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sábado, 31 de mayo de 2025

Alexandre

Guy de Maupassant

 

Aquel día, como todos, a las cuatro, condujo Alexandre hasta la puerta de la casita del matrimonio Maramballe la silla de minusválido de tres ruedas en la que paseaba hasta las seis, por prescripción facultativa, a su anciana e inválida patrona. Cuando hubo situado el ligero vehículo junto al escalón, justo en el lugar en que podía hacer subir fácilmente a la gruesa señora, entró en la vivienda y pronto se escuchó en el interior una voz furiosa, una voz ronca de antiguo soldado que lanzaba improperios; era la voz del señor, un ex capitán de infantería jubilado, Joseph Maramballe. Luego se escuchó un ruido de puertas cerradas con violencia, un ruido de sillas derribadas, un ruido de pasos agitados, luego nada, y después de algunos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo con todas sus fuerzas a la señora Maramballe extenuada por el descenso de la escalera. Una vez que, no sin esfuerzo, ella estuvo instalada en la silla de ruedas, Alexandre pasó por detrás, agarró la barra doblada que servía para empujar el vehículo, y lo dirigió hacia la orilla del río.

Cruzaban así todos los días el pueblo en medio de los saludos respetuosos que los vecinos dirigían probablemente tanto al criado como a la señora, pues si ella era querida y respetada por todos, él, aquel viejo soldado de barba blanca, barba de patriarca, era considerado como un modelo de sirvientes.

El sol de julio caía intensamente sobre la calle, ahogando las bajas casas con su luz triste a fuerza de ser ardiente y cruda. Los perros dormían sobre las aceras en la línea de sombra junto a los muros, y Alexandre, resoplando un poco, apresuraba el paso con el fin de llegar lo antes posible a la avenida que conducía al río. La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla cuya punta abandonada iba, a veces, a apoyarse sobre el rostro impasible del hombre.

Cuando entraron en la avenida de los Tilos, se despertó de pronto al sentir la sombra de los árboles, y dijo con voz benévola: “Vaya más lento, mi pobre amigo, va a matarse con este calor”. No se le ocurría en absoluto pensar a la pobre dama, en su egoísmo ingenuo, que si ahora deseaba ir menos rápida, era justamente porque acababa de alcanzar el cobijo de las ramas. Cerca de ese camino cubierto por los viejos tilos podados en forma de bóveda, el Navette corría en un lecho tortuoso entre dos filas de sauces. Los ruidos de los remolinos, de los saltos sobre las piedras, de los bruscos meandros de la corriente, difundían a lo largo de todo aquel paseo una dulce canción de agua y un frescor de aire húmedo.

Tras haber respirado con lentitud y saboreado el encanto húmedo de aquel lugar, la señora Maramballe musitó: “Bueno, ya estoy mejor. Hoy no se ha levantado de buenas”. Alexandre respondió: “¡Oh!, no, señora”. Desde hacía treinta y cinco años estaba al servicio de aquella pareja, primero como ordenanza del oficial, luego como simple criado que no quiso abandonar a sus señores; y desde hacía seis años, paseaba cada tarde a su patrona por los estrechos caminos cercanos al pueblo. De ese prolongado servicio leal, de esa relación cotidiana, había nacido entre la anciana señora y su criado una especie de familiaridad, afectuosa en ella, deferente en él. Hablaban de los asuntos de la casa como entre iguales. Su principal tema de conversación y de inquietud era, por supuesto, el mal carácter del capitán, agriado por una larga carrera comenzada con éxito, desarrollada sin promoción, y terminada sin gloria.

La señora Maramballe prosiguió: “De que se ha levantado de malas, se ha levantado de malas. Le ocurre demasiado frecuentemente desde que se jubiló”. Y Alexandre, con un suspiro, completó el pensamiento de su señora: “¡Oh! La señora puede decir que le ocurre todos los días y que le ocurría también antes de dejar el ejército”.

–Es cierto. Pero la verdad es que tampoco ha tenido suerte, este hombre. Debutó con un acto de valentía que hizo que lo condecoraran a los veinte años, y luego, de los veinte a los cincuenta, no pudo subir más allá de capitán, mientras que al principio pensaba que cuando se jubilara sería por lo menos coronel.

–La señora podría decir además que, después de todo, en parte, es por su culpa. Si no hubiera sido siempre suave como un látigo, sus jefes lo habrían apreciado y protegido más. No sirve de nada ser duro, hay que agradar a la gente para ser bien visto. Que nos trate mal a nosotros, es también culpa nuestra puesto que nos gusta estar con él, pero con los demás es diferente.

La señora Maramballe reflexionaba. ¡Oh! desde hacía años y años, pensaba así cada día en la brutalidad de su marido, con el que se había casado en otros tiempos, hace mucho tiempo, porque era un apuesto oficial, condecorado siendo muy joven, y con mucho futuro, según decían. ¡Cómo se equivoca la gente en la vida! Musitó: “Detengámonos un poco, mi buen Alexandre, y descanse un poco en su banco”. Era un pequeño banco de madera medio podrida, colocado en un recodo de la avenida para los paseantes domingueros. Cada vez que iban por aquel lugar, Alexandre acostumbraba descansar durante algunos minutos sentado en aquel asiento. Se sentó en él y cogiendo entre las manos, con gesto familiar y satisfecho, su hermosa barba blanca abierta en abanico, la apretó, y la hizo deslizar presionando los dedos hasta la punta que mantuvo algunos instantes sobre el hueco del estómago como para fijarla allí y constatar una vez más la largura de aquella vegetación.

La señora Maramballe continuó: “Yo me casé con él; ¡es justo y natural que soporte sus injusticias, pero lo que no comprendo es que usted también lo haya aguantado, mi buen Alexandre!”. Él hizo un gesto vago con los hombros y dijo: “¡Oh! yo… señora”. Ella añadió: “Sí, en efecto. He pensado con frecuencia en esto. Usted era su ordenanza cuando nos casamos y entonces no tenía más remedio que aguantarlo. Pero con posterioridad ¿por qué permaneció con nosotros que le pagamos tan poco y lo tratamos tan mal, si podía haber hecho como todo el mundo, establecerse, casarse, tener hijos, crear una familia?”. Él repitió: “¡Oh! mi caso, señora, es diferente”. Luego se calló; pero tiraba de su barba como si estuviera tirando de una campana que resonaba en su interior, como si hubiera querido arrancarla, y movía los ojos asustados como un hombre sumido en la confusión. La señora Maramballe seguía su razonamiento: “Usted no es un patán. Usted ha recibido formación…” Él interrumpió con orgullo: “Estudié para geómetra-agrimensor, señora”.

–Entonces, ¿por qué se quedó con nosotros arruinando así su existencia?

Él musitó: “¡Así es! ¡Así es! Es por culpa de mi naturaleza”.

–¿Cómo de su naturaleza?

–Sí, cuando me encariño, me encariño, y lo demás no cuenta.

Ella rompió a reír: “¡Vamos!, no me va a hacer creer que los buenos modos y la dulzura de Maramballe lo han unido a él de por vida…” Él se removía en el banco, con la cabeza visiblemente perdida y masculló entre los largos pelos de su bigote: “¡No es por él, es por usted!”. La anciana señora, que tenía un rostro muy dulce coronado entre la frente y el peinado por una línea nevada de cabellos encrespados rizados cada día con mimo, brillantes como plumas de cisne, hizo un gesto sobre su silla de ruedas y miró al criado con ojos muy sorprendidos. “¿Por mí, mi buen Alexandre? ¿Cómo es eso?” Él se puso a mirar al aire, luego a un lado, luego a lo lejos, volviendo la cabeza como hacen los hombres tímidos forzados a confesar secretos vergonzosos. Después, con la valentía del soldado obligado a ir al frente, declaró: “Así es. La primera vez que le llevé a la Señorita una carta del teniente y que la Señorita me dio un franco al tiempo que me sonreía, así quedó decidido”. Ella insistía, pues no comprendía bien: “Vamos, explíquese”. Entonces, con el pánico del miserable que confiesa un crimen y se pierde, Alexandre dijo: “Me enamoré de la señora ¡Eso es todo!”.

Ella no contestó, dejó de mirarlo, inclinó la cabeza y reflexionó. Era buena, recta, dulce, razonable y sensible. Pensó, en un segundo, en el inmenso sacrificio de aquel pobre ser que había renunciado a todo para vivir cerca de ella, sin decir ni una palabra. Y le dieron ganas de llorar. Luego, adoptando una expresión algo grave, aunque no enfadada, dijo: “Volvamos a casa”.

Él se levantó, pasó por detrás de la silla de ruedas y empezó a empujarla. Cuando se acercaban al pueblo, divisaron en mitad del camino al capitán Maramballe que se dirigía hacia ellos. Tan pronto como los alcanzó preguntó a su esposa, con visible deseo de enfadarse: “¿Qué tenemos hoy para cenar?”

–Pollo y frijoles.

Se exaltó: “¡Pollo! Otra vez pollo, siempre pollo ¡maldita sea! ¡estoy harto de tu pollo! ¿No tienes ni una sola idea en la cabeza para obligarme a comer todos los días lo mismo?”. Ella contestó resignada: “Querido, sabes bien que te lo ha prescrito el médico. Es lo mejor para tu estómago. Si no estuvieras mal del estómago te prepararía otras cosas que, en tus circunstancias, no me atrevo a ofrecerte”. Entonces se plantó ante Alexandre, exasperado, y gritó: “Si estoy mal del estómago es por culpa de este animal. Hace treinta y cinco años que me está envenenado con su comida asquerosa”.

La señora Maramballe, bruscamente, giró la cabeza por completo para mirar al viejo criado. Entonces sus ojos se encontraron, y sólo con la mirada, se dijeron “Gracias” el uno al otro.

 

jueves, 13 de marzo de 2025

Un ardid

Guy de Maupassant

 

El médico y la enferma charlaban junto al fuego de la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba medio acostada en su chaise-longue y decía:

–No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no lo quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!… Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El médico contestó sonriendo:

–En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un intercambio de malos humores durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

–No, doctor; sólo después se le ocurre a una lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.

El médico exclamó con acento asombrado:

–¡Al contrario, señora! Nosotros somos los que tenemos la inspiración después… ¡pero ustedes!… Mire usted, voy a contarle una aventura que le sucedió a una clienta mía, a la que yo creía impecable, una verdadera virtud salvaje. El suceso ocurrió en una capital de provincia.

Una noche dormía profundamente y entre sueños me parecía oír que las campanas de una iglesia próxima tocaban a fuego. De pronto me desperté; era la campanilla de la puerta de la calle que sonaba desesperadamente; como mi criado parecía no responder, agité a mi vez el cordón que pendía junto a mi cama y a los pocos momentos el ruido de puertas al abrirse y cerrarse precipitadamente, y el de unos pasos en la habitación inmediata a la mía, vino a turbar el silencio de la casa. Juan entró en mi cuarto y me entregó una carta que decía: “Madame Selictre ruega con insistencia al doctor Sileón que venga inmediatamente a su casa, calle de… número…”

Reflexioné unos instantes; pensaba: Crisis de nervios, vapores, ¡bah… bah!… tengo mucho sueño. Y contesté: “El doctor Sileón, encontrándose enfermo, ruega a su madame Selictre tenga la bondad de dirigirse a su colega el doctor Bonnet”.

Puse la carta dentro de un sobre, se la entregué a Juan y me volví a dormir.

Apenas había transcurrido media hora cuando la campanilla de la calle sonó de nuevo y mi criado entró diciéndome:

–Ahí está una persona que no sé a punto fijo si es hombre o mujer, tan tapada viene, que desea hablar en el acto con el señor. Dice que se trata de la vida de dos personas.

–Que entre quien sea –dije, sentándome en la cama. Y en aquella postura esperé.

Una especie de negro fantasma apareció, y cuando Juan hubo salido se descubrió. Era madame Berta Selictre, una mujer joven, casada desde hacía tres años con un rico comerciante de la ciudad, que pasaba por haberse unido a la muchacha más bonita de la provincia.

Aquella mujer estaba horriblemente pálida y tenía ese semblante crispado de las personas dominadas por el más profundo terror: sus manos temblaban; dos veces trató de hablar: ningún sonido salió de su garganta. Al fin balbuceó:

–Pronto… pronto… doctor… venga usted. Mi amante acaba de morir en mi propia habitación…

Medio sofocada se detuvo; después repuso:

–Mi marido va… va a volver del casino…

Salté de la cama sin pensar que estaba en camisa y en pocos segundos me vestí.

–¿Es usted misma quien ha venido hace un rato?

Ella, de pie como una estatua petrificada por la angustia, murmuró:

–No… ha sido mi doncella… ella lo sabe…

Después de un silencio, continuó:

–Yo me quedé a su lado…

Y una especie de grito de horrible dolor salió de sus labios y rompió a llorar desconsoladamente, con sollozos y espasmos, durante dos o tres minutos; de pronto sus suspiros cesaron, sus lágrimas cesaron de brotar como si las hubiera secado un fuego interior; y con un acento trágico dijo:

–Vamos pronto.

Yo estaba ya vestido, pero exclamé:

–Demonio, no me he acordado de dar la orden de enganchar la berlina…

Ella respondió:

–Yo he traído coche…

El suyo que la esperaba a la puerta de mi casa.

Berta se envolvió, ocultando la cara bajo su abrigo, y salimos.

Cuando estuvo a mi lado en la oscuridad del coche me cogió una mano, y oprimiéndola entre sus finos dedos balbuceó con sacudidas en su voz, que reflejaban la angustia de su corazón destrozado:

–¡Oh, amigo mío! ¡Si usted supiera cuánto sufro! Lo quería, lo adoraba con locura, como una insensata, desde hace seis meses!

Yo le pregunté:

–¿Están despiertos en la casa de usted?

Berta contestó:

–No, nadie, excepto Rosa, que está enterada de todo.

El carruaje se detuvo a la puerta de su casa; todos dormían, en efecto; entramos por una puerta excusada y subimos hasta el primer piso sin hacer ruido. La doncella, azorada, estaba sentada en el piso, en lo alto de la escalera, con una vela encendida y colocada sobre el suelo, no habiéndose atrevido a permanecer al lado del muerto.

Penetramos en la habitación, que se encontraba en el mayor desorden, como después de una lucha. La cama estaba completamente deshecha y una de las sábanas caía sobre la alfombra; toallas mojadas, que habían servido para frotar las sienes del amante, yacían en tierra al lado de un cubo y de un jarro de agua. Un singular olor de vinagre mezclado con esencia de Loubin se esparcía por la atmósfera. El cadáver estaba extendido boca arriba en medio de la habitación. Me acerqué a él, lo observé, lo pulsé, abrí sus ojos, palpé sus manos; después, volviéndome hacia las dos mujeres que temblaban en un rincón del cuarto, les dije:

–Ayúdenme ustedes a llevarlo hasta la cama.

Lo colocamos suavemente sobre el lecho: le ausculté el corazón, coloqué un espejo junto a su boca y murmuré:

–No hay nada que hacer, vistámoslo pronto.

Fue aquella una escena terrible. Yo iba cogiendo uno tras otro sus miembros y los dirigía hacia los vestidos que acercaban las dos mujeres. Le pusimos las botas, los pantalones, el chaleco, después el frac, donde nos costó mucho trabajo lograr hacer entrar los brazos. Las dos mujeres se pusieron de rodillas para abrocharle los botones de las botas: yo las alumbraba con una vela, pero como los pies se habían hinchado un poco, aquella tarea se hizo horriblemente difícil. La dificultad era mayor porque no habían encontrado a mano el abrochador, las mujeres tuvieron que hacer uso de sus horquillas.

Tan pronto como estuvo terminada la horrible toilette, contemplé nuestra obra y dije:

–Convendría peinarlo un poco.

La doncella trajo el peine y el cepillo de su ama; pero como temblara y arrancase, con movimientos involuntarios, los cabellos largos y desordenados del cadáver, madame Selictre se apoderó violentamente del peine y alisó la cabellera con suavidad, con dulzura, como si estuviera acariciando una cabeza viva.

Le sacó la raya, le cepilló la barba y retorció los bigotes con sus manos, como tenía costumbre, sin duda, de hacerlo en sus amorosas familiaridades.

De pronto, arrojando lo que tenía en las manos, cogió la cabeza inerte de su amante y clavó una intensa y desesperada mirada en aquella cara inmóvil; después, dejándose caer sobre él, comenzó a abrazarlo y a besarlo furiosamente. Sus besos caían como golpes sobre su cerrada boca, sobre sus apagados ojos, sobre sus sienes y su frente… Y acercándose a su oído, como si hubiera podido escucharla, balbuceó, repitiendo diez veces seguidas con un acento desgarrador:

–Adiós, amor mío; adiós, amor mío…

Un reloj dio las doce.

Yo sentí un estremecimiento:

–¡Las doce ya!… la hora en que cierran el casino… ¡Vamos, señora, energía!

Madame Selictre se puso en pie.

–Llevémoslo al salón –ordené a las dos mujeres; lo trasladamos entre los tres y lo sentamos en un sillón. Después encendí las luces.

Apenas había terminado esta operación, cuando la puerta de la calle se abrió y se cerró pesadamente. Era el marido que volvía.

–¡Rosa –grité–; traiga usted las botellas y el cubo y arregle usted un poco el cuarto de la señora; pronto, despáchese usted que ya llega M. Selictre…

Yo oía los pasos que subían, que se acercaban… Unas manos en la sombra palpaban los muros… Entonces dije en alta voz:

–Por aquí, por aquí, M. Selictre; ha ocurrido un accidente desgraciado.

Bajo el dintel de la puerta apareció el marido, estupefacto, con un cigarro en la boca y preguntando:

–¿Qué? ¿Qué es?… ¿Que sucede?…

Fui hacia él y le dije:

–Querido amigo, aquí me tiene usted en una gran incertidumbre. He venido algo tarde con X… a charlar un rato con su mujer de usted. De pronto X… se ha desmayado, y, a pesar de nuestros cuidados, hace dos horas que permanece sin conocimiento. No he querido llamar a nadie estando yo aquí… Ayúdeme usted a bajarlo hasta el coche; voy a llevarlo a su casa y allí podré cuidarlo mejor…

El marido, sorprendido, pero sin la menor desconfianza, se quitó el sombrero y tomó por debajo de los brazos a su rival, ya inofensivo. Yo lo cogí por las piernas y comenzamos a bajar la escalera alumbrados por la mujer.

Cuando llegamos delante de la puerta procuré enderezar el cadáver, hablándole para engañar al cochero:

–Vamos, amigo mío, esto no será nada. Se siente usted ya mejor, ¿verdad? Vamos, un poco de valor, haga usted un esfuerzo…

Como yo comprendía que se iba a desplomar, como sentía que se escurría entre mis manos, le di un empujón con el hombro que lo echó hacia delante, cayendo dentro del coche; yo subí tras él.

El marido, inquieto, me preguntó:

–¿Cree usted que será grave?

–No –contesté sonriendo para tranquilizarlo, y miré a su mujer. Ésta había apoyado su brazo en el de su marido legítimo y tenía la mirada fija en el fondo oscuro del coche.

Les dije adiós y di al cochero orden de partir. Durante todo el camino llevé apoyada sobre mi hombro la cabeza del muerto.

Cuando llegamos a su casa dije que había perdido el conocimiento dentro del coche.

Lo ayudé a subir a su cuarto, donde certifiqué la defunción. Allí tuve que representar otra comedia ante la familia acongojada del dolor… Después me volví a mi casa y me metí en la cama, renegando de los enamorados.

 

***

El doctor calló, siempre sonriente.

La joven, crispada, preguntó:

–¿Por qué me ha contado usted esa historia tan horrible?

El médico, saludando galantemente, contestó:

–Para ofrecerle a usted mis servicios, si llega el caso.

 

miércoles, 6 de diciembre de 2023

En el bosque

Guy de Maupassant

 

El alcalde iba a sentarse a la mesa para almorzar cuando le avisaron que el guarda rural lo esperaba en el Ayuntamiento con dos presos.

Se dirigió allá de inmediato y divisó, en efecto, a su guarda rural, el tío Hochedur, de pie y vigilando con aire severo a una pareja de maduros burgueses.

El hombre, un tipo gordo, de nariz roja y pelo blanco, parecía abrumado; mientras que la mujer, una abuelita endomingada, muy rechoncha, muy gorda, de mejillas brillantes, miraba con ojos de desafío al agente de la autoridad que los había cautivado.

El alcalde preguntó:

–¿Qué pasa, tío Hochedur?

El guarda rural hizo su declaración.

Había salido por la mañana, a la hora de costumbre, para realizar su ronda por los bosques de Champioux hasta el límite de Argenteuil. No había observado nada insólito en la campiña, salvo que hacía buen tiempo y que los trigos iban bien, cuando el hijo de los Bredel, que binaba su viña, le había gritado:

–¡Eh, tío Hochedur!, vaya a ver en la linde del bosque, en el primer bosquecillo, encontrará un par de pichones que muy bien pueden tener ciento treinta años entre los dos.

Había salido en la dirección indicada; entró en la espesura y oyó palabras y suspiros que le hicieron suponer un flagrante delito de malas costumbres. Así, pues, avanzando a gatas como para sorprender a un furtivo, había apresado a la presente pareja en el momento en que se abandonaba a sus instintos.

El alcalde examinó estupefacto a los culpables. El hombre contaba unos sesenta años y la mujer por lo menos cincuenta y cinco. Se puso a interrogarlos, empezando por el varón, que respondía con una voz tan débil que apenas se le oía.

–¿Su nombre?

–Nicolás Beaurain.

–¿Profesión?

–Mercero, calle de los Mártires, en París.

–¿Qué hacía usted en ese bosque?

El mercero permaneció mudo, los ojos bajos sobre su grueso vientre, las manos pegadas a los muslos. El alcalde prosiguió:

–¿Niega usted lo que afirma el agente de la autoridad municipal?

–No, señor.

–Entonces, ¿confiesa?

–Sí, señor.

–¿Qué tiene que alegar en su defensa?

–Nada, señor.

–¿Dónde encontró usted a su cómplice?

–Es mi mujer, señor.

–¿Su mujer?

–Sí, señor.

–Entonces… entonces… ¿no viven ustedes juntos… en París?

–Perdón, señor, ¡vivimos juntos!

–Pero… entonces… está usted loco, loco de remate, mi querido señor, al venir a que lo pesquen así, en pleno campo, a las diez de la mañana.

El mercero parecía a punto de llorar de vergüenza.

Murmuró:

–¡Es ella la que quiso! Yo le decía que era una estupidez. Pero cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza… ya sabe usted… no hay manera…

El alcalde, a quien le gustaban las bromas picantes, sonrió y replicó:

–En su caso, parece que ocurrió lo contrario. No estarían ustedes aquí si sólo se le hubiera metido algo en la cabeza.

Entonces el señor Beaurain, encolerizado, se volvió hacia su mujer:

–¿Ves adónde hemos llegado con tu poesía? ¿Eh? ¡Estamos frescos! Nos llevarán a los tribunales, ahora, a nuestra edad, ¡por atentado contra las buenas costumbres! ¡Y tendremos que cerrar la tienda, perder la clientela y cambiar de barrio! ¡Estamos frescos!

La señora Beaurain se levantó y, sin mirar a su marido, se explicó sin cortedad, sin vanos pudores, casi sin vacilar.

–¡Dios mío!, señor alcalde, ya sé que somos ridículos. ¿Me permite usted defender mi causa como un abogado o, mejor dicho, como una pobre mujer? Espero que accederá a dejarnos volver a casa, y a evitarnos la vergüenza de un juicio. En tiempos, cuando yo era joven, conocí al señor Beaurain en este pueblo, un domingo. Él estaba empleado en una mercería; yo era dependienta de un almacén de confección. Lo recuerdo como si fuera ayer. Yo venía a pasar aquí los domingos, de vez en cuando, con una amiga, Rose Levéque, con quien vivía en la calle Pigalle. Rose tenía un amiguito, yo no. Eso era lo que nos traía por aquí. Un sábado, él me anunció, riendo, que vendría con un camarada al día siguiente. Comprendí perfectamente lo que quería; pero respondí que era inútil. Yo era muy formal, caballero. Conque al día siguiente nos encontramos con el señor Beaurain en el ferrocarril. Tenía buen tipo en aquella época. Pero yo estaba decidida a no ceder, y no cedí.

“Llegamos a Bezons. Hacía un tiempo magnífico, de esos días que hacen cosquillas en el corazón. Yo, cuando hace buen tiempo, lo mismo ahora que entonces, entontezco, y cuando estoy en el campo pierdo la cabeza. El verdor, los pájaros que cantan, los trigos que se agitan con el viento, las golondrinas que vuelan tan rápido, el olor de la hierba, las amapolas, las margaritas, ¡todo eso me vuelve loca! ¡Es como el champán cuando una no está acostumbrada!

“Así, pues, hacía un tiempo magnífico, y suave, y claro, que se metía en el cuerpo por los ojos al mirar y por la boca al respirar. ¡Rose y Simon se besaban a cada momento! Me daba no sé qué verlos. El señor Beaurain y yo caminábamos tras ellos, sin hablar. Cuando uno no se conoce, no se le ocurre nada que decir. Tenía una pinta tímida, el chico, y me gustaba verlo cohibido. Llegamos al bosquecillo. Estaba fresco como un baño, y todo el mundo se sentó en la hierba. Rose y su amigo me gastaban bromas sobre mi aspecto serio; ya comprenderá usted que yo no podía ser de otra manera. Y después volvieron a besarse sin importarles que estuviéramos allí; y después se hablaron en voz baja; y después se levantaron y se metieron entre el follaje sin decir nada. Imagínese el papel tan bobo que yo hacía, frente a aquel mozo a quien veía por primera vez. Me sentí tan confusa al verlos marcharse así que me infundieron valor; y me puse a hablar. Le pregunté qué hacía; era dependiente de una mercería, como le he dicho hace un rato. Charlamos, pues, unos instantes; eso lo envalentonó, y quiso tomarse unas libertades, pero lo puse en su lugar, estuve inflexible. ¿No es cierto, señor Beaurain?”

El señor Beaurain, que se miraba los pies, confuso, no respondió. Ella prosiguió:

–Entonces el chico comprendió que yo era formal, y empezó a cortejarme amablemente, como un hombre de bien. A partir de ese día regresó todos los domingos. ¡Estaba muy enamorado de mí, caballero! ¡Y yo también lo quería mucho, pero mucho! Era un guapo mozo, en esos tiempos.

“En resumen, se casó conmigo en septiembre y pusimos un comercio en la calle de los Mártires… Fue muy duro durante años, caballero. Los negocios no marchaban; y no podíamos permitirnos partidas de campo. Y, además, habíamos perdido la costumbre. Uno tiene otras cosas en la cabeza; en el comercio, uno piensa más en la caja que en los requiebros. Envejecíamos, poco a poco, sin darnos cuenta, como gente tranquila que no piensa ya en el amor. No se añora nada mientras uno no percibe que eso le falta.

“Y después, caballero, los negocios fueron mejorando, ¡y ya no tuvimos que preocuparnos por el futuro! Entonces, fíjese, no sé muy bien lo que ocurrió en mi interior, no, de veras, ¡no lo sé! El caso es que volví a soñar como una colegiala. La visión de los carritos de flores que pasan por la calle me daba ganas de llorar. El olor de las violetas venía a mi encuentro en mi sillón, detrás de la caja, ¡y hacía latir mi corazón! Entonces me levantaba y me acercaba al umbral de la puerta para mirar el azul del cielo entre los tejados. Cuando se mira el cielo en una calle, parece un río, un largo río que desciende sobre París retorciéndose; y las golondrinas pasan por él como peces. ¡Son de lo más idiotas, esas cosas, a mi edad! ¿Qué quiere usted, señor? Cuando una ha trabajado toda su vida, y llega un momento en que se da cuenta de que habría podido hacer otra cosa, entonces la echa de menos, ¡oh, sí!, la echa de menos. Imagínese que, durante veinte años, yo habría podido ir a coger besos en los bosques, como las otras, como las otras mujeres. ¡Pensaba en lo hermoso que es estar acostada bajo el follaje amando a alguien! ¡Y soñaba con eso todos los días, todas las noches! Soñaba con claros de luna sobre el agua hasta que me entraban ganas de ahogarme.

“No me atrevía a hablarle de eso al señor Beaurain al principio. Sabía perfectamente que se burlaría de mí y me mandaría a vender mis hilos y mis agujas. Y además, a decir verdad, el señor Beaurain ya no me decía gran cosa; pero al mirarme al espejo comprendía también que tampoco yo decía nada a nadie. Conque me decidí, y le propuse una partida de campo en el pueblo donde nos habíamos conocido. Aceptó sin desconfianza, y llegamos aquí, esta mañana, a las nueve. Me sentí muy trastornada cuando entré en los trigales. ¡El corazón de las mujeres no envejece! Y, de veras, ya no veía a mi marido como es, ¡sino como era entonces! Se lo juro, caballero. De verdad de las buenas, estaba embriagada. Empecé a besarlo; él se quedó más extrañado que si lo hubiera querido asesinar. Me repetía: ‘Pero estás loca. Pero estás loca esta mañana. ¿Qué es lo que te ha dado…?’ Yo no lo escuchaba, sólo escuchaba a mi corazón. Y le hice entrar en el bosque… ¡Y ahí tiene!… he dicho la verdad, señor alcalde, toda la verdad.”

El alcalde era un hombre de ingenio. Se levantó, sonrió y dijo:

–Váyase en paz, señora, y no peque más… bajo el follaje.