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lunes, 2 de diciembre de 2024

Años

Cesare Pavese

 

De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella –ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probáramos de nuevo; estaba tumbado a su lado y la abrazaba.

Ella me dijo:

–¿Con qué finalidad? –hablábamos en voz baja, a oscuras.

Luego Silvia se durmió, y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.

Era mejor que me vistiera y me marchara sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.

Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:

–Es bonito ser sinceros, como nosotros.

–¡Oh, Silvia! –susurré–, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?

Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.

–Bobo –dijo–, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.

Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.

–Tú eres como una prostituta –le dije– y siempre lo has sido.

Silvia no abrió los ojos.

–¿Estás mejor ahora que lo has dicho? –me dijo.

Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían por la almohada. No valía la pena que se diera cuenta.

Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.

Luego Silvia me dijo:

–Ya basta. Tengo que levantarme.

Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.

Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.

Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba en recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla.

Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.

 

viernes, 24 de noviembre de 2023

Viejo oficio

Cesare Pavese

 

En aquellos tiempos estaba ocupadísimo y vivía con los carreteros. La cabeza me resuena aún con las gruesas voces de mando y el chirrido de los frenos. Nuestro punto de reunión estaba en el patio, bajo el zaguán de cierta ventana que, las noches de partida, era un antro de faroles y de voces iracundas como latigazos. Criadas y mozos que nos daban la salida ansiaban vernos en camino, porque entonces podrían pararse en el umbral a respirar: el restallido de nuestras trallas era su liberación.

También para nosotros el latigazo largo, asestado fuera del zaguán al flanco de los caballos, era la señal de que comenzaban la conducción y la noche. Con las primeras sombras nos hacíamos compañía, si había estrellas, de dos en dos o de tres en tres por el arcén de la carretera, sin perder de vista al caballo de cabeza y las bifurcaciones, porque la caravana marcha como un tren y todo estriba en que esté bien encaminada. Después empezaban a rezagarse los más viejos y a montar en los distintos carros; nosotros, los jóvenes, siempre teníamos alguna conversación que terminar y un último cigarro que pedir.

Pero también al final saltábamos sobre los sacos y comenzaba la duermevela.

Cuántas noches pasé así acurrucado sobre los sacos, bamboleándose ante mis ojos el farol que en el sopor no distinguía ya si iba colgado del carro anterior o si acaso era el mío. Uno se sentía transportar, sentía todo el carro y el caballo moverse y estirarse debajo; ciertos tramos de la carretera los reconocía por los tumbos. Según que el carro pasara bajo una ladera, o entre un campo delante de un porche, de una tapia, o sobre un puente, el eco del estrépito de las ruedas variaba: era una voz que hacía más compañía que los cascabeles que los caballos agitaban meneando la cabeza. Era una voz que, apenas el frío del alba nos despertaba, volvía a dejarse oír incesante, mudada según el camino recorrido, y antes aún de que un vistazo al campo o a las casas nos dijese dónde estábamos nos sosegaba con su monotonía. Tumbado sobre los sacos, cada uno de nosotros escuchaba sólo su carro pero adivinaba en los diversos chirridos que lo acompañaban la presencia de otros, y en ciertos momentos que en el campo todo callaba, uno alzaba la cabeza del saco y quedaba en suspenso hasta que veía un farol bambolearse a ras del suelo, o un tintineo y el estrépito de las otras ruedas sobre el polvo llegaba a tranquilizarlo.

Con tanto camino como hice en aquellos años, dormí casi siempre. Dormí de noche y dormí de día, bajo el sol, bajo la lluvia, aovillado o sentado. Los viejos conductores dicen que de joven se duerme muy a gusto en el carro porque uno es fuerte y sano y cede al sueño. A mí me gustaba viajar en caravana porque siempre había algún viejo que velaba y se ocupaba de la ruta. ¿Había algo más hermoso que despertar antes del día a la vista de un poblado sin tener tiempo ni para estirarse, y ya los carros se paraban y bajábamos a tomar un trago y comer un bocado? Mientras tanto estaba clareando, y en la posada parecían saberlo: abrían de par en par los postigos de madera y se asomaban las mujeres, desperezándose y llamando a los mozos. Según quienes fuéramos en la conducción, nos sentábamos todos a una gran mesa o se cargaba de ajo o de anchoas la hogaza y nos íbamos enseguida. Lo uno y lo otro tenían su gracia. Pero está claro que detenerse era mejor; tanto más cuanto que delante de la posada nos esperaban otros carros que ya habían mandado encender el fuego. Entonces se comía fuerte, sentados en torno a la mesa, echando cada cual su cuarto a espadas; se hacían paradas de media hora, íbamos y veníamos por el patio a dar el heno y a abrevar; las mozas de la posada venían al peldaño a contarnos cosas. Entonces sí que daba gusto haber dormido: entraban ganas de cantar (los otros cantan de noche, nosotros cantábamos por la mañana).

Los viejos dicen que todo gusta en aquellos años porque se es joven, pero yo, que he hecho bastantes oficios, estoy seguro de que nada es más hermoso que una conducción bien pagada. Las carreteras, las posadas, los caballos y el campo parecían colocados allí sólo para nosotros. Aquel comer apenas rayaba el día, antes de que los demás estuvieran en pie, tras una noche de camino, era una gran cosa, y ahora que ya no llevo esa vida se necesita mucho más que el canto del gallo para que me levante con tanta ansia de comer, de andar y de charlar como tenía entonces. Es cierto que ahora peino canas, pero si el mundo fuera el de antaño y yo pudiera disponer de mí, sabría a qué carro montar y llegar despuntando el día a la posada, despertarlos a todos y hacer una parada. Si hay todavía posadas y paradas.

Pero ya deben haber muerto incluso los caballos. Hace tiempo que no veo por los caminos los tiros reforzados de antaño. Ahora, por la noche, cuando tampoco yo cojo el sueño, puedo aguzar el oído cuanto quiera, y sin embargo nunca me ocurre oír rodar una conducción y aproximarse los caballos y gritar a un carretero. Ahora de noche se oyen pasar los automóviles, y las mercancías las expiden por tren: llegarán más pronto, pero ya no es un oficio. Acabará por crecer la hierba en los caminos, y las posadas cerrarán.

 

domingo, 14 de agosto de 2022

Amigos

Cesare Pavese

 

Desde el patio de cemento, un mocetón vociferaba a grito pelado al tercer piso de sombras y haces de luz:

–Tranquilos, estoy en paro.

Chillaban niños en el patio y por las escaleras, y en los seis pisos de balcones hormigueaban ventanas iluminadas en los reflejos de las barandillas.

En el tercer piso, inmóvil en medio de todo el vocerío, estaba doblada una mujer.

Apareció por la escalera un joven alto con sombrero. El otro, de cabeza y barba pelirrojas y enmarañadas, con un pañuelo blanco anudado al cuello sobre una camisa con bolsillos, fue a su encuentro en el centro del patio y con el pulgar hacia arriba le indicó a sus espaldas lo alto de la casa. Entonces su compañero alzó la cabeza y, sin hablar, agitó la mano en un saludo. La mujer se metió dentro.

Los dos salieron a la avenida.

–Cuánto se come en este mundo –dijo el Pelirrojo–. De toda la casa solo sale olor a frito. Asusta pensarlo.

El otro se tocó el sombrero al pasar delante de un hombrecillo en mangas de camisa, a horcajadas sobre una silla delante de la puerta.

–¿Has encontrado algo? –preguntó después a su compañero con tono grave.

–Oye, Celestino –replicó el Pelirrojo, parándose y cogiéndole la manga–, vengo contigo por distraerme. Solo no lo consigo. En un minuto me como las colillas, de los nervios. No sé adónde ir. Vengo contigo para pasarlo bien y tú me preguntas si he encontrado algo. No, no he encontrado nada y me la trae floja. Entérate de una vez de que me jorobas. ¿Es tu mujer la que te ha ablandado? Ya no eres Celestino. Te pareces a mi padre. Y hasta llevas sombrero como él. Pero fíjate que mi padre, con su mujer, utilizaba la correa.

Celestino, liberando el brazo, dijo:

–Recurre a la correa el que no tiene bastante con las manos. Es el sistema de todos los holgazanes con las mujeres. Pero ¿qué tiene que ver la Gina? ¿Qué tienes que ver tú?

–¿Yo?… Nada. Lo decía para decir que empiezas mal. Le tienes demasiado apego.

–Tú, que has aprendido con las negras, ¿vas a enseñarme cómo hay que tratarla?

El Pelirrojo levantó el brazo y dejó caer un manotazo sobre el hombro de Celestino. Celestino, fastidiado, lo miró con los ojos pequeños, y al verlo reír también a él se le aclaró la cara.

–No hay que hablar nunca de mujeres –dijo el Pelirrojo– hasta después del postre. Somos amigos y nada de mujeres. Celestino, Celestino, nos hacemos viejos: tú tienes a tu mujer, yo tengo mi rabia. Las cosas claras: no hablaremos de tu mujer pero tampoco de si yo trabajo o no. ¿Adónde vamos?

–De paseo, hace fresco.

Bajo los árboles de la avenida las farolas arrojaban manchas de luz y amontonaban sombras frescas e indecisas. Tantas eran las anfractuosidades de la noche y tan denso el perfume de las plantas que a veces los dos parecían saltar, y saltaban sus sombras, desde la abigarrada acera hasta hundirse en el montón de hojas. El Pelirrojo había encendido un cigarrillo y chupaba largas bocanadas. Celestino saludó con el sombrero a una señorita esbelta que dobló de improviso la esquina.

–Esa –susurró luego– empezó hace un año en el almacén. Ha llegado ya al director de la tienda.

–Di la verdad, le envidias la carrera.

–¿Yo? ¿A esa?… No hace carrera, sino porquerías. No la tocaría ni lavada con gasolina.

–Lavada no, pero a lo mejor por lavar… Celestino, eso es de tu mujer. Antes, cuando no tenías sombrero, ¿saludabas así a las chicas? No eres el de siempre, Celestino…

Celestino se encogió de hombros.

–… Qué idea, ¡lavar con gasolina a las chicas!

Celestino clavó los ojos en un grupo de chiquillos que salieron de una calle transversal chillando detrás de uno de ellos y se diseminaron por la avenida, lanzándose todos amontonados sobre un banco. Hubo patadas, cuerpo a cuerpo, aullidos y, sobre el clamor, una vocecita que emitía detonaciones de metralla, mientras otro, chiquitín, zumbaba como un motor corriendo en torno a la refriega, balanceando los brazos y berreando:

–¡Oh, el Negus! ¡Oh, el Negus!

–… Antojos de mujer embarazada –continuaba el Pelirrojo–, y luego prender fuego a la gasolina. Debe de ser una mujer la que ha inventado el lanzallamas. Dime la verdad, ¿es de tu mujer?

Celestino se retorció y preguntó, seco:

–¿Has encontrado trabajo?

El Pelirrojo se detuvo, se rascó la cabeza y miró a su amigo, que alzaba una mano para protegerse la cabeza.

–Somos gilipollas –dijo.

–¿Qué quieres que hagamos nosotros dos –prosiguió Celestino– si no hablar de mujeres?

–Antes te gustaba el vino…

–De eso sí que está celosa: por Carmela no diría nada, pero echaría chispas si volviese a casa bebido.

–Quién sabe dónde habrá ido a parar Carmela. Aquel año nos lo pasamos en grande.

–Todas las chicas de entonces nos daban cuerda, para divertirse ellas. Por eso me casé, con la Gina desde el primer baile me dijo que cuando huele a uno que apesta a vino, le dan ganas de empezar a bofetadas.

–¿Te ha dado de bofetadas?

–Es una idea de las mujeres. Se comprende, pobrecillas; mejor tener que entendérselas con otra que con la botella; la otra siempre es una mujer.

–La verdadera razón –dijo el Pelirrojo, parándose y sacándose el pitillo de la boca– me la dio un alcahuete de Massawa (gente que entiende de eso, allá tienen muchas mujeres): un hombre que vuelve a casa borracho tiene los mismos ojos brillantes, la misma cara de estúpido que cuando ellas mandan en él en la cama. Competencia. Di que los árabes no entienden las cosas.

–Y además, ahora que espera al niño, solo con el olor ya se pone mala.

–¿Te permite la naranjada?

Celestino se paró sonriente en la sombra oblicua de un estanco e hizo señas de que lo esperara.

–Menos mal que no te ha quitado el tabaco –gritó el Pelirrojo.

Al cabo de un rato, tras esperar escuchando el clamor de una radio por una ventana abierta de par en par al otro lado de los árboles, el Pelirrojo subió el peldaño de la tienda. Encontró a Celestino que, apoyado en el mostrador, confabulaba con el dueño.

–¿Qué le vendes? ¿La radio?

Celestino agitó una mano, impaciente; dijo dos palabras más y se volvió con una sonrisa.

–No hay necesidad de gritar. Echo un vistazo a un aparato.

Desaparecieron en la trastienda y al cabo de un rato volvió el dueño. El Pelirrojo se había sentado en un rincón y encendía otro pitillo.

–¿Es usted el que estuvo en África?

El Pelirrojo levantó la mirada hasta una cara redonda y carnosa, de grandes bigotes. Por la camisa desabotonada sobre la camiseta se desbordaba más pelo.

–Cosas viejas.

–Yo hice la otra.

Entonces el Pelirrojo advirtió que al gordinflón le faltaba una mano y sobre la palidez de la vieja cicatriz el muñón había engordado, redondeándose.

–¿Se ganó allí el estanco?

–¿Ganarlo? –rugió el otro–. Pago el sacrosanto arriendo. Y el alquiler y los impuestos.

Entró un tipo a comprar un toscano. Pagó y salió.

–¿Es cierto –volvió a preguntar el gordo, metiéndose el muñón en la cintura–, es cierto que en Abisinia dan gratis la concesión del estanco exenta de impuestos y de arriendo durante diez años?

–Y también les regalan un automóvil para visitar a los clientes.

–Hágame el favor. Le pregunto si es cierto que han ofrecido esas condiciones a los mutilados de la campaña.

–Yo no soy un mutilado.

–Ya lo veo –dijo el otro, escudriñándolo con severidad–. ¿Dónde ha estado usted?

–En sitios donde se fumaba gratis.

En aquel momento entró Celestino. Habló en voz baja con el dueño, que miraba al Pelirrojo de soslayo, de mala manera. Al final le dio una palmada en el hombro, diciéndole:

–Al máximo. –Y salió empujando a su amigo.

–Con estos trabajitos visto a la Gina –dijo Celestino una vez fuera.

–Haces bien –exclamó el Pelirrojo–. Engaña a la empresa, jódeles, porque si no, te joden a ti. Lástima que te hayas casado con Gina. Cuando estaba allá lejos, decía: “En cuanto me licencien, me largo de este calor y vuelvo con el dinero a formar sociedad con Celestino”. Y, en cambio, me has jorobado: formaste sociedad con Gina.

–Pero también tú te comiste los cuartos.

–Los primeros y los últimos. No se conservan los cuartos ganados en la guerra. Uno dice “podía palmarla”, y adelante, dale que le das. Tantas estaciones desde allí a casa, tantos billetes que vuelan. Luego entra la melancolía: uno se acuerda de Pinotto, que el día antes se lavaba los pies y al día siguiente lo derribaron sobre las piedras como un gorrioncito; se te pasa por la cabeza Celestino, que se casa y le importa un pito, y todo da igual; se canta una vez, se bebe dos, Nápoles es toda sol, especialmente de noche, y si te he visto, no me acuerdo.

–Dime, ¿es cierto que después de una acción se siente olor a carne quemada?

–No hables de olores.

–Pero tú, en resumidas cuentas, ¿disparaste?

–A los pájaros.

–¿Es cierto que…?

–Eres peor que el mutilado. ¿Por qué no viniste a verlo? Un viajecito, con tu mujer; os han echado al mundo para recorrerlo, ¿no? Es el trabajo más bonito que hay, viajar. Cuando se tiene ocasión. Debías llevar allá a Gina, que no soporta el aliento de un borracho. Yo volvería a marcharme mañana, si se presentase la ocasión.

Se habían metido, acalorándose, por una explanada oscura, al fondo de la cual relucían unos ventanales tras un seto plantado en macetas. Delante estaban parados unos desempleados con el rostro entre las hojas, escuchando una estrepitosa orquesta.

–No había vuelto por el Paradiso –dijo el Pelirrojo–. En Turín no había vuelto a bailar desde entonces. En Nápoles, una vez, encontré una turinesa en una sala. No me conocía ni siquiera por la voz, de tan quemado como estaba también yo. Me di cuenta por cómo se reía y decía: “Pórtate bien, que él es celoso”. Dicen que allí tienen encerradas a las mujeres, pero el suyo era más cabrón; la mandaba a bailar y él se bebía la copa. A mí la chica me puso ojos dulces cuando le dije de dónde era. Acabada la pieza, quería quedarme, y ella: “Largo, largo, que ya no estás en África. Ha hecho falta la guerra de África para que un turinés se dejara crecer la barba”.

Se detuvieron delante del Paradiso. Se veían en el interior las altas paredes verdemar con algún palmeral, negros desnudos y leopardos y antílopes pintados en colores suaves. La estrepitosa orquesta, toda de negro, estaba en un nicho al fondo. Por la pista pasaban parejas enlazadas y absortas; un atildado sargento cruzaba la sala. Por los ventanales de par en par circulaba el aire fresco de la noche.

–¡Cómo me lo han dejado! –exclamó el Pelirrojo–. Este no es mi Paradiso. ¿Y Carmela, y Lidia y Ginetta, dónde van a bailar? ¿Es que ya no quedan mozos en el pueblo?

–Es un ambiente muy distinto –dijo Celestino–. Ya no es como cuando éramos los más guapos. Prueba a entrar en mangas de camisa, como estás, y oirás al dueño.

–Estará lleno de napolitanos.

–No, es que la vida cambia. A la misma Lidia, ahora que lo dices, la he visto este invierno con un abrigo de pieles que no debe de haber robado.

–Quiero verle la cara a mesié Berto.

–Él no es el dueño. Se arruinó. Lo levantó todo un romano que cambió hasta el parquet. Mandó pintar, puso anuncios en el periódico, una cajera, y dos orquestas; se bebe champán y se comen sándwiches; gastó lo suyo, pero gana. La gente viene en automóvil.

–La culpa es de las mujeres. Si vinieran aún Carmela y Ginetta, ya verías cómo el ambiente cambiaba enseguida.

–Prueba tú, con tu barba –dijo Celestino, burlón.

El Pelirrojo se pasó dos dedos entre el cuello y el pañuelo. Se quedó un rato inseguro, manoseando la seda, luego volvió a reírse.

–Y pensar que este trapo lo compré en Massawa como si fuera indio. Apuesto a que es de viscosa. ¡Seda! Está ya como el billete con que lo pagué.

–Serás tú, que no te lavas el cuello.

–Qué cuello ni qué ocho cuartos. Cuando llevas la vida que yo he llevado, piensas en salvar el cuello. Allá pañuelo y barba eran cosas de sultán.

–Pareces el Negus con esa cara requemada.

–Si tuviese el dinero que él tiene…

–Debiste cogérselo.

El Pelirrojo paseó la mirada a lo largo del seto verde y los detuvo en una esquina de la plaza, donde aparcaba una fila de coches brillantes.

–En resumen, ¿tendré que ir a Nápoles para bailar con una turinesa? ¡Ya no existe el Paradiso! A ti, plin, porque estás casado.

–Consuélate, que ya no se llama el Paradiso.

–¿Y cómo se llama?

–Nuovo Fiore.

Celestino se divertía. Cogió al Pelirrojo del brazo y se lo llevó diciendo:

–Ven, Milio, que si nos quedamos aquí, igual se les ocurre cobrarnos.

El Pelirrojo se dejó conducir fuera de la plaza, callado.

Torcieron por una calle larga, con escasas farolas. El Pelirrojo extraía las últimas chupadas de la colilla, con precaución para no quemarse los dedos. Luego tiró la pizca de papel.

–¿No fumas esta noche? –preguntó con los ojos bajos a Celestino.

–Medio cigarro, sentado tranquilamente. Es más sano y cuesta menos.

–Ahorra el que puede.

Al caminar miraban la losa de la acera, bruñida por las farolas. Arrastrando las suelas y quedándose clavado, el Pelirrojo levantó de golpe la cabeza.

–¿Dónde acabamos la noche?

–Tomemos un poco el aire, nunca salgo.

–Desde esta mañana ando dando vueltas. Al primer café, meto los pies debajo de un velador. ¿Qué dices tú?

–Un momento, sí.

Continuaron por la calle interminable. No pasaba un alma. Solo a veces un coche silencioso los iluminaba por la espalda con un gran tajo de luz, hacía saltar y girar sobre sí mismas las dos sombras, desvelaba la mínima piedra y huía hacia delante en una repentina tiniebla rota apenas por un puntito rojo. Después de un rato caminando a paso ligero sin hablar, volviendo los ojos a los raros comercios iluminados, Celestino dijo:

–Con tantos cafés como tenemos en el centro, y corremos hacia las afueras. ¿Quieres acabar en los prados?

–No hay ni un tranvía. Somos unos cretinos. Es una travesía.

–Qué diferencia hay, pregunto yo. ¿No son todas travesías, una de otra?

–Retrocedamos –exclamó el Pelirrojo, deteniéndose–. En el peor de los casos vamos al Paradiso. Algo habrá de beber. Qué curioso. Turín es más grande de noche que de día.

Desanduvieron el camino discutiendo. Llegaron a la plaza. En el aire resonaban los tañidos de la orquesta. Miraron apenas los haces de luz que verdeaban el seto allá al fondo, y tomaron una calleja lateral de donde procedía el estruendo de chatarra de un tranvía.

–Estamos de nuevo en Turín –dijo el Pelirrojo–, ¿no tienes nada que fumar?

–¿Quieres medio toscano? Aunque, si lo parto ahora, ya no vale para nada.

–Déjalo. En la esquina debe de haber una tasca.

Encontraron la tasca. Era un local espacioso con un jardincillo interior, con emparrado de glicinias de donde colgaba como una fruta una bombilla sin pantalla. En lo alto, muros ciegos. Se sentaron en sillas de hierro a una mesa rajada. Había una mujercita, un obrero y un niño en la mesa de al lado, el niño bebía con las dos manos un enorme vaso. Llegó una mujer canosa y miró de través el pañuelo del Pelirrojo.

–¿Tienen café? –preguntó Celestino.

–De eso nada –dijo el Pelirrojo–. Solo te acepto el toscano si bebes conmigo. Aún tengo dos liras, las gasto en vino. ¿Ya no te gusta el vino? ¡Un litro!

La mujer se marchó. Celestino miró con una mueca a su compañero.

–No es a mí a quien no le gusta, ya lo sabes.

–Precisamente por eso –replicó el Pelirrojo–. Si a ti te gusta, basta. Qué diablos. Mira ese criajo cómo sorbe. Él no pierde el tiempo.

El niño apartaba entonces el vasazo de los labios. Abrió los ojos enormes y miró a su alrededor, anhelosos, para recobrar el aliento. Se encontró con la mirada del Pelirrojo, que lo amenazó con la mano. El niño inclinó la cabeza de golpe, tosiendo. Intervino el viejo obrero, que le dio golpecitos en la espalda.

Llegó el vino. La mujer sirvió. El Pelirrojo trasegó un sorbo clavando la mirada en Celestino, que se acercaba el suyo a los labios.

–Ánimo, ea… Vino bautizado, pero al menos lo bebemos en casa. ¿Sabes que en África se pasa sed de agua? Ánimo. Así me gusta.

–Sé beber solo –dijo Celestino.

–Pues bebe.

Celestino sacó del chaleco el medio cigarro. Lo palpó todo, acercándose a la luz; luego lo encendió con cuidado y, tras la primera bocanada, lo blandió entre dos dedos apoyando un codo en la mesa. Con la otra mano cogió el vaso y tomó otro trago.

–A tu salud –dijo el Pelirrojo, y agarrando el suyo, lo despachó de golpe–. Vacía, que vuelvo a llenar –ordenó a Celestino.

Celestino puso la mano en la boca del vaso. Entonces el Pelirrojo llenó el suyo hasta arriba y luego quiso colmar a la fuerza los dos dedos que faltaban en el otro.

Celestino le rechazó el brazo. Un chorro de vino salpicó la mesa.

–Cuidado –rezongó Celestino.

–Ah, ¿te disgusta que se desperdicie?

–Me disgusta que parezcamos dos borrachos.

–No tengas miedo –dijo el Pelirrojo, espiándolo con los ojos pequeños–. Estaría bueno. Pero bebe.

Celestino se echó al coleto el vaso, que enseguida fue llenado.

El Pelirrojo plantó los codos en la mesa y miró al otro, escrutándolo.

–Este vino es como Turín –empezó–, ahí dentro hay más vino del Sur que barbera. Pero calienta, es lo esencial. Bueno, ¿te creerás que los del Sur, cuando vives con ellos, son gente como nosotros? Los cabrones son cabrones en todas partes, pero los majos son unos amigos como no te imaginas. Aunque vete a distinguir los majos de los cabrones: tienen todos una labia…

–Un director y el corresponsal de mi empresa, son sicilianos. Jovenzuelos de treinta años. Hace dos años, para plancharse los pantalones tenían que meterse en la cama, y ahora, si no tienen automóvil…

–¿Qué tiene que ver? Trabajar sabe cualquiera, basta con encontrar trabajo. A mí, en cambio, me gustan cuando no hacen nada. Saben no hacer nada mejor que nadie. Ya en su tierra son así, pero hay que verlos de viaje, descansando en cuanto llegan a un sitio. Lo primero, ir de paseo.

El Pelirrojo sorbió e invitó a Celestino a hacer lo mismo. Celestino aspiró una bocanada con ojos entornados, y no se movió.

–Cuando falta el trabajo no se lo toman como nosotros. Ni aunque tengan familia. No van a buscar trabajo; van de paseo. Un negro, en cambio, si lo dejas libre se sienta en el suelo. Los negros beben…

–Deben de ser unos tarugos; nunca he oído de un negro que hubiera aprendido a conducir un coche.

–… y, sin embargo, con tanto vino como tienen, los napolitanos no beben. Te hacen mucha compañía y todo, pero prefieren el anís. En eso no los he entendido nunca.

El Pelirrojo se mojó los labios y miró a su compañero con ironía.

–¿Qué haces? ¿El napolitano? Bebe de una vez.

–Déjame fumar –dijo Celestino.

El Pelirrojo se carcajeaba.

–Bebe, te digo, no hay derecho.

Celestino se encogió de hombros. El Pelirrojo trasegó su vaso y volvió a llenárselo.

–Tienen buenos vinos –prosiguió acodándose de nuevo–, que llegan como si nada a los veinte grados. Bebí uno que tenía color café. Tan fuerte que dejaba la boca seca. No como este calducho; si no tuviera un poco del Sur dentro… Bebe de una vez, que antes resistías un tonel. Es como agua.

–¿Qué es ese vino de palma? –salió Celestino.

–Nunca lo he visto. Debe de ser algo como el aceite de coco. Los negros sí que beben, como monos.

–Pero allá no hay vino.

–A los negros les basta con sentir una cosa que apesta y se la beben. Toman hasta gasolina.

El Pelirrojo empujó el vaso, todavía hasta arriba, contra la mano de Celestino, invitándolo con los ojos, y este bajó la cabeza para rozar, alargando los labios, el borde rebosante.

Entraron dos soldados de verde gris, que se lanzaron hacia un rincón, persiguiéndose como críos. Celestino volvió la vista entre el humo del cigarro y observó la mesa de aquellos tres, donde el niño se había dormido con la frente sobre el brazo junto a la botella, y el obrero se mecía en la silla con las manos en los bolsillos mirando al vacío. La mujer pellizcaba migas y trozos de pan, diseminados entre los cartuchos.

El Pelirrojo llamó a la dueña.

–Quiero pagar.

–Cómprate tabaco, pago yo.

–Te he dicho que pago yo.

–No eres millonario.

–Pero no tengo una mujer que mantener.

La dueña esperaba. Celestino le tendió dos liras.

–Está bien –dijo el Pelirrojo–, entonces yo pago otra. Señora, un litro.

Celestino hizo ademán de levantarse. El Pelirrojo lo sujetó por la manga, mirándolo con ojos suplicantes.

–¿Qué has bebido? Nada. ¿Es que te da miedo Gina?

–Qué Gina ni qué ocho cuartos. No quiero hacer el cerdo. Mañana tengo que trabajar.

–Por un amigo, Celestino. Estarás bien despierto de vez en cuando, si haces el cerdo. Hazme compañía otro rato. Estoy solo todo el día.

Celestino se sentó.

–… Y acábate el vaso. Ya estábamos de acuerdo. No es nada malo.

Celestino no bebió; en cambio, le dio una nerviosa calada a la colilla.

Llegó el vino. El Pelirrojo pagó a toda prisa y sirvió a su compañero; luego se llenó su vaso. Restalló los labios y empinó el codo.

–No me extraña que no encuentres trabajo –exclamó Celestino con la boca chica.

–Ah –dijo el Pelirrojo con un relámpago de malicia en los ojos–, esta noche trabajo. Solo que es peor que una carretera rota… Tengo la garganta herrumbrosa; hace un mes que no bebo, porque tengo que fumar. Lo único que me queda por empeñar es el pañuelo. ¿Cuánto me das?

–Una patada en el trasero y te dejo el artículo. Has olvidado tu oficio, eso es lo que pasa.

–Nunca enredé en tantos camiones y motorcitos como allá. ¿Quieres saber de veras lo que tengo? No he olvidado nada nunca: sois vosotros, la gente de antes, los que os habéis olvidado de mí. Ese es el cuento… Bebe un trago.

Celestino tiró la colilla y se mojó los labios.

–Ea –dijo el Pelirrojo, cogiéndole el codo y levantándoselo–, tú sí que has olvidado cómo se bebe.

–Cerdo –respingó Celestino, retirándose de golpe al verterse el vino.

–No tengas miedo. Salud.

Y el Pelirrojo brindó. Celestino se limpiaba las salpicaduras.

–Te crees que estás en la guerra –rezongaba–. Se ve que vienes de Nápoles, por cómo pones las manos encima.

–Deja en paz la guerra, que no sabes siquiera a qué huele. Tú la guerra la hiciste por radio… Vamos, no te ofendas, bebamos.

Celestino no bebió.

El Pelirrojo dejó el vaso.

–Gran cosa la guerra. No se piensa en nada. En el peligro se piensa después. Uno vive al día. Tienes tu puesto, todos lo tienen. El único miedo es perderte. Me acuerdo de uno, en el Gemma, que andaba entre las tablas con el casco al cuello, como un ciclista, y me paró, con dos ojos así, y me soltó: “¿Dónde está mi pieza? Virgen santa, dime dónde está mi pieza”. Y aquel todavía se había perdido en la columna, pero piensa en uno que se pierda, solo, en terreno descubierto, entre aquellas plantas secas que parecen haces de leña enterrados. ¿Quién te va a buscar, entonces? Ya puedes olvidarte. Sobre ti vuelan los alcotanes.

El Pelirrojo se inclinó hacia el suelo, recogió la colilla de su compañero y la encendió; se quemó los labios. Exhaló el humo y volvió a clavar los codos, con los ojos fijos en Celestino.

–Yo me perdí una vez –prosiguió de pronto, hablando como si estuviera solo–. Volvíamos a Dire Dawa. Comenzaban las lluvias. Unos nubarrones como no los has visto en tu vida. El cielo allá parece más ancho. Salí del campamento al atardecer, para pisar un poco de barro en un campo llano que olía a podrido. Parecía esto cuando ha acabado la vendimia. Me cogió la lluvia fuera de la aldea indígena. Parecían chuzos de punta. Me lancé a la primera cabaña porque, en un periquete, ya no se veía nada y se corría el riesgo de ahogarse. Dentro había harapos y ojos de gato: no veía otra cosa porque estaba a oscuras. Pero aquellos negros me miraron. Fuera llovía a cántaros, yo veía la espuma saltar delante de la puerta. Pensaba: aquí me dan una cuchillada y se vengan de la guerra. Estuve no sé cuánto, apoyado contra la puerta, con la espalda en lo podrido, bayoneta en mano, dispuesto a saltar afuera. No sentía el olor, te digo.

–¿Y no te hicieron nada?

–¿Qué quieres que me hicieran? Ellos me tenían miedo a mí. Pero comprendí que para hacer la guerra hay que ser muchos. Matar a uno, tú solo, es de locos.

–¿Tú has matado? –dijo Celestino, levantándose.

–No lo sé. Nadie lo sabe. Muertos he visto, eso sí.

–Ley de guerra. ¿Nos vamos?

El Pelirrojo seguía sentado, levantando la cabeza, confuso.

–No querrás que sobre vino –balbució, cogiendo el vaso.

–Oh, por mí, puedes dejarlo.

–Quédate un poco más, Celestino. Total, has bebido poco. ¿Qué quieres que te diga la Gina? Sabe perfectamente que estás conmigo.

–Por eso mismo –dijo el otro carcajeándose–. La Gina me espera porque estoy contigo.

–¿Te joroba si bebo y hablo de África? ¡Dios santo!, he estado allí, ¿no? Eres tú el que me pregunta. Tú no hablas de nada. Cuéntame algo de Gina, entonces. ¿Cuándo tendrá el niño? Acaba de beber.

El Pelirrojo trasegó su vaso y lo llenó, con mano insegura, con lo que quedaba de la botella.

–Oye –gritó a Celestino, que se alejaba bajo el emparrado–, quería entramparte esta noche; luego pensé: No, va a tener un hijo, él no está parado, mejor que no. Pero hazme compañía.

–Eres un cerdo, Milio, o vienes ahora mismo o te quedas.

–No voy, no –gritó entonces el Pelirrojo–. O yo o la Gina. No he regresado de África para dejarme mandar por la mujer de otro. Si ya no tienes libertad para el vino, ya no eres Celestino… Bebe, estúpido… Los negros son más listos que tú.

Celestino se había marchado.