Mostrando entradas con la etiqueta Miguel de Unamuno (España). Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Miguel de Unamuno (España). Mostrar todas las entradas

jueves, 14 de agosto de 2025

Cruce de caminos

Miguel de Unamuno

 

Entre dos filas de árboles, la carretera piérdese en el cielo, sestea un pueblecillo junto a un charco, en que el sol cabrillea, y una alondra, señera, trepidando en el azul sereno, dice la vida mientras todo calla. El caminante va por donde dicen las sombras de los álamos; a trechos para y mira, y sigue luego.

Deja que oree el viento su cabeza blanca de penas y años, y anega sus recuerdos dolorosos en la paz que le envuelve.

De pronto, el corazón le da rebato, y se detiene temblando cual si fuese ante el misterioso final de su existencia. A sus pies, sobre el suelo, al pie de un álamo y al borde del camino, una niña dormía un sueño sosegado y dulce. Lloró un momento el caminante, luego se arrodilló, después sentose, y sin quitar sus ojos de los ojos cerrados de la niña, le veló el sueño. Y él soñaba entretanto.

Soñaba en otra niña como aquella, que fue su raíz de vida, y que al morir una mañana dulce de primavera le dejó solo en el hogar, lanzándole a errar por los caminos, desarraigado.

De pronto abrió los ojos hacia el cielo la que dormía, los volvió al caminante, y cual quien habla con un viejo conocido, le preguntó: “¿Y mi abuelo?” Y el caminante respondió: “¿Y mi nieta?” Miráronse a los ojos, y la niña le contó que, al morírsele su abuelo, con quien vivía sola –en soledad de compañía solos–, partió al azar de casa, buscando… no sabía qué…: más soledad acaso.

–Iremos juntos; tú a buscar a tu abuelo; yo, a mi nieta –le dijo el caminante.

–¡Es que mi abuelo se murió! –dijo la niña.

–Volverán a la vida y al camino –contestó el viejo.

–Entonces… ¿vamos?

–¡Vamos, sí, hacia adelante, hacia levante!

–No, que así llegaremos a mi pueblo y no quiero volver, que allí estoy sola. Allí sé el sitio en que mi abuelo duerme. Es mejor al poniente, todo derecho.

–¿El camino que traje? –exclamó el vejo–. ¿Volverme dices? ¿Desandar lo andado? ¿Volver a mis recuerdos? ¿Cara al ocaso? ¡No, eso nunca! ¡No, eso sí que no, antes morirnos!

–¡Pues entonces… por aquí, entre las flores, por los prados, por donde no hay camino!

Dejando así la carretera fueron campo traviesa, entre floridos campos –magarzas, clavelinas, amapolas–, adonde Dios quisiera.

Y ella, mientras chupaba un chupamieles con sus labios de rosa, le iba contando de su abuelo cómo en las largas veladas invernizas le hablaba de otros mundos, del Paraíso, de aquel diluvio de Noé, de Cristo…

–¿Y cómo era tu abuelo?

–Casi era como tú, algo más alto…; pero no mucho, no te creas… viejo… y sabía canciones.

Calláronse los dos, siguió un silencio y lo rompió el anciano dando a la brisa que iba entre las flores este cantar:

Los caminos de la vida,
van del ayer al mañana,
más los del cielo, mi vida,
van al ayer del mañana.

Y al oírle, la niña dio a los cielos como una alondra, esta fresca canción de primavera:

Pajarcito, pajarcito,
¿de dónde vienes?

El tu nido, pajarcito,
¿ya no le tienes?

Si estás solo, pajarcito,
¿cómo es que cantas?
¿A quién buscas, pajarcito,
cuando te levantas?

–Así era como tú, algo más chica –dijo llorando el viejo–; así era como tú… como estas flores…

–¡Cuéntame de ella, pues, cuéntame de ella!

Y empezó el viejo a repasar su vida, a rezar sus recuerdos, y la niña a su vez a ensimismárselos, a hacerlos propios.

“Otra vez…” –empezaba él, y ella, cortándole, decía: “¡Lo recuerdo!”

–¿Que lo recuerdas, niña?

–Sí, sí todo eso me parece cual si fuera algo que me pasó, como si hubiese vivido yo otra vida.

–¡Tal vez! –dijo el anciano pensativo.

–Allí hay un pueblo: ¡mira!

Y el caminante vio en una loma humo de hogares. Luego, al llegar a su espinazo, al fondo, un pueblecillo agazapado en rolde de una pobre espadaña, cuyos dos huecos con sus dos chilejas, cual dos pupilas, parecían mirar al infinito. En el ejido, un zagalejo rubio cuidaba de unos bueyes que bebían en una charca, que, cual si fuese un desgarrón de tierra, mostraba el cielo soterraño, y en este otros dos bueyes –dos bueyes celestiales– que venían a contemplar sus sombras pasajeras o darles nueva vida acaso.

–Zagal, ¿aquí hay donde hacer noche, dime? –preguntó el viejo.

–¡Ni a posta! –dijo el mozo–. Esa casa de ahí está vacía; sus dueños emigraron, hoy sirve nada más que de guarida para alimañas. Pan, vino y fuego aquí nunca se niega al que viene de paso en busca de su vida.

–¡Dios os lo pagará, zagal, en la otra!

Durmiéronse arrimados y soñaron, el viejo, en el abuelo de la niña, y ella, en la nietecita que perdiera el pobre caminante. Al despertar miráronse a los ojos, y como en una charca sosegada que nos descubre el cielo soterraño, vieron allí, en el fondo, sus sendos sueños.

–Puesto que hay que vivir, si nos quedáramos en esta casa… ¡La pobre está tan sola! –dijo el viejo.

–Sí, sí: la pobre casa… ¡Mira, abuelo, que el pueblo es tan bonito! Ayer, el campanario de la iglesia nos miraba muy fijo, como yendo a decir…

En este punto sonaron las chilejas. “Padre nuestro que estás en los cielos…” Y la niña siguió: “¡Hágase tu voluntá así en la tierra como en el cielo!” Rezaron a una voz. Y salieron de casa, y les dijeron: “Vosotros, ¿qué sabéis hacer?, ¡veamos!” El viejo hacía cestas, componía mil cosas estropeadas; sus manos eran ágiles; industrioso su ingenio.

Sentábanse al arrimo de la lumbre: la niña hacía el fuego, y cuidando de la olla le ayudaba. Y hablaban de los suyos, de la otra vida y de aquel otro abuelo. Y era cual si las almas de los otros, también desarraigadas, errantes por las sendas de los cielos, bajasen al arrimo de la lumbre del nuevo hogar. Y les miraban silenciosas, y eran cuatro y no dos. O más bien eran dos, mas dos parejas. Y así vivían doble vida: la una, vida del cielo, vida de recuerdos, y la otra, de esperanzas de la tierra.

Íbanse por las tardes a la loma, y de espaldas al pueblo veían sobre el cielo destacarse, allá en las lejanías, unos álamos que dicen el camino de la vida. Volvíanse cantando.

Y así pasaba el tiempo hasta que un día –unos años más tarde– oyó otro canto junto a casa el viejo.

–Dime, ¿quién canta esa canción, María?

–Acaso el ruiseñor de la alameda…

–¡No, que es cantar de mozo!

Ella bajó los ojos.

–Ese canto, María, es un reclamo. Te llama a ti al camino y a mí a morir. ¡Dios os bendiga, niña!

–¡Abuelito! ¡Abuelito! –y le abrazaba, cubríale de besos, le miraba a los ojos cual buscándose.

–¡No, no, que aquella se murió, María! ¡También yo muero!

–No quiero, abuelo, que te mueras; vivirás con nosotros…

–¿Con vosotros me dices? ¿Tu abuelo? Tu abuelo, niña, se murió. ¡Soy otro!

–¡No, no; tú eres mi abuelo! ¿No te acuerdas cuando yo, al despertar sola y contarte cómo escape de casa, me dijiste: volverán a la vida y al camino? ¡Y volvieron!

–Volvieron al camino, sí, hija mía, y a él nos llama esa canción del mozo. ¡Tú con él, mi María; yo… con ella!

–¡Con ella, no! ¡Conmigo!

–¡Sí, contigo! Pero… ¡con la otra!

–¡Ay, mi abuelo, mi abuelo!

–¡Allí te aguardo! ¡Dios os bendiga, pues por ti he vivido!

Muriose aquella tarde el pobre anciano, el caminante que alargó sus días; la niña, con los dedos que cogían flores del campo –magarzas, clavelinas, amapolas– le cerró ambos los ojos, guardadores de ensueño de otro mundo; besole en ellos, lloró rezó, soñó, hasta que oyendo la canción del camino se fue a quien le llamaba.

Y el viejo fue a la tierra: a beber bajo de ella sus recuerdos.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

martes, 18 de febrero de 2025

Al correr los años

Miguel de Unamuno

 

Eheu fugaces, Poetume, Postume,
labuntur anni…
Horacio, Odas II, 14

 

El lugar común de la filosofía moral y de la lírica que con más insistencia aparece es el de cómo se va el tiempo, de cómo se hunden los años en la eternidad de lo pasado.

Todos los hombres descubren a cierta edad que se van haciendo viejos, así como descubrimos todos cada año –¡oh portento de observación!– que empiezan a alargarse los días al entrar en una estación de él, y que al entrar en la opuesta, seis meses después, empiezan a acortarse.

Esto de cómo se va el tiempo sin remedio y de cómo en su andar lo deforma y transforma todo, es meditación para los días todos del año; pero parece que los hombres hemos consagrado a ella en especial el último de él y el primero del año siguiente, o cómo se viene el tiempo. Y se viene como se va, sin sentirlo. Y basta de perogrulladas.

¿Somos los mismos de hace dos, ocho, veinte años?

Venga el cuento.

 

***

Juan y Juana se casaron después de largo noviazgo, que les permitió conocerse, y más bien que conocerse, hacerse el uno al otro. Conocerse no, porque dos novios, lo que no se conocen en ocho días no se conocen tampoco en ocho años, y el tiempo no hace sino echarles sobre los ojos un velo –el denso velo del cariño– para que no se descubran mutuamente los defectos, o, más bien, se los conviertan a los encantados ojos en virtudes.

Juan y Juana se casaron después de un largo noviazgo, y fue como continuación de éste su matrimonio.

La pasión se les quemó como mirra en los transportes de la luna de miel, y les quedó lo que entre las cenizas de la pasión queda, y vale mucho más que ella: la ternura. Y la ternura en forma de sentimiento de la convivencia.

Siempre tardan los esposos en hacerse dos en una carne, como el Cristo dijo (Marcos X, 8). Mas cuando llegan a esto, coronación de la ternura de convivencia, la carne de la mujer no enciende la carne del hombre, aunque ésta de suyo se encienda; pero también, si cortan entonces la carne de ella, duélele a él como si la propia carne le cortasen. Y éste es el colmo de la convivencia, de vivir dos en uno y de una misma vida. Hasta el amor, el puro amor, acaba casi por desaparecer. Amar a la mujer propia se convierte en amarse a sí mismo, en amor propio, y esto está fuera de precepto, pues si se nos dijo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”; es por suponer que cada uno, sin precepto, a sí mismo se ama.

Llegaron pronto Juan y Juana a la ternura de convivencia, para la que su largo noviciado al matrimonio les preparara. Y a las veces, por entre la tibieza de la ternura asomaban llamaradas del calor de la pasión.

Y así corrían los días.

Corrían, y Juan se amohinaba e impacientaba en sí al no observar señales del fruto esperado. ¿Sería él menos hombre que otros hombres a quienes por tan poco hombres tuviera? Y no os sorprenda esta consideración de Juan, porque en su tierra, donde corre sangre semítica, hay un sentimiento demasiado carnal de la virilidad. Y secretamente, sin decírselo el uno al otro, Juan y Juana sentían cada uno cierto recelo hacia el otro, a quien culpaban de la presunta frustración de la esperanza matrimonial.

Por fin, un día Juana le dijo algo al oído a Juan –aunque estaban solos y muy lejos de toda otra persona; pero es que en casos tales se juega al secreteo– y el abrazo de Juan a Juana fue el más apretado y el más caluroso de cuantos abrazos hasta entonces le había dado. Por fin, la convivencia triunfaba hasta en la carne, trayendo a ella una nueva vida.

Y vino el primer hijo, la novedad, el milagro. A Juan le parecía casi imposible que aquello, salido de su mujer, viviese, y más de una noche, al volver a casa, inclinó su oído sobre la cabecita del niño, que en su cama dormía, para oír si respiraba. Y se pasaba largos ratos con el libro abierto delante, mirando a Juana cómo daba la leche de su pecho a Juanito.

Y corrieron dos años, y vino otro hijo, que fue hija –pero, señor, cuando se habla de masculinos y femeninos, ¿por qué se ha de aplicar a ambos aquel género y no éste?–, y se llamó Juanita, y ya no le pareció a Juan, su padre, tan milagroso, aunque tan doloroso le tembló al darlo a luz a Juana, su madre.

Y corrieron años, y vino otro, y luego otro, y más después otro, y Juan y Juana se fueron cargando de hijos. Y Juan sólo sabía el día del natalicio del primero, y en cuanto a los demás, ni siquiera hacia qué mes habían nacido. Pero Juana, su madre, como los contaba por dolores, podía situarlos en el tiempo. Poique siempre guardamos en la memoria mucho mejor las fechas de los dolores y desgracias que no las de los placeres y venturas. Los hitos de la vida son dolorosos más que placenteros.

Y en este correr de años y venir de hijos, Juana se había convertido, de una doncella fresca y esbelta, en una matrona otoñal cargada de carnes, acaso en exceso. Sus líneas se habían deformado en grande; la flor de la juventud se le había ajado. Era todavía hermosa, pero no era bonita ya. Y su hermosura era ya más para el corazón que para los ojos. Era una hermosura de recuerdos, no ya de esperanzas.

Y Juana fue notando que a su hombre Juan se le iba modificando el carácter según los años sobre él pasaban, y hasta la ternura de la convivencia se le iba entibiando. Cada vez eran más raras aquellas llamaradas de pasión que en los primeros años de hogar estallaban de cuando en cuando de entre los rescoldos de la ternura. Ya no quedaba sino ternura.

Y la ternura pura se confunde a las veces casi con el agradecimiento y hasta confina con la piedad. Ya a Juana los besos de Juan, su hombre, le parecían más que besos a su mujer, besos a la madre de sus hijos, besos empapados de gratitud por habérselos dado tan hermosos y buenos; besos empapados acaso de piedad por sentirla declinar en la vida. Y no hay amor verdadero y hondo, como era el amor de Juana a Juan, que se satisfaga con agradecimiento ni con piedad. El amor no quiere ser agradecido ni quiere ser comprendido. El amor quiere ser amado porque sí, y no por razón alguna, por noble que ésta sea.

Pero Juana tenía ojos y tenía espejo, por una parte, y tenía, por otra, a sus hijos. Y tenía, además, fe en su marido y respeto a él. Y tenía, sobre todo, la ternura, que todo lo allana.

Mas creyó notar preocupado y mustio a su Juan, y a la vez que mustio y preocupado, excitado. Parecía como si una nueva juventud le agitara la sangre en las venas. Era como si al empezar su otoño, un veranillo de San Martín hiciera brotar en él flores tardías que habría de helar el invierno.

Juan estaba, sí, mustio; Juan buscaba la soledad; Juan parecía pensar en cosas lejanas cuando su Juana le hablaba de cerca; Juan andaba distraído. Juana dio en observarle y en meditar, más con el corazón que con la cabeza, y acabó por descubrir lo que toda mujer acaba por descubrir siempre que fía la inquisición al corazón y no a la cabeza: descubrió que Juan andaba enamorado. No cabía duda alguna de ello.

Y redobló Juana de cariño y de ternura y abrazaba a su Juan como para defenderlo de una enemiga invisible, como para protegerlo de una mala tentación, de un pensamiento malo. Y Juan, medio adivinando el sentido de aquellos abrazos de renovada pasión, se dejaba querer y redoblaba ternura, agradecimiento y piedad, hasta lograr reavivar la casi extinguida llama de la pasión, que del todo es inextinguible. Y había entre Juan y Juana un secreto patente a ambos, un secreto en secreto confesado.

Y Juana empezó a acechar discretamente a su Juan buscando el objeto de la nueva pasión. Y no lo hallaba. ¿A quién, que no fuese ella, amaría Juan?

Hasta que un día, y cuando él y donde él, su Juan, menos lo sospechaba, lo sorprendió, sin que él se percatara de ello, besando un retrato. Y se retiró angustiada, pero resuelta a saber de quién era el retrato, Y fue desde aquel día una labor astuta, callada y paciente, siempre tras el misterioso retrato, guardándose la angustia, redoblando su pasión, de abrazos protectores.

¡Por fin! Por fin un día aquel hombre prevenido y cauto, aquel hombre tan astuto y tan sobre sí siempre dejó –¿sería adrede?–, dejó al descuido la cartera en que guardaba el retrato. Y Juana temblorosa, oyendo las llamadas de su propio corazón que le advertía, llena de curiosidad, de celos, de compasión, de miedo y de vergüenza, echó mano a la cartera. Allí, allí estaba el retrato; sí, era aquél, aquél, el mismo; lo recordaba bien. Ella no lo vio sino por el revés cuando su Juan lo besaba apasionado, pero aquel mismo revés, aquel mismo que estaba entonces viendo.

Se detuvo un momento, dejó la cartera, fue a la puerta, escuchó un rato y luego la cerró. Y agarró el retrato, le dio la vuelta y clavó en él los ojos.

Juana quedó atónita, pálida primero y encendida de rubor después; dos gruesas lágrimas rodaron de sus ojos al retrato, y luego las enjugó besándolo… Aquel retrato era un retrato de ella, de ella misma, sólo que…, ¡ay!, póstumo; ¡cuán fugaces corren los años! Era un retrato de ella cuando tenía veintitrés años, meses antes de casarse; era un retrato que Juana dio a su Juan cuando eran novios.

Y ante el retrato resurgió a sus ojos todo aquel pasado de pasión, cuando Juan no tenía una sola cana y era ella esbelta y fresca como un pimpollo.

¿Sintió Juana celos de sí misma? O mejor, ¿sintió la Juana de los cuarenta y cinco años celos de la Juana de los veintitrés, de su otra Juana? No, sino que sintió compasión de sí misma, y con ella, ternura, y con la ternura, cariño.

Y tomó el retrato y se lo guardó en el seno.

Cuando Juan se encontró sin el retrato en la cartera receló algo y se mostró inquieto.

Era una noche de invierno, y Juan y Juana, acostados ya los hijos, se encontraban solos junto al fuego del hogar; Juan leía un libro; Juana hacía labor. De pronto, Juana dijo a Juan:

–Oye, Juan, tengo algo que decirte.

–Di, Juana, lo que quieras.

Como los enamorados, gustaban de repetirse uno a otro el nombre.

–Tú, Juan, guardas un secreto.

–¿Yo? ¡No!

–Te digo que sí, Juan.

–Te digo que no, Juana.

–Te lo he sorprendido; así es que no me lo niegues, Juan.

–Pues si es así, descúbremelo.

Entonces Juana sacó el retrato, y alargándoselo a Juan, le dijo con lágrimas en la voz:

–Anda, toma y bésalo cuanto quieras, pero no a escondidas.

Juan se puso encarnado, y apenas repuesto de la emoción de sorpresa tomó el retrato, le echó al fuego y acercándose a Juana y tomándola en sus brazos y sentándola sobre sus rodillas, que le temblaban, le dio un largo y apretado beso en la boca, un beso en que de la plenitud de la ternura refloreció la pasión primera. Y sintiendo sobre sí el dulce peso de aquella fuente de vida, de donde habían para él brotado, con nueve hijos, más de veinte años de dicha reposada, le dijo:

–A él no, que es cosa muerta, y lo muerto, al fuego; a él no, sino a ti, a ti, mi Juana, mi vida; a ti, que estás viva y me has dado vida, a ti.

Y Juana, temblando de amor sobre las rodillas de su Juan, se sintió volver a los veintitrés años, a los años del retrato que ardía, calentándolos con su fuego.

Y la paz de la ternura sosegada volvió a reinar en el hogar de Juan y Juana.

 

jueves, 12 de diciembre de 2024

Al pie de una encina

Miguel de Unamuno

 

Era en un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombre de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer –en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol–, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? “¿Y quién sabe –se dijo mi hombre– si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?”. Y empezó a retiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.

Y ya no osó atentar contra ninguna de éstas. A una hormiga que empezó a molestarle se la quitó de encima, y la puso en el suelo, a que siguiera su ruta. “¡Pobrecilla! ¡Que viva!”, se dijo. Y se puso a pensar en eso de la hormiga y la cigarra. Y que si ésta canta, o mejor guitarrea, no lo hace en ociosidad, sino que guitarrea con los élitros, con las alas, mientras chupa la savia del olivo con su trompa clavada en él. “¡Admirable trovador! –se dijo–. Que toca y chupa a la vez. Soplar y sorber no puede ser, pero con cierta habilidad cabe mamar y tocar la guitarra a un mismo tiempo”.

Luego le dio en la cara un vilano, una de esas semillas volantes del cardo corredor. La pobre flor presa de la planta, y ésta presa por las raíces del suelo, no puede sino dejar caer la semilla, pero he aquí que ha sabido darle alas que la lleven, al hilo del viento, a desparramarse a lo lejos. La planta es sedentaria; la semilla, no. El vilano la lleva a extenderse por el suelo. Y olvidado mi hombre de los dos violeros y de la hormiga y de la cigarra se puso a leer en el libro de la naturaleza –el otro cerrado– cosas que había ya leído en libros de papel. Porque son éstos los que nos enseñan a deletrear en el otro. Y también el arte es naturaleza, que dijo Schiller.

Y empezaba a ganarle la modorra cuando le dio en la cara uno de esos filamentos –hilachos– volantes a que en francés se les llama fils de la Vierge –hilos de la Virgen, ¡poético nombre!– y en tierras castellanas, “babas de buey”. Que también es nombre poético, aunque a primera oída no lo parezca. Y que son hilos de araña –como las hebras de telaraña– en que el animalito, hilándose de sus entrañas, se lanza al aire en busca de nuevo asiento. (En mi obra La agonía del cristianismo he tratado, metafóricamente, de ello.)

Y mi hombre, aleccionado previamente por los libros, se puso a meditar –a fantasear mejor– sobre la araña y sobre su hilo de la Virgen, sobre su baba de buey. No había tejido tela para esperar en ella a que cayese presa alguna pobre mosca, sino que, navegante aérea, aeronauta errante, se había lanzado a caza en hilo de sus entrañas.

Y creyó sentir mi hombre la palpación de las entrañas de la araña en sus propias entrañas. ¿Pero es que en el zumbido del violero no iba también temblor de entrañas? ¿Y no había temblor de entrañas en las páginas del libro? Y recordó ese precioso dicho de las mujeres del pueblo campesino cuando dice alguna de su marido: “El mío es tan bueno que se le lleva con una baba de buey…”. Y aunque a las veces piense decirlo, en la baba salival del buey de arado y no en otra, dice, aun sin saberlo, que al hombre bueno se le lleva con hilo de las entrañas.

Se acordó entonces de que una especie de romadizo que había padecido en un tiempo, una comezón en las fosas nasales, le dijeron –hombres de libros, ¡claro!– que provenía del polen de las flores de unos árboles. El temblor nupcial de aquellas flores le dio a él aquella molesta comezón. Y todo, violero, hormiga, cigarra, araña, flor, todo le enseñaba lo mismo. Arriba, en la encina, la candela, su recatada flor, empezaba a hacerse bellota. Y se acordó de que cómo con el corazón de la encina, con el rojizo rollo íntimo de su leño, casi como si dijéramos con su tuétano leñoso, hacen los charros dulzainas en que canta el corazón de la muerta encina.

Y con todo ello sintió mi hombre un profundo asco de aquella otra vida –la política– en que se había visto enredado, como una mosca en telaraña, y de las hormigas y las cigarras –que cantan y chupan a la vez– y de las babas de buey y de los violeros políticos. Recogió el libro cerrado; mas al recogerlo se cayó de él, de entre sus páginas, ¿la momia del viejo violero?, no, sino un recorte de periódico, que le servía de señal, y en que venía estampado un manifiesto electoral de partido.

Cogió el recorte, hizo un hoyo en la tierra, al pie de la encina, y lo enterró allí. “¡Bah! –se dijo–, si un día se hace una dulzaina del corazón de esta encina no cantará en ella ese manifiesto político electoral”. Y se fue. Se fue puesta la mira en otros tiempos y otros lugares que los de hoy y de aquí.

 

miércoles, 16 de octubre de 2024

Batracófilos y batracófobos

Miguel de Unamuno

 

Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña –nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna–, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos –no los sacudían ni aun mecían los vientos–, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobrehaz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.

–No hay como las ranas –decía– para acabar con los mosquitos. Estos ponen sus huevecillos en el agua estancada y en ésta nacen, crecen y se crían las larvas de los mosquitos. Y como las ranas se alimentan de esas larvas, acaban con los mosquitos. En otras partes mantienen camaleones a ese efecto. Y desengáñense ustedes, para combatir el paludismo, la malaria, mejor que plantar eucaliptos –¡como si se fuese a coger los mosquitos con liga!– es poblar las charcas y los estanques y los remansos de los ríos con ranas que se coman las larvas del anofele, mosquito portador de la malaria.

Y así es como se criaron ranas en el hermoso estanque del hermoso jardín del hermoso Casino de la hermosa ciudad de Ciamaña. Con gran encanto y regocijo de los poetas y sus similares. Porque los poetas casineros ciamañeses eran batracófilos, amantes de las ranas. No que les gustase comérselas, sino verlas estarse posadas a la orilla del estanque o sobre una boya flotante o saltar y oírlas croar. El más inspirado de esos poetas aseguraba que nunca componía mejor sus odas y elegías y madrigales que haciéndolo, de día, al pie de un olivo y al arrullo –así le llamaba él, arrullo– de los chirridos de las cigarras, y de noche, junto al estanque del Casino y al arrullo –arrullo también éste– de los croídos de las ranas. Como que compuso un libro titulado: Chirridos diurnos y croídos nocturnos. Lo de croído, de croar, como silbido y chirrido de silbar y chirriar, era palabra que él inventó. Y seguían al poeta todos los espíritus de la naturaleza soñadora y romántica. Los soñadores soñaban mejor oyendo croar a las ranas, y por eso eran batracófilos.

Pero frente a los soñadores estaban los dormidores, los que querían dormir y no soñar, los espíritus prácticos, y a éstos les molestaba el croar de las ranas mucho más que el zumbar de los mosquitos y aun las picaduras de éstos. Y como eran espíritus científicos no se dejaban convencer, a falta de suficiente prueba estadística y comparativa, de que las ranas acabasen con los mosquitos. Que si éstos faltaban desde que había ranas podía ser otra causa intercurrente. Así es que los dormidores o espíritus científicos se declararon batracófobos. Había además los ajedrecistas a quienes las ranas molestaban más que los mosquitos, al revés de los lectores, a quienes éstos molestaban más que aquéllas. Los ajedrecistas eran, pues, batracófobos y los lectores batracófilos.

–Además –exclamaba don Restituto, caudillo de los batracófobos–, el croar de la rana es un ruido ordinario, campesino, rústico, impropio y hasta indigno de una ciudad. Y de una ciudad como Ciamaña. ¡Que nos moleste y no nos deje dormir el ruido de los tranvías eléctricos o el del ferrocarril, pase! ¡Pero el de las ranas!… ¡Es un ruido rural, rural!, ¡y no civil! ¡La rana es un animal rústico!

–¡Un animal elegantísimo! –gritaba don Erminio, el poeta de los croídos–. Los dibujantes japoneses, que no son ranas, le han tomado no pocas veces de modelo. Y aquí tiene usted a don Ceferino, que a pesar de ser un hombre de ciencia, tiene un cubo con ranas en el balcón de su alcoba.

–Las tengo como barómetro –dijo don Ceferino para sincerarse–. Como me dedico a la meteorología, las tengo con una escalenta que sale del agua y así me pronostican el tiempo.

–¡Sí es así… pase! –dijo don Restituto–, pero…

Cada día se tramaban disputas de éstas entre batracófilos y batracófobos. Y las disputas degeneraron en vías de hecho. Los batracófobos perseguían a las ranas y los batracófilos se ponían a defenderlas. Una vez que aquéllos persiguieron a una rana por el jardín le dieron caza y luego muerte, los otros, los batracófilos, que eran los más, la hicieron embalsamar y la colocaron como trofeo en el salón de sesiones. En cuanto entrada ya la noche empezaban las ranas a croar, gritaban los unos: ¡que se callen!, y los otros; ¡que canten! Y alguna vez vinieron unos y otros a las manos.

Y había los que sin importárseles un comino de la discordia se dedicaban a enzarzarlos. Uno de ellos imitaba a maravilla el croído de la rana y se complacía en lanzarlo en toda ocasión. Los batracófilos se dedicaron a aprender a croar.

Las sesiones de las juntas generales eran frecuentes y tumultuosas, versando siempre sobre el problema batrácico. Algunas veces acabaron a los gritos de: “¡Viva la ciencia! ¡Abajo el arte!”, de un lado, y “¡Viva el arte! ¡Abajo la ciencia!”, del otro. Pues se llegó, ¡oh ironía de la lógica de las pasiones!, a identificar la batracofilia con el sentido artístico y la batracofobia con el científico y a hacerlos incompatibles uno con otro.

En una de las sesiones se levantó, por fin, un ecléctico, un conciliador, y dijo:

–Señores socios; todo puede conciliarse. La rana tiene un valor científico. Sirve para experiencias de fisiología. Traigamos microscopios y otros aparatos técnicos y déjesenos sacrificar un número de ranas a la ciencia a cambio de que las otras croen libremente.

–¡Jamás, jamás, jamás! –exclamó don Erminio el poeta–. ¡Rebajar las ranas a servir de elemento de investigaciones! ¡Como si fuesen cochinos conejillos de Indias!… ¡Jamás! ¿Ranas experimentales? ¡Nunca! Antes consentiríamos en matarlas para comernos sus ancas.

–Es decir –dijo don Restituto con ironía–, ¿que las ranas puede uno comerlas pero no dedicarlas a que colaboren en la ciencia?

–Sí –replicó el otro–, ¡es más noble ser comido que no servir de anima vilis para la investigación científica! Prefiero que me hagan picadillo y me engullan unos caníbales a no caer en manos de antropólogos que me hagan cisco para estudiarme. ¡Abajo la ciencia!

–¡Abajo la ciencia! –gritaron los batracófilos. Y algunos de ellos se pusieron a imitar el croído.

Las elecciones de junta directiva solían ser reñidísimas. Había, como es natural, la candidatura batracófila y la batracófoba y una de conciliación, amén de no pocas combinaciones entre ellas. Unos y otros se dedicaban a buscar socios por toda la ciudad, a reclutarlos. Y acabó toda Ciamaña por dividirse en dos grandes bandos. Y cada uno tuvo sus dos órganos en la prensa, uno serio y otro satírico. Los dos serios se llamaban El batracio y El antibatracio y los satíricos La rana y El mosquito. Cuando un grupo de batracófilos se encontraba con uno de batracófobos imitaba el croído diciendo: ¡ero, ero, ero! y éstos le contestaban imitando el zumbar del mosquito con un ¡iii! Y se venían a las manos. Cada batracófilo tenía en el balcón de su casa un cubo con ranas. Los otros, en cambio, más sesudos, no criaban en las suyas mosquitos.

Llegó, por fin, aquella histórica sesión de la junta general en que se resolvió la discordia. Duraba ya tres horas y don Erminio, el poeta de los croídos de una parte, y don Restituto, el científico de las estadísticas de la otra, no cejaban en sus respectivos campos.

–Antes que sin ranas prefiero que desaparezca el estanque –exclamó por fin el poeta–. ¡O con ranas o nada!

Y no hubo quien se escandalizase de esta terrible perspectiva de la desaparición del estanque, orgullo del jardín que era el orgullo del Casino, orgullo de Ciamaña. A tal punto de exasperación habían llegado los ánimos.

–Y yo –afirmó don Restituto resueltamente– prefiero que desaparezca el estanque a no verlo con ranas. ¡O sin ranas o nada!

Y entonces don Sócrates, el filósofo –acaso se dedicó a la filosofía para honrar su nombre–, que hasta entonces se había mantenido neutral, se levantó y dijo así:

–Ha llegado la hora, señores socios, de que intervenga la filosofía, que sintetiza el arte y la ciencia. Estamos ya de acuerdo todos, batracófilos, batracófabos y neutrales. ¡O con ranas o nada!, han dicho los unos; ¡o sin ranas o nada!, han replicado los otros. Y estos dos dilemas tienen, señores, un término común. Ese término común es: ¡nada! Estamos todos de acuerdo en la nada dilemática. Es el triunfo de la dialéctica. ¡Suprimamos, pues, el estanque! –y se sentó.

–¡A suprimirlo! –gritaron los unos.

–¡A suprimirlo! –contestaron los otros a gritos.

Así es cómo se quitó del hermoso jardín del hermoso Casino de la hermosa ciudad de Ciamaña el estanque que lo hermoseaba.

Pero desde entonces andan los casineros cimañenses tristes y cariacontecidos; la vida parece haber huido del Casino; su jardín es un cementerio de recuerdos; todos suspiran por los tiempos heroicos de las luchas entre batracófilos y batracófobos. Ahora es cuando de veras les molestan los mosquitos y eso que no hay ya estanque. Pero volverán a ponerlo, ¡alabado sea Dios! Y volverán las luchas batrácicas.

 

miércoles, 5 de junio de 2024

Don Bernardino y doña Etelvina

Miguel de Unamuno

 

Era don Bernardino, aunque soltero, un eminente sociólogo, ya con lo cual queda dicho todo cuanto esencial respecto a él se puede decir. Mas dentro de la sociología la especialidad de nuestro soltero era el feminismo, y es claro, merced a ello, no tenía partido alguno entre las muchachas casaderas. Huían todas de aquel hombre que no iba sino a hablarles de sus derechos. Está visto que un feminista no sirve para conquistador porque cuando una mujer le oye a un hombre hablarle de la emancipación femenina, se dice al punto: “¡Aquí hay trampa!, ¿para qué querrá éste emanciparnos?

Así es que el pobre don Bernardino, a pesar de su sociología –presunta fuente de resignación–, se desesperaba; mas sin perder su fe en la mujer, o más bien en el feminismo. Y lo que más le dolía era ni poder lograr siquiera que las muchachas le llamasen Bernardino a secas. ¡No, había de ser don!, suponíale el don la sociología, ciencia grave si las hay. Era autor de varias obras de varia doctrina y en el membrete de los pliegos de papel para sus cartas hizo grabar esto:

Bernardino Bernárdez,
abogado y sociólogo
autor de “La emancipación de la mujer”.

Lo sustantífico del membrete estaba en la conjunción y: no “abogado sociólogo” o “sociólogo abogado” –o si se quiere “abogado sociológico” o “sociológico abogadesco”–, sino abogado y sociólogo. Y en pliegos con ese tan bien estudiado membrete escribía sus declaraciones amorosas, invitando a alguna doncella, sobre todo si era rica heredera, a que se desemancipara haciéndose de él. Pero el pobrecito no lograba que le hiciesen caso aquellas a quienes se dirigía con tan honestos fines sociológicos, como no fuese para hacerle blanco de sus burlas. “Tan pésima educación le hemos dado –se decía– que la mujer es, como el niño, un ser esencialmente burlón”. Cierto es que puso en él ojos de codicia una joven feminista, y por lo tanto socióloga, pero resultó ser ella, la pobrecita, pobre, fea y tonta. Y no era bastante la comunión de ideales para unirlos en más estrecho nudo, según don Bernardino creía. Aparte de que el sociólogo prefería para mujer propia una no feminista, a la que tuviere que convertir a su doctrina, pues así no se les acabarían tan pronto los motivos de conversación y hasta de discordia conyugales, tan necesaria esta segunda para preparar dulces reconciliaciones en el matrimonio.

Y era lo más triste que con estos desengaños y desventuras corría grave riesgo la fe de don Bernardino en la futura emancipación de la mujer. Aquel desdén que las muchachas casaderas le dedicaban habría bastado para quebrantar las convicciones feministas de otro que no fuese don Bernardino. Pero él sabía bien que la emancipación de la mujer hay que hacerla contra las preocupaciones de las mujeres mismas y que todo redentor ha de salir crucificado por aquellos mismos a quienes acude a redimir. “Además –se decía sociológicamente don Bernardino– la mujer es ingrata, pero no por naturaleza, sino por arte, en vicio de la detestable educación que le ha impreso nuestra cultura masculina, y hay que desavezarla de esa ingratitud. ¡Y acaso la soltería sea el principio de mi labor rescatadora!”.

Mas he aquí que empezó a servirle de consuelo y de distracción a nuestro sociólogo feminista, en medio de las amarguras de su apostolado, el conocimiento de los escritos de una singular dama futurista, doña Etelvina López. La cual defendía ardientemente el masculinismo, tronando contra la mujer, cuya inferioridad le parecía evidente. Contra la mujer ordinaria y común, de tipo medio, por supuesto, que en cuanto a ella misma no le cabía duda de estar fuera de la órbita de su propio sexo. “Soy mujer por equivocación –solía decir– y reniego de serlo”.

Don Bernardino empezó escandalizándose de las doctrinas de la futurista y masculinista doña Etelvina, pero acabó sospechando que hubiese un último consorcio oculto entre el feminismo masculino y el masculinismo femenino, y creyó adivinar bajo las invectivas de aquella escritora contra su propio sexo el dejo de una amargura melliza de aquella otra que celaban sus propias defensas de la igualdad, si es que no superioridad, del ingrato sexo femenino sobre el masculino. Y por su parte doña Etelvina, la masculinista, admiraba a don Bernardino, cuyas doctrinas rebatía de continuo, citando, entre ardorosos encomios, pasajes de las obras de nuestro desconsolado soltero. “Mi eminente adversario”: es como solía llamarle. “Si el sexo fuera yo –solía decir doña Etelvina–, si todas las demás mujeres fuesen como yo, la mujer que por equivocación soy, acaso las generosas y nobles aunque equivocadas doctrinas de don Bernardino estuviesen en su punto de verdad, pero siendo como son, por desgracia y hado, en el mujerío lo único acertado es mi masculinismo, las mujeres no merecen emancipación”.

Y se puso a escribir doña Etelvina un libro titulado La emancipación del hombre –contraprueba de otro de don Bernardino titulado La emancipación de la mujer–, en el que sostenía la dama futurista y masculinista que el hombre no se emanciparía mientras no se sacudiera de las cadenas de su culto a la mujer. “Si las demás mujeres quieren ser ídolos –decía en su libro– buena pro les haga. El hombre convierte los arados en ídolos en vez de hacer de los ídolos arados. Yo quiero ser arado y que no se me rinda culto, sino que se me maneje para arar bien la tierra común”.

Cuando don Bernardino leyó la obra de doña Etelvina sintió que una súbita lumbre le alumbraba los senos más recónditos de su conciencia feminista. Empezaron discutiéndose uno a otro las doctrinas en medio de grandes elogios recíprocos, siguieron entablando una larga y tirada correspondencia epistolar mutua, cambiáronse luego los retratos, se dedicaron uno a otro sendas obras y al cabo acordaron tener una entrevista personal cuerpo a cuerpo. A todo lo cual él frisaba en los cincuenta y en los cuarenta ella, y sin esperanza alguna de rejuvenecimiento.

Celebraron la entrevista, pero no nació de ella, contra lo que acaso deseaban y aun esperaban, sentimiento otro que el de un mayor respeto mutuo a sus sendos y contrapuestos ideales sociológicos. Salió don Bernardino admirando aun más el saber y la audacia intelectual de la masculinista doña Etelvina y salió ésta más asombrada aun de la ciencia sociológica del gran feminista, pero ni uno ni otro sintieron otra más honda inclinación, de esas en que toma la carne perecedera su parte. Acaso al ir a entrevistarse mantuvieron el presentimiento de que aquello acabaría en matrimonio, pero luego sintiéronse muy fríos a tal respecto.

Mas como quiera que los discípulos y discípulas, admiradores y admiradoras de uno y de otra, y con ellas sus adversarios y adversarias, despreciadores y despreciadoras, contaran como cosa segura que aquella entrevista que pronto se hizo pública acabaría en boda, encontráronse ambos sociólogos, macho y hembra, en singularísima situación frente a la conciencia pública. ¿Cómo resolver, pues, este conflicto que sin duda lo era? Mediante un matrimonio intelectual, castísimo y purísimo, y muy fecundo a la vez para la sociología, mediante una colaboración en una obra común, que aparecería bajo el nombre de ambos, y en que se trataría de hacer la síntesis de las opuestas doctrinas, del feminismo masculino de don Bernardino y el masculinismo femenino de doña Etelvina, pues habían descubierto que había una región sublime, sexual, en que ambos ideales se reducían a uno solo.

Llegó la colaboración a ser tan estrecha y a exigir una tal convivencia entre ellos que acordaron irse a vivir juntos, mas sin casarse y manteniéndose carnalmente apartado el uno del otro, conservando doña Etelvina, masculinista, su inmaculada virginidad corporal, pero conviviendo ambos para poder colaborar y consumar mejor, mediante diarios coloquios, sus respectivos esfuerzos mentales. Fue, pues, una especie de boda de ideales, un matrimonio intelectual entre el feminismo masculino que don Bernardino profesaba y el masculinismo femenino profesado por doña Etelvina, ayudando al espiritual conyugio la misma aparente oposición de las respectivas doctrinas que trataban de fundir en una síntesis superior.

El gentío intelectual murmuraba de aquélla, a su malicia, sospechosa convivencia, pero don Bernardino como doña Etelvina ponían sus corazones muy por encima del fango de la maledicencia intelectualística y sabían afrontar impávidos el qué dirán. No sin que éste influyese, como gran galeoto en ellos, pero muy de otra manera que lo hubiesen sospechado. Porque el caso fue que tanto el uno como la otra empezaron, por virtud de aquella convivencia, a sentirse desasosegados y como si a él le hiciese falta mujer y a ella hombre, pero, por otra parte, repeliéndose mutuamente. El común trabajo intelectual yacía abandonado y como en barbecho, pasándoseles días y hasta semanas y meses en que no ponían en él atención ni hablaban de él siquiera. Las ausencias del hogar común, del hogar intelectual, eran cada vez más frecuentes y largas. Y a la par se iba cumpliendo, no la obra de síntesis, sino la de disolución de sus respectivos ideales, pues cada vez se sentía menos feminista don Bernardino y menos masculinista doña Etelvina. Reconocía ya ésta que la idolatría del hombre por la mujer tiene su fundamento y que no es tan molesto el papel de ídolo como antaño le pareciera, y reconocía don Bernardino que la mujer no es tan ingrata como él supusiera y que no hace falta emanciparla, pues ya se da ella maña para dominar al hombre, su dominador.

Algo extraño, muy extraño, ocurría en el hogar intelectual de aquel extraño conyugio. Hasta que un día, no supieron ni el uno ni la otra cómo, pero ello fue que llegaron a una confesión mutua. Y resultó que ambos estaban seriamente comprometidos, pero no el uno con la otra, ni ésta con él. Los dos habían buscado sus sendos complementos afectivos, y aun algo más que afectivos, fuera de la colaboración intelectual. Se abrieron mutuamente los corazones, se hizo cada uno de ellos confidente del otro, y se consolaron mutuamente.

–¿Y ahora qué hacemos, Etelvina? –le dijo don Bernardino–. ¿Separarnos e ir cada cual a vivir con quien el providente Azar le ha deparado?

–No, de ninguna manera, Bernardino; ¡eso no es posible; eso daría que hablar! Todo menos eso.

–¿Pues entonces, mujer?

–Hombre, te diré. La solución no puede ser más que una y es que nuestros respectivos complementos se sacrifiquen a esta nuestra unión intelectual, que por lo que he oído decir de tu compañera de azar y por lo que yo sé de mi aleatorio compañero no les será difícil, y que aparezcamos a los ojos del maligno gentío intelectual como una pareja perfecta. La solución es que nos casemos como quien lo hace a posteriori y como por consagración y que aparezca lo que venga como hijo común nuestro.

–¡Es una ingeniosa solución sociológica! –exclamó el exfeminista.

Y así fue que pocos días después se enteraban las gentes de que don Bernardino y doña Etelvina habían formalizado sociológicamente, esto es, por contrato y sacramento, su unión. “Si no podía ser de otra manera”, se decían.

Algún tiempo después, a los tres o cuatro meses, se supo que doña Etelvina había dado a luz dos robustos gemelos, niño y niña. ¡Tenía que ser así –decían los humoristas–, es la síntesis en que trabajan!”. Pero lo curioso fue que el niño y la niña no se parecían en nada, según los que lograron verlos. Y no faltó quien añadiese que allí había algún misterio y que la nodriza que tomaron para uno de ellos, para el niño, se arrogaba demasiadas atribuciones en la casa. Y decíase que andaba por la casa un grandísimo bausán, acaso el novio de la nodriza, que también se movía por ella como si estuviese en propio terreno. Pero nunca se llegó a sospechar la verdad y como en la casa hubo dos alumbramientos en un mismo día, y casi a la misma hora, ni el género de extraña mellicidad de aquellos dos pobrecitos inocentes. Los cuales aparecieron como hermanos y como tales fueron educados.

Creemos que huelga decir que la obra de la síntesis entre el feminismo de don Bernardino y el masculinismo de doña Etelvina quedó en eterno barbecho, y que la nodriza del niño y el bausán aquel acabaron por casarse e instalándose en el hogar del matrimonio intelectual lo explotaron de lo lindo.

–¡Extraña combinación! –solía decir doña Etelvina.

–¡Di más bien concuaternación! –le agregaba don Bernardino.