Arturo Uslar Pietri
Fue
al final cuando decidió ponerse el bigote.
Se vio en el espejo y era evidente que le faltaba. Era un pequeño bigote corto,
negro y algo ralo, que había comprado hacía tiempo. Tal vez fue en el Carnaval.
Le costó trabajo fijarlo con el colodión. Estaba muy cerca de la nariz y el olor
penetrante le cortaba el aliento. Y hasta le producía un pequeño mareo.
A medida que cambiaba
la raya del peinado, que adelgazaba las cejas, que ponía una sombra tenue bajo los
ojos, dejaba de ser él en el espejo.
Ahora sí tenía
otra cara. ¿La cara de quién? En todo caso no era la suya. No era aquella de todos
los días, con la barba descuidada, la melena revuelta y aquellos ojos demasiado
abiertos, con demasiado blanco. Ahora tenía el rostro rasurado y preciso. Hasta
se le veía la nariz menos grande y la frente más estrecha junto al cabello bien
peinado. Para completar se puso los anteojos negros. Ya no era él aquel rostro que
asomaba en el espejo. Un extraño, un desconocido, un intruso inquietante aparecía.
Parecía… ¿qué parecía?… ¿a quién se parecía?
Parecía un hombre
de más edad, con cierta dureza y autoridad en el rostro. Ya no era el Gerónimo de
todos los días, el que deambulaba en las librerías y en los cafés, el que se reunía
con Marta, y la Chelo y con la pandilla de artistas mal hablantes.
Ahora recordaba
más bien uno de aquellos hombres que le parecían tan detestables y a los que miraba
con desagrado y hasta odio cruzar en grandes automóviles por las lentas calles de
la ciudad. Hablando distraídamente con algún acompañante, con un tabaco en la mano.
Con el relámpago brillante de una sortija en algún dedo.
No era que se
había propuesto darse ese tipo. Había ido saliendo así. Paso a paso, como si otra
cara se hubiera ido formando debajo de la suya. Como si hubiera largado la piel
como las culebras y hubiera salido aquella fisonomía inesperada, tan precisa y tan
ajena.
Hubiera podido
ser distinta, pero la que había salido era aquella. Se vistió con el traje oscuro
que tenía guardado para aquel día, una camisa blanca, una corbata llamativa y hasta
un sombrero. Todo aquello lo había tenido que ir reuniendo a escondidas, poco a
poco, para que los amigos no lo vieran. Nadie debía saber ni sospechar que él iba
a ser otro, aunque fuera por un día.
La vida se le
había hecho monótona y casi asfixiante. Todos los días la misma cosa, las mismas
conversaciones, los mismos sitios, las mismas caras. Todo se sabía y se conocía.
Podía llegar a la tertulia el loco Rodríguez y hablar de las más descabelladas aventuras
de violencia. Todos sabían que era mentira, que no lo había hecho o que no lo podía
hacer. Y con las muchachas no era distinto. Era territorio explorado en sus menores
detalles. Cada quien sabía con cuáles el otro se podía acostar y con cuáles no.
Lo demás era apariencia que no engañaba a nadie. No engañaba a nadie el falso amante,
ni el falso conspirador, ni el falso artista. Todo empezaba y terminaba en torno
a la mesa del café, frente a una cerveza que se iba poniendo pálida y aplastada.
Sin embargo, a
veces resultaba verdad. Pero era como si los que iban a hacer algo de verdad se
retiraran del grupo. Dejaban de ir, se preguntaba por ellos y no se sabía dónde
andaban. Alguien los había visto hacía tiempo. Era que alguno estaba escribiendo
un libro o se había casado o un buen día, después de mucho tiempo, aparecía en los
periódicos tomando parte en un atraco de guerrillas urbanas.
–Se cansó de hablar
pendejadas, comentaba alguno.
Fue entonces cuando
Gerónimo decidió escapar del grupo. No era fácil. Se iba uno enredando y enredando
en la rutina, en el hábito, en la pereza, en el abandono, a la espera sin término,
en el hablar continuo y sin salida.
Comenzaría por
un ensayo limitado y corto. No sólo dejar de ir al foco inevitable de reunión, donde
las horas y los temas y las fatalidades se enredaban en una espesa atmósfera adherente
y adormecedora, sino comenzar de pronto a ser otro. Comenzar de nuevo. Desde cero.
Salir un día a la calle, a otra calle, a otras gentes, siendo otro.
No sabía bien
quién iba a ser. No había individualizado su nueva personalidad transitoria, era
más bien como un deseo de cambiar de especie y de ser. No un disfraz, sino otra
vida.
Siendo Gerónimo
no iba a poder dejar de serlo, se lo iban a impedir todos los que lo conocían como
Gerónimo. Los que sabían o creían saber inexorablemente lo que podía y lo que no
podía ser o hacer. Era menester que nadie pudiera devolverlo a la vida que quería
abandonar. Había que comenzar por no ser Gerónimo. Por ser alguien que nadie pudiera
relacionar con su pasado y con el carácter que había revestido ante los otros.
Fue así, poco
a poco, precisando su propósito y reuniendo al azar los materiales para su transformación.
El traje distinto, el rostro cambiado, y habría que llegar también al nombre nuevo
y al convertirse, en palabras, temas y hechos, en un nuevo hombre.
La nueva apariencia
fue saliendo por azar. Por el azar de las prendas de vestir que pudo reunir, por
el no menor azar de las transformaciones que era posible lograr sobre su cara. Varias
veces ensayó, en formas incompletas, hasta aquel día en que se resolvió a salir
a la calle transformado.
Entre lo que parecía
por fuera y lo que seguía siendo por dentro había un gran paso de incomunicación.
No sabía con certeza quién iba a ser en definitiva.
Quitó la vista
del espejo, irguió el pecho, se caló el inusitado sombrero y cerró la puerta con
violencia como si cerrara su pasado.
Ya estaba en la
calle, primero con el paso inseguro y arrastrado que era el suyo habitual, pero
muy pronto comenzó a marchar erguido, taconeando, con la cabeza muy recta mirando
hacia adelante, con cierta seguridad altanera. Casi con insolencia.
Un desconocido
se le quedó mirando e hizo un gesto como de querer hablarle, pero él no le dio oportunidad
y siguió adelante. Para aquel hombre, al menos, ya había sido otro. Le había dirigido
una mirada como de vacilación o de sorpresa. Debió confundirlo con alguien. ¿Con
quién? Con alguien definido y real y sin embargo profundamente distinto del Gerónimo
que, por dentro, él seguía siendo todavía.
Había llegado
a la calle donde estaba la terraza del café en que se reunían sus amigos. Allí estaba
el grupo, en el mismo orden, en torno a la misma mesa pequeña, con las botellas
de cerveza vacías. Alguno recostado a la silla bostezaba y lanzaba una mirada displicente
a los paseantes.
Tomó la acera
de enfrente para más seguridad y mirando de reojo avanzó sin perderlos de vista.
No le hubiera sido difícil adivinar la conversación en que estaban enfrascados.
Algunos paseaban la mirada distraída por la calle. Probablemente lo habían visto
y lo habían seguido un rato con los ojos. Aquel viandante que nada tenía que ver
con Gerónimo. Uno de esos seres separados por montañas de alejamiento o desdén.
Aquel tieso hombre de anteojos negros y bigote ralo. ¿Quién podía ser?
Estuvo tentado
de acercarse a la acera del café y pasar por delante de ellos. Pero no se atrevió.
Era demasiado arriesgado. No era todavía suficientemente espesa e impenetrable la
corteza de la apariencia para protegerlo. Era todavía nada más que una apariencia.
Además, había
la importante cuestión de no saber exactamente quién era ahora. Si alguien se dirigía
a él y le preguntaba quién era, no hubiera podido responder. En todo caso habría
vacilado inseguro en busca de un nombre apropiado. Había pensado algunos. Le sonaban
insignificantes y hasta ridículos. Podía decir, por ejemplo, “Rafael Barba, comerciante”,
pero qué hacía un comerciante, a esas horas, deambulando por la calle sin rumbo
y sin objeto.
Siguió de largo.
Atrás quedó la terraza del café y el grupo de los amigos y la conversación sin término
que podía girar y girar siempre en el mismo sentido, partiendo de cualquier punto.
–Aquí lo que hace
falta es audacia.
Podría decirlo
cualquiera, en cualquier momento, y comenzar la lenta discusión. No era eso lo que
faltaba. Uno detrás de otro iban a desfilar los temas suscitando las mismas réplicas.
Pero ahora había
un transeúnte que se le había quedado viendo con mucha intensidad. Hasta se detuvo
antes de cruzarse con él. Parecía reconocerlo. Apretó el paso para evitar la conversación.
El hombre lo veía con unos ojos angustiados y querellantes. Algo iba a decir pero
pareció contenerse al mirar que Gerónimo no parecía tomarlo en cuenta y seguía de
largo.
Había sido una
mirada llena de significación. La mirada de un hombre que, ciertamente, sabía quién
era aquella persona que Gerónimo representaba sin saberlo. Debía tener el nombre
y la clasificación para aquel ser que había salido formado por un azar misterioso
del disfraz de Gerónimo. En el breve momento del cruce, en que pudo mirarlo, le
pareció darse cuenta que la mirada era de sorpresa y hasta de temor. No había sido
la expresión grata y confiada de quien tropieza con una presencia amiga, sino la
de quien se halla ante un desagradable encuentro.
De aquel hecho,
lleno de significación para él, Gerónimo se puso a elucubrar sobre la nueva personalidad
que el azar del disfraz le había deparado. Debía ser la de una persona a quien otros
temían o detestaban. La de un hombre que inspiraba temor y desagrado. Un ser al
que se le temía, o por lo menos a quien algunos temían y veían con disgusto.
No había sido
su propósito entrar en esa apariencia, pero podía ser que así hubiera ocurrido y
que ahora pareciera cierto determinado personaje al que muchos detestaban o temían.
Rápidamente y
casi sin quererlo cambió de actitud. Puso el paso más firme y la cabeza más levantada
y comenzó a ver a los desconocidos transeúntes con una mirada fría y desafiante.
Gentes entraban
y salían de las tiendas y se detenían en las esquinas. Mujeres con niños, muchachas
de pelo suelto y raídos pantalones azules, gentes apresuradas con carteras y paquetes
debajo del brazo y otros detenidos y alelados frente a las vitrinas.
Se puso a observar
las miradas que le dirigían. Mucha gente lo miraba con insistente curiosidad. Debía
representar una persona conocida. Algunos hicieron el gesto de saludarlo con la
mano. Era un saludo sin afecto, desconfiado y casi defensivo.
Podía haberse
detenido con alguno y tratar de sacarle hábilmente el nombre y la identificación
que le atribuían. Era, ciertamente, alguien perfectamente reconocible para todas
aquellas gentes que lo veían con ojos llenos de intención y de mensajes.
Un hombre gordo,
canoso, que avanzaba lentamente leyendo un periódico, apartó los ojos de la lectura
y los fijó en él. Era una cara insignificante y mal afeitada. Había sonreído al
verlo y haciendo un gesto lento de saludo con la mano le había dicho claramente:
–Adiós, Inspector.
Respondió apenas
con un movimiento de la cabeza. Él sabía lo que significaba ese nombre. Gerónimo
conocía los inspectores. Los veía con temor de lejos. Hablaba de ellos en voz baja
con sus amigos. Eran aquellos hombres casi no humanos a quienes tanto temían. Los
que detenían, los que interrogaban, los que torturaban. Al flaco Silva lo habían
torturado hasta morir. Cada vez más flaco, cada vez más callado. “¿No vas a hablar?”.
No habló.
Otros no resistieron
y hablaron. Y entonces empezaban los allanamientos, las persecuciones, los escondites.
Bastaba que algún día alguien hubiera puesto una bomba en cualquier parte, para
que volviera aquella ronda de pesquisas y detenciones. El grupo se desbandaba. Todos
eran sospechosos de guerrilleros o de enlaces de guerrilleros. Los que estaban y
los que no estaban.
Y todos aquellos
hombres se parecían. El mismo color trigueño pálido, la misma manera de no hablar
y de no saludar, los mismos anteojos negros. Ni siquiera se sabía si el nombre que
les daban era el de ellos.
“Creen que soy
un Inspector”, pensó Gerónimo. Lo que había salido de todo aquel cambio de personalidad
era un Inspector de la Seguridad. No era eso lo que él se había propuesto. Ahora
se daba cuenta de por qué lo miraban tantos ojos hostiles.
Hasta que surgieron
aquellas dos mujeres. Hasta que le cayeron encima de pronto. Vestidas de negro,
despeinadas, hablando con la boca y con las manos.
–¡Inspector!
Estaban delante
de él, le agarraban las solapas, las caras frente a su cara.
Hablaban al mismo
tiempo, mezclando las voces y las palabras. Una hablaba del marido, la más joven,
y la otra del hermano.
“Mi marido”. “Mi
hermano”.
Todo llegaba confuso
y violento sobre él, encima de él, como un torrente.
“¿Dónde está?
¿Qué le han hecho? Lo mataron, sí, lo mataron. En ninguna parte me dicen dónde está.
Hace quince días que desapareció. Se lo llevaron a media noche. Cinco hombres armados.
De la Seguridad. Le dieron golpes y empujones. Hemos preguntado en todas partes.
En ninguna parte saben de él. Hemos ido a su oficina millones de veces. No nos atienden.
Por fin, por fin lo encuentro. ¿Está vivo? ¿Dónde está?”.
Él no respondía.
La gente comenzaba a detenerse y a rodearlos. Ya formaban un grupo grande y en el
medio él y las voces de las dos mujeres.
“Juan Pedro no
está metido en nada. Yo se lo digo”. “Yo también. Él se dejó hace mucho tiempo de
toda esa cosa subversiva. Hasta con los viejos amigos había peleado. No está metido
en nada”.
Se aglomeraba
más y más gente y comenzaban a oírse voces altas. Era peligroso.
Gerónimo tuvo
que hablar.
“Está bien. No
se pongan nerviosas. No ha pasado nada. Váyanme a ver”.
“¿Cuándo?”.
“Mañana”.
“¿Dónde?”.
En mi oficina.
“¿En la Seguridad?”.
“Sí”.
Logró zafarse
y salir de la aglomeración que se había formado. Siguió adelante porque no podía
hacer otra cosa. Sentía que estaba metido en una situación peligrosa. Debía buscar
un medio de salir de aquello. Ya había pasado el mediodía y las calles comenzaban
a clarear. Las gentes volvían a sus casas. Esperaría a que las calles estuvieran
más solas y regresaría rápidamente a su habitación. A quitarse de encima aquella
otra apariencia temible.
Llegó a una terraza
de café con pocos parroquianos. Se sentó en una mesa para dejar pasar el tiempo.
Había un periódico abandonado sobre la mesa y se puso a hojearlo. No podía leer
sino que veía con disimulo a todos lados.
Volvería a la
casa y se quitaría aquel disfraz. Ha podido transformarse de otro modo. Nunca pensó
que lo iban a confundir precisamente con aquel hombre odiado y amenazado, cuyo nombre
no sabía aún.
El mozo que se
acercó a servirlo lo miró con respeto.
“¿Qué quiere,
Inspector?”.
Pidió cualquier
cosa. Tenía que escapar pronto de aquella situación. Hubiera podido tomar tantas
otras fisonomías, pero fue precisamente aquella la que fue surgiendo minuciosa y
fatalmente de todo su esfuerzo por cambiar.
Se sobresaltó
cuando sintió el ruido del servicio sobre la mesa. Después la terraza pareció quedar
sola. Dentro de un cuarto de hora ya podría irse.
Se fue quedando
sin gente la terraza. Miraba de reojo las mesas vacías, una junto a la otra, como
llenas de invisibles presencias. Ahora estaba angustiosamente solo con aquella desconocida
presencia de su propio disfraz. Si hubiera estado en medio de mucha gente hubiera
sido mejor. Se hubiera borrado y disuelto. Pero así, en medio de todas las mesas
vacías, no quedaba sino aquella apariencia inocultable, aquel rostro, aquel traje,
aquel ser que se había colocado sobre él y lo aplastaba.
La calle también
se iba quedando vacía. Dentro de un momento podría levantarse para marcharse. Tomaría
un vehículo de alquiler para desaparecer más pronto, para arrancarse de encima todo
aquello al regresar a su cuarto.
“Inspector García”.
Era con él, detrás de él. Una voz dura y seca. Volvió la cabeza. Vio la pistola
que lo apuntaba. Negra, cercana. No tuvo tiempo de detallar la figura entrevista.
Una cabellera revuelta, una cara de odio.
Debió oír el primer
disparo. Se llevó la mano torpe a la cara. Tropezó los anteojos que cayeron. El
falso bigote se le vino en los dedos. Mirándolo rodó de la silla al suelo.
(Tomado
de www.literatura.us)
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