Isaac Asimov
–Vamos, vamos –dijo Shapur con bastante cortesía, considerando que se trataba
de un demonio–. Está usted desperdiciando mi tiempo. Y el suyo propio también, podría
añadir, puesto que sólo le queda media hora.
Y su rabo se enroscó.
–¿No es desmaterialización? –preguntó caviloso Isidore Wellby.
–Ya le he dicho que no.
Por centésima vez, Wellby miró el bronce que le rodeaba por
todas partes sin solución de continuidad. El demonio se había permitido el impío
placer (¿de qué otra clase iba a ser?) de señalar que el piso, el techo y las cuatro
paredes carecían de rasgos diferenciales, y estaban formados todos ellos por planchas
de bronce de sesenta centímetros soldadas sin unión.
Era la última estancia cerrada, y Wellby disponía sólo de
otra media hora para salir de ella. El demonio le contemplaba con expresión de concentrada
anticipación.
Isidore Wellby había firmado diez años antes, que se cumplían aquel día.
–Pagamos de antemano –insistió Shapur en tono persuasivo–.
Diez años de todo cuanto desee, dentro de lo razonable. Al final, pasará a ser un
demonio. Uno de los nuestros, con un nuevo nombre de demoniaca potencia y todos
los privilegios que eso incluye. Apenas se dará cuenta de que está condenado. De
todos modos, aunque no firme, tal vez acabe igual en el fuego, por el simple curso
de los acontecimientos. Nunca se sabe… Fíjese en mí. No lo hago tan mal. Firmé,
disfruté de mis diez años, y aquí estoy. No lo hago tan mal.
–En ese caso, si puedo terminar por condenarme, ¿por qué se
muestra tan ansioso de que firme? –preguntó Wellby.
–No resulta fácil reclutar directivos para el infierno –respondió
el demonio con un franco encogimiento de hombros, que intensificó el débil olor
a bióxido sulfúrico que se advertía en el aire–. Todo el mundo especula para llegar
al cielo. Una pobre especulación, pero así es. Yo creo que usted es demasiado sensible
para eso. Pero entretanto nos encontramos con más almas condenadas de las que somos
capaces de atender y una creciente penuria en el plano administrativo.
Wellby, que acababa de ser licenciado del ejército con muy
poco entre las manos, a excepción de una cojera y la carta de despedida de una muchacha
a la que en cierto modo amaba aún, se pinchó el dedo y suspiró.
Lógicamente, leyó primero el pequeño impreso. Tras la firma
con su sangre, se depositaría en su cuenta cierta cantidad de poder demoniaco. No
sabía en detalle cómo se manejaban aquellos poderes, ni siquiera la naturaleza de
los mismos. Sin embargo, vería colmados sus deseos de tal modo que parecerían el
producto de mecanismos perfectamente normales.
Desde luego, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese
con los designios superiores y con los propósitos de la historia humana. Wellby
enarcó las cejas ante esta cláusula.
Shapur carraspeó.
–Una precaución que nos ha sido impuesta por… ¡ejem!… arriba.
Sea razonable. La limitación no le supondrá obstáculo alguno.
–Parece también una cláusula trampa.
–Algo de eso, sí. Después de todo, hemos de comprobar sus
aptitudes para el puesto. Como ve, se establece que, al finalizar sus diez años,
habrá de ejecutar una tarea para nosotros, una labor que sus poderes demoniacos
le harán perfectamente posible realizar. No le diremos aún la naturaleza de esa
tarea, pero dispondrá de diez años para estudiar sus poderes. Considere toda la
cuestión como un examen de ingreso.
–Y si no paso la prueba, ¿qué?
–En tal caso –respondió el demonio–, será usted una vulgar
alma condenada –y como al fin y al cabo era demonio, sus ojos fulguraron humeantes
ante la idea, y sus ganchudos dedos se retorcieron como si los sintiera ya profundamente
clavados en las partes vitales de su interlocutor. No obstante, añadió con suavidad–:
¡Oh, vamos! La prueba será sencilla. Preferimos tenerlo como directivo que como
un alma más en nuestras manos.
A Wellby, sumido en melancólicos pensamientos sobre su inasequible
amada, le importaba muy poco por el momento lo que sucedería al cabo de diez años.
Firmó.
Los diez años pasaron rápidamente. Como el demonio había predicho, Isidore
Wellby se mostró razonable y las cosas marcharon bien. Aceptó un trabajo y, como
aparecía siempre en el momento adecuado y en el lugar oportuno y siempre decía la
palabra apropiada al hombre apropiado, alcanzó pronto un puesto de gran autoridad.
Las inversiones que hacía resultaban invariablemente beneficiosas.
Y lo más gratificante era que su chica volvió a él con el arrepentimiento más sincero
y la más satisfactoria adoración.
Su casamiento fue feliz y bendecido con cuatro criaturas,
dos varones y dos hembras, todos ellos inteligentes y con un comportamiento razonable.
Al final de los diez años, se hallaba en la cúspide de su autoridad, reputación
y riqueza, en tanto que su mujer, al madurar, se había vuelto todavía más bella.
Y a los diez años (en el día justo, naturalmente) de establecer
el pacto, se despertó para encontrarse, no en su dormitorio, sino en una horrible
cámara de bronce de la más espantosa solidez, sin más compañía que la de un ávido
demonio.
–Todo lo que tiene que hacer es salir de aquí y se convertirá
en uno de los nuestros –le explicó Shapur–. Lo conseguirá con facilidad empleando
con lógica sus poderes demoniacos, siempre que sepa cómo manejarlos. A estas alturas,
debería saberlo.
–Mi mujer y mis pequeños se inquietarán mucho por mi desaparición
–dijo Wellby, con un comienzo de arrepentimiento.
–Hallarán su cadáver –manifestó el demonio en tono de consuelo–.
Habrá muerto al parecer de un ataque al corazón. Celebrarán unos funerales magníficos.
El sacerdote anunciará su subida al cielo, y nosotros no le desilusionaremos, como
tampoco a quienes lo estén escuchando. Vamos, Wellby, dispone usted de tiempo hasta
el mediodía.
Wellby, que se había acorazado en su inconsciente durante
los diez años para este momento, se sintió menos asaltado por el pánico de lo que
podía haberlo estado. Miró inquisitivo a su alrededor.
–¿Está herméticamente cerrada esta habitación? ¿No hay aberturas
secretas?
–Ninguna en paredes, piso o techo –dijo el demonio con deleite
profesional ante su obra–. Ni tampoco en las intersecciones de cualquiera de las
superficies. ¿Va a renunciar?
–No, no. Deme tan sólo tiempo.
Wellby meditó intensamente. No había señal alguna de cierre
en la estancia. Sin embargo, se notaba como una corriente de aire. Tal vez penetrase
por desmaterialización a través de las paredes. Acaso también el demonio había entrado
así. Cabía en lo posible que él, Wellby, pudiera desmaterializarse para salir. Lo
preguntó.
El demonio le respondió con una risita entre sus dientes afilados.
–La desmaterialización no forma parte de sus poderes. Ni tampoco
la empleé yo para entrar.
–¿Está seguro?
–La cámara es de mi propia creación –manifestó petulante el
demonio–. La construí especialmente para usted.
–¿Y penetró desde el exterior?
–Así fue.
–¿Y yo también podría hacerlo con los poderes demoniacos que
poseo?
–En efecto. Mire, seamos precisos. No puede moverse a través
de la materia, pero sí en cualquier dimensión, por un simple esfuerzo de su voluntad.
Arriba y abajo, a derecha e izquierda, oblicuamente, etcétera, pero no atravesar
la materia en modo alguno.
Wellby siguió cavilando, mientras Shapur le señalaba la inconmovible
solidez de las paredes de bronce, del piso y del techo, y su inquebrantable acabado.
A Wellby le pareció obvio que Shapur, por mucho que creyera
en la necesidad de reclutar directivos, estaba pura y simplemente conteniendo su
demoniaco placer ante la posibilidad de ver en sus garras una vulgar alma condenada,
para jugar con ella al gato y al ratón.
–Cuando menos –dijo Wellby, con afligido intento de aferrarse
a la filosofía–, me quedará el consuelo de pensar en los diez felices años de que
disfruté. Seguro que eso significará un alivio y un consuelo hasta para un alma
condenada en el infierno.
–En absoluto –denegó el demonio–. ¿Qué clase de infierno sería
si se permitieran consolaciones? Todo cuanto uno obtiene en la Tierra por pacto
con el diablo, como en su caso (o el mío), es punto por punto lo mismo que se habría
logrado sin tal pacto, de haber trabajado con laboriosidad y plena confianza en…
arriba. Eso es lo que transforma tales convenios en algo tan auténticamente demoniaco.
Y el demonio rio con una especie de regocijado aullido.
Wellby exclamó lleno de indignación:
–¿Quiere decir que mi mujer hubiera vuelto a mí aunque no
hubiera firmado el contrato?
–Cabe en lo posible –respondió Shapur–. Todo cuanto sucede
es por voluntad de… arriba. Ni siquiera nosotros podemos cambiar eso.
El pesar de aquel momento debió e agudizar los sentidos de
Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando la habitación vacía, excepto
por la presencia de un sorprendido demonio. Y la sorpresa de éste se tomó furia
cuando reparó en el contrato con Wellby que había estado sosteniendo en su mano
hasta aquel momento para la acción final, en un sentido o en otro.
Diez años (día por día, claro) después de que Isidore Wellby
hubiera firmado su pacto con Shapur, el demonio penetró en su despacho y le dijo
con el mayor enojo:
–¡Mire aquí…!
Wellby alzó la vista de su trabajo, asombrado.
–¿Quién es usted?
–Sabe demasiado bien quién soy.
Y miró al hombre con ojos duros y penetrantes.
–En absoluto –respondió Wellby.
–Creo que dice la verdad, pero le refrescaré la memoria.
Y así lo hizo en el acto, detallando los acontecimientos de
los últimos diez años.
–¡Ah, sí! –dijo Wellby–. Puedo explicarlo, desde luego, ¿pero
está seguro de que no seremos interrumpidos?
–No, no lo seremos –respondió ceñudo el demonio.
–Bueno, pues me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce
y…
–No me interesa eso. Lo que quiero es saber…
–¡Por favor! Déjeme que lo cuente a mi modo.
El demonio contrajo las mandíbulas y exhaló tal cantidad de
bióxido sulfúrico que Wellby tosió y adoptó una expresión de sufrimiento.
–Si quisiera apartarse un poco… –rogó–. Gracias… Así, pues,
me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y recuerdo que usted me exponía la
ausencia de toda solución de continuidad en las cuatro paredes, el piso y el techo.
Y se me ocurrió preguntarme por qué especificaba eso. ¿Qué más había, aparte de
las paredes, el piso y el techo? Definía usted un espacio tridimensional, completamente
circunscrito. Y eso era, en efecto. Tridimensional. La habitación no estaba incluida
en la cuarta dimensión. No existía de forma indefinida en el pasado. Dijo que la
había creado para mí. Pensé entonces que, si uno se trasladaba al pasado, llegaría
a un punto en el tiempo, en el que no existía la cámara y, por lo tanto, se hallaría
fuera de la misma. Más aún, usted había dicho que podía moverme en cualquier dimensión,
y el tiempo se considera sin la menor duda una dimensión. En todo caso, tan pronto
como decidí moverme hacia el pasado, me retrotraje a tremenda velocidad, y de repente
el bronce desapareció.
Shapur clamó acongojado.
–Ya me lo imagino. No podría haber escapado de otra manera.
Es ese contrato suyo lo que me preocupa. No se ha convertido en una vulgar alma
condenada. De acuerdo, eso forma parte del juego. Pero al menos debe ser uno de
los nuestros, un ejecutivo. Para eso se le pagó. Si no lo entrego abajo, me veré
en un enorme lío.
Wellby se encogió de hombros.
–Lo siento por usted, desde luego, pero no puedo ayudarlo.
Debió haber creado la cámara de bronce inmediatamente después de que yo estampara
mi firma en el documento. Como no fue así, al salir de ella me encontré justo en
el momento en que establecíamos nuestro convenio. Allí estaba usted de nuevo y allí
estaba yo. Usted empujando el contrato hacia mí, y una pluma con la que me había
de pinchar el dedo. Sin duda, al retroceder en el tiempo, el futuro se borró de
mi recuerdo, pero no del todo al parecer. Al tenderme usted el contrato, me sentí
inquieto. No recordé el futuro, pero me sentí inquieto. Por lo tanto, no firmé.
Le devolví el contrato en blanco.
Shapur rechinó los dientes.
–Debí darme cuenta. Si las reglas de la probabilidad afectaran
a los demonios, debiera haberme desplazado con usted a este nuevo mundo supuesto.
Tal como han sucedido las cosas, todo cuanto me queda por decir es que ha perdido
los diez años felices que le abonamos. Es un consuelo. Y ya le atraparemos al final.
Otro consuelo.
–¿Ah, sí? –replicó Wellby–. ¿De modo que hay consolaciones
en el infierno? A través de los diez años que he vivido realmente, ignoré lo que
acaso hubiera obtenido. Pero ahora que me trae usted a la memoria el recuerdo de
“los diez años que pudieron haber sido”, recuerdo también que en la cámara de bronce
me dijo que los convenios demoniacos no daban nada que no se obtuviera mediante
la laboriosidad y la confianza en… arriba. He sido laborioso y he confiado.
Los ojos de Wellby se posaron sobre la fotografía de su bella
esposa y los cuatro hermosos hijos. Luego, paseó la vista por el lujoso despacho,
decorado con el mejor gusto.
–Puedo muy bien escapar por completo al infierno. También
el decidir esto se halla fuera de su poder –añadió.
Y el demonio, lanzando un horrible chillido, se desvaneció
para siempre.
(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos. Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)
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