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sábado, 6 de julio de 2024

Lucy y el monstruo

Ricardo Bernal

 

Querido Monstruo:

Ya no te tengo miedo. Mi papi dice que no existes y que no puedes llamar a tus amigos porque ellos tampoco existen. Cuando sea de noche voy a cerrar los ojos antes de apagar la luz del buró y voy a abrazar bien fuerte a mi osito Bonzo para que él tampoco tenga miedo. Si te oigo gruñir en el clóset pensaré que estoy dormida. No quiero gritar como siempre. No quiero que mi papi se despierte y me regañe.

Ya sé que me quieres comer, pero como no existes nunca podrás hacerlo; aunque yo me pase los días pensando que a lo mejor esta noche sí sales del clóset, morado y horrible como en mis pesadillas… Mañana, cuando juegue con Hugo, le voy a decir que te maté y que te dejé enterrado en el jardín y que nunca más vas a salir de ahí. Él se va a poner tan contento que me va a regalar su yoyo verde y me va a decir dónde escondió mis lagartijas (siempre ha dicho que tú te las comiste, pero eso no puede ser porque mi papi me dijo que no existes y mi papi nunca dice mentiras).

Voy a dejarte esta carta cerca del clóset para que la leas. Voy a pensar en cosas bonitas como en ir al mar, o que es navidad, o que me saqué un diez en aritmética.

¡Adiós, monstruo!, que bueno que no existas.

 

firma:

LUCY

 

Mi pequeña Lucy:

¿Cómo que no existo? Tu papi no sabe lo que dice.

¿Acaso no me inventaste tú misma el día de tu cumpleaños número siete? ¿Acaso no platicabas conmigo todas las noches y te asustabas con los extraños ruidos de mis tripas?

Todas las noches te observé desde el clóset y tú lo sabías… Aunque nunca me viste conocías de memoria mis ojos, mi lengua y mis colmillos; pues todas, todas las noches me soñabas.

Por eso cuando leí tu carta sentí tanta desesperación. Por eso destrocé tus juguetes y me comí de un solo bocado a tu delicioso osito Bonzo.

Lo juro Lucy, tú ya estabas muerta.

Tenías los ojos abiertos y cuando toqué tu barriguita estaba más fría que mi mano. Seguramente te mató el miedo y yo no pude comerte pues no me gusta el sabor de los niños muertos. Lo único que hice fue regresar al clóset y llorar de tristeza hasta quedarme dormido… ¡Pobre Lucy! ¡Pobre Lucy y pobre monstruo solitario!

Ahora tendré que salir de aquí, alejarme de los adultos que cuidan tu pequeño ataúd y dejar esta carta donde puedas encontrarla… Necesito la risa de un niño y necesito el miedo de un niño para seguir vivo.

Por cierto Lucy, ¿dónde dices que vive tu amigo Hugo…?

 

Atentamente:

EL MONSTRUO

 

martes, 9 de abril de 2024

Lucas muere

Ricardo Bernal

 

Había una vez dos brujas que vivían dentro de un cráneo. Lucas, el dueño del cráneo, cada mañana se miraba en el espejo sin sospechar que esos ojos de perro amarillo eran en realidad dos ventanas desde donde las brujas contemplaban el exterior. No sabía que dos viejas brujas pensaban sus pensamientos y soñaban sus sueños. No sabía que dos viejas y terribles brujas lo habitaban.

Algunas veces, mientras Lucas trataba de dormir, las brujas invitaban a sus amigas y organizaban unas fiestas: sacrificaban gallinas, encendían cigarros enormes y preparaban todo tipo de brebajes. Luego, ponían en el fonógrafo los viejos discos de Gardel y bailaban tango toda la noche entre pisotones y alaridos. Lucas, desesperado, daba vueltas y vueltas en su cama; maldiciendo las cuatro tazas de café que seguramente le habían espantado el sueño.

Otras veces, las brujas entraban de puntitas a la cocina del cráneo y abrían las desvencijadas puertas de la alacena. Con dedos largos y malignas intenciones, mezclaban las sustancias de los frascos donde Lucas guardaba sus recuerdos. Imágenes desordenadas aparecían entonces en la pantalla de su memoria: recordaba a su padre con la cara enjabonada y una navaja de afeitar en la mano, mirando sorprendido la orden de arresto que le mostraban los gendarmes; recordaba la madrugada de lluvia y hojarasca cuando él y su amigo Mateo encontraron el tesoro oculto en la cueva de los dinosaurios; recordaba los gestos y las manos heladas de sus hermanita María, muerta de leucemia a los siete años; recordaba el sabor de la sangre, y recordaba también a Berenice, la misteriosa mujer de verdes ojos y medias negras que hizo de su corazón un tololoche, arruinándolo para siempre.

Las brujas comían palomitas de maíz y se morían de risa al mirar los recuerdos de Lucas. De pronto, dos horribles dentaduras postizas se desencajaban de sus bocas abiertas y volaban por todo el cráneo castañeteando los dientes. Las brujas, asombradas, sacaban sus redes de cazar mariposas y trataban de atraparlas, estrellando a su paso algunos de los frascos. Cuando las dentaduras volvían a sus respectivos lugares, los recuerdos encharcaban los tapetes de la sala; y afuera, los ojos de Lucas se inundaban.

Fue un martes trece de abril cuando Lucas sufrió el delirium tremens. Eran las cuatro de la tarde y las brujas se aburrían. Ya habían zurcido sus calcetas y lavado los platos; ya habían leído todas las revistas y resuelto los crucigramas; durante horas habían jugado al ajedrez y al final se habían comido el tablero con todo y piezas. Buscando en qué entretenerse fueron a dar a la biblioteca del cráneo. Entre tratados de alquimia y libros de ocultismo encontraron el pequeño Larousse; lo desempolvaron, lo abrieron al azar y de sus páginas arrancaron a la palabra ESDRÚJULA, que se retorció asustada entre sus dedos. Las brujas se miraron, divertidas y siguieron arrancando palabras esdrújulas del diccionario: las palabras ESPANTAPÁJAROS, MURCIÉLAGO, CÁNTARO, BOLÍGRAFO, MATEMÁTICAS, ETCÉTERA. Cuando habían juntado las suficientes, las clavaron entre sí y construyeron una escalera; luego enrollaron el tapete y con un serrucho oxidado cortaron las tablas del piso; se asomaron por el oscuro agujero y decidieron bajar a conocer el corazón de Lucas. Con su larga escalera de palabras esdrújulas y sus cascos anaranjados de explorar minas, comenzaron a descender poco a poco. Lucas revolvía el cajón de su buró buscando las pastillas para el dolor de garganta; de pronto sintió un fuerte golpe en el pecho y perdió el conocimiento; en esos instantes, las brujas acababan de abrir las puertas metálicas de su corazón…

Es difícil comprender los motivos del corazón. Es difícil caminar a ciegas.

Las brujas entraron a la oscuridad alumbrando con sus linternas los rincones: esqueletos de lagartija, crisoles empolvados, máscaras, muñecas muertas. En ese lugar de pesadilla el tiempo se había detenido para siempre. En el piso había un pentágono de sal y en medio del pentágono un retrato desgastado: era Berenice, la última habitante en el prodigioso universo de Lucas. Al mirar esos ojos verdes y esa sonrisa sin boca, las brujas comprendieron que ella había sido la culpable de tanta desolación. Furiosas, hicieron añicos el retrato y juntaron montones de basura para incendiar de una vez por todas las entelarañadas paredes del tenebroso corazón de Lucas. La demoniaca bestia del fuego hizo su aparición con las fauces abiertas y el odio en la mirada; Lucas volvió en sí al sentir sus colmillos clavándosele por dentro mientras las brujas gritaban. Enloquecido, salió corriendo de su casa para buscar una cantina y apagar el fuego y los gritos con largos, largos tragos de ajenjo. Recorrió callejuelas y puentes hasta llegar al embarcadero; ahí, entre construcciones góticas y luces de artificio, encontró el famoso bar de su amigo Edipo y entró en él con la misma devoción con que un monje zen entraría a su sagrado templo interno. Las brujas habían quemado amuletos, sustancias, pergaminos; cuando el incendio fue total, sonrieron satisfechas y decidieron echarse una merecida siesta sin preocuparse por el fuego: no podía dañarlas, habían sido discípulas de Freja, la poderosa Dueña de los elementos; y por lo visto, habían aprendido muy bien sus enseñanzas.

Es difícil comprender los motivos del corazón. Es difícil comprender la terrible sed de un corazón incendiado… En el bar de Edipo, Lucas se dedicó a beber toda la noche.

Botella # 1.- Lucas habla solo mientras dos brujas duermen; el dolor es un gusano enamorado de su columna vertebral.

Botella # 2.- El descompuesto reloj de la barra da la una doce veces. Los últimos marineros abandonan el bar, apoyando sus borracheras en los hombros adolescentes de frágiles prostitutas. Una lagrimita recién nacida se asoma por el ojo izquierdo de Lucas y decide bajar a su enmarañada barba pelirroja.

Botella # 3.- Edipo cierra por fuera la puerta del bar, guarda las llaves, prende su pipa y busca un taxi que lo lleve rumbo a casa; en el camino va pensando en su pobre, pobrecito amigo Lucas. Arriba bailan siete lunas.

Botella # 4.- La neblina del embarcadero entra al bar por la cerradura y forma una figura femenina. La figura se detiene frente a Lucas, toca su rostro y antes de desaparecer le da una flor negra que saca de sus ropajes. Las sillas crujen. A lo lejos aúlla un hombre lobo.

Botella # 5.- Lucas Balbucea; en sus ojos, los oscuros pájaros de llanto construyen nidos de cristal; en su corazón incendiado, dos pequeñas brujas se despiertan. En silencio, el silencio sonríe.

Botella # 6.- En medio de una tempestad de carcajadas y vidrios rotos el corazón de Lucas explota, dejando escapar a dos brujas montadas en una escoba. Las brujas se despiden de Lucas mondándole besitos, salen por la ventana y se van volando más allá de las constelaciones para aterrizar, tal vez, en las páginas de otra historia. Lucas cierra los ojos y aprieta los dientes.

Botella # 7.- Lucas se borra: el barco de su subconsciente navega por lagunas mentales y océanos de olvido. Al abrir los ojos, Lucas se descubre en un lugar desconocido…

(Cuenta la leyenda que Lucas recorrió durante horas los alrededores tratando de reconocer el lugar. La confusión pintaba de gris todas las cosas y en cada rincón se desarrollaba una escena diferente: viscosos cerdos rosas celebraban misas negras; enormes monstruos oceánicos salían de un mar de plomo y devoraban niños; extraños demonios sin rostro extendían sus deformes alas y lo señalaban, diciendo oscuras frases cabalísticas: “abracadabra honorable Lucas, bienvenido seas al maravilloso país del Delirium Tremens. Haz el favor de acompañarnos. Son las cinco de la tarde y su majestad, la reina, te está esperando en sus aposentos para tomar el té”.

Cuenta la leyenda que Lucas fue llevado por bosques laberínticos hasta las amuralladas fronteras de un castillo nebuloso. Blancos eran el foso y los jardines; blancos los árboles, blancas las flores y las mariposas; blancas eran las torres, blancos los peldaños y blancas las galerías; también era blanco el trono de la reina… Berenice, quien recibió a Lucas con una sonrisa misteriosa.

Cuenta la leyenda que el nombre sagrado de su amada se derritió lento como una hostia en los labios de Lucas).

Botella # 8.- Lucas muere.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Lucas se aburre en la casa de la Muerte; cada mañana se mira en el espejo y sólo encuentra reflejado el rostro invisible de la inexistencia. Por las noches el repartidor de sueños pasa frente a su puerta pero nunca se detiene… Ahora Lucas conoce la verdadera, la triste, la infinita soledad.

Sin embargo, algún día Lucas se asomará por la ventana y verá las luces rojas, las luces verdes y las luces azules de la ambulancia. Algún día, Lucas escuchará las voces de los camilleros gritando su nombre. Algún día, Lucas será llevado respetuosamente a la confortable habitación sin puertas ni ventanas que dos pequeñas brujas le tienen reservada en el último rincón de los infiernos.

 

lunes, 8 de abril de 2024

Las dramáticas aventuras de Wozzek, el perro individual

Ricardo Bernal

 

No recordaba su vida anterior. Tal vez los ruidos, tal vez el impacto de luz más allá de los párpados, y sobre todo el aroma dulzón del protoplasma: ya se sabe que la memoria de un perro está en el olfato. Wozzek nació en una tienda de mascotas junto con otros tres cachorritos. Su perra madre murió al día siguiente y Giovanni, el redondo dueño de la tienda, los llevó a la jaula de cuidados intensivos para que sobrevivieran. Qué hermoso eres, cachorrito; pensó Giovanni en italiano, y metió a Wozzek en un viejo calcetín de cuadros azules, arrullándolo un poco. El perrito se acurrucó y quiso saber qué pasaba, pero su pequeño cerebro desconocía los mecanismos del pensamiento, así que se quedó dormido. Martes, miércoles, jueves, viernes; Giovanni cantaba óperas gangsteriles y les daba su mamila a Wozzek y sus hermanos. Las paredes de la trastienda estaban pintadas de verde para tranquilizar los nervios de sus habitantes. Además de perros, gatos, canarios y peces, había un pulpo marino que todo el tiempo palpaba las paredes de la tina donde vivía, buscando una grieta por donde escapar. No había cebras, pero estaba el General, un ridículo mono araña importado de Veracruz. No había canguros, pero sí un par de conejos grises y fornicadores que no pensaban en otra cosa. También estaba Marichu, la guacamaya más hermosa del mundo, el zopilote Omar, y Efraín, el búho tuerto que todos creyeron disecado, hasta el día en que se fue volando tan tranquilo por la puerta. Las anécdotas de todos estos personajes fueron los primeros recuerdos de Wozzek, quien a las pocas semanas de nacido vivía ya en una de las jaulas colocadas frente al aparador: Giovanni quería vender sus perros finos cuanto antes, necesitaba dinero para volar a Roma y decirle adiós a su moribunda tatarabuela. Wozzek, como buen perro que era, se dedicaba a dormir, comer y cagar. Algunas veces alzaba sus orejas de ratón y miraba a los extraños seres que lo señalaban desde el otro lado del cristal: mira mamá qué bonita rata; No es rata m’hijo, es un perrito; mira mamá qué feo perrito. ¡Guau! Esa fue la primera palabra que Wozzek aprendió, la única a decir verdad. En ella se resumía todo el conocimiento, toda la percepción que puede tener de la vida un cachorrito huérfano. Afuera de la tienda los seres extraños pasaban, y también pasaban los días y las noches. Soles, lunas, nubes, carros de bombero, coloridos desfiles, asaltos sangrientos; Wozzek miraba todo con ojos azorados. Existe la vida, es cierto. Existimos. Plumas, colmillos, sonrisas; en la tienda de mascotas las reglas eran muy simples: comer, jugar, escandalizar. A veces el precio era un pececito menos, una mordida infectada. ¡Guau! Todos somos iguales en este ordenado caos. Pero Wozzek ignoraba que en sus adentros había una semilla de luz: su individualidad. Una individualidad que necesitaba crecer sublime y esférica; algo imposible en medio de tantos gritos, aullidos, maullidos y ladridos. Algo imposible en medio de los pleitos, los insultos de Marichu, las discusiones por el plátano que el General le embarró en el culo a Giovanni, por la cena engusanada de Omar, o por la lluvia de alpiste que cayó en la tina de Don Pulpo, haciéndolo lanzar maldiciones oceánicas a diestra y siniestra. Y Wozzek abría sus ojos enormes. Su individualidad necesitaba con urgencia otro lugar para crecer. Wozzek, como todo perro fino, necesitaba un hogar donde vivir.

Lila estaba sola. Había estado sola toda su vida, pero tan solo ahora, a sus 24 años se daba cuenta, y la soledad le pesaba como una barra de plomo en el corazón. Escapada del rigor militar que infectaba su casa materna, Lila había rentado un decrépito departamento donde podía preparar sus clases de historia del arte y pintar sus extraños y codiciados cuadros sin ningún tipo de interrupciones. Sin embargo, sus días eran largos, iguales, desabridos; a Lila le parecía que la existencia era un tren de vagones aburridos y eternamente vacíos. Los últimos dos amores de su vida, Rosencratz y Guildenstern, habían huido por el espejo y vivían muertos del otro lado, dedicándose a los asuntos que le corresponden a todo aquél que huye por el espejo. Lila bebía café negro y ponía sin descanso sus viejos discos de los Residents mientras calificaba tareas o dibujaba. Cuando miraba el espejo, ya casi nunca encontraba en él a Guildenstern con su sonrisa de niño dios, tarareando rolas de Marillion; ni a Rosencratz colgado de un candil, y usando humito de colores para pintar un paisaje del Amazonas, acompañado de su inseparable Barbie, esa perra. Lila recorría las calles bajo la lluvia. Buscaba tréboles de cuatro hojas debajo de los puentes, colocaba bombas imaginarias en los templos de la colonia Condesa, o marcaba teléfonos descompuestos hasta que algún ángel piadoso le contestaba. Lila estaba sola. Por las noches se encerraba en su departamento donde escribía desolados cuentos de ciencia ficción, o cartas de amor cucaracha sin posdata ni firma. Una tarde, en uno de sus paseos, Lila pasó frente a una puerta ovalada con un letrero:

Tratando de no burlarse de sí misma empujó la puerta y entró a un pasillo angosto como sarcófago, en cuyo final retozaba una escalera de caracol. ¡Alto ahí! dijo Lila, y la escalera se quedó quieta. Cielo e Infierno; hay una tempestad entre mis dos hemisferios, pensó, y comenzó a subir entre nubes rosadas y caballitos de mar. Después de quinientos escalones llegó a un diminuto salón donde había una mesa y detrás de la mesa una sonriente luna llena. Hola muñeca, ¿cómo te llamas? Lila. Mucho gusto, yo soy Enid; ¿quieres que te lea la mano? Pero no tengo dinero. No importa, me darás un porcentaje de tu suerte, esa será suficiente paga. Lila se sentó extendiendo su mano izquierda hacia Enid. Por lo maltratado de tus uñas puedo adivinar que eres albañil. Ni madres, soy pintora y escultora. Perdón, ¡mira! Aquí dice que muy pronto tu vida cambiará; además bla-bla-bla. ¿Bla-bla-bla? Sí, bla-bla-bla. ¡Oh!, dijo Lila levantando las cejas y mirando su mano. Pues muchas gracias señora, y haciendo mil reverencias salió de ahí. Se despidió de los caballitos de mar y una vez en la calle se echó a correr. Vieja loca, ¿cómo se atreve a decir que mi vida cambiará? Esa tarde Lila cruzó los mismos jardines, las mismas avenidas de siempre. De pronto se sintió distinta, como si la madera de su alma cobrara vida; marioneta resucitando en el desván de los juguetes. Alguien la miraba. Alguien la había estado mirando toda la vida. ¿Alguna vez tuve aureola?, ¿alguna vez tuve alas? ¡Qué extraño momento para experimentar el satori!, pensó. Entonces sus ojos se toparon con los ojos de Wozzek quien desde el otro lado del universo, del otro lado de la calle y detrás del cristal de la tienda de mascotas brincaba como loco y movía su pequeño rabo. Lila no escuchó los ladridos: sus oídos zumbaban y kundalini le mordisqueaba el corazón mientras corría, mientras cruzaba la fantasmal corte de claxonazos, frenones y mentadas de madre. Llegar a la banqueta, ver un nebuloso rostro reflejado en el vidrio, y del otro lado del vidrio la brillante nariz de Wozzek, quien haciendo uso de polvos telepáticos decía en silencio: Mamá, Mamá, Mamá. Quédate conmigo, quédate conmigo. Las palomas y canarios de la tienda se pusieron tristes. Un topo recuperó la vista. Marichu movió sus alas de ángel muy despacio y el General interrumpió la cuarta paja de la tarde. Todos miraron a Wozzek. Todos comprendieron que a partir de ese momento lo habían perdido para siempre. Sólo quedaba un pequeño problema por resolver: Lila no tenía dinero. Había empeñado su reloj para comprar lienzos, y el último sueldo de sus clases se lo había gastado en discos de los Legendary Pink Dots. No te muevas de aquí, amor mío. Esta noche vendré a sacarte de tu cárcel. Viviremos juntos, mi vida, siempre juntos. ¡Guau! exclamó Wozzek. Desde su guarida, Enid miraba la escena en una bola de cristal.

Inútil describir la Operación Rescate. Baste decir que Lila se descubrió habilidades nunca imaginadas. Soy experta en ganzúas, cerrojos y sierras. Cosas de la reencarnación, pensó; tal vez en mi vida anterior fui ratero. Para Giovanni no fue difícil aceptar la pérdida de su cachorrito: al día siguiente, mientras trataba de reparar los destrozos hechos por Lila al llevarse a Wozzek, recibió un telegrama: MURIO TATARABUELA/ HEREDÓTE TODOS NEGOCIOS/ VEN CUANTO ANTES/ Y así, la tienda de mascotas se convertiría en un arca de Noé rumbo a la madre Italia. Giovanni imaginó a Omar y a Marichu tirados en cubierta, con lentes oscuros y sendos martinis en las alas; al General con su uniforme de general listo para gritar ¡Tierra a la vista!; a Don Pulpo atado al ancla, diciendo Mierda mierda mierda mierda, mientras depositaba sus tentáculos a plazo fijo en los bancos de coral. Todos felices en busca de un nuevo sol. Todos menos Wozzek quien corría junto a Lila, con la lengua de fuera y un arcoíris en la mirada. ¡Vamos perrito! Tenemos que darle tres vueltas al Parque Hundido. ¡Guau! hacia adentro. ¡Guau! para toda la vida. Todo era plenitud. Sin embargo, escrito está en los antiguos textos: los romances que comienzan con un flechazo, rara vez sobreviven.

Wozzek fue muy bien recibido en el hogar de Lila. Yo soy pintora, pin-to-ra. Estos son mis cuadros. ¡Guau guau! Claro que sí. Mira, este es tu plato; estas se llaman croquetas, cro-que-tas. Este es el espejo, y esa cosa negra que te mira, ¡eres tú! Lila se quedó seria; Wozzek, si alguna vez alguien intenta escaparse del espejo, le arrancas el corazón de un mordisco. Sin piedad ¿me entiendes? Después: la sonrisa. Ven Wozzek, esta es mi colección de música. Principalmente tengo… quise decir, tenemos, óperas y rock subterráneo. Te voy a pedir que por favor. Y Wozzek miraba todo. La vida existe, es cierto. Estoy vivo, y esta mujer es mi madrehermanamantenovia y me ama. ¡Guau! Cómo me ama. Lila organizó un bautizo para su nuevo amor; invitó a sus amigos poetas, pintores y homosexuales. Desde hoy, Wozzek Emiliano Serafín Patricio te llamarás, dijo un sacerdote barbudo, panzón y absolutamente borracho, mientras Wozzek se comía las botanas de cangrejo. Esa noche la guarapeta terminó en Garibaldi. todos abrazados y vomitados cantando corridos tequileros. Debajo del sombrero de un mariachi, Wozzek aulló como lobo en luna llena. Al día siguiente, madre y perro compartían la misma cruda. Nunca más volverían a asomarse por el espejo Rosencratz y Guildenstern: Lila ya no estaba sola.

La individualidad de Wozzek comenzó a germinar: primero fue una minúscula canica incolora, luego una esfera que con destellos celestes rodeaba al perro y sus cosquillas. Lila lo pintó en diferentes posiciones. Lo disfrazó de niña y le puso pestañas postizas. Le enseñó a comer con cubiertos y a no pedorrearse en voz alta. A veces Wozzek se tomaba el agua del retrete y Lila le pegaba con un periódico. Niño malo ¡eso no!, ¡eso no! Un día se comió un libro de Orson Scott Card, y Ender, el héroe de la historia, vivió una aventura demoniaca y pestilente en las tripas del perro. Cuando Lila se iba a dar sus clases, Wozzek se quedaba solo. No sabía qué hacer con su individualidad. Escuchaba discos de jazz desquiciante a todo volumen y los vecinos gritaban, o escarbaba los cajones del ropero, transformando el departamento en un multicolor carnaval de calzones y brasieres. Pasó el tiempo, las ausencias de Lila eran cada vez más largas. Adiós perrito, pórtate bien; ahí te dejo unos discos programados para que no te aburras. ¡Guau! Lila se colgó su morral, guardó las llaves y antes de salir le mandó besitos a Wozzek con la punta de un dedo. Tan pronto como se oyó el slam de la puerta exterior del edificio, Wozzek corrió hacia el espejo. Ahí estaba su imagen reflejada: ya no era el dulce cachorro de los tiempos de Giovanni, ahora era un perro fuerte y con cara de tonto. ¡Guau! dijeron a la vez Wozzek y el perro del espejo. Nunca nunca nunca se te ocurra entrar al espejo, del otro lado hay cosas horribles; le había dicho Lila una noche. Pero Wozzek era un perro individual, así que retrocedió para tomar vuelo, se arrojó, y en un instante estuvo del otro lado. El departamento paralelo era exactamente igual al suyo: los mismos sillones maltratados, los mismos trastes sucios en la mesa del comedor, las mismas pinturas enormes en las paredes. Hasta el disco de los Pelican Daughters que sonaba en el aparato era el mismo. Wozzek se asomó a la cocina: la misma cocina. Se asomó a las recámaras: las mismas recámaras. ¡Qué aburrido! ¿Dónde estaban las cosas horribles que le había prometido Lila? En eso volteó hacia el espejo y se quedó estupefacto: su imagen había desaparecido. El espejo lo reflejaba solamente cuando estaba en el mundo de los vivos. Se oyó un clic en los rincones. Wozzek recordó el cuento de Cortázar que Lila le había leído la tarde anterior. ¡En la madre! Han tomado las recámaras; y horrorizado regresó por donde había venido. Esa noche, mientras Lila pintaba monstruos, Wozzek dormía. De pronto su individualidad se esponjó hasta abarcar toda la habitación. Aunque seguía siendo una individualidad hermosa, ahora tenía cierto tinte terrorífico apenas perceptible. Entonces Lila, en un insólito trance de ojos desorbitados y manos temblorosas, usó los colores más asesinos para colorear. En su mente había neblina morada, los decadentes teclados de Death in June sonaban a todo volumen. ¡Maldito monstruo de alas verdes y pito azul; mira lo que hago contigo! Y en lugar de usar pinceles, Lila pintó con las manos, embarrando auras de fealdad y desolación en su cuadro. Wozzek despertó. En un instante su individualidad se redujo al tamaño de un garbanzo, y Lila se talló los ojos como regresando de un sueño lodoso. Vio el cuadro a medio acabar. No sé qué me pasa, cada vez pinto peor. En fin, suspiró. Vente Wozzek, vamos a dar un paseo; pero antes, un vasito de leche para purificar el alma. ¡Guau!

La segunda vez que Wozzek cruzó el espejo se encontró a Rosencratz sentado en un sillón. Sus ropas eran harapos, tenía los ojos cerrados y una maltratada barba de apóstol. Hola perro estúpido, ¿qué hay de nuevo?, dijo el extraño sin abrir los ojos. Conque ahora eres tú el amor de Lila ¿eh? Antes fui yo, y antes de mí fue Guildenstern… ¿Te digo una cosa? De este lado viven los Hombres Poder. Fueron ellos quienes devoraron a Guildenstern. ¿Guau? Tal como lo oyes; si Lila se entera se va a poner muy triste. ¡Pobre Guildenstern! Traté de salvarlo, pero las mandíbulas de los Hombres Poder son indestructibles. Lo único que pude rescatar del sangriento festín fue esto: ¡mira! Y Rosencratz sacó de su costal una mano verde y reseca. En ese instante, la individualidad de Wozzek despertó, afilándole los colmillos y la mirada. El aura que irradiaba la mano, era igual a los colores del cuadro que pintaba Lila. ¡Guau!, gritó Wozzek. De un veloz mordisco le arrebató la mano a Rosencratz y corrió hacia el espejo. ¡Espérate pinche perro! Tú no puedes ha/… Cuando Wozzek estuvo del otro lado, el espejo sólo reflejaba a un perro negro con una mano verde en el hocico. Más atrás, el sillón estaba tan vacío como el trono de un rey decapitado. Wozzek escondió la mano detrás del buró de Lila. Sabía que ella nunca la iba a encontrar ahí.

Lila comenzó a tener pesadillas. Sus sueños eran un laberinto de carne cruda, una monstruosa guerra entre juguetes y perros deformes. ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí?, preguntaba Lila al despertar, mientras Wozzek le lamía las manos y la cara. Por las tardes Lila se iba a la escuela sin comer ni maquillarse. Zombi cruzaba las calles, la gente se hacía a un lado para dejarla pasar, y en el salón de clases sus alumnos murmuraban cuando ella repetía su cátedra con la mirada fija en quién sabe qué visiones. En casa, los pinceles y los óleos se llenaron de telarañas; las cucarachas fundaron ciudades en los trastes sucios que se amontonaban en la cocina y el comedor. Lila conversaba con las negras y escandalosas risas que de pronto salían de los lugares más inverosímiles: la azucarera, el botiquín, un zapato volcado debajo de la cama. Wozzek dejó de ladrar; dormía todo el tiempo, y su individualidad se convirtió en un cascarón ceniciento y agrietado que lo apartaba del mundo. La mano de Guildenstern seguía inmóvil detrás del buró.

Veo fuerzas oscuras invadiendo tu casa, dijo Enid. Mira: éste es el Diablo, junto a él está el Mago de cabeza, seguido del diez de espadas. Tiene que ver con algún amor destructivo de tu pasado reciente. ¿Te dice algo? Mmmmmmm… No. la verdad no; contestó Lila acariciándose el mentón. Tenía las ojeras muy marcadas, los anillos le quedaban flojos. ¿Las puedes tirar de nuevo? Las manos de Enid se movían como palomas; detrás de ella, siete velas proyectaban siniestras sombras en los muros. Extendió las cartas y las fue volteando una por una: las figuras habían desaparecido. Enid se sobresaltó. ¡No puede ser!, dijo; ¡se han borrado! Estamos frente a una fuerza muy grande. Pero ¿quién? ¿Qué fuerza?, preguntó Lila. No sé… ¡Mira! Ésta es la posición del Desenlace, es la única carta que no se borró. ¿Qué es? Un príncipe, el Príncipe de espadas: significa que un hombre se va a aparecer en tu vida, aunque necesitaría que las otras cartas fueran visibles para saber bajo qué circunstancias. Lila cerró los ojos, algo zumbaba en los calabozos de su corazón. Gracias Enid, ¿cuánto te debo? No me debes nada; pero tendrás que dibujarme un tarot nuevo, éste ya no sirve. Toma, quédate con el príncipe. Lila guardó la carta en su morral, abrazó a Enid y salió de prisa: el dique de sus ojos estaba a punto de romperse. Enormes mantarrayas grises se retorcían encima de la ciudad. Cuando cayeron las primeras gotas de lluvia, el llanto se adueñó de Lila como un diluvio purificador. En su departamento, detrás del buró, la mano de Guildenstern movió los dedos muy despacio.

Esa noche Lila tuvo un sueño: tres bestiales seres azules, sentados en sus rojos tronos de reses muertas. Estaban completamente inmóviles; usaban lentes oscuros y tenían dos bocas, una encima de otra. Eran los Hombres Poder. Sus dedos, gruesos como sandías, estaban llenos de anillos, y encima de sus coronas de plástico revoloteaban varios cuervos con cabezas humanas. Las seis bocas comenzaron a hablar al mismo tiempo: los tonos de las voces no diferían ni una octava. ¡No quieras engañarnos Lila! Nadie puede retacar los hoyos del pasado con ladridos. ¡Regresa al Espejo lo que al Espejo pertenece! Lila despertó temblando y con el corazón a mil por hora. Los ácidos coros de los Teenage Filmstars llenaban la habitación y Wozzek la miraba con los ojos muy abiertos. ¡El espejo!, gritó Lila; ¡Hay que romper el espejo! Entonces la mano de Guildenstern salió volando de su escondite y se apoderó de la garganta de Lila. En las paredes las pinturas comenzaron a balancearse. El espejo ondulaba como la superficie de un charco después de la piedra. La mano apretaba apretaba apretaba, y no dejaría de hacerlo por más que Lila le clavara las uñas en el dorso. Wozzek, enloquecido, ladró como nunca; su individualidad estaba a punto de resquebrajarse en mil pedazos. El rostro de Lila fue blanco, rojo, violeta; una neblina de trapo empañó su mirada y los camaleones del pasado acudieron en tropel a su memoria: recordó el pay de manzana que hacía abuelita, su primera borrachera, la sonrisa fantasma de Rosencratz; recordó las suaves manos de Guildenstern desvistiéndola… Lila perdió el conocimiento.

Abrió los ojos. El aire entraba en sus pulmones como un bálsamo inventado por ángeles. Estaba en su cama, a su lado Wozzek dormía tranquilo. De pronto oyó ruidos en el comedor, pasos que se acercaban. ¿Quién anda ahí?, gritó aterrada. No te asustes Lila, dijo la voz; después de la voz apareció el rostro. Soy Elidir, te acabo de salvar la vida. Era él. El mismo rostro, la misma vestimenta: el Príncipe de espadas de la carta de tarot que Enid le había regalado. El espejo está roto, dijo Elidir; tu pasado no volverá a molestarte. Extendió su sable hacia Lila: en la punta, como una tarántula disecada, estaba la mano de Guildenstern. ¿Eso salió del espejo?, preguntó Lila. Bueno, no precisamente, tu perro la trajo del otro lado. Pero no te preocupes, ya todo está bien. ¿Quieres un té?

Elidir era el nuevo vecino del departamento de abajo, quien al escuchar los ladridos de Wozzek y el escándalo, subió a pedir que por piedad lo dejaran dormir un poco. Como nadie le abría imaginó que algo raro estaba sucediendo, un violento robo tal vez, y regresó por su poderoso sable; Elidir era maestro de esgrima. El resto fue cuestión de segundos: abrir la puerta de una patada, ensartar la mano con el sable, darle a Lila respiración de boca a boca y luego romper ese espejo de donde unos seres terribles y voluminosos intentaban escaparse. Desde ese día, Lila y Elidir se hicieron amigos. Juntos iban al cine y al teatro. Por las tardes, mientras Lila daba sus clases, Elidir se quedaba en casa lavando los trastes, o iba al supermercado a conseguir ingredientes para preparar ensaladas exóticas. Poco a poco, Lila fue olvidando a los Hombres Poder y la maldición del espejo. Los besos de Elidir borraron los últimos recuerdos de Rosencratz y Guildenstern.

Lila comenzó a pintar como nunca. Su nuevo modelo apareció como un héroe medieval en todos sus cuadros, y a Lila le llovían invitaciones para exponer en las galerías más importantes de la ciudad. Llegó la fama y la fortuna. Llegó el amor, el verdadero amor. Elidir llevó todas sus cosas al departamento de Lila, no tenía caso seguir pagando dos rentas. Lila y Elidir veían el futuro como un bosque de cristal habitado por hadas, elfos y unicornios, donde todo era luz.

Entonces murió Wozzek.

Desde la noche en que Elidir hizo su heroica aparición, la individualidad de Wozzek se convirtió en una dura coraza. A veces comía, a veces no. La mayor parte del tiempo se la pasaba dormido. Lila dejó de hablarle; ya no hubo paseos por el Parque Hundido, ni noches de risas y música. Todas las atenciones de Lila eran para ese niño bonito salido de una baraja. Así, una tarde de abril, Wozzek murió de tristeza encima de sus almohadones floreados. Desde el tocadiscos, Tuxedomoon desenredaba lentas marchas fúnebres. Por la noche Lila y Elidir regresaron con sus antifaces psicodélicos y el cabello lleno de confeti: miraron al perro como si fuera parte de la decoración y se encerraron con llave. Dos días después, cuando ya las moscas exploraban los orificios de Wozzek, Lila se agachó a acariciarlo ¿Wozzek? ¿Qué tiene mi perrito? No no no… ¡Despierta Wozzek! ¡Nooooo! Wozzek fue enterrado sin ceremonias en el Panteón de las Lamentaciones; Lila lloró una semana seguida. Sin embargo, los luminosos brazos de Elidir lograron consolarla. Compraremos otra mascota, vida mía; ¿qué tal un periquito australiano? Ya no llores, me parte el corazón verte así. Y Lila se resignó a la pérdida de su amado perro. Pintó un cuadro enorme donde Wozzek aparecía de cachorro, sonriendo, rodeado de ángeles y de nubes.

Pasó el tiempo. A Elidir le iba muy bien con sus clases de esgrima. Lila ganó varios premios, y se fueron a Europa a celebrar. Cuando regresaron, Lila recordó a Enid y decidió visitarla. Aquel extraño local donde antes se leía el Tarot y se adivinaba la suerte, era ahora un salón de belleza: nadie supo dar informes sobre el nuevo domicilio de Enid. En vísperas de navidad Lila y Elidir se mudaron a una casa muy grande y llena de luz. Este cuarto será tu estudio de pintura, pondremos macetas en todos los rincones; aquí habrá un piano blanco como el de Lennon, y viviremos felices para siempre. Colocaron un hermoso arbolito repleto de luces y esferas. Prepararon pavos y pasteles. Entonces Lila le dio la buena noticia a Elidir: ¿Sabes una cosa mi amor? Estoy embarazada. Elidir la abrazó y dieron muchas vueltas. ¡Un hijo un hijo un hijo un hijo! Será precioso; tendrá mis ojos y tu sonrisa. Ojalá sea un hombrecito.

Pero no era un hombrecito lo que crecía en el vientre de Lila. Wozzek había decidido regresar. Ya se estaban formando los pequeños dedos de sus patas y su rabo. Sus orejitas de perro medían medio centímetro y su hocico de perro era del tamaño de una almendra. En el diminuto corazón de Wozzek, su individualidad era un grano de azúcar. Esta vez sí recordaba su vida anterior.

 

sábado, 6 de abril de 2024

La pecera del gigante

Ricardo Bernal

 

Entonces el gigante me puso en una pecera, por suerte no tenía agua pues nunca aprendí a nadar. ¡Por favor señor gigante, déjeme salir! Nada de eso chiquilín, ¡ya verás cómo vamos a divertirnos! En la mano derecha el gigante tenía una caja de choco krispis del tamaño de un edificio: se echó un puñado a la boca y arrojó otros pocos a la pecera; toma, para que no te mueras de hambre. El gigante me miró con curiosidad, luego sonrió y me cerró un ojo. Al rato regreso, dijo antes de alejarse; voy a buscarte compañía. Me quedé solo con mis miedos. ¿Compañía?, ese gigante estaba demasiado loco, lo mismo podía traer una tarántula, grande como su mano, que una muchacha de mi especie. Recorrí la pecera: medía veinte pasos de largo por doce de ancho y el piso estaba cubierto de piedras de colores. En una esquina encontré el enorme esqueleto de un pez, en otra había un castillo de plástico lleno de moho. Entré al castillo, tuve que agacharme para poder cruzar la puerta. ¿Estaré soñando? ¿Qué demonios hago yo en una pecera? Salí, a un lado del castillo habla una tapa de gerber llena de agua. Bebí un poco, aparentemente el agua estaba limpia. Me senté en una piedra y saqué todo lo que traía en las bolsas de mi abrigo: un libro de poesía, un ajedrez electrónico, mi pequeño amuleto contra el mal de ojo. Ninguna cuerda, ninguna cantimplora llena de poción mágica para volar y escaparme así de mi triste destino. Lloré un buen rato. Luego recogí un choco krispis, en mis manos era del tamaño de una baguette. Lo mordí: ¡auch!, demasiado duro. En fin, era preferible eso a morirme de hambre. Llegó la noche y entré al castillo. El frío me calaba hasta los huesos, pero era mayor mi cansancio así que me quedé dormido.

¡Yuju yuuuju!, canturreó el gigante. Abrí los ojos y me puse de pie como impulsado por un resorte: ya era de día. Mira a quién tenemos aquí; el enorme guante de cuero se abrió despacio, en la palma estaba un hombre melenudo y harapiento… ¿Fagus? No podía creerlo: era mi hermano mayor al que creíamos muerto desde hace cuatro años en la guerra de Constantinopla. Fagus fue arrojado al interior de la pecera. Al reconocerme corrió hacia mí y nos abrazamos entre lágrimas y gritos de felicidad. ¡Déjense de cursilerías!, rugió el gigante desde arriba, la fetidez de su aliento casi nos hace vomitar. La situación es la siguiente, dijo el gigante; hoy es lunes, me voy a ir de viaje pero regresaré el próximo domingo. Para entonces, uno de ustedes debe de estar muerto. Si los encuentro vivos a los dos, no sólo me los tragaré de un solo bocado, sino que iré a pisotear su ciudad hasta que no quede piedra sobre piedra. El gigante emitió una diabólica carcajada que hizo temblar su barriga como si fuera una gelatina. Luego metió la mano al bolsillo de su chaleco y sacó un dedal, arrojando su contenido a la pecera. Aquí tienen armas para que peleen a muerte. Fagus y yo vimos incrédulos las viejas pistolas del pirata Francis Drake, el martillo de Thor, la espada de Isildur que durante tantas generaciones había estado en el museo de nuestra ciudad. ¡Ejem!, exclamó el gigante; ahora que si lo que quieren es una muerte romántica… Del otro bolsillo sacó un frasco verde, le dio vueltas a la tapa que resultó ser un gotero, y vertió tres gotas de un líquido ambarino en el dedal, colocándolo luego en la pecera. Un solo trago de este veneno provocará una muerte instantánea en cualquiera de ustedes, dijo el gigante. Otra cosa: si se les ocurre la ridícula idea de hacer un pacto suicida y los encuentro muertos a ambos, inundaré de alcohol su ciudad y le prenderé un cerillo. ¡Cómo me voy a divertir viendo a sus congéneres correr chamuscados en todas direcciones! Bueno mis pequeños amigos, espero que la pasen bien en mi ausencia; y el gigante emitió otra terrible carcajada. ¡Ah!, olvidaba darles su comida: tomó la caja de choco krispis y nos arrojó un puñado. ¡Hasta el domingo! Los pasos del gigante se alejaron, haciendo retumbar las paredes transparentes de nuestra cárcel.

El gusto de volver a vernos era mayor que la amenaza del gigante. El resto del día, Fagus y yo nos la pasamos hablando. Me contó cómo lo habían hecho esclavo de guerra en Constantinopla; estuve tres años trabajando de sol a sol en un molino, me daban de comer basura y latigazos, hasta hoy en la mañana cuando el gigante me liberó, aplastando con sus tenis a mis verdugos. Me preguntó por sus hijas. Están bien, aunque al ver que no regresabas te dieron por muerto y pusieron otra lápida junto a la tumba de tu esposa. ¿No se han casado? No, pero dudo que sigan solteras mucho tiempo. ¿Y tú qué has hecho?, preguntó Fagus. Me casé hace medio año con Lía, la hija del herrero. ¡Pero si es una niña! No, reí; te aseguro que ha crecido bastante desde tu ausencia. Hablamos de los amigos, de cómo había sido reconstruida la ciudad después de la guerra. Luego nos callamos un buen rato. Contemplé a Fagus: estaba esquelético, ceniciento, ¿dónde había quedado aquel guerrero impresionante que hacía correr al enemigo con sólo llevar la mano al pomo de su espada y decir ¡bu!? Su triste mirada me recordó al primer jabalí que maté con mis propias manos, una de esas miradas donde no hay esperanza ni razón alguna para seguir de pie sobre la tierra. Llegó la noche. Tratábamos de no pensar. Conocíamos de sobra a los gigantes, no en balde nuestro padre había encontrado el fin de sus días en el estómago de uno de ellos. ¡Maldición!, grité golpeando con mis puños las gruesas paredes de la pecera; ¡maldito gigante hijo de puta! Lágrimas de rabia surcaron mis mejillas hasta que los brazos enflaquecidos de Fagus me abrazaron. ¡Cálmate hermano!, no tiene caso perder la cordura. Vamos a dormir, mañana pensaremos qué hacer. Debe de haber una salida.

El martes y el miércoles pasaron volando, las horas eran granos de arena en el reloj del destino. Fagus y yo nos rompimos la cabeza buscando la forma de escapar. No tiene caso hermano, supón que logramos fugarnos: el gigante no nos lo perdonaría y su venganza sería incendiar nuestra ciudad. Era cierto. Además ni siquiera podríamos bajar de la mesa, la enorme mesa sobre la que descansaba nuestra cárcel. Después de una amarga noche de insomnio llegó el jueves. En la penumbra del amanecer, las armas tiradas entre las piedras de la pecera brillaban como burlándose de nosotros. Quedaban muy pocos choco krispis. El silencio era cada vez más denso. Evitábamos mirarnos. Evitábamos estar cerca. Si Fagus entraba al castillo de plástico, yo salía, y viceversa. Ni siquiera los duros años de la guerra nos habían preparado para una situación como esta.

Durante todo el jueves lo único que hicimos fue recorrer la pecera a grandes pasos. Parecíamos autómatas. Varias veces sorprendí a Fagus murmurando incoherencias, quizá sin darme cuenta yo hacía lo mismo. Poco antes del anochecer Fagus se detuvo frente a mí, sus ojos eran dos obsidianas encendidas. Hermano, dijo poniendo sus manos en mis hombros; he decidido tomarme el veneno y acabar de una vez por todas con esta angustia. El horror aceleró los latidos de mi corazón: ¡No Fagus, eso no! ¡En tal caso echémoslo a la suerte! Una sonrisa de ultratumba arrugó el rostro de mi hermano, es mejor que yo muera, soy el más viejo; tú tienes una esposa, una vida por delante. Yo en cambio soy hombre muerto desde el día en que me atraparon mis verdugos. No Fagus, yo no podría vivir con tu sacrificio a cuestas, ¡echémoslo a la suerte, y que Dios se apiade de nosotros! Entonces recordé mi ajedrez electrónico, ¡una partida de ajedrez, claro! De la bolsa de mi abrigo saqué el estuche, al mirarlo pensé en un sarcófago diminuto. Un honorable duelo entre hermanos, esa era la única, la espantosa solución. Fagus, juguemos una partida de ajedrez, el perdedor tendrá que tomarse el veneno. Fagus estuvo de acuerdo, había sombras alrededor de sus ojos decrépitos. Decidimos comenzar la partida al día siguiente.

Esa noche no pude dormir ni un segundo. De niños, nuestra instrucción bélica incluía al ajedrez. Para nosotros era más que un simple juego: en el tablero aprendimos las tácticas, los misteriosos caminos para llegar a la victoria. Quien en la vida de la guerra aplica las leyes del ajedrez, sabe que el factor suerte puede reducirse a cero. Al amanecer Fagus y yo bebimos agua y comimos nuestra diaria ración de alimento, medio choco krispis cada quien. Luego desdoblé el tablero encima de una piedra y colocamos las piezas en silencio. Yo jugaría con blancas, Fagus con negras. Aunque anteriormente muy pocas veces había logrado ganarle a Fagus en el ajedrez, eso se compensaba con los cuatro años que él había dejado de practicar, cuatro años en los que yo derroté a varios campeones. Así comenzó la partida: peón cuatro rey, peón cuatro rey. Caballo tres alfil rey, caballo tres alfil dama. Alfil cuatro alfil, peón tres dama… Para uno de nosotros, este era el último juego.

Había que cuidarse de los caballos de Fagus: se metían en todas partes entorpeciendo mis tácticas de ataque. Las jugadas se llevaban cada vez más tiempo conforme avanzaba la partida, habíamos puesto un límite de una hora por tirada. Para el atardecer, Fagus se había apoderado de mi torre, y aunque yo le había comido un alfil y tres peones, su posición era muy ventajosa; seguramente ya había planeado una estrategia indestructible. Cerré los ojos, vi a dos niños pequeños jugando al ajedrez bajo la supervisión de un viejo maestro; estaban en un salón cuya terraza daba a los jardines, los hermosos jardines que eran el orgullo de nuestro padre. La cadena de pensamientos me llevó hasta los ojos de mi mujer: estaba triste, muy triste. Hasta antes de ser atrapado por el gigante, mi futuro había sido una promesa de feliz vejez al lado de mi esposa. Jaque, dijo Fagus moviendo su dama y haciéndome regresar a la realidad. Cubrí el ataque con mi torre y miré a mi hermano, de alguna extraña manera su presencia me incomodaba: el gigante había logrado que ahora lo viera como un enemigo. Si Fagus gana, pensé, voy a tener que asesinarlo. Un escalofrío recorrió mi espalda; no, no puedo matar a mi propio hermano, tengo que concentrarme en la partida. Al anochecer, la falta de luz nos obligó a suspender el juego, así que nos fuimos a dormir. Me di cuenta que en todo el día sólo habíamos hablado para anunciar los jaques. Me quedé dormido de inmediato.

Y llegó el sábado, y llegó la tarde del sábado. Jaque mate. Fagus miró el tablero con incredulidad: era cierto, pese a su gran ventaja material, al mover mi caballo había dejado al descubierto el ataque de una torre, aplicando así el inevitable jaque mate. Yo tampoco podía creerlo; durante las larguísimas horas de juego, Fagus había ido recortando mi ejército hasta dejarme tan sólo un caballo, una torre, mi rey y dos peones. Las piezas amontonadas en el flanco de su rey, en vez de protegerlo, le cerraron las posibles salidas. Vi a Fagus, su sorpresa y disgusto me convencieron de que no se había dejado ganar. Excelente… excelente mate, dijo Fagus; luego se levantó muy despacio, como si hubiera estado sentado trescientos años detrás del tablero. Yo no pude mirarlo a los ojos. Mi corazón era jalado por dos fuerzas contrarias: el pesar por la próxima muerte de mi hermano, y la dulce esperanza de volver a los brazos de mi esposa en cuanto el gigante me liberara. Faltaba poco para el anochecer. Ahora lo sabía: esa iba a ser la última noche en la vida de Fagus. Quise hablar pero las palabras se negaron a salir de mi boca. No podía llorar, ni siquiera sabía cómo definir las sensaciones que me invadieron. Con mucho cuidado guardé las piezas en su estuche, doblé el tablero y me dirigí al interior del castillo. No me atreví a enfrentar a Fagus en su dolor, ojalá me mate mientras duermo, pensé; ojalá esto sólo fuera una pesadilla.

El domingo en la mañana, después de compartir el último choco krispis, Fagus se bebió el veneno. Yo había imaginado ese día como una fecha memorable en la que uno de los dos hablaría de cosas trascendentes antes de morir. La verdad es que no estuve con Fagus en los últimos momentos. No sé qué pensó, ni fui testigo de sus últimas palabras, si es que las dijo. Yo estaba en el castillo pensando en una última, desesperada salida para evitar el sacrificio de mi hermano; tal vez si finge que está muerto, tal vez si nos escondemos… Entonces oí un grito y al salir corriendo del castillo vi a Fagus en el suelo, retorciéndose como un jabalí malherido. ¡Hermano!, grité tomándolo en mis brazos. Por lo menos el gigante no había mentido: la muerte de Fagus fue instantánea.

Han pasado dos semanas desde entonces. El gigante nunca regresó. El cadáver de mi hermano está cada vez más putrefacto. Cada vez es más difícil masticar su carne.

 

lunes, 1 de abril de 2024

La última cena

Ricardo Bernal

 

Antes de salir de tu departamento revisas por milésima vez el bóiler apagado, que el agua no se tire, ninguna luz encendida, el refri desconectado, todo bien. Alzas tu maleta y cuando llegas a la esquina y estás a punto de tomar un taxi, toc-toc-toc, el pajarraco de la paranoia repiquetea en tu cerebro, ¿estás seguro que pusiste el candado?, ¿apagaste la estufa?, ¿cerraste todas las ventanas? Y ahí vas de regreso, desandar lo andado con tu boleto de avión en la boca, ¿dónde guardé las llaves?, no voy a llegar a tiempo al aeropuerto, y esta pinche maleta cómo pesa. Abres la puerta y claro que todo está bien, no te preocupes, ningún ladrón entrará a tu casa, no habrá fugas de agua ni de gas, dentro de dos semanas abrirás otra vez esta misma puerta, hogar dulce hogar, qué bendición regresar de vacaciones y encontrar todo en orden. Cierras la puerta, doble llave, y ahora si córrele si no quieres perder el vuelo.

Dos semanas en la playa: ves a tus amigos los pescadores, te pones negro de sol, aprendes a bucear y te ligas a una francesita flaca flaca, pero eso sí, bien ninfómana. Tus noches terminan con ese dulce cansancio que dan los días plenos, paradisiacos, barcos de algodón donde todos somos ángeles, en el mar la vida es más sabrosa, de eso no te quepa la menor duda. Sin embargo algunas noches, poco antes de quedarte dormido, toc-toc-toc, el pajarraco asoma sus ojos saltones en tu silencio y luego abre su pico de pterodáctilo lleno de dientes cariados, ¿cómo estará tu casa?, ¿se habrán roto las tuberías y tus libros andarán navegando inservibles por las habitaciones?, y adiós sueño, vueltas y vueltas en la cama, ¡puta madre!, malditas vacaciones, que ya se acaben, ya quiero regresarme a la casa. Pero al día siguiente miras el mar, sientes la piel ardiendo como un camarón en aceite, qué atascón de mariscos, nada mejor que estar echadote en una hamaca dejando que la vida transcurra sin propósito, tal vez leyendo una novela del Silverberg o poniendo por séptima vez consecutiva el caset de Premiata Forneria Marconi en la grabadora.

Tres días más y se acaban las vacaciones, del otro lado del visor está el jardín del pulpo en toda su opulencia, yo pensaba que debajo del agua sólo había corales y peces, cuánta vida, las anémonas existen, existen las medusas y las estrellas de mar. Nunca había visto tantos colores juntos, toc-toc-toc, ¡hola!, dice el sonriente pajarraco, tú aquí buceando tan quitado de la pena pero fíjate que en tu casa hay ahorita una fiesta de ladrones, ya arrancaron el tapiz para prender una fogata, y para que no se apague ahí van también tus libros y tus documentos. Se van a cagar en los sillones, pero no te preocupes porque luego se los van a robar y ya no tendrás que limpiarlos. Glub-glub-glub, burbujas de angustia. Como buen monje zen te taparás con un periódico y dormirás en la alfombra, eso si no se la roban también. Bueno amigo, ahí la vemos, y el pajarraco se va nadando hacia la superficie.

¿Pasillo o ventana?, pregunta la güerita que reparte los pases de abordar. Ventana. Pero para qué, no vas a ver nada, el smog cubre tu ciudad desde hace veinte años, nata gris, bienvenidos al infierno, favor de abrochar sus cinturones y enderezar el respaldo de sus asientos, y yo sin aguantar la espalda y hasta la madre de mar y de sol, y sol y sal y sal y mar. Tu último billete se lo queda el taxista que te trae de regreso a casa, tum-tum tum-tum, dice tu corazón mientras buscas las llaves, ojalá todo esté bien, cuando menos no se robaron la puerta. Abres: el olor de tu casa te recibe, snif-snif, no huele a quemado, prendes las luces de la sala, ahí están tus libros en orden, ahí están tus discos en orden, ahí está tu aparato de sonido y tus sillones. Hogar dulce hogar, y el pajarraco de la paranoia muerto de la risa. Pero no, no todo está tal como lo dejaste: en el tapete de la entrada hay dos cucarachas muertas. Otra cucaracha, otra cucaracha, otra cucaracha, sigues caminando, encontrando cucarachas muertas, ¿por qué las cucarachas mueren bocarriba? Otras dos en el pasillo, una bastante grande en el comedor, seis en la cocina, tres en la recámara, todas muertas, todas bocarriba. Vas al baño: media cucaracha. ¿Media cucaracha? Qué raro, esto está como para Sherlock Holmes, ¿dónde quedaría la otra mitad? Mientras estás orinando llegas a la conclusión de que seguramente fumigaron el edificio, y como tú vives en la planta baja tu departamento se convirtió en el cementerio de las cucarachas, está bien el título para una novela del Stephen King: “Cementerio de cucarachas”. Conectas el refri, llevas la maleta a tu recámara, prendes el aparato de sonido, se me antoja algo de Bach, ¿qué tal los conciertos de Brandemburgo? Ves las cucarachas en el suelo, inmóviles, sordas a la música, muertas, completamente muertas. ¡Qué asco me dan las cucarachas!, piensas, y luego lo dices en voz alta, pero el hecho de que estén muertas reduce tu asco en un cincuenta, en un sesenta por ciento: las cucarachas vivas brillan en la oscuridad, acuérdate, y mueven sus horribles antenas como queriendo decirte algo, y corren como si fueran roedores, o cualquier otro tipo de animales pero no cucarachas. A lo mejor las cucarachas vienen de otro planeta, piensas, y te imaginas sus huevecillos, y te acuerdas de Alien y te da más asco todavía, y sales al patio a buscar la escoba y el recogedor. ¡Qué asco me dan las cucarachas!

Una, dos, tres, cuatro, siete, doce, diecinueve cucarachas y media en el recogedor, te dan ganas de sacarles una foto, ¡no mames! ¿estás loco o qué te pasa? ¿cómo que una foto?, échalas a la basura inmediatamente. Pero no las echas a la basura, dejas el recogedor en el suelo y de tu recámara traes un pliego de cartulina blanca que extiendes en la mesa, en la misma mesa donde diariamente desayunas cereal y yogurt, en la misma mesa donde el otro día hiciste el amor con Laura, como locos, y ¡crash! los platos se hicieron añicos en el suelo, y al final ella no encontraba sus calzones, tú los escondiste, decía Laura muerta de la risa, ¡eres un fetichista! te gusta coleccionar calzones de vieja y olisquearlos cuando nadie te ve, y tú: no es cierto, no es cierto, ¿dónde están tus calzones? ¿de veras traías?, claro que sí idiota, si tú mismo me los quitaste, y los calzones nunca aparecieron, pero sí aparecieron casi veinte cucarachas mientras tú te asoleabas tan campante en las playas de Nayarit. Con cuatro tachuelas clavas la cartulina en la mesa, luego levantas el recogedor y viertes ahí su asqueroso contenido, ¡guácala! ¿para qué haces eso?, pero tú no lo sabes, te sientas en una silla y te quedas mirando a las cucarachas muertas encima de la cartulina inmaculada, requiescat in pace cucarachas, no te atreves a tocarlas todavía, así que tomas una cuchara para empujarlas y las distribuyes geométricamente, cuatro filas de cuatro cucarachas y una última fila con tres cucarachas y media, ¡vaya batallón! Luego sonríes y te preguntas cómo habrán muerto, ¿una por una?, ¿todas a la vez?, ¿habrá acaso un mapa de mi departamento donde estén marcados los lugares donde murieron las cucarachas, líneas punteadas que tracen las trayectorias de su agonía?, y si ese mapa existe ¿quién lo tiene? ¡Pinches ideas!, me cae que estás reloco, diría Laura si no se hubieran peleado, y tú insistes ¿cómo morirían? Cierras los ojos y ves una cucaracha bañada en insecticida, así mueren, claro: atarantadas, moviendo las patas en cámara rápida como si fueran Chaplin o el Gordo y el Flaco o Harold Lloyd, y luego se quedan quietas para siempre, con las antenas mojadas por el insecticida y con esos ojos como puntitos negros que te miran desde los primeros escalones de la escala evolutiva. Vas al baño y te ves en el espejo, estoy bien negro, se me está pelando la nariz, luego te hincas frente al excusado y vomitas, y el vómito te sale por la boca y por las fosas nasales, y si no tuvieras ojos también te saldría por las cuencas de esa calavera que se han de comer las cucarachas, porque algún día estaré muerto, algún día todos los hombres del mundo estarán muertos, pero no las cucarachas que llevan millones y millones de años sobre la Tierra y seguirán sobre la Tierra para siempre, explorando con sus antenitas las ruinas de la civilización. Después de vomitar vas a tu recámara y te quedas dormido con la ropa puesta, y sueñas que todavía estás en la playa comiéndote una langosta o un pulpo a la mexicana, pasé unas excelentes vacaciones pero mañana tengo que regresar al trabajo, ¡ni pedo!, así es la vida.

Al día siguiente te levantas tarde, no sonó el despertador, y cómo quieres que suene si ni cuerda le diste, las diez de la mañana pero te vale madres, no vas a trabajar, no te bañas, vas al comedor y ves tus cucarachas: no se han movido, están tal cual las dejé anoche. Abres el refri y no hay nada, claro que no hay nada si ayer llegaste de tus vacaciones y en vez de ir a la tienda de Don Lupe a comprar leche, huevos y fruta, te pusiste a jugar con las cucarachas. No me importa, si las cucarachas no comen, yo tampoco. Entonces vas a tu escritorio y sacas del cajón la lupa que te heredó el abuelo, y regresas al comedor y aunque las cucarachas te dan mucho asco tomas una, cuidadosamente para que no se rompa, las cucarachas muertas son como de celuloide y tienen alas de mica, y son oscuras y brillantes, parece que están barnizadas. Acercas la cucaracha a la lupa y ves las antenas tan perfectas, las patas resecas como ramitas, carne de insecto porque las cucarachas son insectos y tienen alas aunque nunca las has visto volar, ha de ser bien impresionante ver una cucaracha volando, tu amigo Efraín dice que en Palenque las cucarachas vuelan, no mames cómo van a volar, te lo juro, yo las vi volando. Dejas la cucaracha en la mesa y coges otra, así, con cuidado, que no se le vaya a romper una pata, que no se le vayan a desdoblar las alas, mira esos picos que tiene en el abdomen, han de ser bien duros y con tu dedo meñique tocas uno de los picos ¡ouch!, la gotita de sangre embarra a tu cucaracha, tomas otra, la más grande de todas, y la miras la miras la miras: la espalda es lisa, resbalosa, las alas delgadas, las larguísimas antenas miden más que el resto del cuerpo y encima de la cabeza triangular tiene una especie de casco igual a los que usaban los soldados alemanes de la primera guerra mundial. Entonces te imaginas otra guerra, la última, millones y millones de soldados cucaracha comiéndose a los niños, a los ancianos y a las mujeres embarazadas, soldados cucaracha como en el cuento de Poul Anderson, pero estas cucarachas están bien muertas y son tuyas de nadie más, mías mías mías, estas cucarachas son mías y yo hago con ellas lo que se me da la gana. Suena el teléfono y te quedas inmóvil, aguantando la respiración, no voy a contestar, a lo mejor es tu jefe, encabronadísimo, bien te advirtió que okey, te doy tus vacaciones, pero cuidadito y llegues un solo día tarde a la oficina como es tu costumbre, no jefe cómo cree, y el teléfono suena seis, siete, diez veces, y al rato vuelve a sonar otras seis veces para después quedarse en silencio: quien quiera que haya llamado ya se convenció de que no hay nadie. Vas hacia el teléfono, estás a punto de arrancarle el cable pero no te atreves, así que sólo lo dejas descolgado y regresas con tus cucarachas, hola chiquitas, ¿cómo están además de muertas?, ¿qué soñaron anoche?, contéstenme cucarachitas, princesitas, amores de mi vida, y te rascas la espalda arrancándote tiritas de piel, luego te hueles la axila ¡fúchila!, pero si las cucarachas no se bañan, yo tampoco. Tomas la media cucaracha y con la lupa te asomas al agujero del abdomen, nada de tripas, las cucarachas no tienen tripas sino una carnosidad que te recuerda la pulpa de un dátil. Guardas la lupa, te sientas en uno de los sillones de la sala y te quedas ahí varias horas, inmóvil como las cucarachas muertas, viendo un puntito imaginario en la pared. Luego te levantas, abres un cajón del escritorio y sacas un billete de a mil, te pones los zapatos y los lentes oscuros, y sales de tu departamento no sin antes despedirte, ahorita vengo cucarachitas preciosas, no me tardo.

Regresas dos horas después, cierras el departamento con llave y luego arrastras los muebles para bloquear la entrada como en las caricaturas de Porky, tres sillones y el escritorio, ni siquiera los bomberos podrán meterse a mi casa. Pones la bolsa de papel en la mesa del comedor y sacas las cosas que compraste: madera, esmalte, pegamento, pinturas y pinceles, voy a hacer una obra de arte con ustedes cucarachitas, ya lo verán, no van a quedarse ahí tristes y tiesas para siempre, serán famosas, recorrerán todas las galerías de arte de este mundo, se los juro. Y toda la noche recortas, pintas, pegas, sostienes a las cucarachas con esas pinzas para depilar que se le olvidaron a Laura en la repisa del baño, mueves el pincel muy despacio, cuidando que las alas no se resquebrajen, que las antenas no se rompan Así pasan las horas, los días, tú no comes ni duermes, sólo trabajas trabajas trabajas, te arden los ojos pero qué me importa, el Arte lo justifica todo, y detrás de tu lupa van desfilando las cucarachas, para que por fin entiendas el significado de sus ojos milenarios, para que descubras los mecanismos secretos de sus articulaciones. El silencio zumba en tus oídos aunque a veces crees oír las minúsculas voces de las cucarachas en el interior de tu cabeza, y allá afuera la gente atiende sus asuntos, los planetas giran, el universo se desgasta, pero yo tengo una misión, mi vida tiene un sentido, y las cucarachas se ven muy bien con sus antenas rosas, verdes, azules, los vientres anaranjados, las alas rojas o moradas o con rayas de dos colores diferentes, cebras cucarachas, cucarachas tigres.

Toc-toc-toc, ¡despierta! Te quedaste dormido y parece que las cucarachas están enojadas, perdónenme chiquitas, tengo que seguir trabajando, y piensas en Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina, piensas en Balzac escribiendo como un robot bajo la luz amarilla de la desesperación, el Arte lo justifica todo, claro que sí, y una cucaracha verde es una hermosísima joya entre tus dedos, y el pajarraco de la paranoia se quita el disfraz y es en realidad una enorme cucaracha invisible que te dice pinta, corrige, pega, sus antenas tocan tus sienes y tus manos se mueven como dos infatigables herramientas, no vuelvo a quedarme dormido, palabra de honor cucarachitas, y así sigues trabajando hasta que un buen día después de mucho, mucho tiempo por fin terminas tu labor.

Suspiras. Estás flaco, cansadísimo, casi muerto. Ves tu rostro reflejado en el espejo de la vitrina y no lo reconoces pero en tu mirada hay luz, mucha luz. Con manos temblorosas sostienes el resultado de tu trabajo y claro que es una obra de arte, un trozo de cielo, un arco iris en miniatura, definitivamente lo más hermoso que has visto en tu vida: alrededor de una pequeña mesa perfectamente labrada, las cucarachas multicolores descansan su muerte sentadas en sillitas diminutas, y todas ellas brillan, brillan como si fueran diamantes. Cuelgas tu obra en la pared y con lágrimas en los ojos admiras su belleza como seguramente hizo Leonardo cuando terminó su cuadro, aunque aquí no son doce apóstoles sino dieciocho, y en medio de ellos Cristo con las antenas verde esmeralda, las alas bermellón, el vientre dorado y los ojos azul turquesa, y en sus patitas delanteras sostiene la hostia, y Jesús tomó el pan, lo bendijo y lo repartió a sus discípulos diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Y Andrés y Pedro y Santiago y Simón y Bartolomé y Mateo y Felipe y todos los demás apóstoles miraron al Maestro quien se llevó la media cucaracha a la boca y comenzó a masticar, y contemplaste a tus discípulos, eran muy hermosos y no se comunicaban con palabras sino moviendo las antenas, moviendo las patas y las alas, y se les hacía agua la boca, y ellos también comieron de mi carne porque ésta es mi última cena, y allá abajo un hombre desnudo se retuerce como si estuviera endemoniado, pronto vendrán los romanos a crucificarlo, y esa noche continuamos cenando y alabando a Dios hasta que no quedo en la mesa ni un solo fragmento de la media cucaracha.

 

domingo, 31 de marzo de 2024

Hay horror en los ojos de Caín

Ricardo Bernal

 

Despierta Luis, son las siete. Sí mamá. Detrás de los cerros ya se asomaba el sol, con sus lentes oscuros y una sonrisa bobalicona. Voy a prepararte unos sándwiches, dijo Madre, y salió de la habitación quitándose los tubos de la cabeza. Luis se estiró, todos sus huesos crujieron al mismo tiempo. ¡Por fin! Sábado 17 de abril: este día es más importante que Navidad o mi cumpleaños. Hizo a un lado las sábanas como si fueran el cadáver de un fantasma derrotado en sueños. Se levantó; el sol, con sus amarillos dedos de aguja, le tocó los ojos suavemente. Luis, todo sonrisas, miró sus avioncitos, miró su colección de monstruos desarmables marca Acme, miró el gol retratado en uno de los pósters que su hermano había colgado en la pared. Miró el reloj. ¿Dónde estarán mis zapatos? Una mueca poco terrenal lo sorprendió desde el espejo: ¿De veras soy ese niño flaco y despeinado con la carne color leche? ¿Soy el tonto del mundo, con diez años recién cumplidos y un solo diez en aritmética? Quisiera conocer los bosques, hacerme amigo de los duendes. Quisiera perderme en las entrañas de un dragón. ¡Ándale hijo, se hace tarde!, gritó Madre desde la cocina. Luis abrió cajones, la ropa voló y en un santiamén estuvo listo para la gran ocasión. Otra vez se miró en el espejo, acomodándose el nudo de la pañoleta. Hizo un saludo scout con su mano izquierda, los monstruos desarmables marca Acme celebraron el acontecimiento arrancándose las cabezas unos a otros. Luis los miró solemne. Luego abrió su querido diario y anotó la fecha subrayándola varias veces: no todos los días se va uno de campamento por primera vez. En aquellos tiempos no había calendarios. Las fechas se anotaban en la espalda de una tortuga, en el interior de los árboles, en los colores del cielo. Las capas geológicas hablaban de oscuros amaneceres donde la conciencia reptaba de un lado a otro buscando un poco de luz. Y Dios inventó el ojo, uno de los instrumentos más perfectos de la creación. Peces, anfibios, insectos, reptiles, aves; aunque los ojos de todas las bestias jamás sumarían el ojo que la conciencia necesitaba para mirarse a sí misma. Entonces nacieron los hombres, con ojos nuevos y palabras azules debajo de la lengua. Y uno entre ellos se distinguió por su forma de mirar: Caín era su nombre. Dicen que fue el primer asesino pero no hubo testigos y la historia nunca podrá ser comprobada. Ahora Caín huye por senderos de espinas y salamandras. Arriba, entre las nubes espesas de la tempestad, gira el ojo de Dios como la enorme luz de un reflector. Abajo, en la tierra, un ejército de ángeles armados con espadas, linternas y redes buscan a Caín debajo de las piedras, en el fango de los pozos, en el interior de los árboles. Hay furia ciega en la mirada de Dios. Hay horror en los ojos de Caín. Beto y Miguel tocaron el timbre mientras Luis se limpiaba los bigotes de chocolate con una servilleta. Ya llegaron tus amigos, apúrate o los va a dejar el camión. Sí mamá. Pórtate bien y obedece al jefe de manada, no se te olviden tus sándwiches que me costó mucho trabajo hacerlos. No mamá. Se duermen temprano y no te acerques a la fogata. No mamá. Dame un beso; y Luis se paró de puntitas para alcanzar el cachete de la saludable ballena que lo miraba con ojos saltones y maternales. Ya vete, córrele. Sí mamá. Afuera el sol se inflaba como pez globo enfurecido; no había nubes en el cielo. Luis saludó a sus amigos con un complicado ritual de palmadas y ruiditos. Miguel y Beto. Beto y Miguel. Beto, Miguel y Luis. Algo así como Hugo, Paco y Luis, pero sin salir en las caricaturas. Los tres amigos cruzaron las calles deprisa, cargando sendos mochilones en sus espaldas. ¿Qué trajiste? Mi flauta, mi brújula y mi navaja scout, ¿Y tú? Un encendedor. ¿Para qué? Para prender la fogata, buey. No seas tarado, el chiste de los campamentos es encender el fuego con piedras. ¿Con piedras? Ni que fuéramos cavernícolas. ¿Tú qué trajiste? Pues mira; y Beto sacó varios ejemplares del Playboy y el Penthouse. ¡No te pases! si lo ven los grandes nos van a castigar. No te preocupes, aparte de nosotros tres, nadie verá a nuestras novias. Un viejo autobús anaranjado tocaba el claxon en la esquina mientras dos guías quinceañeras daban instrucciones a los niños que iban llegando. ¡Apúrense! Ya nos vamos. Caín se miró las manos ensangrentadas. Seguramente era su propia sangre pues la muerte de Abel había sido un trabajo limpio: la quijada de burro giró en exacta órbita hasta apagar con un golpe perfecto la mirada luminosa de su querido hermanito. ¡Maldición! Aún después de muerto, Abel siguió sonriendo y ni siquiera los buitres se acercaron a devorar su carne perfumada. Así había sido siempre; Abel: un niño completamente blanco, Caín: un niño gris y confundido que hacía enfurecer a las piedras y agriaba las manzanas con solo tocarlas. Ahora Caín jadeaba en un bosque desconocido. A lo lejos brillaban las luces de la gran ciudad. Imaginó a los ángeles entrando brutalmente en todas las casas, interrogando a los pobres hombres, rompiendo con sus hachas los roperos que pudieran ocultarlo. La risa de Caín espantó a un conejo. Siguió caminando; cruzó ríos, desfiladeros y valles hasta llegar a un lugar de poca vegetación. Arriba las estrellas eran jeroglíficos narrando historias terribles. Caín desdobló sus mapas, prendió un encendedor para alumbrarse. Parece que estoy perdido. No importa, suspiró; los ángeles se han quedado atrás. Sus perros tardarán mucho tiempo en encontrar mi rastro. Arriba el sol sudaba como un luchador chino. El traqueteante autobús recorría la autopista. Luis, Beto y Miguel estaban sentados en la parte trasera; en vez de cantar canciones idiotas bajo la desafinada dirección de Vhanta, miraban las multicolores figuras de un cómic. ¿Ya viste Beto?, éste es el Doctor Complot, su rayo metafísico puede destruir a Psiquiatramán. La ilustración mostraba a un barrilesco gángster con muchos ojos. tentáculos y garfios, sentado en una media luna. ¡Ni madres¡; los setecientos años que pasó Psiquiatramán en el Templo de los Derviches Asesinos le dieron suficientes poderes como para acabar con el Doctor Complot y toda su familia. ¡Vean esto!, dijo Miguel señalando otra página. ¡Órale! Está padrísimo. Es el Castillo de la Eterna Desolación, ahí vive la Princesa Devoracorazones y su sangrienta corte de saxofonistas cibernéticos. ¿Y éste? ¡Ah!, pues es nada menos que Wozzek, el perro individual… Luis, Beto y Miguel. Sus edades sumaban treinta años, y las aventuras que habían pasado juntos eran suficientes como para escribir una historia mil veces mejor que la de cualquier cómic. Luis miró por la ventana: qué lejos se iba quedando la mirada protectora de Madre, los alaridos de su hermana recién divorciada, la absoluta indiferencia que fosilizó para siempre a Papá en un sillón de la sala. Ahora Luis iba a pasar varias noches sin su familia, y no sólo eso, iba a ser en el bosque, acompañado de sus queridísimos camaradas. Amigos, va a estar de pelos este campamento. ¡Claro!, Miguel trajo una casa de campaña redonda, se supone que sólo caben dos personas, pero nosotros nos vamos a acomodar perfectamente, ya lo verás. ¿Cuánto falta para llegar, Vhanta? No coman ansias niños, el camino es parte de la diversión; ahora, vamos todos a cantar “Is this the real life?, is this just fantasy…?” Luis Luis Luis, eres feliz como una lombriz. ¿Que qué? Los tres amigos soltaron la carcajada al mismo tiempo. Afuera el sol, con una brocha en la mano, pintaba de amarillo la espalda del autobús. Después de mucho andar, Caín encontró la entrada a una especie de mina; olía a detergente y estaba repleta de hongos blancos y pegajosos. En el interior las paredes tenían una extraña luminosidad verde. Caín recorrió pasillos, subió escaleras, cruzó puentes colgantes. Por último se detuvo en una bifurcación donde había un oxidado letrero de metal: PROHIBIDO EL PASO. TOQUE LA CAMPANA. Algo brillaba en el suelo, medio oculto entre un montón de polvo y huesos. Caín levantó el pesado objeto: era la campana, ¿cuánto tiempo llevaba ahí? La sacudió con fuerza, el lúgubre tañido le provocó escalofríos. Poco después vio luces, oyó pasos que se acercaban por el pasillo de la izquierda. Apareció un viejo con una antorcha. Miró a Caín con el único ojo que le quedaba en la monstruosa cabeza. Junto al viejo había otros: todos tenían la piel hecha jirones, estaban tan deformes que difícilmente se distinguían como algo humano. Caín comprendió, estaba en un leprosario subterráneo tal vez más antiguo que Adán y Eva, sus padres. ¿Quiénes son ustedes? No hijo, ¿quién eres tú y qué buscas aquí? Caín miró a los leprosos bajo la luz naranja de la antorcha: vio sus bocas de ventosa, la ciudad derrumbada de sus dentaduras. Decidió contarles la verdad, de alguna manera sabía que esos seres no iban a traicionarlo. Desenredó su historia: describió detalladamente el asesinato de Abel, las astillas de horror que se habían instalado detrás de sus ojos mientras huía de las huestes celestiales. Los leprosos lo miraban inexpresivos. Cuando Caín terminó de hablar, el viejo, quien seguramente era el jefe, le indicó que los siguiera. Después de caminar muchas horas llegaron a un elevador. Todos entraron en silencio. El elevador comenzó a bajar. ¡Miguel! ¡Beto! ¡Miren, vamos por encima de las nubes! La autopista se había convertido en un estrecho camino que se retorcía en lo alto del precipicio. El chofer del autobús mantenía alertas los cinco sentidos: su pie derecho saltaba constantemente del acelerador al freno. ¿Ya vieron todos esos árboles allá abajo? ¡Por fin llegamos al bosque! Vhanta se había cansado de tanto cantar y dormía con la cabeza recargada en el vidrio, las demás guías leían el manual scout mientras masticaban sus sándwiches concienzudamente. El autobús apenas podía seguir su trayectoria, pasaba las curvas con las llantas a pocos centímetros del borde. De pronto el sol clavó espadas rojas en los ojos azules del chofer obligándolo a soltar el volante. Los niños gritaron. El autobús voló en cámara lenta hacia la bostezante oquedad del precipicio. Luis cerró los ojos. Estamos aquí, dijo el viejo señalando un punto con el hueso de su dedo índice; para salir del otro lado tienes que irte por este pasillo. Caín miró el pergamino, era un mapa de todas las grutas, cuevas y minas del mundo. Alguna vez había oído decir que los continentes estaban comunicados entre sí por medio de túneles que pasaban por debajo de los océanos. Que seres milenarios vivían en esos túneles desde tiempos anteriores al Paraíso. De ser ciertas esas teorías, los leprosos son entonces descendientes de… ¿O no? ¿Cuántos años tienes?, le preguntó Caín al viejo. Todos los leprosos rieron. ¿Sabes Caín? La lepra que corrompe nuestra carne es lo de menos, lo verdaderamente difícil es soportar la inmortalidad. ¿Ustedes son inmortales? Sí, tan inmortales como todas las criaturas imperfectas que ha hecho Dios. Tú fuiste el primer asesino, nosotros somos los primeros enfermos. Dios es terrible, no quiere olvidar sus errores y por eso nos mantendrá despiertos hasta el día en que decida morir. ¿Morir Dios? Todos los leprosos volvieron a reírse. Ya no hagas más preguntas Caín: toma este mapa, te llevará muy lejos de la mirada de Dios y sus ejércitos. Aquí tienes también un pan mágico, lo preparé con mis propias manos. No temas contagiarte Caín, y vete, vete ya. Caín se alejó de los leprosos sin dar las gracias ni despedirse. Recorrió túneles, galerías, pasadizos; el mapa se deshacía en sus manos conforme iba avanzando. Al día siguiente salió a la superficie. Luis abre los ojos, tiene sangre en la cara y su lengua está partida en dos. Junto a él hay un cuerpo: es su amigo Miguel, aunque la cabeza pertenece a Freddy Krueger. Luis se levanta con dificultad. Ve los restos humanos sembrados alrededor. Cincuenta pasajeros, Luis es el único sobreviviente. ¿Acaso el cielo esconde tras su máscara otro cielo? Hay enormes llamaradas en el autobús volcado; el motor muge, agoniza, muere. En lo alto del precipicio el camino serpentea: no se ve ningún coche. Un silencio de mercurio baña la escena. Arriba el sol es un bebé recién nacido, las nubes lo arropan lentamente. Luis camina: la existencia es un gran guiñol, una pesadilla gore en este escenario de fierros retorcidos. Luis ve a su amigo Beto descansando sin piernas en la rama de un árbol: está tranquilo, su ojo derecho es una roja esfera navideña colgándole de la cara. Adiós Beto, felices sueños. Luis recorre el bosque. Hay intestinos tirados en el suelo. Brújulas, cobijas, dedos, infernales antifaces de carne mirando en silencio las nubes. Hay un sándwich mordido junto a un hormiguero, sus negros habitantes comienzan a explorar el aguacate y el jamón. Luis se topa con el cuerpo de Vhanta: su posición es ridícula, como si fuera una barbie recién salida de la licuadora. El viento despeina las páginas de uno de los Penthouse que Beto cargaba en su mochila, las dulces muchachas sin ropa les sonríen a los cadáveres mutilados. Luis busca un encendedor. Hay que prender la fogata. Hay que montar la casa de campaña. Hay que organizar los juegos y explorar los alrededores. Luis cierra los ojos, en el interior de su cabeza Miguel vuela papalotes y Beto recorre el mundo montado en una bicicleta nueva. Luis hace un saludo scout. Luego se recarga en un árbol y vomita el desayuno. Vomita la cena del día anterior. los caramelos comidos durante toda su vida. Luis vomita su niñez. Antes de desvanecerse, siente que unos brazos lo rodean. Caín recorrió los bosques: había mariposas verdes, pájaros transparentes cantando un blues en las ramas de los abedules. Ya ningún ángel lo perseguía, así que se sentó bajo la sombra de un árbol y comió una parte del pan que le había dado el viejo leproso. Miró las nubes como oscuros pulpos retorciéndose en el cielo: pronto llovería. Luego se quedó dormido. Soñó con Abel, quien en su sueño era muy anciano y estaba rodeado de niños vestidos de blanco. ¡Mira Caín!, dijo Abel; estos son mis nietos, van a construir ciudades de cristal encima de las catacumbas donde se arrastran tus nietos. Caín despertó, había una gota de sangre en el dorso de su mano, una avispa volaba hacia las nubes. Adiós árbol, necesito un arroyo para lavar mis pies. Caín recorrió veredas, cortó flores, pisoteó alacranes. Después de mucho andar llegó a un claro. Se detuvo. Miró la escena con incredulidad: el autobús naranja ardía en medio del caos. ¡Maldita sea! ¡Un accidente! Las llamas llegaban hasta el cielo y había niños muertos por doquier. Entonces oyó ruidos: cerca de ahí, un diminuto niño vomitaba apoyándose en un árbol. Caín sintió el dolor de Luis como una tormenta de alfileres en el corazón, corrió hacia él, logró sostenerlo antes de que se desmayara. Los dedos de Caín fueron instrumentos de ternura: acarició al niño, le quitó la pañoleta y limpió la sangre de su cara. No te mueras. No te mueras. No te mueras. Caín abrazaba al pequeño Luis con todas sus fuerzas. No te mueras hermano, quiero que juguemos en este bosque; cazaremos ardillas, nos alimentaremos con la carne de los ángeles que se atrevan a cruzar nuestro camino. Caín miró hacia arriba, había lágrimas en sus ojos borrando todo horror, había palabras de misericordia moviendo sus labios: Padre nuestro que estás en los infiernos… Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia.

Es como un milagro incompleto, dijo el doctor; su hijo fue el único sobreviviente pero está en coma y no sabemos si va a despertar. Madre miró a Luis: tenla la cabeza vendada, un tubito transparente bajaba hasta las venas de su delgado brazo. El doctor salió sin hacer ruido. Hijito de mi alma, tal vez sea mejor que no despiertes nunca, no estoy preparada para decirte que murieron tus amigos. El Cristo de la cabecera abrió los ojos, Madre no se dio cuenta. Había luz en el rostro de Luis. ¡Qué extraño!, estoy segura de que puedes escucharme, dijo Madre saliendo de la habitación. En el pasillo una enfermera siniestra empujaba un carrito lleno de frascos azules y verdes. Madre llegó a la terraza del hospital. Encendió un cigarro, hacía once años que no fumaba. A lo lejos se oía el ruido de los coches, el desesperado ladrido de un perro. Arriba había una luna llena, ciega y enorme como el ojo de Dios. Madre sacó un pañuelo y apretó los dientes, pero por más esfuerzos que hizo no pudo llorar.