeño. Y, rendidas, vuelven disciplinadamente a su ocupación, como bestias uncidas al yugo, como esos niños con las orejas clavadas al banco de trabajo en la fábrica, regresan a su puesto en esta isla rocosa sin discutir la índole de su tarea, doce horas con el agua hasta la cintura, absortas entre las piedras infestadas de minúsculos cangrejos, percebes y pulgas de mar, en compañía de los cormoranes, de las flagelaciones de espuma, de la rutinaria pesadilla de las tormentas, del gemido agónico de los ahogados, siempre ojo avizor tras cualquier barco que cabotea cerca o hace ondear las velas, las grímpolas y las flámulas, llorando en silencio, soñando con subir a bordo y escapar lejos de estos bajíos, surcar las aguas crestadas de blanco hacia no importa qué país, perderse tierra adentro en un bosque de hayas, en un desierto quemado por el sol salvaje, en una atronadora ciudad, en las herbosas laderas de una montaña. Mientras tanto, la sombría marea baja les absorbe la vitalidad y sienten que su piel se va apagando como la de un lagarto que acabase de morir, ya no es más que un manchón de plata, con largos cabellos apresados en salitre y esa pronunciación de escamas abajo. Sin embargo, a pesar de todo, aún cantan con exquisita dulzura, quizá lo hagan al dictado de arcaicas servidumbres, pero cantan sin parar, aún cautivan, aún entonan promesas que atraerán irresistiblemente a marinos incautos.

 

jueves, 11 de enero de 2024

El espanto

Ángel Olgoso

 

Acodado en una mesita exterior del café Madagascar, sorbo el contenido de mi taza y contemplo a los transeúntes, estudiándolos como quien pesca con chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy despacio las nubes. Me fijo en un hombre agradable con sombrero y maletín que lleva de la mano a una niña de no más de seis años, tironeando un poco de su bracito, lo suficiente como para impedir que avance con naturalidad. Parece asustada. El contacto de aquellas dos manos desparejas no es el idóneo, ni responde a la bendición del amor, remite por el contrario a la vorágine de peligros que se extiende más allá de uno mismo. Esos detalles triviales me sobrecogen. Y su efecto hace que, de pronto, tenga del hombre la percepción –repugnante en el más genuino sentido de la palabra– de algo como una langosta, una más entre las langostas de una plaga que bulle sobre un mar de sangre negra. Los observo mientras se alejan: la niña con pasitos descompasados y él emitiendo sonidos de masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de oscuridad que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros edificios.

 

Los palafitos

Ángel Olgoso

 

Nada hay tan grato para un espíritu melancólico como realizar a solas, avanzada la primavera, una discreta excursión botánica, entregarse a un paseo despreocupado pero vigoroso, llevado por la deliciosa brisa que lame las laderas de las colinas; vagabundear a placer lejos de los senderos, estudiar con júbilo la raíz aérea que crece en un bosque o la hoja atrapadora de insectos que acecha entre el oleaje de oro de un prado. Y si la fatiga extravía nuestros pasos nada importa sino gozar –como ahora gozo– del aroma del majuelo y del canto exultante del aligrís.

–¿Se ha perdido usted?

Al volverme me encontré ante alguien con aspecto de anticuado pescador. La sotabarba y el viejo sombrero de palma trenzada a mano enmarcaban unos rasgos que desprendían cierta viva simpatía.

–Me atrevería a decir que sí –contesté–, si no supiera que la vecina ciudad de R., donde vivo, apenas dista una decena de kilómetros.

–Nunca oí hablar de ella, señor.

Me asombraron esas palabras, pero no podía pasar por alto que su mirada era franca y que parecía, también, acostumbrado a la sorpresa de los forasteros.

–Con todo –prosiguió–, le ruego que pase la noche protegido entre nosotros. Usted sabe que no puedo abandonarlo a su suerte.

–Pero si apenas es mediodía –protesté, fingiendo una sonrisa de desamparo.

–Puede creerme, aquí la noche se nos viene encima de golpe, como solimán en los ojos.

–Agradezco su celo y aprecio en lo que vale su hospitalidad…

–No es hospitalidad –me interrumpió–, sino caridad. En el lago, con nosotros, estará usted a salvo esta noche. ¿Vamos?

Me acomodé el zurrón en la espalda, afiancé el bastoncillo y lo seguí. Todo era una perentoria invitación a hacerlo: el saludo directo, sin apostillas, del pescador; la plena naturalidad con que se expresaba y la rapidez con que captaba mis pensamientos; el misterioso sesgo que tomó la conversación; el despropósito de esas alusiones a un velado peligro y a un lago en mitad de una región seca como la nuestra, carente por completo de corrientes subterráneas y zonas dulceacuícolas. Estimé, además, que contaba con suficientes especímenes nuevos para mi herbario y que a la sensación de optimismo casi físico propiciada desde el amanecer por la larga caminata y las excelencias del buen tiempo le correspondía, en justicia, la posibilidad de un descanso igual de contundente.

Mientras caminaba tras el pescador me pareció entrever que, en ocasiones, manoteaba frente a sí con excitados ademanes, como si se santiguara o tratara de deshacerse de la muselina de invisibles telarañas. De cualquier modo, no se podía concebir desasosiego alguno en tan espléndido día, al menos mientras el sol poseyera ese fulgor tolerable que nos permite saborear profusamente cada instante de vida.

Avanzamos sin rodear la frondosa vertiente de un monte donde se sucedían, en moderado ascenso de este a oeste, segmentos copados de encinas, lentiscos y carpes. Al fin, el pescador separó las grandes ramas goteantes de un sauce como si se asomara a través del telón de un teatro. No pude evitar estremecerme de dulcedumbre ante lo que se me ofreció a la vista. La luz se reflejaba morosa en la superficie de una gran laguna, como cobalto fundido y rodeado por una larga cinta de verdor. Equidistantes de la orilla, ordenadas en disposición concéntrica, primitivas construcciones de tablados salvaban el agua mediante plataformas sostenidas por numerosos postes de madera, hincados en el fondo del lago. Esa especie de cobertizos ancestrales sin pintar, de toscas cabañas de una sola ventana y oblicuos tejados de chamizo y turba, estaban unidos entre sí por una pasarela flotante, por un precario pontón de dos tablas que servía, a su vez, de amarradero para extrañas barquitas con balancín y velas cruzadas. Un silencio abigarrado de vida se cernía sobre la aldea lacustre, aparentemente desierta ahora. Me oí pensar que semejante visión, en nuestro país y en nuestro siglo, era ya lo bastante inverosímil sin necesidad de imaginar excéntricas e insondables amenazas. Atónito aún por esta travesía fuera del mundo, permanecí inmóvil conteniendo la inequívoca excitación que confiere el hecho de descubrir de forma incidental el mirlo blanco, la súbita frescura de un oasis o el tránsito hacia ese secreto Valle de las Rosas donde se destilan los fragantes pétalos de rosa damascena. El brazo del pescador me llamaba desde la zona más elevada de la pasarela, a la que había accedido sin esfuerzo. Con pasos mecánicos y temerarios –dada la índole arenosa del cañaveral– avancé absorto hasta ganar el pontón, cuyas tablas no eran para mí sino una intemporal estela de imágenes, luminosas y límpidas, que me guiaba hipnóticamente a un reino encantado donde los días prometían ser receptáculos de una perfecta dicha, de una jubilosa y penetrante sensación de bienestar, de liviandad, de sustancia desmaterializada. Todo, la luz más cálida, el aire más puro, los colores más intensos, las florescencias más hermosas, los sedales tendidos en la superficie quieta, esas viviendas como gigantescos nenúfares de madera, los geométricos trenzados de los reflejos de sus pilotes, la arremolinada eclosión aquí y allá de tallos de carrizo y lentejas de agua, todo cobraba relieve, todo concedía al observador una mirada sensorial, a un tiempo serena y apasionada.

Al penetrar en el interior de la cabaña, se me subió a la cabeza un tufo almizclado a cueros, salazones y cocos recién partidos. Me escocía la nariz con mareante ensañamiento. Al punto, el pescador empujó hacia mí, en un gesto enérgico pero cordial, una especie de banqueta desbastada con tosquedad que encontré inesperadamente cómoda. Sacó después unos vasos de arcilla y, solícito, me ofreció el destilado casi oleoso de una redoma envuelta en hojas. El primer sorbo fue una abrasadora descarga de fusilería en la garganta que no logró, sin embargo, disuadir la agitación que aún hacía latir deprisa mi corazón.

–Beba a voluntad, señor, y la noche pasará que ni tirada a cordel.

Se había quitado el sombrero de palma, y tras hacerlo volar con gracia, quedó ensartado en unos rudimentarios aparejos de pesca, junto a las cestas de cáñamo y los barriles apilados en un rincón.

–¿Álamo o pino negral? –preguntó el pescador, bebiendo a su vez.

–No lo comprendo.

–Los palafitos de su aldea, ¿son de madera de álamo o de pino negral? –repitió endulzando el énfasis de su voz ronca–. ¿De dos o de tres cuerpos de alto?

Sentado frente a él, contemplé con detenimiento su cara curtida, sus ojos claros y sabios, su mentón patatudo, la jovial calma de sus facciones. Desconocía con qué criterio y por qué motivo pronunció aquellas palabras. Por pudor hacia mí mismo y en un tono que excluía cualquier insultante falta de cortesía, aclaré:

–Ciertamente debo haberlo interpretado mal o usted a mí. No hay palafitos en la ciudad, ni siquiera en el país, de hecho dudo que aún existan palafitos en algún lugar que no sea una reproducción turística de la Edad del Bronce, o quizá un poblado asiático o una isla perdida en Oceanía. Para mi sorpresa, ustedes son la excepción… Una excepción del todo pintoresca e imposible en estas latitudes.

–Le ruego que no bromee, señor. No parece usted un joven ingrato. De sobra sabe que nunca ha habido en el mundo más vivienda que ésta, ya sea en el agua, en las orillas, o en tierra firme. ¿Acaso no ha sido y será siempre así? –remató con una buena fe algo exasperante.

Sonreí festejando sus observaciones, pero amortiguada la sonrisa por una extraña vergüenza pues temía haberlo molestado involuntariamente. Imaginé que de no contestar pronto admitiría mi perplejo silencio como un asentimiento. Yo especulaba mientras tanto acerca de la portentosa frase, acerca de esa emboscada mental que no alcanzaba a comprender, desvinculada de la realidad y pueril hasta el punto de causar enojo. Un oído experto quizá no prestase atención a palabras tan insensatas o las atribuyera sin reservas a la ignorancia, a la mera superstición, a una humorada o a la forma de hacer los honores de la región, pero la generosidad natural del pescador y mi propia evaluación de su carácter me predisponían a su favor, a soslayar sus posibles extravíos y aún apiadarme de ellos. El pescador me miraba con fijeza, casi con preocupación.

–¡Vaya pregunta, francamente! –exclamé al fin–. Acláreme algo por favor… No está usted hablando en serio, supongo.

–Nosotros siempre hablamos a la descubierta. Tan cierto como que nuestro único caudal es la faena diaria.

–Comprendo. Sin embargo estoy intrigado, le aseguro que jamás había oído cosa semejante…

Debí abrir mucho los ojos porque el pescador se apresuró a replicar, más contrariado que enardecido:

–A fe, señor, que no somos gente de distinción, ni personas campantes, pero nos sobra sentido común.

–Discúlpeme.

Sentí de pronto el impulso de disipar el efecto desazonante de aquella conversación. Me acerqué al ventanillo sin postigos y bebí con la nariz un olor a campo maduro, a bosque y selva frescos, corpóreos, verdaderos, que expandía el pecho con su alborozo animal y embelesado. Mi mirada, como esas urracas que caen a pico sobre objetos brillantes, se posó en el pequeño mar de vidrio soplado cuya superficie se desmenuzaba en lumbres fugaces, se alojó en las velas cruzadas de las chalanas, se depositó en las estacas del secadero de peces, en los pilotes cubiertos de madréporas, en el retozo de las carpas y los sapillos moteados. De no mediar la vaga amenaza nocturna y la disparatada idea del pescador –que por alguna razón él concebía como una inequívoca certeza, como un hecho consumado–, sería sin duda en esta región incierta donde oficiaría el paraíso, donde podría frecuentar una placidez incomparable y me sentiría besado por una dulzura profunda y desconocida. Me llevé los prismáticos a los ojos para inspeccionar pormenorizadamente las márgenes del lago ribeteadas, colmadas de verde, un tapiz guarnecido con diminutas llamas vegetales de múltiples colores. Exaltado, estuve largo rato mirando la infinita variedad de plantas –muchas de ellas endémicas y algunas desconocidas– que formaban panículas y se alineaban en breves cimas y se entremezclaban hasta el paroxismo: campanillas azules, toronjil y zumaque, pan del diablo, mostaza florecida, matas de cardosa, adelfas y botones de oro, menta silvestre, espadaña colorada, la flor amarilla de la “ylang-ylang” africana, con sus largos pétalos en forma de estrella… Por un instante cobró interés la idea de regresar mejor pertrechado a este hervidero asombroso, de botanizar sin límite de tiempo alrededor de las primitivas construcciones asentadas sobre el agua, de alimentar aquí mi “Addenda” a la Teoría de Daumal sobre los peciolos flotantes del “Eichhornia crassipes”.

El pescador había descolgado una marmita tiznada. Removió en su interior, llenó un plato de madera y me lo tendió.

–Coma usted, que parece que lo chuparon los espíritus.

–Se lo agradezco.

–La leche de cebú no prospera por aquí. Esto es sólo pescado seco y tapioca, pero no hay mejor cocinero que el hambre.

–¡Tapioca! –exclamé para mí, incrédulo.

Juzgué preferible no aludir de forma abierta a lo descabellado del asunto, cuya interpretación más obvia iba dejando de ser, por momentos, fruto de la imaginación o la candidez. Lo cierto es que allí, en el austero interior de una choza neolítica encallada a poca distancia de la ciudad, en compañía de un sencillo pescador que me ofrecía cobijo nocturno e ideas inverosímiles –y notablemente hambriento tras el paseo de la mañana–, atribuí a aquel vino de dátiles fermentados y a aquellos escamosos grumos la sabrosa magnitud del festín de Baltasar en Babilonia.

–Verá usted –dijo el pescador, que había comido algo y ahora tenía las manos en el regazo–, en esta comarca tenemos casi todo lo necesario, pero a veces las cosas vienen mal dadas y hay que hacer batidas de trueque que pueden durar semanas o meses, en poblados muy apartados, aguas arriba, más allá de los campos de mijo y de las más lejanas montañas, ya sabe usted, durmiendo en los árboles cuando de noche le come a uno el miedo. Aunque yo siempre fui de la cáscara amarga, a esas ocasiones de viaje le hago fiestas, que pocos cazadores, pastores y carboneros pasan por aquí tan necesitados de salazón. Este viejo pescador, créalo usted, ha llegado hasta donde nace la vid, la nieve y el mar, ha visto girar las norias y las roldanas de los pozos y bailar en el aire la lanzadera del tejedor y el torno del alfarero.

–Perdone si le parezco impertinente –intervine, al advertir que se mostraba más locuaz–, ¿pero está usted totalmente seguro de que nunca ha visto una ciudad, asfalto, edificios sólidos a ras del suelo?

–Palabras así no las hay, señor –replicó con convicción, sin un asomo de ironía.

–Usted lo juzgará muy raro por mi parte –insistí, en espera de una retractación que solventara definitivamente esta actitud irracional y casi dolorosa–, pero lo cierto es que yo mismo vivo en un edificio de hormigón, ladrillo y cristal de doce plantas.

–No sé qué son esas cosas que usted me dice, ni caben en cabeza humana. –La voz del pescador no era una voz tonante, sino persuasivamente efectiva. Al oírla, uno no vislumbraba relámpagos de insania sino que, sustraído por ella, podía concebir con facilidad un maravilloso subsistir de la raza humana parapetada durante milenios sobre gráciles palafitos–. Señor, no habla por su boca la razón natural. Hay muchas cosas que uno no sabe, pero un viejo de cuarenta años sí sabe qué pasos ha dado a los cuatro vientos. ¿Doce cuerpos dice? Usted mismo, que tira algo a soberbio y no tiene aire de carpintear mucho, no desconocerá que la vertical da poder a las sombras. Estos donde ha errado usted el camino son tan sólidos como no se han visto palafitos en el país, y apreciados, que pocos hay que defiendan tan bien por la anochecida, cuando prende el miedo en uno como arpón en el pez.

–No pretendía ser insolente –me disculpé, atormentado por las dudas.

Quedamos en silencio. De repente no se oía el murmullo de las hojas, ni la ahogada tremolina de los pájaros que antes caía en cascada sobre la aldea lacustre. La sensibilidad se exalta a veces en un silencio extraordinario. Creí percibir entonces el inaudible chapoteo del agua contra la orilla. Dejé el plato en un vasar de cañas, caminé unos pasos sobre la madera embreada del piso y volví a asomarme al exterior. El lago aún ofrecía a la luz toda su extensión. Se encrespaba apenas el agua, se apizarraba en huidizas reverberaciones. Un pez volador destelló unos segundos en el aire antes de sumergirse entre salpicaduras lechosas. Con la mano en visera y la mirada errante corriendo a través del aroma a resina que rezumaban los árboles, llegué a sentir que confundía mi perspectiva y que los palafitos –el nuestro y los otros que lo circundaban– habían cambiado de ubicación en la laguna, como si bogaran de forma impalpable de una orilla a otra pese a estar firmemente apuntalados, anclados en su fondo. Un frío impropio de la cálida tarde me destemplaba por dentro: eran las palabras del pescador, su insólito proceder, mordiendo y desgarrando mis certidumbres como un perro que juguetea tercamente con un paño. Deseaba pensar en lo que había oído pero al hacerlo me trasladaba de modo invariable a un estado de pérdida, de desacostumbramiento, donde la precisa noción de lo obvio, de lo sensato, de lo familiar, de lo ocurrido, de lo que tiene su peso en la experiencia, de todo aquello que formaba parte de lo que existía desde siempre –la sustancia misma de la historia–, se veía irradiada y pulverizada por el inaudito artificio, por la espontánea y absurdamente simple subversión de un desconocido, por su mundo de singulares dimensiones, por su locura, inadvertida para él y a decir verdad irrefutable.

–Quizá debería marcharme ahora –anuncié volviéndome hacia el pescador, mientras un malestar difuso me oprimía las sienes.

–Si es lo que desea… Pero no servirá de nada, señor. –Una vez establecido lo falaz de mi idea, los ojos color agua del pescador se enturbiaron, y luego añadió–: Me sorprende que lo olvide. Todos los que desafían a la oscuridad pierden pie en la vida… Mi hija, ¿sabe usted?…

–Adelante, por favor –me sorprendí diciendo, sin estar seguro de desearlo.

–Era muy reidora –susurró, paseándose los dedos entre las canosas vedijas de su cabeza–, blanca y grande como las mujeres de las tierras llanas, y tan rubia como la mies. Me ayudaba en las faenas, sin hacerse notar. Y después recogía moras y miel de los troncos huecos. Le gustaba cortar flautas en los cañaverales cuando la brisa venía fresca y la ola corta… Hace tantos veranos…

Me pareció sincero. No era la voz impostada de un fingidor extravagante o de un iluso acarreando asustado los escombros de su mente. Reconocí el dolor, reconocí el sufriente gemido del miedo –ese miedo innominado que siempre fue el obstáculo capital del progreso del género humano–, aleteando en torno al cuerpo magro del pescador, contagiándome un orden ignominioso, los fermentos del horrible dictado que pretendidamente regía esa nueva y vulnerable zona de intersección entre la naturaleza y el hombre.

–¿Se encuentra mal, señor? –preguntó, recuperado el aplomo– No debe espantarse. Todos acabamos algún día enterrados en grandes cestas, bajo el dolmen mirando al sol… Tengo algo que le pondrá a flote los toneles del corazón.

Tras encender un candil, sacó del bolsillo una bolsa de gamuza y de ella dos grandes cigarros que él mismo prendió sobre la llama. Después acercó hasta mí su mano asarmentada.

–No le consideraré a usted un amigo si no me acompaña. Fume, duerma a modo esta noche –mi anfitrión aspiró calmosamente– y mañana, pie ante pie, podrá regresar con despreocupación a su palafito.

Era un tabaco de sabor fortísimo, en sazón, liado en hojas de banano secas. El pescador me contemplaba con afabilidad, con la grata condescendencia de quien trata de apaciguar a un caballo nervioso arrimándole terroncillos de azúcar. Durante cierto intervalo de tiempo, sin prestarle apenas atención, había estado escuchando sonidos no muy llamativos que ahora creí descifrar en parte: un temblor de frondas, apresurados pasos de pies descalzos sobre los pontones de tablas, graznidos de aves en vuelo rasante, crepitaciones, repiqueteos, zumbidos turbadores, de alarma un tanto mitigada. De improviso, una lentísima tralla de luz proveniente del rincón opuesto fue abriéndose paso en el interior de la choza. El pescador recogió el candil y lo colgó con celeridad del techo. Ese rociado de luz de un amarillo arcaico, como de fuego de fanal atizado en una caverna milenaria, esparció sus regueros en todas direcciones y arrancó ascuas a sombras en las que no había reparado hasta aquel momento. Me descubrí paseando la mirada alrededor, de las leznas al aparvador de heno, del mortero a los pellejos y calabazas huecas, de las redes al catre de tijera cubierto de piel de borrego. No hubo crepúsculo. Sin transición, una oscuridad densa, poceada, enfática en todos los sentidos, usurpó vertiginosamente el lugar del sol. En tales circunstancias –pensé–, y como única contrapartida, quizá deba ocultar en el sueño esta angustia que poliniza mi imaginación, embozarla hasta la mañana siguiente, en la que hipotéticamente todo volvería sobre sus huellas y yo, aliviado, podría asir de nuevo mi bastoncillo y mi zurrón y salvar o derribar por fin el muro que nos separaba.

El pescador cebaba parsimoniosamente su cigarro cuando se incorporó con brusca resolución, como si hubiese leído mi pensamiento y, caminando de espaldas hacia una de las paredes de tablazones, me envió por el aire efusivos gestos que significaban en realidad “permítame explicarle”. Apartó una arpillera y extrajo algo de detrás de lo que parecía un bastidor de junco. Se volvió luego para alcanzarme varias hojas apergaminadas y cosidas por un lado. Al contacto con aquellas viejas láminas geográficas, tuve el convencimiento de sentir ese miedo totalizador que se experimenta cuando desaparece bruscamente, bajo nuestros pies, la tierra de las certezas y se adivinan consecuencias incalculables, derroteros fatídicos que ya nunca se disiparán.

–¡No es posible!

En mi grito, que no tenía un claro destinatario, se acumulaban desconcertados elementos de furia y cansancio, de terror y consuelo, de exaltación y derrota definitiva. El pescador, según observé –o más bien imaginé–, acariciaba su sotabarba y asentía con una sonrisa tolerante. Los grabados representaban escenas de agrupaciones de palafitos en diferentes parajes que pertenecían, visiblemente, a continentes distintos, en algunos de los cuales jamás hubo constancia de ellos. Noté la boca seca. Acompasaba mi respiración con el estupefacto examen de cada grabado. Se prodigaban por todo el planeta: vi palafitos asentados en valles fértiles, entre los penachos de nieve de las montañas, entre los bosques a la luz de la luna, como nidales al borde de acantilados, como telitas de araña en desiertos, como caparazones de moluscos sobre laderas volcánicas, sobre los reticulados cultivos de las vegas y los aguazales de las tundras. A duras penas me sostenía en la tosca banqueta. Tambaleándome y remolineando junto a mis pensamientos y convicciones como hojas secas al viento, comprobé que la mayor parte de los lugares, de los predios reproducidos en los grabados, eran perfectamente reconocibles, y que cualquiera podía afiliarlos con exactitud a su memoria a partir de la inequívoca disposición de formaciones y detalles orográficos. Así pues, el vasto y persistente desatino de esta tarde no era una apreciación errónea, ni un juicio subjetivo atribuible a la sugestión ambiental. Por añadidura, el pescador no necesitaba apelar a leyendas, tradiciones, registros antiguos o creencias inmemoriales, ni justificar acaso la perduración de ese peligro que me refirió repetidamente –quizá un temor infundado o trivial en su origen que se desnaturalizó y fue aceptado, por asimilación, como una fatalidad–, un peligro que de alguna manera, sujeto a leyes desconocidas y arbitrarias, amenaza desde el fondo de la tierra y de las aguas, condicionando indefectiblemente el rumbo de las vidas. La verosimilitud que antes me llegaba en leves y dispersas oleadas, me alcanzó ahora de lleno, de forma instantánea: vastos tapices de civilización se desintegraban ante mis ojos como por ensalmo; las infinitas y vivas ciudades, los encajes de colosales arquitecturas, se hundían de nuevo en repentinos mares de polvo y de hierba; la catedral de los logros humanos, trabajosamente erigida, se desleía en gravilla y aire; una multitudinaria y frenética hueste de titanes, un laborioso ejército de canteros, una batalladora tropa de constructores de imperios, una tumultuosa sucesión de generaciones se disipaban como espectros colectivos en el vacío, en la esterilidad, en la nada; los clamores de la piedra y el mármol, de las campanas y los martillos, eran reducidos al silencio; la crónica de las hazañas, de las efemérides, de los pueblos, de los nombres en los siglos del mundo se secaban en mi mente como efímera baba de caracol; las edades, las mareas, las órbitas planetarias, los cielos septentrionales y meridionales, devorándose a sí mismos, retornaban al fresco comienzo, a su semilla, a su matriz intacta. Apenas resultaba tolerable tal cúmulo de visiones. Me di cuenta de que hallaba cada vez más difícil invocar a mi memoria, imaginar lo que no veía, establecer analogías entre lo evidente y lo que se iba haciendo remoto, recobrar lo que ni siquiera había sucedido. Como si hubiera envejecido miles de años mediante un conjuro, o hubiera rejuvenecido y viviera en cualquier caso a destiempo. El sol nunca doró soberbias cúpulas, ni fastuosos palacios, ni castillos, ni pirámides, ni menos aún rascacielos, nunca caldeó anfiteatros, templos o mausoleos; el viento nunca hizo girar molinos, nunca lamió obeliscos o estatuas, torres o minaretes, no se coló bajo arcos de triunfo, nunca pirueteó en gloriosas y elegantes avenidas ni atacó callejuelas miserables y ennegrecidas. La fantasmagoría desplegada impávidamente tras el fortuito encuentro con el pescador disolvía los recuerdos, apagaba luces y faros, atomizaba volúmenes de toda clase y tamaño, desvanecía hitos históricos cuyo eco dejaba de oírse en la inmensidad del pasado, desprendía hojas de calendario que caían como pétalos y sépalos marchitos, como ceniza de un tiempo inexistente, preludiando una especie de súbita y atroz extinción, de zozobra abismal, de olvido.

La brasa del cigarro me quemó los dedos. Había estado pensando sólo unos momentos, un lapso fugaz, con la conciencia zarandeada y castigada impunemente como una chalupa en la borrasca. Aturdido, en mi desvalimiento no me atreví, no puede dejar de escrutar esas hojas apergaminadas, de indagar sus ocultos aludes. La quemazón y el titubeo del pescador en la banqueta me devolvieron al interior del palafito. Descruzando sus grandes manos, mi anfitrión había erguido el cuello y adelantado el rostro, no tanto para aguzar los sentidos cuanto para vaticinar el alcance de un posible ataque nocturno, para calcular incluso la resistencia de las pilastras de madera de las cuales, al parecer, dependía en buena medida nuestra defensa. La luz del candil se concentró, se dilató y danzó como demonios en llamas en las pupilas del pescador. Miré en dirección al ventanillo. La oscuridad de su rectángulo comunicaba esa marcada opresión que se experimenta bajo un eclipse, el aviso de un vagido inminente e irremediable. El anuncio se transformó en el siseo pulsátil de un corazón que empieza a latir, el siseo en un rumor propagándose en ondas cada vez más amplias, y al fin no hubo más que un bramido tenue pero omnipresente e impío. Desde el mismo momento en que esa perturbación se materializaba sobre el lago, recibí bajo mis pies una suerte de electricidad contenida, como el presagio del zarpazo, del mordisco de un inmenso animal acuático, agazapado y voraz, o de una fuerza primigenia en movimiento que estremeciera a distancia, con su negra lengua, los jacintos acuáticos y las flores amarillas de los ranúnculos. Imaginé al agua burbujeando en la noche, atorbellinándose malsana, acunada por el fango y el hedor a panteón. Inmerso en ese curso de sensaciones perniciosas, me sobresalté al sentir la mano del pescador sobre mi hombro, cuando debía haber ejercido un efecto sedante.

–Échese usted, señor, y duerma tranquilo –me ordenó, señalando con la cabeza a la piel de borrego–. Y descuide: quien muere en sueños, se dice, no da el alma despierto.

Aún quedaban restos de indulgencia en aquella voz ronca. Pero la cordialidad de sus facciones iba adquiriendo matices más severos, de ira pacientemente suspendida.

Ignoraba si lograría cerrar los ojos, si llegaría a despertar, si el viejo pescador insomne velaría por mi sueño, si veló por el de tantos viajeros extraviados mientras cesaba el gemido, la afrenta, el designio que enigmáticamente había impuesto la naturaleza. Y entonces, acuciado por una rara nostalgia y un punto de excitación que tiraban de mí hacia atrás con fuerza, hacia el cauce leal y gregario del hogar, deseé estar junto a mi esposa, junto a sus ojos vivaces y sus pies descalzos, junto a sus besos y sus feroces mordiscos de protesta, junto a sus manos encallecidas y su carne más firme, vestida de yute y adornada con brazaletes y conchas, a salvo del espasmódico gemido que acude desde las profundidades de la tierra, a salvo de esa degenerada oriflama de nubes que corre hacia poniente, guarecidos de la intemperie y la oscuridad, mutuamente reconfortados, acodados ambos en la baranda de bambú de nuestro palafito.

 

martes, 9 de enero de 2024

El espejo

Ángel Olgoso

 

El barbero tijereteaba sin descanso. El barbero afilaba una y otra vez la navaja en el asentador. Clientes de toda laya acudían al local, abarrotándolo. El barbero manejaba las tijeras, el peine y la navaja con velocísimos movimientos tentaculares. Ser barbero precisa de unas cualidades extremas, formidables, exige la briosa celeridad del esquilador y el tacto sutil del pianista. Sin transición, el barbero despojaba a la nutrida clientela de sus largos mechones, de sus desparejas pelambres, señalizaba lindes en el blanco cuero cabelludo, se internaba en sus orejas y en sus fosas nasales, sonreía, pronunciaba las palabras justas, apreciaciones que sabía no serían respondidas, mientras los clientes miraban sin mirar el progreso de su corte en el espejo, coronillas, nucas, barbas cerradas, sotabarbas, patillas de distinta magnitud, luchanas, cabellos que planeaban incesantemente en el aire antes de caer formando ingrávidas montañas: el barbero nunca imaginó que el pelo de los cadáveres pudiera crecer con tanta rapidez bajo tierra.

 

lunes, 8 de enero de 2024

La larga digestión del dragón de Komodo

Ángel Olgoso

 

Alrededor de las once de la mañana, a petición mía, el vehículo oficial del ministerio me deja ante la vieja casa –ahora abandonada– donde viví cuando era niño. El asistente dobla mi abrigo en su brazo, esperándome. Aplasto el puro contra la acera deshecha. Sin pena, sin ternura, puede que con suficiencia y hasta con un ligero asco, veo el zócalo gris ratón, la puerta carcomida, los escombros de la salita. Subo las mismas escaleras que cuarenta años atrás me llevaban al pequeño dormitorio. Los balcones están cerrados. Parece de noche.

–¿De dónde vienes a estas horas, sinvergüenza?

Es el vozarrón de menestral de mi padre, repudiando una vez más mi conducta.

Bajo la cabeza para tolerar el horror. Miro mis pantalones cortos, mis zapatitos embarrados que se tocan por la puntera buscando un arrimo, un cálido refugio. En la penumbra, mi padre hace un movimiento amenazador, como si inclinara su cuerpo hacia delante. Oigo un eco familiar, ese roce seguido de un chasquido que se escucha cada vez que mi padre se quita el cinturón.

 

domingo, 7 de enero de 2024

Lección de música

Ángel Olgoso

 

Fue en el castillo familiar, no muy distante de la abadía cisterciense de Flavan –cierto día en que Guillaume de Langres, primogénito de doce años, recibía lecciones de clavicordio con el preceptor a su espalda y vio pasar, entre el gabinete de teca y el orbe mecánico, a un carnero completamente desollado, sangriento, escapando con terribles balidos del dormitorio de su madre parturienta a la que las matronas acababan de aplicar un cataplasma con la piel caliente del animal–, cuando Guillaume tuvo la evidencia de que el pelo se le había vuelto blanco.

 

viernes, 5 de enero de 2024

Persistencia

Ángel Olgoso

 

Aún te deseo, denodadamente deseo volver a trepar a tu carne en carne viva, varar en tus oquedades, rozar tus huesos como yemas de prietos tallos, te deseo con rumor de rebosadero, comensal de tu piel de lava, de tu aster silvestre, aún me atormenta a zarpazos el deseo, bocana de mi puerto, te deseo aún, vivamente, desde las cenizas de esta urna.

 

miércoles, 3 de enero de 2024

Introito para arpa de tendones humanos

Ángel Olgoso

 

El ojo derecho me cuelga a la altura del pómulo. Las ametralladoras nos barrieron del parapeto. A Le Brun y a mí. Caí bocabajo en el barro. Oscuridad, acógeme entre tus brazos. Hacerme el muerto. Aquel crujido era la bala volándome el hueso orbital. Intento devolver el ojo a su lugar sin delatarme. Parece un amasijo de muelles blandos. La aviación nos había bombardeado de nuevo a la salida del sol. El capitán d’Herbelot se disgregó en miles de pequeños d’Herbelot. El miedo no es negrura si antes has conocido el espanto. Thierry perdió los brazos mientras los estiraba en un bostezo de cansancio. Comimos ratas que sabíamos devoraban cuerpos de soldados muertos. Amortajamos miembros amputados. Hilamos tripas y las repusimos en sus cadáveres coronándolas con las fotos de sus novias sonrientes. Cada uno de nosotros, espectros raquíticos y aulladores, conocía en vida el nombre de su infierno: el bosque Prijmadin, la plaza de Altsattl, los pastizales de Na Mustku, el río Týna, la colina Podêbrady. Ha vuelto a desprenderse el globo ocular. Lo empujo al fondo de su cavidad con un lentísimo amago, intentando no descubrirme. Dios delante y yo detrás. En uno de los últimos ataques, Litvak el Pelícano levitó en el aire con la explosión del mortero y pude contemplar momentáneamente el revés entero de su piel. Litvak el Pelícano fumaba picadura de primera. Camaradas que eran borbotones de rabia, miedo, astucia, lealtad, locura, y una fracción de segundo después caparazones vacíos, hollejos, remolinos de carbón y fosfato. Permanezco inmóvil. Bocabajo. La náusea llama convulsamente a mi puerta. La dejo entrar y se acomoda en la mesa junto al dolor. Decrece el ruido sordo de los impactos contra los sacos terreros. Mi ojo izquierdo, entreabierto, asiste toda la tarde a desfiles de chinches y hormigas y cucarachas. No hay paisaje en esta sala de máquinas de la historia, en esta artesa para matanzas. Sólo raciones de sangre. Macutos de barro. Cantimploras de secreciones. Trincheras de vendas y delirios. Pienso en la pureza, en una monja de hábitos blancos y toca almidonada que acaricia mi frente con un beso incomparablemente dulce y consolador. Pienso en la imprecisión del dedo meñique de los pies. Se acerca el enemigo entre los escombros. Lo olisqueo. Tiemblo. La muerte es sólo un día más, nos arengaba el capitán d’Herbelot antes de desintegrarse en su halo. Un día más, quizá, pero interminable. Siento pánico. Doy la espalda a las ráfagas perdidas de los francotiradores, a los lanzallamas, al imperceptible y concluyente disparo de los rematadores de heridos. Llega la noche, como aturdida. Horas apiladas en frías capas de agonía. Temo también una paletada de cal sin previo aviso. Dormir. Visto desde arriba, mi cuerpo hace nido. El párpado restante se me cierra de sueño, de agotamiento, de asco. Pero lo que más empavorece a este cobarde, a este desertor, es la infinita maldad del amanecer.

 

martes, 2 de enero de 2024

Designaciones

Ángel Olgoso

 

Levantó una casa y a ese hecho lo llamó hogar. Se rodeó de prójimos y lo llamó familia. Tejió su tiempo con ausencias y lo llamó trabajo. Llenó su cabeza de proyectos incumplidos y lo llamó costumbre. Bebió el jugo negro de la envidia y lo llamó injusticia. Se sacudió sin miramientos a sus compañeros y lo llamó oportunidad. Mantuvo en suspenso sus afectos y lo llamó dedicación profesional. Se encastilló en los celos y lo llamó amor devoto. Sucumbió a las embestidas del resentimiento y lo llamó escrúpulos. Erigió murallas ante sus hijos y lo llamó defensa propia. Emborronó de vejaciones a su mujer y lo llamó desagravio. Consumió su vida como se calcina un monte y lo llamó dispendio. Se vistió con las galas de la locura y lo llamó soltar amarras. Descargó todos los cartuchos sobre los suyos y lo llamó la mejor de las salidas. Mojó sus dedos en aquella sangre y lo llamó condecoración. Precintó herméticamente el garaje y lo llamó penitencia. Se encerró en el coche encendido y lo llamó ataúd.

 

Extremidades

Ángel Olgoso

 

Iban a demoler el viejo hospital y citaron a los ciudadanos interesados en reclamar sus antiguos despojos corporales, objeto de observación y estudio durante decenios. Fue la curiosidad lo que me llevó a solicitar la pierna que me amputaron, por encima de la rodilla, cuando aún no había cumplido veinte meses. A aquella tragedia le siguieron años de trato preferente con el mejor artífice de piezas ortopédicas, apéndices más apropiados para la vida en sociedad, y no demasiado molestos; por lo demás, mi muñón y todo mi organismo aceptaban de buen grado cada nueva incorporación, como si se supieran regenerados al entrelazar su borde de carne ya endurecida con esos tejidos fríos, inertes, metálicos. Ahora, frente a mis ojos, en el formol de un recipiente de cristal, flotaba la extremidad sorprendentemente diminuta, blanca e infantil de un hombre de cuarenta y nueve años. Su visión resultaba más tierna que grotesca: los dedos del pie como migajitas de pan, la rodilla sin señales de hueso, el revoltillo de cabello de ángel de las arterias seccionadas del muslo. Este espíritu gemelo, en su soledad, en su meridiana inocencia, había permanecido inmutable, intacto, a salvo de la carcoma del cansancio, libre del veneno que todos los seres llevamos dentro. Yo crecía, mientras tanto, ajeno a la entereza de mi extremidad cercenada; me desarrollaba con la indiferencia de la mala hierba que se reconoce inútil, destinada a una absurda vida de sacrificio y condenada a la fumigación final. Cuando días después comencé a observar desapasionadamente aquella extremidad mínima, a pesar del insondable vínculo que nos unía, a pesar de su plena indefensión, a pesar de todo, me pareció de pronto un objeto inconcebible, casi monstruoso. Bastaba imaginar su mórbido tacto –tan distinto del tranquilizador pulimento de mi pierna ortopédica– para sentir una cierta inquietud, un temor originado más allá de las fantasías de suplantación. Alojé al ente y a su receptáculo de cristal en las baldas más altas del sótano. Allí lo espiaba día y noche, sintiéndome observado. Seguía sus delicadas pero obsesivas evoluciones, meciéndose imputrescible en su mundo de infusión, maligno, ignominioso, como esas hienas que al saberse heridas devoran sus propias vísceras.

 

lunes, 1 de enero de 2024

El misántropo

Ángel Olgoso

 

Don Celso Filgueira convocaba la antipatía de todos los vecinos del concello de Ribadeo. Confundían su pereza verbal con arrogancia y la justa cordialidad con desprecio. Recelaban de su negativa a copas y cafés y de su timidez bronca que no se paraba en hipocresías. El malentendido es la ley de gravitación de los solitarios. Cuando don Celso murió, todos consideraron para sí a aquel sujeto insociable una especie de lobezno muerto y bien muerto, pero don Celso Filgueira fue enterrado inadvertidamente con vida. Él, que anticipó esta contingencia (la soledad regala a manos llenas tiempo y temas), hizo instalar en su féretro un sistema patentado por el ingeniero Avendaño, de Monforte. Así pues, al despertar, oprimió en seguida el interruptor que levantó en la superficie un disco portador del número de enterramiento, encendió la lámpara de señalización y conectó la sirena de alarma. Era la mañana después de san Wenceslao, llovía y el soplo del orvallo apenas dejaba escuchar la llamada de auxilio. Mientras don Celso se removía como loco en la oscuridad, devorado ya por los gusanos del miedo, los vecinos iban acudiendo al camposanto atraídos por aquellos extraños e incansables bocinazos. Bastó que supieran de qué tumba provenían para que se dieran media vuelta. Y subiéndose unos las solapas y sacudiéndose otros las pellas de barro en los retamales, todos se alejaron, se alejaron.