Edith Wharton
Dos días de traqueteo por endiabladas rutas en un
cochecillo voluntarioso pero renqueante y otros dos a lomos de una montura
alquilada de temperamento poco sociable habían llevado al joven Medford, de la
Escuela Estadunidense de Arqueología de Atenas, a cuestionarse el motivo por el
que su excéntrico amigo inglés, Henry Almodham, habría elegido vivir en el
desierto.
Ahora lo comprendía.
Justo en ese momento se encontraba
apoyado sobre el pretil de la cornisa de la antigua edificación, entre
fortaleza cristiana y palacio árabe, que había sido el pretexto esgrimido por
Almodham. O uno de ellos. Abajo, en un patio interior y a medida que descendía
el sol, empezaba a levantarse un vientecillo que, con su repiqueteo como de
lluvia, se abría paso entre el palmeral llevando frescor a los peregrinos del
desierto. Una vieja higuera, enorme y exuberante, se contorsionaba sobre un
blanco aljibe, succionando vida de la que parecía ser la única fuente de
humedad entre aquellos muros. Más allá, a uno y otro lado, se extendía el
misterio de las arenas, doradas como promesas, lívidas como amenazas, según las
cubriera o descubriera el sol.
El joven Medford, cansado del viaje
desde la costa y abrumado por aquella primera e íntima impresión de la
omnipresencia del desierto, sintió un súbito estremecimiento y se apartó de la
baranda. Indudablemente era un refugio privilegiado para un erudito misógino.
Pero uno había de ser, por fuerza,
ambas cosas.
“Echemos un vistazo a la casa”, se
dijo Medford a sí mismo, como si le urgiera tomar contacto con algo realizado
por la mano del hombre para recuperar la sensación de seguridad.
La casa (ya lo había averiguado)
estaba vacía, a excepción de aquel criado solícito y cosmopolita que hablaba un
palimpsesto de cockney mezclado con lenguas mediterráneas y dialectos
del desierto… ¿Sería inglés, italiano o griego? Había también dos o tres
subalternos ataviados con burnus que, tras llevar el equipaje de Medford
hasta su habitación, dispensaron al entorno de sus subrepticias presencias. El
criado le informó que el señor Almodham había tenido que ausentarse. De un día
para otro un jefe local amigo suyo lo había llamado para visitar unas ruinas
inexploradas al sur. Había partido al amanecer, demasiado precipitadamente como
para escribirle una nota, aunque sí le hacía llegar un mensaje verbal de
disculpa y pesar. Quizá regresara a última hora de aquella misma noche o a la
mañana siguiente.
Por lo que sabía el joven Medford,
Almodham estaba siempre enfrascado en aquel tipo de exploraciones. Esas fueron
la razón de que se instalara en aquel remoto lugar, y su arriesgada apuesta ya
había obtenido la recompensa de unas interesantes ruinas de la primera era
cristiana.
Medford celebró que su amigo no se
hubiera ceñido al protocolo y, a decir verdad, se sintió bastante aliviado de
disponer de unas horas para sí mismo. El verano anterior había contraído
malaria y, aunque había llevado puesto su casco de automovilista, no descartaba
haber pillado una ligera insolación. Pero, pese a la intensa fatiga, se sentía
también profundamente feliz.
¡Y menudo lugar para reponer fuerzas
era aquél! ¡El silencio, la lejanía, el aire ilimitado…! En pleno corazón de lo
inhóspito, verde follaje, agua, comodidades (había entrevisto unos amplios
sillones de mimbre bajo las palmeras)… Una morada acogedora y hospitalaria. Sí,
empezaba a comprender a Almodham. Para cualquiera harto del febril ajetreo de
Occidente, los muros de aquel fortín en el desierto transpiraban paz.
Justo cuando había puesto el pie en
las escaleras (diseñadas como si fueran una escalera de mano) y se disponía a
bajar, Medford divisó la cabeza del criado, que en ese momento se alzaba hacia
él. Lo hizo con tal lentitud que Medford tuvo tiempo de comprobar que era
cetrina y calva en la coronilla, dentada en diagonal por una cicatriz larga y
blanquecina y rodeada de toscos cabellos de color rubio ceniza. Hasta entonces
Medford sólo había reparado en el rostro del hombre (juvenil, aunque también
cetrino) en el que le había impactado descubrir una peculiar expresión que sólo
de manera precaria cabría definir como de perplejidad.
El criado, echándose a un lado, miró
hacia arriba, y Medford cayó en la cuenta de que su permanente aire de asombro
se debía al hecho de que sus ojos azul intenso estaban mucho más abiertos de lo
habitual, ribeteados además por densas pestañas rubio ceniza.
Aparte de eso, no había ninguna otra
cosa destacable en él.
–Iba a preguntar… Esto… ¿qué vino le
sirvo para la cena, señor? ¿Champán o…?
–Nada de vino, gracias.
Los disciplinados labios del hombre
dibujaron un remoto amago de desprecio o de ironía. O ambas cosas.
–¿De ningún tipo, señor?
Medford le sonrió a su vez:
–No, de verdad. He estado algo indispuesto
y me han prohibido el vino.
El criado no parecía querer darse
por vencido.
–¿Y un poco de Moselle ligero para
siquiera colorear el agua, señor?
–No, nada de vino, de ninguna clase
–respondió Medford empezando a exasperarse. Todavía se hallaba en esa fase de
la convalecencia en la que a uno le irrita que lo contradigan en asuntos de
dieta–. Oh, a propósito, ¿cómo se llama usted? –añadió para suavizar un poco la
aspereza de su negativa.
–Gosling –respondió el otro para
sorpresa de Medford, si bien éste no habría sabido decir cómo había esperado
que se llamara.
–¿Es usted inglés, entonces?
–Oh, sí, señor.
–Pero lleva bastantes años por estas
tierras, ¿no?
–Sí –respondió Gosling. Demasiado
tiempo para su gusto. Añadió que había nacido en Malta–. Pero conozco bien
Inglaterra –de nuevo la mirada de desprecio–.
Confieso, señor, que me habría
gustado ver Wembley. El señor Almodham me lo prometió en su momento, pero
luego… –como deseoso de mitigar el abandono en el que había incurrido con
semejante confidencia, le pidió a continuación las llaves de su habitación y,
en el mismo tono ceremonioso, le preguntó a qué hora le gustaría cenar. Tras
haber recibido respuesta, todavía se mostraba remiso a marcharse. Parecía más
perplejo que nunca.
–Entonces, ¿sólo agua mineral,
señor?
–Oh, sí, cualquiera que tengan.
–¿Una botella de Perrier, por
ejemplo?
¡Perrier en pleno desierto! Medford
sonrió afirmativamente, entregó sus llaves sin rechistar y prosiguió su paseo.
La casa, o al menos la zona
habitable de ésta, resultó ser más pequeña de lo que había imaginado al
principio. Y es que, sobre ella, se levantaba una portentosa dilapidación de
muros de piedra amarilla entre cuyas intersecciones se erigían estancias de escayola,
unas encima de otras, semiderruidas pese a las vigas de cedro y las
contraventanas color carmesí. De entre aquel maremagno de mampostería y estuco,
cristiano y musulmán, el reciente inquilino había escogido una serie de
habitaciones agrupadas en un ala de la antigua fortaleza. Dichas habitaciones
daban al patio principal, el mismo en el que susurraban las palmeras y la
higuera se retorcía sobre el aljibe. Sobre el resquebrajado suelo de mármol
blanco había un juego de sillas y una mesa baja, así como unos cuantos geranios
y unas campanillas azules que se habían avenido a crecer entre las losas.
Un chico con falda blanca y mirada
atenta estaba regando las plantas, pero se desvaneció como una nube de vapor al
aproximarse Medford.
Y algo había de vaporoso e
insustancial en el ambiente. Incluso la amplia habitación porticada con acceso
al patio, decorada con cojines tipo alforja, divanes de piel de gacela y toscas
alfombras indígenas, incluso la mesa sobre la que se apilaban viejos Times
y ultramodernas revistas inglesas y francesas… Bajo el aire claro y burlón todo
parecía el espejismo de un caminante del desierto.
Una hamaca bajo la higuera invitó a
Medford a dormitar. Cuando despertó, la tensa cúpula azul que había sobre su
cabeza estaba constelada de estrellas y la brisa nocturna cuchicheaba con las
palmeras.
Descanso, belleza, paz. ¡Sabio
Almodham!
¡Sabio Almodham! Tras haber
concluido (con resultados un tanto decepcionantes) las excavaciones que la
sociedad arqueológica le había encomendado hacía veinticinco años, su amigo
había decidido quedarse, había tomado posesión de aquella fortificación de los
Cruzados y había mudado sus intereses de las ruinas antiguas a las medievales.
Pero Medford sospechaba que incluso estas investigaciones más recientes las
llevaba a cabo de manera esporádica, siempre y cuando su ánimo no se viera
excesivamente lastrado por el hechizo de su solaz.
El joven estadunidense había
conocido a Henry Almodham en Luxor el invierno anterior. Ambos habían cenado en
casa del coronel Swordsley, en una fragante terraza sobre el Nilo encendida de
estrellas y, habiendo despertado Medford cierto interés en el arqueólogo, éste
lo había instado a visitarlo en el desierto el año siguiente.
Habían pasado juntos esa única
noche, con el viejo Swordsley pestañeando con sus párpados ensoñadores y en
compañía también de dos o tres encantadoras damas del Palacio de Invierno que
no pararon de conversar y de proferir exclamaciones sobre una y otra cosa.
En el camino de regreso a Luxor,
cabalgando bajo la luz de la luna, Medford creyó haber desentrañado las líneas
esenciales del carácter de Henry Almodham. Talante saturnino pero sentimental,
crónica indolencia alternada con brotes de actividad asombrosamente lúcida,
corrosiva inseguridad aliviada por una secreta autoestima y ansia de soledad
combinada con la incapacidad para soportarla durante demasiado tiempo.
Medford sospechaba que había algo
más: un toque de reconfortante romanticismo Victoriano derivado del entorno, de
lo remoto e inaccesible de su retiro, del hecho de ser conocido como ese Henry
Almodham (“el que vive en el castillo de los Cruzados, ya sabes”) y del gradual
encierro en una pose adquirida en la juventud y dentro de la cual se había ido
agarrotando a medida que le sobrevenía la madurez. Sí, intuía algo profundo y
oscuro, aunque el joven no habría sabido precisar qué. Quizá fuese simplemente
que aquel singular estilo de vida había acabado por curar alguna vieja herida,
alguna mortificación del pasado, algo que años atrás le hubiera tocado en una
parte vital de su ser dejándolo en cierto modo dañado. Especialmente en los
ademanes dubitativos de Almodham, en el aspecto soñador de su rostro, largo,
bronceado y armónico, con su copete de pelo gris, detectaba Medford cierta
inercia mental y moral que habría fomentado (y de la que a su vez le habría
exonerado) la vida en aquel castillo novelesco.
“Una vez aquí, ¡qué sencillo resulta
quedarse!”, pensó.
–La cena, señor –anunció Gosling.
La mesa estaba dispuesta bajo una
bóveda del salón. El atenuado resplandor de las velas se proyectaba como una
balsa rosácea en el atardecer. Cada vez que se exponía a la luz, el criado, con
chaqueta blanca y zapatos de terciopelo, parecía más eficaz y atónito que
nunca. Por otra parte, el menú… ¿Sería también maltés el cocinero? Gosling
detuvo momentáneamente su tarea, acompañó su asentimiento de una sonrisa y
empezó a escanciar Chablis en el vaso del invitado.
–No tomo vino –dijo Medford con
paciencia.
–Lo siento, señor. Pero lo cierto es
que…
–¿No dijo que había Perrier?
–Así es, señor, pero acabo de darme
cuenta de que no queda. Ha hecho un calor terrible y como el señor Almodham pasó
una larga temporada en casa se lo tomó todo. La nueva remesa no llegará hasta
la semana que viene. Dependemos para ello de las caravanas que marchan en
dirección al sur.
–No importa. Agua natural, entonces.
La prefiero.
El asombro de Gosling fue en aumento
hasta convertirse en ostensible estupor:
–¿Agua, señor? El agua de por aquí…
Medford se revolvió irritado:
–¿Qué pasa con el agua? Hiérvala,
¿de acuerdo? No voy a… –apartó el vaso de vino a medio llenar.
–Oh… ¿hervirla? Desde luego, señor –la
voz del hombre decayó hasta transformarse en un susurro. Depositó sobre la mesa
una sustanciosa mezcla de arroz y cordero y a continuación se esfumó.
Medford se reclinó en el respaldo de
la silla, abandonándose a la noche, al relente, a las rachas de viento entre
las palmeras.
La cena consistió en una suculenta
sucesión de platos. Justo cuando le servían el segundo y empezaba a sentir sed,
vio que le colocaban una jarra de agua junto al codo.
–Hervida, señor, y le he exprimido
un limón.
–Estupendo. Supongo que a finales de
verano el agua se vuelve por estas tierras un poco cenagosa, ¿no?
–Así es, señor. Pero encontrará esta
de su gusto, señor.
Medford la probó. Le supo mejor que
la Perrier. Apuró el vaso, se echó hacia atrás y rebuscó en su bolsillo. En un
instante apareció al alcance de su mano una bandeja con puros y cigarrillos.
–¿No… fuma usted, señor?
Por toda respuesta, Medford sostuvo
su cigarrillo ante los ojos del hombre:
–¿Cómo llama usted a esto?
–Oh, ya, claro. Me refería al otro
estilo –Gosling echó una discreta mirada a las pipas de opio de jade y ámbar
que había sobre la mesa auxiliar.
Medford declinó la invitación con
una sacudida de hombros y se quedó pensativo.
Tal vez fuera aquél el otro secreto
de Almodham… o uno de ellos. Porque empezaba a pensar que podría haber muchos,
y todos celosamente escondidos tras la vigilante frente de Gosling.
–¿Todavía no hay noticias de
Almodham?
Gosling estaba recogiendo los platos
con ademanes diestros. Por un momento pareció no haberlo oído. Pero luego,
desde el fulgor de las velas, dijo:
–¿Noticias, señor? Difícilmente
podría haberlas, ¿verdad? No hay telégrafo en el desierto, señor. No es como en
Londres –su tono respetuoso atemperaba la sutil ironía–. Pero para mañana por
la noche deberíamos tenerlo ya por aquí –Gosling se detuvo, se aproximó un
poco, pasó una de sus raudas manos por la mesa en busca de unas últimas migajas
y añadió vacilante–: seguramente podrá usted quedarse hasta entonces…
Medford se echó a reír. La noche era
un bálsamo, se colaba en su ánimo como si le diera alas. El tiempo se diluía,
lejos quedaban el estrés y las complicaciones.
–¿Quedarme? ¡Me quedaría un año si
hiciera falta!
–Oh… ¿un año? –repitió Gosling en
tono jocoso, antes de recoger los platos del postre y marcharse.
Medford dijo que esperaría a
Almodham durante un año, pero a la mañana siguiente cayó en la cuenta de que
tales términos arbitrarios habían perdido allí todo sentido. No existían
medidas de tiempo en semejante lugar.
La boba esfera de su reloj reducía a
la nada su letanía diaria. El rotar de los astros en torno a aquellos muros
ruinosos se limitaba a dejar constancia de las circunvoluciones de la Tierra y
los espasmódicos movimientos del hombre carecían de sentido.
El simple hecho de estar hambriento,
el aviso del reloj interno, se veía neutralizado por la irrelevancia de la
sensación en sí, relegada a un espasmo espectral fácilmente apaciguable con
algo de miel y frutos secos. La vida y la molicie, liviana y monótona, de lo
eterno.
Al declinar la tarde, Medford se
sacudió aquella rara sensación de ubicuidad y subió a la azotea. Se puso a
acechar a través del desierto la posible llegada de Almodham. Hacia el sur, las
montañas de alabastro figuraban un velo azulado suspendido contra la luz. Una
gran columna de fuego había prendido en el oeste, esparciéndose en nubecillas
plumosas que convirtieron el cielo en un surtidor de pétalos de rosa y en oro
las arenas extendidas a sus pies. Ningún punto lejano que sugiriera la llegada
de un jinete. Medford aguardó en vano la aparición del ausente anfitrión hasta
que cayera la noche y el puntual Gosling volvió a convocarlo a la mesa.
Durante la tarde, Medford se
entretuvo hojeando las vanguardistas revistas (de sólo tres meses de antigüedad
y ya rancias al tacto), luego las apartó a un lado, se tumbó en un diván y se
dispuso a soñar despierto. Almodham debía pasar mucho tiempo soñando,
seguramente. Y entonces, justo cuando su amigo empezara a sentirse presa del
sopor, partiría como una exhalación a surcar el desierto tras la aventura de
alguna ruina ignota. No era mala vida.
En ese momento Gosling apareció con
un café turco servido en una taza repujada con filigranas.
–¿Hay caballos en el establo?
–preguntó Medford de improviso.
–¿Caballos? Únicamente percherones,
señor. El señor Almodham se llevó consigo los dos mejores caballos de montar.
–Estaba pensando que podría salir a
caballo a buscarlo.
Gosling ponderó la cuestión.
–Claro, podría hacerlo, señor.
–¿Sabe qué ruta tomó?
–No exactamente, señor. Iba a guiarlos
el caíd del hombre que le dio aviso.
–¿Guiarlos? ¿Quiénes iban con él?
–Sólo uno de nuestros hombres,
señor. Ellos se llevaron los dos purasangres. Hay un tercero, pero es manso
–Gosling hizo un inciso–: ¿Conoce las veredas, señor? Discúlpeme, pero no creo
haberlo visto a usted por aquí con anterioridad.
–No –admitió Medford–. Nunca había
estado aquí.
–Oh, entonces… –el gesto de Gosling
resultó bastante explícito: “En tal caso ni siquiera el mejor purasangre le
sería de ayuda”.
–Supongo que todavía cabe la
posibilidad de que aparezca esta noche, ¿no?
–¡Oh, sin duda, señor! Confío en
verlos desayunando juntos aquí mañana –dijo Gosling en tono efusivo.
Medford dio un sorbo a su café.
–Dijo que nunca me había visto antes
por aquí. ¿Y usted? ¿Cuánto lleva aquí?
Gosling replicó al instante, como si
las cifras nunca permanecieran alejadas de su memoria durante mucho tiempo:
–Once años y siete meses en total,
señor.
–¡Casi doce años! Demasiado tiempo…
–Sí, mucho.
–Y supongo que no se ausenta usted
de aquí con mucha frecuencia.
Gosling, que se alejaba ya con la
bandeja, se paró en seco, se giró y respondió con impetuoso énfasis:
–No me he ausentado ni en una sola
ocasión. No desde que el señor Almodham me trajo aquí por primera vez.
–¡Dios bendito! ¿Ni unas vacaciones?
–Ni eso, señor.
–Pero el señor Almodham se marcha de
vez en cuando. Le conocí en Luxor el año pasado.
–Efectivamente, señor. Pero resulta
que cuando está aquí me necesita a su entera disposición y cuando no está me
necesita también para vigilar al resto. Así que ya ve usted…
–Sí, ya veo. Pero debe de estar
haciéndosele horriblemente largo…
–Se me hace largo, señor.
–Pero ¿y los demás? ¿Quiere decir
que no son plenamente fiables?
–Bueno, señor, es que son árabes
–dijo Gosling con desdeñosa indiferencia.
–Ya. ¿No hay entre ellos uno sólo
que lleve más tiempo al servicio del señor Almodham y que sea de fiar?
–Esa palabra no figura en su
vocabulario, señor.
Medford se entretuvo encendiendo un
puro. Cuando levantó la vista comprobó que Gosling todavía estaba a un metro de
distancia.
–Fue como si nunca me hubiera hecho
esa promesa, señor –dijo con un punto de exaltación.
–¿Promesa?
–La de darme vacaciones, señor. La
misma promesa… una y otra vez.
–¿Y nunca se presentó la ocasión?
–No, señor. Los días fueron pasando…
–Ah, en este lugar no es de
extrañar. No permanezca usted despierto por mí –añadió Medford–. Creo que voy a
esperar al señor Almodham.
Gosling abrió todavía más, si cabe,
los ojos:
–¿Aquí, señor? ¿En el patio?
El joven asintió y el criado
permaneció inmóvil unos instantes, mirándolo, transformado a la luz de la luna
en una espectral figura blanca, el inquieto fantasma de un paciente mayordomo
que pudo haber muerto sin haber gozado jamás de vacaciones.
–¿Toda la noche aquí abajo, en este
patio, señor? Es un lugar retirado. No lo oiría si me llamara para cualquier
cosa. Estaría mejor en la cama, señor. El aire es malo. Podría volver a darle
fiebre.
Medford se echó a reír y se
repantigó en su holgada silla. “Decididamente –pensó–, este tipo necesita un
cambio de aires”. Y en voz alta comentó:
–¡Oh, estoy bien! Es usted quien
parece nervioso, Gosling. En cuanto regrese el señor Almodham me propongo
hablarle en su favor. Obtendrá usted sus vacaciones.
Gosling continuó inmóvil. No
articuló sonido durante un minuto.
–¿Lo haría usted, señor? ¿Lo haría?
–dijo aquello de forma entrecortada, con un quiebro de voz, la última palabra
distorsionada por la risa… una especie de chirrido breve y estridente, la clase
de risa de quien lleva demasiado tiempo sin permitirse tales desahogos–.
Gracias, señor. Buenas noches, señor –y se fue.
–¿Hierve usted siempre el agua que
bebo? –preguntó Medford, agarrando el vaso sin llegar a levantarlo.
Lo dijo en tono cordial, casi
confidencial. Medford tenía la sensación de que su espontánea promesa de
conseguirle a Gosling unas vacaciones había establecido entre ambos una genuina
amistad.
–¿Hervirla? Siempre, señor. Faltaría
más –Gosling se expresó con un atisbo de reproche, como si la pregunta de
Medford supusiera un agravio (involuntario, cabía esperar) en el marco de la
relación que acababa de instaurarse entre ambos. Escrutó a Medford con sus ojos
desorbitados, en los que, más allá del velo de profesional indiferencia, se
entreveía una sincera preocupación.
–Porque, sabe usted, mi baño de esta
mañana…
En aquel preciso instante Gosling
estaba recibiendo un fragrante plato de cuscús de manos de un sigiloso árabe.
Por lo bajo le susurró al nativo:
–Tú, condenado aborigen, ¿es que ni
siquiera sirves para sostener un plato derecho? ¡Agh!
El nativo se esfumó tras aquellas
imprecaciones y Gosling, manteniendo el pulso deliberadamente bajo control,
colocó el plato ante Medford.
–Éstos son todos iguales. –Con un
gesto de fastidio retiró un resto de suciedad de la manga de su uniforme.
–Es que esta mañana mi baño olía
mal, ¿sabe usted? –dijo Medford.
–¿Su baño, señor? –Gosling recalcó
sus palabras. El asombro volvió a anegar aquellos ojos clavados en Medford,
hasta el punto de anular cualquier otro tipo de emoción–. Desde luego que no
iba yo a consentir que pasara una cosa así –dijo en tono de autocensura.
–Es el único aljibe que hay, ¿no?
¿El del patio?
Gosling emergió al fin de la honda
cavilación en la que le había sumido la queja del huésped.
–Sí, señor, sólo ése.
–¿De qué clase de aljibe se trata?
¿De dónde procede el agua?
–Oh, sólo es una cisterna, señor.
Agua de lluvia. Nunca ha habido ningún otro. Y, que yo sepa, siempre ha
funcionado sin problema. Pero en esta estación se vuelve un poco loco. Puede
preguntarle a cualquiera de esos árabes, señor. Pese a lo embusteros que son,
no se van a pringar molestándose en mentir sobre eso. Vaya que no.
Medford degustaba ahora con cautela
el agua de su vaso.
–Ésta parece estar bien –dictaminó.
La satisfacción se dibujó en el
semblante de Gosling.
–Yo mismo me ocupo de vigilar que se
hierva convenientemente, señor. Siempre lo hago. Espero que esa dichosa Perrier
llegue mañana, señor.
–¡Oh, mañana! –Medford se encogió de
hombros al tiempo que tomaba un segundo sorbo–. Puede que mañana no esté aquí
para bebería.
–¿Qué…? ¿Se marcha, señor?
Al girarse abruptamente, Medford
captó una expresión nueva e indescifrable en los ojos de Gosling. Le daba la
impresión de que el hombre le había cogido una especie de afecto perruno.
Medford incluso habría jurado que Gosling habría deseado retenerlo allí,
convencerlo de que fuera paciente y pospusiera su marcha. Y sin embargo, bien
pudiera ser también que fuera alivio lo que percibió en su mirada;
satisfacción, casi, en su voz.
–¿Tan pronto, señor?
–Bueno, llevo ya cinco días aquí. Y
puesto que todavía no hay noticias del señor Almodham y dice usted que incluso
es posible que se haya olvidado por completo de mi llegada…
–¡Oh!, no digo eso, señor. ¡Olvidado
no! Sólo que cuando todos esos montones de piedra se apoderan de él, se olvida
del tiempo, señor. Eso es lo que quiero decir. Los días pasan… está como en un
sueño. No le extrañe que crea que está usted todavía por llegar, señor –una
imperceptible sonrisita aligeró la incolora gravedad de los rasgos de Gosling.
Era la primera vez que Medford lo
veía sonreír.
–Oh, lo comprendo, pero aun así…
–Medford hizo una pausa. Su instinto de alerta trataba de combatir el marasmo
en que lo sumían la molicie de aquel lugar embriagador y sus reconfortantes
comodidades–. Es extraño…
–¿Qué es extraño? –repitió al
instante Gosling mientras colocaba dátiles e higos secos sobre la mesa.
–Todo –dijo Medford.
Se apoyó contra el respaldo de su
asiento y, a través del arco, contempló el alto cielo desde el cual caía el
mediodía en cascadas de azul y oro. Almodham estaba allá afuera, en algún lugar
bajo aquel toldo de fuego, tal vez abstraído en sus sueños, como había dicho el
criado. Verdaderamente, la tierra era un incesante sortilegio.
–¿Café, señor? –sugirió Gosling.
Medford aceptó.
–Me resulta raro que diga usted que
no confía en estos tipos… en estos árabes… y sin embargo no parece en absoluto
preocupado porque Almodham esté ahí fuera, Dios sabe dónde, sólo con todos
ellos.
Gosling ponderó el comentario sin
alterarse. Entendió a qué se refería Medford.
–Bueno, señor, no… Usted no lo
entendería. Es el tipo de cosas que no se puede enseñar, cuándo fiarse de esta
caterva y cuándo no. Según convenga a sus intereses, señor, y a su religión,
como la llaman ellos, vamos –su desprecio era ilimitado–. Pero incluso para
comprender un poco por qué no estoy preocupado por el señor Almodham, tendría
usted que haberse mezclao con esta chusma y entender el parloteo ese que
se traen entre ellos.
–Pero yo… –balbució Medford. Se
interrumpió bruscamente y se inclinó sobre su café.
–¿Sí, señor?
–Se puede decir que he viajado con
ellos, más o menos.
–Oh, viajar. –El tono de Gosling no
acertó a conciliar el respeto con la sorna que había despertado en él el alarde
de Medford.
–Con este llevo ya cinco días aquí
–insistió el otro como queriendo proseguir con su argumentación. El sol de
mediodía apretaba con fuerza incluso en la zona sombreada del patio y empezaban
a debilitarse los débiles resortes de su voluntad.
–Lo entiendo, señor. Un caballero
como usted con otros compromisos pendientes… Estará apurado de tiempo, por así
decirlo –convino Gosling en tono conciliador.
Despejó la mesa, trasladó su
contenido sobre un par de brazos árabes que tan pronto aparecieron como se
esfumaron, y finalmente él mismo se quitó de en medio mientras Medford se
dejaba caer en el diván. Tierra de sueños…
La tarde envolvía el ambiente como
un gran velarium de paño dorado cubriendo las almenas y cayendo en vaporosos
pliegues sobre las frondosas palmeras. Cuando, al cabo de un rato, lo dorado se
tornó violeta y el oeste semejaba un arco de cristal que abarcaba las arenas,
Medford se sacudió la modorra y anduvo un rato deambulando. Pero esta vez, en
lugar de subir a la azotea, tomó una dirección distinta.
Le asombró descubrir lo poco que
sabía de aquel lugar tras cinco días de merodeos y espera. Quizá fuese la
última noche que pasaría allí solo. Salió del patio a través de un abovedado
pasadizo de piedra que conducía a otro recinto amurallado. Al aproximarse él,
dos o tres árabes que habían estado agachados por los alrededores se
incorporaron y desaparecieron de la vista. Parecía que hubiesen sido engullidos
por la recia mampostería.
Un poco más allá de donde estaba,
oyó Medford ruido de cascos, la agitación de un establo al caer la noche.
Atravesó otra arcada y se encontró de repente entre caballos y mulas. Un árabe
estaba cepillando a uno de los caballos bajo la luz declinante, un ejemplar
joven, vigoroso y castaño. También aquel criado pareció a punto de evaporarse,
pero Medford le detuvo sujetándolo de la manga.
–Siga con su trabajo.
El hombre, joven y musculoso, de
enjuto rostro beduino, se detuvo y lo miró.
–No sabía que su excelencia hablara
nuestro idioma.
–¡Oh, sí! –dijo Medford.
El otro permaneció callado, con una
mano sobre el inquieto cuello del caballo y la otra embutida en su fajín de
lana. Él y Medford se escrutaron mutuamente bajo la exigua luz.
–¿Es éste el caballo manso?
–preguntó Medford.
–¿Manso? –Los ojos del árabe
recorrieron las patas del animal–. Bueno, sí… Es manso –respondió vagamente.
Medford se agachó y palpó las
rodillas y los espolones del animal.
–Parece bastante en forma. ¿No sería
posible dar un paseo con él esta noche si me apeteciera?
El árabe se tomó unos segundos para
reflexionar. Evidentemente, le había desconcertado la magnitud de la
responsabilidad sobrevenida con la pregunta.
–¿A su excelencia le gustaría montar
esta noche?
–Oh, no sé, es un antojo. Tal vez sí
o tal vez no. Medford encendió un cigarro y le ofreció otro al mozo cuya blanca
dentadura reflejó su evidente satisfacción. Al aproximarse los dos hombres para
compartir el fósforo pareció ceder un poco la timidez del árabe.
–¿Es ésta una de las monturas del
señor Almodham? –inquirió Medford.
–Sí, señor, es su favorita –dijo el
mozo, acariciando con orgullo el brillante hombro del caballo.
–¿Su favorita? ¿Y cómo es que no se
la llevó consigo en esta expedición tan larga?
El árabe guardó silencio y clavó la
vista en el suelo.
–¿No le pareció raro? –quiso saber
Medford.
Ambos continuaron sin decir palabra
mientras sobre ellos descendía rauda la noche azul. Al cabo de un rato,
preguntó Medford en tono casual:
–¿Dónde cree usted que está su amo
en este preciso instante?
La luna, oculta durante el radiante
declinar del día, se había adueñado de repente del mundo, y un profuso rayo
blanco caía de lleno sobre la igualmente blanca casaca del nativo, sobre su
rostro bronceado y sobre el turbante de pelo de camello coronado con un nudo en
la parte superior. Sus agitados globos oculares centelleaban como joyas.
–¡Si fuera voluntad de Alá que lo
supiésemos!
–Pero cree usted que está a salvo,
¿verdad? No le parece necesario enviar todavía una partida en su busca…
El árabe pareció meditar
cuidadosamente la cuestión. La pregunta debió cogerlo por sorpresa. Pasó un
brazo moreno por el cuello del animal y siguió escudriñando el empedrado del
patio.
–Cuando el señor Almodham está
fuera, el señor Gosling es nuestro amo.
–¿Y él no lo considera necesario?
–Todavía no –suspiró el árabe.
–Pero si el señor Almodham tarda
demasiado en regresar…
El hombre volvió a guardar silencio
y Medford prosiguió:
–Usted es el mozo principal,
imagino.
–Sí, excelencia.
Se produjo una nueva pausa. Medford
se volvía para marcharse cuando, por encima de su hombro, añadió:
–Supongo que sabe usted qué
dirección tomó el señor Almodham, que sabe dónde ha ido.
–¡Oh, desde luego, señor!
–En tal caso usted y yo saldremos a
caballo a buscarlo. Esté preparado una hora antes del amanecer. No le diga nada
a nadie… Ni al señor Gosling ni a nadie. Los dos deberíamos ser capaces de dar
con él sin ayuda.
Los ojos y los dientes del árabe
dieron muestras de aquiescencia.
–¡Oh, señor, estoy seguro de que
usted y mi amo se verán antes de mañana por la noche! Y nadie va a enterarse de
nada.
“Está tan preocupado por Almodham
como yo”, pensó Medford. Un leve escalofrío recorrió su espalda.
–De acuerdo, esté usted preparado
–repitió.
A su regreso encontró el patio
desierto, fantasmalmente habitado por palmeras aleadas de plata y por una
higuera de mármol blanco.
“Después de todo –se le ocurrió
pensar–, igual ha sido mejor no haberle dicho a Gosling que hablo árabe”.
Se sentó y esperó a que Gosling
llegara del salón para anunciar, pomposamente y por quinta vez, que la cena
estaba servida.
***
Presa de ese sobresalto que no se parece a ningún
otro, Medford se incorporó bruscamente en la cama. Había alguien en la
habitación. No lo constató mediante la vista o el oído (la luna se había
ocultado y el silencio de la noche era total) sino mediante esa sutil y
peculiar alteración de las corrientes invisibles que nos rodean.
Tardó un instante en estar
totalmente despierto, cogió su lámpara eléctrica y la proyectó sobre un par de
ojos espantados. Gosling estaba plantado al borde de su cama.
–El señor Almodham… ¿regresó?
–exclamó Medford.
–No, señor, no ha regresado.
–Gosling se expresaba en voz baja y controlada. Su extremo autodominio le
transmitió a Medford cierta sensación de peligro, aunque no hubiera podido
precisar por qué o de qué índole. Se sentó erguido, mirando al hombre con severidad.
–¿Qué pasa entonces?
–Bueno, señor, es que podría usted
haberme dicho que hablaba árabe… –el tono de Gosling era ahora penosamente
reprobador–… antes de tratar con ese tal Selim, haciéndole confidencias de
noche en medio del desierto.
Medford cogió sus cerillas y
encendió la vela que había junto a la cama. No sabía si echar a Gosling de la
habitación de un puntapié o escuchar lo que el hombre tenía que decir. Un
intempestivo brote de curiosidad le hizo decantarse por lo segundo.
–¡Menuda insensatez! Primero pensé
en encerrarlo a usted. Podría haberlo hecho… –Gosling se sacó una llave del
bolsillo y la sostuvo en alto–. O también podría haberlo dejado marchar. Habría
sido lo mejor. Pero, claro, estaba lo de Wembley.
–¿Wembley? –repitió Medford como un
eco. Empezaba a creer que el hombre se estaba volviendo loco. ¡No era de
extrañar en aquel lugar de postergaciones y ensalmos!
Se preguntó si Almodham no habría
enloquecido también un poco.
–Wembley. Me prometió usted que
convencería al señor Almodham para que me diera unas vacaciones… para poder
volver a Inglaterra a tiempo de visitar Wembley. Cada cual tiene sus caprichos,
¿no es verdad? Y el mío es ése, para que vea usted. Cansao está uno de
decírselo al señor Almodham. Nunca me ha escuchao o sólo daba a entender
que sí lo hacía y era que no lo hacía, qué va, se ponía a decirme que ya
veremos, Gosling, y que ya veremos. Y nunca más se habló de nada de eso, vaya
que no. Pero usted está hecho de otra pasta, señor. Usted lo dijo y sé que lo
dijo de veras… lo de mis vacaciones. Por eso voy a tener que encerrarlo ahora
mismito aquí dentro con llave.
Gosling se había expresado con
serenidad, pese al soterrado quiebro de emoción en su singular acento mitad
mediterráneo, mitad cockney.
–¿Encerrarme?
–Evitar de algún modo que se marche
usted con ese asesino. No creería usted en serio que habría vuelto con vida de
esa excursión a caballo, ¿verdad?
Al igual que la tarde anterior,
cuando se dijo a sí mismo que el criado árabe parecía compartir su inquietud
respecto a Almodham, un estremecimiento recorrió a Medford.
Soltó una nerviosa risa ligera.
–No sé de qué me está hablando. Pero
de ningún modo va usted a encerrarme.
El efecto de sus palabras fue
inesperado. El rostro de Gosling se contrajo en una mueca convulsa y dos
lágrimas afloraron a sus claras pestañas para luego rodar por sus mejillas.
–No confía usted en mí, después de
todo –dijo en tono lastimero.
Medford se reclinó sobre la almohada
y se quedó pensativo. Nunca antes le había ocurrido algo tan insólito. El tipo
parecía tan ridículo que incluso daba risa. Y a pesar de todo sus lágrimas no
eran fingidas. ¿Lloraría por Almodham, muerto ya, o por Medford, a punto de
compartir la misma tumba?
–Confiaría en usted de inmediato
–dijo Medford– si me dijera dónde está su amo.
El semblante de Gosling recuperó su
habitual expresión de cautela, pese a retener aún su rostro el brillante rastro
de sus lágrimas.
–No puedo hacerlo, señor.
–¡Vaya, eso me imaginaba!
–Porque… ¿cómo iba yo a saberlo?
Medford sacó una pierna de la cama,
dejando una mano sobre su revólver, bajo la manta.
–Bien, ya puede usted retirarse.
Deje primero esa llave en la mesa. Y no haga nada que interfiera en mis planes.
Si lo hace, le dispararé –añadió lacónicamente.
–¡Oh, no, usted no dispararía jamás
a un súbdito británico! Se montaría un escándalo. No es que me importe
demasiado… A menudo he pensao en pegarme un tiro yo mismo, no vaya usted
a creer que no. A veces, durante la estación del siroco. A mí eso no me asusta
un pelo, qué va. Pero, vaya, que le digo yo a usted que no se va a mover de
aquí.
Medford ya se había puesto en pie
con el revólver a la vista. Gosling lo observó sin inmutarse.
–¿Así que sabe dónde está el señor
Almodham y está decidido a que yo no lo averigüe? –le desafió Medford.
–Es Selim quien está decidido –dijo
Gosling–, así como los otros. Todos lo quieren a usted quitao de en
medio. Por eso los tengo encerraos en sus habitaciones y he estao
yo mismo echándole un ojo a usted todo el tiempo. Y ahora, ¿me hará usted el
favor de quedarse aquí? ¡Por el amor de Dios, señor! La caravana de regreso
sale para la costa pasao mañana. ¡Cójala usted, señor… es la única cosa
segura! Es que por nada del mundo le voy a dejar yo irse con ninguno de ésos,
aunque me jurase usted por lo más sagrao que se iba derechito a la
playa. Y lo otro, mejor vamos a dejarlo ya de una vez, anda.
–¿Lo otro? ¿Qué otro?
–La preocupación por el paradero del
señor Almodham, señor. No hay nada de qué preocuparse. Todos los hombres lo
saben. Pero la pura verdad es que en cuanto el amo se largó le trajinaron
dinero de la caja y si yo no hubiera hecho la vista gorda me habrían matao
sin pestañear siquiera. Lo que quiere toda esa canalla es que salga usted en
busca del otro para darle boleto y esconderlo bajo un montón de arena en algún
rincón de las rutas de la caravana. Una faena fácil. Hala, para que vea usted,
señor. Que le digo yo que así es como está aquí el patio.
Siguió un considerable silencio. Los
dos hombres se observaron largamente bajo el débil resplandor de la vela. El
cerebro de Medford se iba despejando a medida que se cernía sobre él la
sensación de peligro. Su mente buscó afanosamente desde todos los ángulos de
aquel hostigador enigma, pero parecía impenetrable desde cualquier acceso. Lo
extraño era que, si bien no creía ni la mitad de cuanto le había dicho Gosling,
el hombre continuaba inspirándole una rara sensación de confianza en lo que
concernía a la mutua relación entre ambos.
Medford dejó el revólver sobre la
mesa.
–Muy bien –dijo–. No saldré en busca
del señor Almodham, ya que me aconseja usted lo contrario. Pero tampoco voy a
marcharme con la caravana. Esperaré aquí hasta que mi amigo vuelva.
Vio a Gosling palidecer bajo su piel
cetrina.
–No haga usted eso. No respondo de
esa gentuza si se empeña en esperarlo. La caravana lo llevará a la costa pasao
mañana tan fácilmente como si fuera usted montao en Rotten Row.
–Vaya, ¿de modo que tiene la certeza
de que el señor Almodham no estará de regreso pasado mañana? –le pilló Medford.
–Yo no sé nada, señor.
–¿Ni siquiera dónde se encuentra él
ahora?
Gosling reflexionó unos instantes.
–Lleva demasiado tiempo fuera como
para saberlo –y sin añadir nada más, la puerta se cerró a sus espaldas.
A Medford ya no le fue posible
conciliar el sueño. Apoyado en su ventana vio marcharse a las estrellas y al
alba irrumpir en toda su beatitud. Con el resurgir de la vida dentro de
aquellos antiguos muros se admiró del contraste entre aquella fuente de pureza
que anegaba los cielos y los malignos secretos que anidaban cual vampiros en la
mampostería terrenal.
Ya no sabía qué ni a quién creer. ¿Y
si algún enemigo de Almodham lo hubiera atraído con engaños hasta el desierto
comprando la connivencia de la gente a su servicio?
¿Habrían tenido los criados sus
propios motivos para raptarlo y estaría Gosling en lo cierto al afirmar que el
mismo destino aguardaba a Medford?
A medida que se intensificaba la
luz, Medford sentía que retornaban sus fuerzas.
Incluso lo estimulaba lo
inextricable de todo aquel misterio. Se quedaría y descubriría la verdad.
Siempre era el propio Gosling quien
llevaba el agua para el baño de Medford, pero no lo hizo aquella mañana. Cuando
apareció fue sólo para traerle la bandeja del desayuno. Medford reparó en su
semblante inusualmente pálido y en los párpados enrojecidos como de haber
llorado. El contraste resultaba desagradable y en el interior del joven empezó
a gestarse cierta repulsión hacia Gosling.
–¿Y mi baño?
–Bueno, señor, es que como ayer se
quejó del agua…
–¿No puede usted hervirla?
–Lo he hecho, señor.
–Entonces…
Gosling salió de mala gana y regresó
con un jarro de cobre.
–Es esta época del año… Estamos que nos
morimos por un poco de lluvia –refunfuñó vaciando una mínima cantidad de agua en
el baño.
“Desde luego el aljibe debe estar en
las últimas”, pensó Medford. Incluso hervida, el agua desprendía el molesto olor
que había percibido el día anterior, aunque claramente atenuado. Pese a ello, en
aquel clima el baño constituía una necesidad de primer orden.
Pasó el día entregado a inútiles lucubraciones
sobre su situación. Había albergado la esperanza de que la mañana trajera consigo
sabiduría, pero sólo le trajo coraje y resolución, aptitudes ambas de escasa utilidad
si no van acompañadas de lucidez. De repente recordó que la caravana que se dirigía
al sur desde la costa pasaría aquella misma tarde junto a las inmediaciones del
castillo. Medford tenía mentalmente anotada la fecha, por ser aquélla la caravana
que debía traer la caja de agua Perrier.
“Bueno, no es que lo lamente, precisamente”,
pensó con un estremecimiento involuntario. Algo repulsivo y viscoso, mitad olor,
mitad sustancia, parecía habérsele quedado adherido a la piel desde que se bañara
por la mañana, y la idea de tener que beber de nuevo de aquella agua le resultaba
nauseabunda.
Pero la principal razón para alegrarse
de la llegada de la caravana era la esperanza de hallar en ella a algún europeo
o al menos a algún oficial nativo de la costa a quien poder confiarle su inquietud.
Vagabundeó por el lugar, escuchando y esperando, y finalmente subió a la azotea
a avizorar la ruta del norte. Pero bajo el halo del atardecer únicamente alcanzó
a distinguir a tres beduinos conduciendo unas atestadas mulas de carga en dirección
al castillo. A medida que éstos ascendían el empinado sendero logró reconocer a
algunos de los hombres de Almodham, deduciendo al instante que la ruta sur de la
caravana no pasaba exactamente junto a las murallas, sino que los hombres habían
salido a su encuentro, quizá en algún pequeño oasis al otro lado de las dunas. Mortificado
por la torpeza de no haber previsto dicha posibilidad, Medford bajó a toda prisa
al patio, confiando en que los hombres le trajeran noticias de Almodham.
Al llegar Medford al patio lo alcanzaron
voces airadas y respuestas igualmente exaltadas procedentes de las caballerizas.
Apoyado sobre la tapia se puso a escuchar.
Gosling, maestro de todos los dialectos
del desierto, imprecaba a sus subordinados en media docena de ellos.
–Que no lo han traío, vamos hombre…
y me dicen que no estaba el bulto allí, y yo les digo que sí estaba, cómo que no,
y que lo saben requetebién, lo que pasa es que lo han dejao tirao en alguna
duna mientras estaban de palique con los cantamañanas esos de la costa, o también
puede ser que lo hayan amarrao tan malamente al caballo que se ha soltao
por el camino… y, claro, como que estaban todos demasiado alelaos como para
darse cuenta. ¡Oh, hijos de malas madres que ni merecen que las miente uno! ¡Hala,
pues para allá que van a ir de vuelta a buscar lo que han perdío! Es lo que
hay.
–Por Alá y la tumba de su profeta, nos
tratas de manera imperdonable. No se quedó nada en el oasis ni tampoco se nos cayó
por el camino. No estaba allí y ésa es toda la verdad.
–¡Toda la verdad, toda la verdad! Miserable
pandilla de haraganes y embusteros, ustedes… Y el caballero invitado aquí que no
se echa a la boca otra cosa que no sea agua… ja, lo mismo que ustedes, ya lo creo,
que siempre están jurando no haber bebío más que agua… A otro con el cuento
ese, rufianes que son todos bebedores de licor.
Medford se apoyó sobre la tapia con una
sonrisa de alivio. ¡Sólo era una caja de Perrier (la caja que estaban esperando)
lo que había caldeado los ánimos de aquellos dos hombres adultos hasta tal punto
de furor! El anticlímax le quitó un gran peso del pecho. Si Gosling, tan mesurado
e inalterable, podía permitirse descargar su ira por una simple incidencia en el
funcionamiento del comisariado, ello significaba que no tenía la cabeza ocupada
en otras cosas. ¡Qué absurdas se antojaban las suspicacias de Medford a la luz de
aquel imprevisto doméstico!
Al instante se sintió conmovido por las
atenciones de Gosling e irritado consigo mismo por haberse dejado llevar por fantasiosos
delirios orientales.
Almodham estaba de viaje, ocupado en
sus asuntos. Probablemente sus hombres sabrían dónde le habían llevado y en qué
consistían tales asuntos. E incluso en caso de que le hubieran robado durante su
ausencia y de que se hubiesen peleado después unos con otros por los restos del
botín, Medford no veía qué podía hacer él. Por otra parte, cabía la posibilidad
de que su excéntrico anfitrión (a quien, después de todo, había tratado en el transcurso
de una única noche), arrepentido de una invitación hecha demasiado a la ligera,
se hubiera ausentado para escapar del fastidio de tener que atenderlo. En el mismo
momento de ocurrírsele, la alternativa le pareció a Medford tan posible que empezó
a preguntarse si no estaría Almodham recluido en alguna suite secreta de
aquella intrincada mansión a la espera de que su invitado se largara.
Aquella posibilidad explicaba claramente
el interés de Gosling en que se marchara el visitante… y justificaba tan bien la
actitud nerviosa y contradictoria del hombre que Medford, sonriendo ante su propia
ofuscación, resolvió marcharse a la mañana siguiente.
Apaciguado por la decisión tomada, se
demoró en el patio hasta la caída de la tarde y poco después subió a la azotea como
era su costumbre. Pero en aquella ocasión sus ojos, en lugar de abarcar el horizonte,
se centraron en el edificio compuesto de múltiples anexos del que tan poco sabía
al cabo de seis días de estancia allí. Los distintos niveles, aéreos, sobresaliendo
desde caprichosos ángulos, lo desconcertaban con sus ventanas de persianas echadas
o, eventualmente, con el enigma oculto en algún cristal pintado. ¿Detrás de qué
ventana estaría escondido su amigo, espiando quizá a su invitado en aquel preciso
instante?
La idea de que aquel hombre de carácter
mudable, de rostro moreno y alargado, con su copete de pelo cano, sus presumibles
egoísmo y tiranía y su pertinaz ensimismamiento pudiera estar realmente a un tiro
de piedra suscitó por primera vez en Medford una aguda sensación de soledad. Se
sintió excluido, no querido… Ahora que imaginaba que alguien podría estar viviendo
allí sin que él tuviera conocimiento de ello, todo el lugar se le antojó aislado,
inhóspito y sumamente peligroso.
“Mira que soy idiota… Probablemente Almodham
esperaba que hubiera recogido mis cosas y me hubiera ido en cuanto supiera que él
no estaba en casa”, cavilaba el joven. Sí, definitivamente se marcharía a la mañana
siguiente.
Gosling no se había dejado ver en toda
la tarde. Cuando al cabo de un rato y con cierto retraso llegó para poner la mesa,
traía una mirada de hosca reticencia, de hostilidad casi, que Medford no le había
visto anteriormente. Apenas se dignó responder al cordial “hola, ¿está ya la cena?”
del joven, y una vez que Medford se hubo sentado le puso el primer plato delante
sin decir palabra. El vaso de Medford permaneció vacío hasta que él se vio obligado
a señalar el borde con los dedos.
–Oh, no hay nada para beber, señor. Los
hombres perdieron la caja de Perrier… o la dejaron caer e hicieron añicos las botellas.
Ellos dicen que nunca llegaron. ¡Cómo va uno a saber la verdad si ésos no abren
sus labios blasfemos como no sea para contar embustes! –estalló Gosling con inusitada
violencia.
Soltó el plato que sostenía y Medford
comprobó que no había tenido más remedio que hacerlo porque su cuerpo entero temblaba
como si tuviera fiebre.
–¡Hombre de Dios! ¿Qué importancia tiene
eso? Va usted a enfermar –exclamó Medford poniendo una mano sobre el brazo del criado.
Pero el otro mascullando “Oh, válgame Dios, si hubiera ido yo mismo en lugar de
esos liantes”, se soltó bruscamente y abandonó la habitación.
Medford se sentó sumido en especulaciones.
Realmente el pobre Gosling parecía a punto de tener una crisis nerviosa. Nada extraño,
por otra parte, cuando a él mismo le había afectado tan profundamente lo siniestro
de aquel lugar. Tras un breve intervalo reapareció Gosling (comedido y sin despegar
los labios) para traer el postre y una botella de vino blanco.
–Discúlpeme, señor.
Para tranquilizarlo, Medford probó el
vino y seguidamente apartó la silla y salió de nuevo al patio. Marchaba en dirección
a la higuera junto al aljibe cuando Gosling, adelantándosele casi al vuelo, trasladó
su silla y la mesita auxiliar hasta el extremo opuesto del patio.
–Estará usted mejor aquí… Se levantará
algo de aire en breve –dijo–. Iré a por su café.
Desapareció de nuevo y Medford se sentó
alzando la vista hacia la mole de cemento y escayola, preguntándose si no le habrían
desplazado de su rincón favorito para apartarlo (¿o situarlo?) en el ángulo de visión
del observador invisible. Una vez le hubo traído el café, Gosling se marchó y Medford
permaneció allí sentado.
Al cabo de un rato se levantó y comenzó
a pasear arriba y abajo mientras fumaba.
Medford regresó luego a su silla, pero
tan pronto se sentó, creyó sentir la mirada del furtivo observador clavada en la
brasa rojiza de su cigarro. La sensación se tornó crecientemente incómoda: casi
podía notar los largos y fantasmales brazos de Almodham alcanzándolo desde allá
arriba, desde algún punto inconcreto de la oscuridad. Regresó al salón, donde colgaba
del techo una lámpara que despedía luz tenue, pero, como apenas había aire dentro
de la habitación, volvió a salir arrastrando la silla hasta su lugar habitual bajo
la higuera. Allí tenía la sensación de poder esquivar el acecho de las ventanas
que tanto le había inquietado hacía un momento y se sintió más a gusto, pese a que
la brisa no llegaba tan directa hasta aquella esquina y a que el denso aire parecía
impregnado de las emanaciones del aljibe adyacente.
“El agua debe de estar muy baja”, pensó
Medford. Pese a no ser penetrante, el olor no dejaba de ser desagradable. Y se quedó
dormido.
Cuando despertó, el disco anaranjado
de la luna se cernía pesadamente sobre los muros aligerando un poco la oscuridad
del patio. Debía haber dormido durante una hora o más. La noche era deliciosa, o
lo habría sido en cualquier lugar distinto de aquél.
Medford sintió un repelús como secuela
de sus pasadas fiebres y recordó que Gosling le había advertido que el patio no
era un lugar saludable de noche.
“Será por el aljibe, supongo. Me he sentado
demasiado cerca”, concluyó. Le dolía la cabeza y, tal como le había sucedido tras
el baño, tuvo la sensación de que el repulsivo olor dulzón se le quedaba adherido
a la cara. Se levantó y se aproximó al aljibe para comprobar cuánta agua quedaba
en él. Pero la luna no estaba aún lo bastante alta como para iluminar aquellas simas
y únicamente acertó a escrutar la oscuridad.
De repente sintió que le agarraban por
los hombros a sus espaldas y que se los presionaban con fuerza hacia delante, como
si alguien pretendiera empujarlo desde el borde. Un segundo después, casi coincidiendo
con su propia resistencia refleja, el empujón se convirtió en violento tirón hacia
atrás y Medford volteó para quedar cara a cara con Gosling, cuyas manos soltaron
enseguida sus hombros.
–Creí que le había vuelto la fiebre,
señor… me pareció que estaba a punto de caerse… –farfulló Gosling cuando recuperó
sus facultades.
–Nos ha debido pasar a ambos algo parecido
porque yo tuve la impresión de que era usted el que estaba a punto de empujarme
a mí –dijo con una carcajada.
–¿Yo, señor? –jadeó Gosling–. Si he tirao
de usted para atrás con todas mis fuerzas…
–Claro, claro, ya lo sé.
Gosling guardó silencio y al cabo de
unos segundos preguntó:
–¿No se va usted a dormir, señor?
–No –dijo Medford–. Prefiero quedarme
aquí.
El semblante de Gosling adoptó una expresión
de iracunda terquedad.
–Bueno, pero yo preferiría que no lo
hiciera, señor.
Medford rio de nuevo:
–¿Por qué? ¿Porque es la hora en la que
sale el señor Almodham a tomar el aire?
El efecto de aquella pregunta fue inesperado.
Gosling retrocedió un par de pasos y se llevó las manos a los labios presionándolos
como si quisiera reprimir un lamento.
–¡Venga! Reconozca usted que está aquí
y acabemos con esto –exclamó Medford.
–¿Aquí? ¿Qué quiere decir con “aquí”?
No será que lo ha visto, ¿verdad? –las palabras apenas habían salido de sus labios
cuando el hombre levantó de nuevo los brazos, avanzó tambaleante y se desplomó como
un fardo a los pies de Medford.
Éste, sin dejar de apoyarse sobre el
borde del aljibe, dirigió una sonrisa de desprecio al desdichado individuo que se
postraba afligido ante él. Sus conjeturas habían sido correctas, entonces.
–Levántese, hombre, no sea absurdo. No
tiene usted la culpa de que yo haya averiguado que el señor Almodham sale a pasear
de noche por aquí…
–¿A pasear por aquí? –gimió el otro aún
encogido de pavor.
–Sí, eso mismo. ¿Acaso no es verdad?
No va a matarlo a usted por admitirlo, ¿no?
–¿Matarme? ¿Matarme? ¡Ojalá lo hubiera
matado yo a usted! –Gosling se incorporó ligeramente y echó la cabeza hacia atrás
lívido de terror–. ¡Y vaya si podría haberlo hecho! En un santiamén, ya lo creo
que sí. Poco me habría costao, no se crea… Sintió como si yo le diera un
empujón, ¿no es verdad? Hay que ver, vamos, venir aquí a espiar así y a fisgonearlo
todo…
Medford no había alterado su postura.
Lo despreciable de la criatura a sus pies le proporcionaba una ventajosa sensación
de poder. Pero el gemido final de Gosling había desviado abruptamente el curso de
sus cavilaciones. Almodham estaba allí, entonces, de eso no cabía duda, pero ¿dónde
y bajo qué apariencia? Un nuevo temor descendió raudo por su espina dorsal.
–¿Así que después de todo tuvo usted
intención de empujarme para hacerme caer? –dijo–. ¿Por qué? ¿Quizá como el método
más rápido para que me reuniese con su patrón?
El criado tardó menos en reaccionar de
lo que se había figurado. De nuevo en pie, Gosling permaneció respetuosamente inclinado
y en actitud sumisa bajo la acusadora luz de la luna.
–Ay, Dios mío… ¡Si casi voy y lo tiro
a usted dentro! Se ha dao cuenta, ¿a que sí? Pero luego… fue por lo que me
dijo sobre Wembley. Lo de echarme un cable, señor, sentí que lo había dicho usted
de veras y por eso me ha dao sentimiento y me he arrepentío al final
–el rostro del hombre volvía a estar bañado en lágrimas, pero esta vez Medford las
rehuyó con aprensión, como si fuesen salpicaduras despedidas por un cuerpo al caer
sobre las sucias aguas de un pozo.
Medford continuaba sin decir palabra
y Gosling prosiguió con sus divagaciones.
–Con que hubiese llegao esa Perrier
de las narices… No creo que nunca se le hubiera pasao a usted por las mientes,
digo yo, si hubiera tenío su Perrier cada día como está mandao, ¿no
es verdad? Pero ahora va y me dice que el otro se pasea por aquí como si tal cosa…
¡Ya sabía yo que eso iba a pasar! Pero… ¿qué iba a hacer yo con el hombre si va
usted y se planta aquí de golpe y porrazo el mismo día?
Medford continuaba inmutable.
–Y es que él me estaba volviendo tarumba,
señor, loco de remate, esa misma mañana. ¿Que no me cree? Justamente la semana antes
de que llegara usted iba yo a pillar el barco para Inglaterra y a tomarme mis vacaciones.
Un mes enterito, mire usted, señor, y eso que en justicia me correspondían seis
meses, ¿eh? Un mes en Ammersmith, en casa de un primo mío iba a estar yo la mar
de bien y pudiendo ver Wembley sin prisas. Y entonces, va él y se entera de que
viene usted de camino y, hala, como está tan solo y aburrío aquí, ya me entiende…
Le hacen falta nuevas distracciones para no perder la chaveta… y entonces, cuando
se entera, digo, de que viene usted para acá, se le quita en un pispás el humor
de perros que había tenío, se vuelve loco de alegría y va y me dice: “Lo
tendré todo el invierno aquí conmigo… un joven interesante, Gosling, de los de mi
cuerda”. Y cuando le pregunto qué va a pasar entonces con lo de mis vacaciones,
se me queda mirando con esos ojos tan fríos que tiene y me dice: “¿Vacaciones? Oh,
claro, bueno, el año que viene… Veremos cómo arreglamos la cosa para el año que
viene”. El año que viene, señor, ¡como si me estuviera haciendo un favor, digo!
¡Y erre que erre desde hace ya casi doce años! Pero esta vez, de no haber venío
usted, creo que habría podio irme porque ya se estaba acostumbrando a que le atendiera
ese Salim y de salud estaba más bien que nunca, se lo digo yo. Y… bueno, eso le
dije yo mismamente, que uno tenía también sus derechos, que yo ya no era un chiquillo…
y que le había servío muy requetebién encadenao aquí como un perro
guardián y que él siempre me salía con la misma monserga, que si el año que viene
y el año que viene. Y… ya ve usted, señor, de pronto se echa a reír en mis narices.
Va el menda, se enciende un cigarro y me suelta: “Corta el rollo”.
“Estaba de pie, ahí donde está usted
ahora mismo plantao, señor, y volteó de pronto para meterse ya en la casa.
Y entonces fui y le endiñé. Como pesaba lo suyo, se cayó por el borde del aljibe
en menos que canta un gallo. Y para rematar la cosa, todos aquí esperando que apareciera
usted por las puertas en cualquier momento… ¡Ay, que Dios me ayude!”.
La voz de Gosling se quebró al final
en un extraño murmullo.
Ante sus últimas palabras, Medford había
retrocedido involuntariamente unos cuantos pasos. Ambos hombres permanecieron de
pie en mitad del patio observándose el uno al otro sin decir palabra. Desde arriba,
oscilando entre las almenas, la luna lanzó un inquisitivo arpón de luz sobre la
ominosa oscuridad del aljibe.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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