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martes, 15 de octubre de 2024

Silencio, por favor

Arthur C. Clarke

 

Ya que lo hace observar, le diré que los enemigos del Profesor siempre tuvieron una extraordinaria facilidad para verlo desde sus aspectos menos favorables. Pero creo que su insinuación es algo injusta. Se trata de una persona realmente bondadosa que no haría daño ni a una mosca. No digo que no se comporte a veces como un viejo gruñón, pero siempre es honrado y franco, sin doblez. Bueno, casi siempre. Quizás ésta fue la excepción. Y usted debe admitir que Sir Roderick merecía todo lo que le ocurrió.

Cuando lo conocí, el Profesor acababa de salir de Cambridge y luchaba ya por sostener la solvencia de la Compañía. Creo que en ocasiones lamentaba haber abandonado los claustros académicos por la tumultuosa y combativa industria, pero un día me confesó que disfrutaba al poner su ingenio a prueba por primera vez en su vida. Electron Products (1960) Ltd., estaba precisamente a punto de cubrir sus gastos cuando ingresé a ella. Nuestro negocio principal era la Integradora Harvey, una calculadora electrónica, pequeña y compacta, que podía hacer casi todo lo que un analizador diferencial y por una décima parte de su costo. Se vendía continuamente a las universidades y organismos de investigación y es aún el favorito del Profesor. Siempre lo está perfeccionando y el modelo 15 saldrá al mercado dentro de algunas semanas.

En aquella época, sin embargo, el Profesor contaba sólo con dos ventajas en su activo. Una era la buena voluntad del Mundo académico, que lo consideraba algo loco pero admiraba secretamente su valer y firmeza; sus antiguos colegas del Cavendish tenían en excelente concepto sus productos y ponían a su disposición una buena cantidad de investigaciones útiles. La otra residía en la escasa perspectiva mental de los hombres de negocios con que trataba, quienes daban por sentado que un exprofesor de universidad sería tan ignorante en la estrategia comercial como un bebé recién nacido. Y esto era justamente lo que el Profesor deseaba que pensaran de él. Algunos pobres ingenuos siguen aún patéticamente fieles a esa teoría.

Fue precisamente la Integradora Harvey lo que provocó el primer conflicto entre Sir Roderick y el Profesor. Tal vez nunca hayan visto al Dr. Harvey; es una rara criatura que corresponde perfectamente a la imagen popular de un científico. Un genio, desde luego, pero de esos que deben ser encerrados en su laboratorio y alimentados con cuchara a través de una ventanilla en la puerta. Sir Roderick hizo una floreciente colección de negocios con científicos desvalidos como Harvey. Cuando el control estatal puso fin a la mayor parte de sus turbias operaciones, tendió una mano generosa al estímulo de inventos originales. La Ley de Empresas Privadas de 1955 había tratado de seguir esta política, pero no en la forma que a Sir Roderick le interesaba. Éste se aprovechó de las exenciones de impuestos y, al mismo tiempo, mantuvo su prosperidad, apoderándose de patentes fundamentales de inventores tan poco despabilados como Harvey. Alguien lo llamó una vez salteador de caminos científico, lo que constituye una lograda definición.

Cuando Harvey nos vendió los derechos de su calculadora, se retiró a su laboratorio privado y no volvimos a saber de él hasta un año más tarde. Publicó entonces un estudio en el Philosophical Magazine, donde describía un maravilloso circuito para calcular integrales múltiples. El Profesor no lo leyó hasta algunas semanas después ya que Harvey, por supuesto, no se acordó nunca de mencionarlo por hallarse muy atareado en otra cosa parecida. La dilación fue fatal. Uno de los sabuesos de Sir Roderick (de los que éste obtenía a buen precio una excelente información técnica) había obligado al pobre Harvey a vender su descubrimiento por una fruslería a Fenton Enterprises.

El Profesor, naturalmente, se puso furioso. Harvey quedó muy contrito cuando se dio cuenta de lo que había hecho y prometió no volver a firmar nunca nada antes de consultarnos. Pero el daño ya estaba hecho y Sir Roderick comenzaba a percibir sus mal adquiridas ganancias, esperando que nosotros intentáramos negociar con él.

Yo hubiera dado cualquier cosa por estar presente en esta entrevista pero, desgraciadamente, el Profesor insistió en ir solo. Regresó una hora más tarde con el rostro encendido y muy molesto. El viejo tiburón había pedido cinco mil libras esterlinas por las patentes de Harvey, lo que representaba un poco menos de nuestro remanente por aquel entonces. Comprendimos que la despedida del Profesor había carecido de cortesía. En efecto, le respondió a Sir Roderick que se fuera al infierno, y señalándole un posible itinerario.

 

El Profesor desapareció en su oficina y lo oímos dar vueltas durante unos minutos. Después salió con su sombrero y abrigo.

–Me estoy asfixiando aquí –dijo–. Vámonos lejos de la ciudad. Miss Simmons puede ocuparse de todo. ¡Venga!

Estábamos ya acostumbrados a estos arranques del Profesor. Al principio los creímos una excentricidad, pero ahora lo conocíamos mejor. En momentos de crisis, una salida repentina al campo podía producir maravillas y compensar de sobra el tiempo de oficina perdido. Además, era una deliciosa tarde a fines del verano.

El Profesor condujo su gran Alvis –su único lujo y muy necesario para él– a lo largo de la nueva Great West Road, hasta salir de los límites de la ciudad. Abrió entonces los rotores y nos remontamos en el cielo hasta unos doscientos metros sobre la campiña que se extendía debajo. Muy lejos divisamos las blancas sendas de Heathrow y un gran avión de línea, de trescientas toneladas, que descendía hacia ellas con los propulsores a chorro parados.

–¿Dónde vamos? –preguntó George Anderson, entonces nuestro director gerente.

Paul Hargreaves, el otro miembro de la partida (usted no lo conocerá porque se pasó a la Westinghouse hace un par de años), era ingeniero de producción y de los mejores. Tenía que serlo para no desmerecer del Profesor.

–¿Qué les parece Oxford? –sugerí yo–. Sería un contraste agradable después de nuestras ciudades-satélite sintéticas.

Nos decidimos pues por Oxford. Pero antes de llegar, el Profesor se fijó en unas colinas de muy buen aspecto y cambió de idea. Descendimos en círculo sobre una llana extensión de brezal que dominaba un largo valle. Parecía haber formado parte de una amplia hacienda privada, como las que existían antaño. Hacía mucho calor y abandonamos el aparato, arrojando ropas de abrigo sobrantes en todas direcciones. El Profesor extendió cuidadosamente su sobretodo encima del brezo y se ovilló en él.

–No me despierten hasta la hora del té –fueron sus instrucciones; cinco minutos después estaba profundamente dormido.

Charlamos en voz baja durante un rato, echándole una ojeada de vez en cuando para asegurarnos que no se despertaba. Adquiría un aspecto extrañamente joven al relajarse su rostro durante el sueño. Resultaba difícil imaginar que tras esta plácida expresión se desarrollara toda una complicada gama de maquinaciones, entre ellas la ruina de Sir Roderick Fenton.

Creo que finalmente dormitamos todos un poco. Era una de aquellas tardes en las que hasta el rumor de los insectos parece apagado. El calor era casi visible y las colinas lanzaban destellos a nuestro alrededor.

Me despertó un gigantesco estrépito. Durante un instante seguí tendido, sin darme cuenta apenas de la naturaleza de la perturbación. Los demás se agitaron también y miramos en torno, encolerizados.

Cuatro kilómetros más allá, un helicóptero flotaba sobre una pequeña aldea cuyas casas se desparramaban a través del lejano extremo del valle. Estaba bombardeando a sus habitantes con propaganda electoral y, a intervalos de pocos minutos, el viento nos traía al azar algunos fragmentos de discursos. Continuamos descansando un rato más, tratando de descubrir qué partido era responsable del desaguisado, pero los altavoces no hacían más que ensalzar las virtudes de un tal Mr. Snooks, y no descubrimos nada nuevo.

–No tendrá mi voto –exclamó Paul, colérico–. ¡Vaya modales! Ese angelito debe ser un socialista.

Esquivó a tiempo el zapato de Anderson.

–Puede que los aldeanos hayan pedido que se les hable –dijo con escasa convicción en un intento de restablecer la paz.

–Lo dudo –repuso Paul–. Hay que protestar por principios. Es… es una violación de la vida privada. Como escribir en el cielo.

–No diría yo que el cielo sea una cosa íntima –comentó George–. Pero comprendo lo que quiere expresar.

Ya olvidé el exacto desarrollo de la controversia, pero eventualmente se desvió hacia una discusión acerca de los sonidos molestos en general y de Mr. Snooks en particular. Paul y George observaban el helicóptero desapasionadamente, cuando el segundo declaró:

–Me gustaría que fuera posible establecer una especie de barrera al sonido donde lo deseara. Siempre creí que los tapones para los oídos de Samuel Butler eran una buena idea, aunque no podían ser muy eficaces.

–Lo fueron desde su punto de vista –repuso Paul–. Hasta el peor pelmazo se desanimaría si uno se colocara ostentosamente en las orejas un par de tapones en cuanto se acercara. Pero la idea de una barrera sonora me parece intrigante. Lástima que no pueda ponerse en práctica sin suprimir el aire, cosa un tanto difícil.

El Profesor no había intervenido en la conversación. De hecho parecía haberse vuelto a dormir. Pero luego, con un amplio bostezo, se levantó.

–Es la hora del té –dijo–. Vamos a casa de Max. Le toca pagar, Fred.

 

Un mes más tarde, aproximadamente, el Profesor me llamó a su oficina. Como era su agente de publicidad y apoderado, ensayaba en mí nuevas ideas para comprobar si las comprendía y las veía de alguna utilidad. Heargreaves y yo constituíamos el lastre que conservaba al Profesor en contacto con la Tierra. Pero no siempre teníamos éxito.

–Fred –comenzó–, ¿recuerda lo que George dijo el otro día acerca de una barrera de sonido?

Tuve que reflexionar un instante antes de acordarme.

–Ah, sí… una idea disparatada. Supongo que no pensará en ella seriamente…

–Humm. ¿Qué sabe usted sobre interferencias de ondas?

–No mucho. Explíquese.

–Suponga que tiene usted un tren de ondas, una cresta aquí, un seno allí, y así sucesivamente. Ahora toma usted otro y lo superpone con el primero. ¿Qué obtendrá?

–Bueno, me figuro que dependerá del modo de hacerlo.

–Justamente. Imaginemos que se dispone de forma que el seno de una onda coincida con la cresta de la otra, y así sucesivamente, a lo largo del tren.

–Entonces resultará una completa anulación… nada absolutamente. ¡Santo cielo…!

–Exacto. Ahora vamos a considerar una fuente de sonido. Junto a ella puso un micrófono y empleó el circuito de salida para alimentar lo que llamaremos un amplificador inverso. Éste acciona un altavoz, y todo el conjunto queda organizado de modo que el circuito de salida se conserva automáticamente a la misma amplitud que el de entrada, sólo que desfasado con él. ¿Cuál será el resultado?

–No parece razonable… pero en teoría obtendríamos un silencio absoluto. Tiene que haber un fallo en alguna parte.

–¿Dónde? No es más que el principio de realimentación, que se viene utilizando en la radio desde hace años.

–Sí, ya lo sé. Pero el sonido no consiste simplemente en crestas y senos, como las olas del mar. Es una serie de compresiones y rarefacciones de la atmósfera, ¿no es así?

–Cierto. Pero no afecta al principio en lo más mínimo.

–No creo que sirviera. Debe existir alguna cosa que usted ha…

Y entonces sucedió algo extraordinario. Seguía aún hablando, pero no podía oír mi voz. La habitación se había quedado de pronto completamente silenciosa. Ante mis ojos el Profesor tomó un pesado pisapapeles y lo dejó caer sobre la mesa. Hubo un choque y un rebote, en absoluto silencio. Entonces movió su mano y, de pronto, el sonido entró a raudales en la habitación.

Me senté momentáneamente aturdido.

–¡No es posible!

–Muy bien, ¿quiere otra demostración?

–Es increíble… ¿Dónde lo ha ocultado?

El Profesor sonrió bonachonamente y tiró de uno de los cajones de su mesa. Dentro había un curioso amasijo de piezas. Por los goterones de soldadura, los alambres retorcidos y pegados unos con otros y por el desaliño general, juraría que el Profesor lo había hecho con sus propias manos. El circuito en sí parecía muy sencillo; seguramente menos complejo que una radio moderna.

–El altavoz, si podemos llamarlo así, está allí, tras las cortinas de esta habitación. Sin embargo, no hay razón para que el equipo no pueda ser compacto e incluso portátil.

–¿Qué alcance le ha conseguido usted? Quiero decir que debe haber un límite para esa cosa infernal.

–No he hecho pruebas exhaustivas, pero este aparato puede ajustarse para producir un silencio total en un radio de acción de seis metros. De rebasarse a lo largo de otros seis metros los sonidos se amortiguan, y aún más allá recobran su intensidad normal. Se puede cubrir el área que se desee, basta con aumentar la potencia. El aparato tiene un circuito de salida de unos tres vatios de sonido negativo y no domina ruidos muy intensos. Pero creo que podré construir un modelo capaz de silenciar el Albert Hall, si se quiere, o incluso mejor, el estadio de Wembley.

–Bueno, ya que lo ha conseguido, ¿qué pretende obtener con ello?

El Profesor sonrió dulcemente.

–Ese es su trabajo… Sólo soy un científico poco práctico. Pero supongo que habrá un montón de aplicaciones. Y no diga nada a nadie; necesito conservarlo como una sorpresa.

 

Estaba ya acostumbrado a estas cosas, así que presenté mi informe al Profesor algunos días después. Busqué datos en la sección de producción con Heargreaves y fabricar el equipo parecía muy sencillo. Todas las piezas eran comunes; hasta el amplificador inverso no tenía misterio alguno cuando se conocía su composición. No resultaba difícil imaginar toda clases de usos para el invento y realmente me dejé llevar. En su estilo, era el mecanismo más inteligente que el Profesor había diseñado. Estaba convencido que podríamos convertirlo en una provechosa fuente de beneficios.

El Profesor leyó mi informe detenidamente. Pareció vacilar un poco en uno o dos puntos.

–No veo el modo de emprender la fabricación del Silenciador –dijo, bautizándolo por primera vez–. No disponemos de instalaciones ni de personal, y necesito dinero en el acto, no dentro de un año. Fenton llamó ayer para decirme que había encontrado un comprador para las patentes de Harvey. No me fío de él, pero quizá diga la verdad. La integradora es mucho más importante que esto.

Me sentí decepcionado.

–Podríamos vender la licencia a cualquiera de las grandes firmas de radio.

–Tal vez sea la mejor solución. Pero tengo que considerar uno o dos puntos más. Voy a darme una vuelta por Oxford.

–¿Por qué Oxford?

–Oh, no todos los buenos cerebros están en Cambridge…

No lo volvimos a ver en tres días. Cuando regresó, parecía bastante complacido consigo mismo. Pronto descubrimos el motivo. En el bolsillo traía un cheque de diez mil libras extendido a R. H. Harvey y endosado a Electron Products. Estaba firmado por Roderick Fenton.

El Profesor se instaló plácidamente en su despacho, sin reparar en nuestras miradas de furia. El más encolerizado era Anderson. Después de todo, se le suponía el director gerente. Pero lo que le ponía más fuera de sí era el hecho que Sir Roderick hubiera comprado el Silenciador. No podíamos admitirlo.

El Profesor parecía muy alegre mientras aguardaba a que nos calmáramos. Al parecer consiguió que Harvey vendiera el Silenciador a Fenton como invención suya, para camuflar con ello su verdadero origen. El financiero había quedado gratamente impresionado por el mecanismo y lo había adquirido sin vacilar. Si el Profesor deseaba conservarse al margen de la transacción, no podía haber escogido mejor intermediario que el cándido Dr. Harvey. Era la última persona de la que alguien sospecharía.

–Pero, ¿por qué se ha dirigido a este viejo ladrón? –nos lamentábamos–. Aunque obtuvo un buen precio, lo que ya es sorprendente de por sí, ¿no podía venderlo a una persona honrada?

–No importa –respondió el Profesor, abanicándose con el cheque–. No podemos despreciar diez mil libras por un mes de trabajo, ¿verdad? Ahora puedo comprar las patentes de Harvey y complacer al mismo tiempo a mis banqueros.

Esto fue todo lo que pudimos sonsacarle. Nos despedimos en un estado de incipiente rebelión, que continuó aunque la nueva calculadora absorbió todo nuestro tiempo durante las semanas sucesivas. Sir Roderick había entregado las preciosas patentes sin más dificultades. Probablemente se sentía muy satisfecho con su nuevo juguete.

El Silenciador Fenton apareció en el mercado con gran alarde de publicidad unos seis meses más tarde y casi causó sensación. El primer modelo fue ofrecido a la sala de lectura del Museo Británico y la propaganda que constituyó bien valía el costo de la instalación. Mientras los hospitales se apresuraban a encargar equipos, permanecíamos en un estado de mudo abatimiento, mirando acusadoramente al Profesor, que no parecía darle importancia.

Ignoro por qué Sir Roderick puso a la venta el silenciador portátil. Es probable que alguna persona interesada le sugiriera la idea. Se trataba de un juguete muy ingenioso, diseñado en forma de pequeña radio de transistores y, al principio, se ofreció solamente como novedad. Poco después, el público descubrió su utilidad en ambientes ruidosos. Y entonces…

Por pura casualidad, asistí al estreno de la sensacional ópera de Edward England. No es que yo sea especialmente aficionado a la ópera, pero un amigo tenía una entrada sobrante y me prometió que sería un espectáculo memorable. Y lo fue.

Los periódicos habían estado hablando de la ópera durante las últimas semanas, sobre todo por el revolucionario empleo de instrumentos eléctricos de percusión. La música de England había sido motivo de controversia durante años. Sus defensores y detractores libraron casi una batalla campal antes de la representación, pero ello no ofrecía nada de particular. La gerencia del Sadler’s Wells había dispuesto previsoramente de una cantidad desusada de policías y solamente se registraron algunos abucheos y rechiflas al alzarse el telón.

Por si no conoce usted la ópera, le diré que se trata de uno de esos dramas, fuertes y realistas, tan populares hoy. La acción se desarrolla en la última era victoriana, y los personajes principales son Sarah Stampe, la apasionada administradora de correos; Walter Partridge, el saturnino guardabosques, y el hijo del amo, cuyo nombre no recuerdo. Es la vieja historia del eterno triángulo, complicado con la aversión de los aldeanos hacia lo nuevo; en este caso, un sistema telegráfico que las viejas de la localidad predicen como perjudicial para la leche de las vacas y perturbador para la procreación de los corderos.

Ya sé que esto suena bastante confuso e improbable, pero las óperas siempre parecen ser de esta manera. Sea como fuere, no falta el conocido drama de los celos. El hijo del terrateniente no quiere casarse en la Oficina de Correos, y el guardabosques, enloquecido por su repulsa, trama el desquite. La tragedia alcanza su terrible clímax cuando la pobre Sarah, estrangulada con una cinta de hacer paquetes, es descubierta en el departamento de cartas no reclamadas dentro de un saco de correos. Los aldeanos cuelgan a Partridge del poste del telégrafo más próximo, con gran disgusto de los operarios encargados de la línea; el hijo del terrateniente se da a la bebida, o se va a las Colonias, y eso es todo.

Me imaginé toda la trama desde que comenzó la obertura. Quizá resulte una persona anticuada, pero, de todas formas, este género moderno me deja frío. Me gusta la música que tenga melodía, pero parece que nadie cultiva ya ese estilo. No tengo paciencia con estos compositores modernos… denme ustedes Bliss, Walton, Stravinsky, y otros músicos pasados de moda.

La cacofonía se extinguió entre vítores y rechifla, mientras se alzaba el telón. La escena se situaba en la plaza de la aldea, en Doddering Sloughleigh, alrededor de 1860. Entra la heroína leyendo postales llegadas en el correo matutino. Halla una carta dirigida al joven terrateniente y en seguida rompe a cantar.

El aria inicial de Sarah no fue tan mala como la obertura, pero sí bastante triste y austera. A juzgar por las apariencias, resultó tan penosa de cantar como lo fue de escuchar. Pero sólo tuvimos que escuchar los primeros compases, porque bruscamente descendió un familiar manto de silencio sobre el Teatro de la Ópera. Por un momento debí ser la única persona de aquel inmenso auditorio que sabía lo que había ocurrido. Todos parecían petrificados en sus butacas, al tiempo que los labios de la cantante seguían sin producir un sonido. Hasta que ella también comprendió la verdad. Su boca se abrió con lo que hubiera sido un chillido penetrante en cualquier otra circunstancia, y salió disparada hacia los bastidores entre un diluvio de postales.

Lamento confesar que lloré de risa durante los diez minutos siguientes. El caos fue indescriptible. Gran número de personas habían descubierto lo ocurrido y trataban de explicarlo a sus amigos. Pero, como es natural, no podían, y sus esfuerzos para lograrlo resultaban increíblemente cómicos. Al poco rato, comenzaron a pasarse trozos de papel y a mirarse también con recelo unos a otros. Sin embargo, el culpable gozaba de un buen escondite, porque no llegó a descubrirse.

¿Quién fue? Sí, supongo que es posible. Nadie podía sospechar de la orquesta. También pudo ser un motivo; no había reparado en ello. El caso es que los periódicos del día siguiente fueron implacables con Sir Roderick y exigieron una investigación. Las acciones de la Fenton Enterprises comenzaron a hacerse impopulares. Y el Profesor tenía un aspecto más alegre que en los días precedentes.

El episodio del Sadler’s Wells inició una avalancha de incidentes similares, no importantes, pero todos divertidos. Algunos de los responsables fueron capturados y, entre la consternación general, se descubrió que no existía ninguna ley que permitiera aplicarles una acusación. Mientras el Lord Canciller intentaba hacer extensiva al caso la Ley de Hechicerías, tuvo lugar el segundo escándalo grave.

Siempre tengo a mano un ejemplar del Hansard, pero al parecer alguien me lo quitó. Y mis sospechas se dirigen hacia el Profesor. ¿Recuerda usted aquel deplorable incidente? El Parlamento discutía los Presupuestos Civiles, los ánimos se iban caldeando y el Canciller del Echiquier golpeaba la mesa con los puños, cuando de repente se acalló el estrépito. Fue exactamente como en el caso del Sadler’s Wells, con la única excepción de que ahora todo el mundo conocía el motivo.

La sesión se convirtió en un silencioso pandemónium. Cada vez que un orador de la oposición se disponía para hablar, se borraba el campo sonoro y, de este modo, el debate se hizo unilateral. Las sospechas recayeron en un infortunado liberal a quien se le había ocurrido llevar una radio portátil. Fue prácticamente linchado, mientras prodigaba mudas protestas de inocencia. La radio quedó destrozada, pero los silencios continuaron. El locutor se levantó para intervenir y se le hizo callar. Esta fue la gota que derramó el vaso, y salió furioso de la sala, terminando el debate en un desorden sin precedentes.

 

Sir Roderick debía sentirse por aquel entonces muy enojado con el Silenciador, al que su nombre había quedado irrevocablemente unido por su propio engreimiento. Todo el mundo estaba furioso contra él. Pero nada realmente serio había ocurrido aún. Hasta que…

Poco tiempo antes, el Dr. Harvey nos había llamado para darnos la noticia de que Fenton lo necesitaba para diseñar un equipo de gran potencia, un pedido especial. El Profesor lo llevó a cabo, por unos honorarios bastante elevados. Por mi parte, continuaba muy sorprendido al ver que Harvey llevara adelante el fingimiento con tanto éxito, pero el caso es que Sir Roderick nunca sospechó nada. Obtuvo su supersilenciador, Harvey consiguió el mérito y el Profesor recibió el dinero al contado. Cada cual quedó satisfecho, incluso el cliente. Porque un par de días después del incidente en la Cámara de los Comunes, se produjo un robo en una joyería de Hatton Garden a primeras horas de la tarde, a plena luz del día. Lo más extraordinario del suceso fue que una caja de caudales había sido volada, sin que nadie oyera ni a los asaltantes ni la explosión.

¡El colmo! Esa fue precisamente la opinión de Scotland Yard. Y Sir Roderick comenzó a experimentar deseos de no haber oído hablar jamás del Silenciador. Podía probar, desde luego, que no tenía la menor idea del uso que pudiera hacerse del modelo especial encargado a su firma. Obviamente, la dirección del cliente había resultado falsa.

Al día siguiente, la mitad de los periódicos ostentaban grandes titulares:

 

“EL SILENCIADOR FENTON DEBE SER PROHIBIDO”

 

Su unanimidad hubiera parecido desconcertante de no saberse que el Profesor estableció desde tiempo atrás excelentes relaciones con todos los reporteros científicos del Fleet Street. Por otra extraña coincidencia, un agente de una compañía estadunidense visitó a Sir Roderick aquel mismo día con una oferta de compra inmediata del Silenciador. Su visita coincidió con la salida de los detectives, y cuando la resistencia de Sir Roderick se hallaba en su más bajo nivel. La transacción se llevó a efecto por veinte mil dólares y creo que el financiero quedó satisfecho de haberse desembarazado de las patentes.

El Profesor, por su parte, parecía muy alegre cuando nos llamó a su oficina la mañana siguiente.

–Creo que debo disculpas a todos ustedes –explicó–. Sé lo que sintieron cuando vendí el Silenciador. Sin embargo, lo recuperamos y creo que todos hemos hecho un buen trabajo, a excepción de Sir Roderick, cuyo corazón Dios bendiga.

–No presuma tanto –repuso Paul–. Tuvo una suerte loca, nada más.

El Profesor se mostró molesto.

–Admito que hubo algo de suerte –convino–. Pero no tanta como cree. ¿Recuerda mi excursión a Oxford después de recibir el informe de Fred?

–Sí. ¿Qué tiene que ver?

–Bueno, fui a ver al doctor Wilson, el sicólogo. ¿Conoce sus trabajos?

–No mucho.

–Lo suponía; no ha publicado aún sus conclusiones. Pero desarrolló lo que llama las matemáticas de la sicología social. Es muy complicado, pero asegura que es capaz de expresar las características de una sociedad en forma de determinante de un centenar de columnas. Si se quiere saber lo que ocurrirá en dicha sociedad en determinadas circunstancias –por ejemplo, cuando se aprueba una nueva ley– hay que multiplicar por otra matriz. ¿Capta la idea?

–Vagamente.

–Los resultados son puramente estadísticos, por supuesto. Es más una cuestión de probabilidades, como los seguros de vida, que de certidumbre. Tenía mis dudas acerca del Silenciador desde el principio, y me preguntaba qué ocurriría si no se restringiera su uso y su difusión. Wilson me lo explicó; no con detalle, naturalmente, sino en líneas generales. Predijo que si un uno por ciento, digamos, de la población los utilizaba, los silenciadores tendrían que ser prohibidos antes de un año. Y si elementos criminales comenzaban a usarlos, la perturbación surgiría mucho antes.

–¡Profesor! ¿No pretende decir que…?

–¡Santo Dios, no! ¿Por quién me ha tomado? Todo fue un golpe de suerte, aunque tenía que ocurrir más pronto o más tarde. Lo único que me sorprende es que haya pasado tanto tiempo sin que nadie pensara en ello.

Le miramos sin hablar.

–¿Qué otra cosa podía hacer? Necesitaba el Silenciador y el dinero. Corrí un albur y me salió bien.

–Sigo creyendo que es usted un tramposo –dijo Paul–. ¿Y qué piensa hacer con el aparato ahora que ha conseguido recuperarlo?

–Tendremos que aguardar hasta que se olvide todo este alboroto. Por lo que he comprobado, los aparatos vendidos por la Fenton Enterprises, volverán a sus talleres para ser reparados en el plazo de un año, así que podremos deshacernos de ellos. Entretanto, nuestros modelos estarán listos para salir al mercado, debidamente reformados, integrados en una estructura, por lo que no podrán ocasionar más accidentes. Y serán alquilados, no vendidos al contado. Tal vez les interesará saber que estoy esperando un importante pedido de la Empire Airways. Los cohetes atómicos producen un estrépito infernal y nadie hasta ahora ha sido capaz de amortiguarlo.

Tomó sus papeles y los estrujó cariñosamente.

–Este es un buen ejemplo de los inescrutables designios de la providencia. Les demostrará que la honradez siempre triunfa y que aquel cuya causa es justa…

Todos nos adelantamos al unísono. Y le costó bastante rato sacar la cabeza desde la papelera.

 

viernes, 28 de junio de 2024

Campaña de publicidad

Arthur C. Clarke

 

El estampido de la última bomba atómica parecía persistir en el aire cuando se encendieron las luces. Durante un buen rato nadie se movió. Después, el productor ayudante preguntó ingenuamente:

–Bueno, R. B., ¿qué te ha parecido?

R. B. se levantó de su asiento mientras sus acólitos esperaban a ver en qué dirección saltaría el gato. Entonces advirtieron que el puro de R. B. se había apagado. ¡Esto no había ocurrido ni en el avance de “G. W. T. W.”!

–¡Muchachos –exclamó, entusiasmado–, ¡aquí tenemos algo! ¿Cuánto dijiste que costó, Mike?

–Seis millones y medio.

–Relativamente barato. Les diré una cosa: me comeré todos los rollos si el total de ingresos no supera el de Quo Vadis –se volvió con toda la rapidez que podía esperarse de un tipo de su corpulencia hacia un hombrecillo que seguía agazapado en su asiento en el fondo de la sala de proyecciones–. ¡Despierta, Joe! ¡La Tierra se ha salvado! Has visto todas las películas del espacio. ¿Cómo la situarías, en relación con las anteriores?

–No hay punto de comparación –dijo Joe–. Tiene todo el suspense de La cosa, sin aquella horrible decepción al final, cuando te enteras de que el monstruo era un ser humano. La única película que se le acerca un poco es La guerra de los mundos. Algunos efectos especiales eran casi tan buenos como los nuestros; pero, desde luego, George Pal no tenía 3D. Y esto representa una gran diferencia. Cuando se derrumbaba el puente de Golden Gate, creí que el pilar se me venía encima…

–El trozo que me gustó más –dijo Tony Auerbach, de publicidad– es cuando el Empire State Building se raja por la mitad. Pero ¿no creen que los dueños podrían demandarnos?

–¿Por qué? Nadie espera que algún edificio pueda resistir a los… ¿cómo los llama el guion…?, demoledores de ciudades. Y, a fin de cuentas, arrasamos también todo el resto de Nueva York. ¡Uy… aquella escena en el Holland Tunnel, cuando se derrumba el techo! La próxima vez cogeré el ferry.

–Sí, estuvo muy bien realizada, casi demasiado bien. Pero lo que realmente me impresionó fueron aquellas criaturas del espacio. La animación es perfecta. ¿Cómo lo hiciste, Nike?

–Secreto profesional –declaró el orgulloso productor–. Sin embargo, te lo diré. Muchas cosas eran auténticas.

–¿Qué?

–Bueno, entiéndeme. No hemos estado en Sirio B. Pero en Cal Tech inventaron una microcámara y la empleamos para filmar arañas en acción. Insertamos las mejores tomas y creo que te costaría distinguir las que corresponden a la “micro” y las que se realizaron con el material normal del estudio. Ahora comprenderás por qué quería que los alienígenas fueran insectos y no pulpos, como decía al principio el guion.

–Un buen tema para la publicidad –señaló Tony–. Pero hay una cosa que me preocupa. Aquella escena donde los monstruos secuestran a Gloria. ¿Crees que el censor…? Quiero decir que tal como lo hemos hecho, casi parece…

–No te preocupes. Esto es lo que se cree que pensará la gente. De todos modos, en el rollo siguiente dejamos bien claro que en realidad la quieren para un trabajo de disección. Así que todo está bien.

–¡Será formidable! –exclamó R. B. con los ojos brillantes, como si ya estuviera viendo el alud de dólares cayendo en la caja–. ¡Vamos a invertir otro millón en publicidad! Ya me imagino los carteles, Tony. ¡OBSERVEN EL CIELO! ¡LLEGAN LOS DE SIRIO! Y haremos miles de modelos mecánicos. ¿Se los imaginan deslizándose de un lado a otro sobre sus patas peludas? Al público le encanta asustarse, y lo asustaremos. Cuando hayamos terminado, nadie será capaz de mirar al cielo sin que se le ponga la piel de gallina. Lo dejo en sus manos, muchachos. ¡Esta película hará historia!

Tenía razón. Monstruos del espacio conmovió al público dos meses más tarde. Al cabo de una semana del estreno simultáneo en Londres y Nueva York, tal vez no había nadie en el mundo occidental que no hubiera visto los carteles de ¡ALERTA, TIERRA! o que no se hubiera estremecido ante las fotografías de los monstruos peludos caminando por la desierta Quinta Avenida sobre sus delgadas patas de múltiples articulaciones. Dirigibles hábilmente disfrazados de naves espaciales surcaban el cielo, para confusión de los pilotos que se tropezaban con ellos, y había modelos mecánicos de los alienígenas invasores que volvían locas a las ancianas.

La campaña de publicidad fue brillante y la película se habría proyectado sin duda durante meses de no haber sido por una coincidencia tan desastrosa como imprevisible. Mientras todavía era noticia el número de personas que se desmayaban en cada representación, los cielos de la Tierra se llenaron de pronto de largas y delgadas sombras deslizándose rápidamente entre las nubes…

 

***

El príncipe Zervashni era bondadoso pero propenso a la impetuosidad, un defecto muy propio de su raza. No había motivos para suponer que su actual misión de establecer contacto pacífico con el planeta Tierra suscitara ningún problema especial. La técnica correcta de aproximación se había elaborado a fondo durante muchos miles de años, mientras el Tercer Imperio Galáctico ampliaba lentamente sus fronteras, absorbiendo planeta tras planeta, sol tras sol. Raras veces se tropezaba con dificultades: las razas realmente inteligentes pueden colaborar siempre, una vez superada la primera impresión de saber que no están solas en el universo.

Cierto que la humanidad había salido de su primitiva fase bélica hacía sólo una generación. Sin embargo, esto no preocupaba al primer consejero del príncipe Zervashni, Sigisnin II, profesor de astropolítica.

–Es la típica cultura de Clase E –dijo el profesor–. Avanzada en el aspecto técnico, pero bastante atrasada moralmente. Sin embargo, ya están acostumbrados al concepto de vuelo espacial y pronto nos reconocerán. Serán suficientes las precauciones normales hasta que nos ganemos su confianza.

–Muy bien –dijo el príncipe–. Di a los enviados que partan enseguida.

Fue una desgracia que las “precauciones normales” no abarcaran la campaña de publicidad de Tony Auerbach, que ahora había alcanzado nuevas alturas de xenofobia interplanetaria. Los embajadores aterrizaron en el Central Park de Nueva York el mismo día en que un eminente astrónomo en apurada situación económica, y por ende susceptible a las influencias, anunció, en una entrevista ampliamente difundida, que cualquier visitante del espacio sería probablemente hostil.

Los infortunados embajadores, que se dirigían a la sede de las Naciones Unidas, habían llegado a la calle 60 cuando tropezaron con la turba. La batalla no pudo ser más desigual, y los científicos del Museo de Historia Natural lamentaron que hubieran quedado tan pocos restos para poder examinarlos.

El príncipe Zervashni hizo otro intento, en el otro lado del planeta, pero la noticia ya había llegado hasta allí. Esta vez los embajadores iban armados y vendieron caras sus vidas antes de sucumbir bajo la superioridad numérica de sus atacantes. Aun así, el príncipe no perdió la calma y hasta que su flota fue atacada con misiles, no decidió emprender una acción drástica.

Entonces, todo terminó en veinte minutos y fue realmente indoloro. Después, el príncipe se volvió a su consejero y dijo, subestimando considerablemente la situación:

–Parece que tenía que ser así. Y ahora, ¿puedes comunicarme exactamente qué es lo que salió mal?

Sigisnin II cruzó los doce dedos flexibles con no disimulada angustia. No era sólo el espectáculo de la Tierra totalmente desinfectada lo que lo afligía, aunque para un científico la destrucción de unos bellos ejemplares es siempre una gran tragedia. Lo preocupante era también la destrucción de sus teorías, y por consiguiente, de su fama.

–¡No lo comprendo! –se lamentó–. Desde luego, las razas que se encuentran en este nivel cultural a menudo son recelosas y se muestran inquietas cuando se establece el primer contacto. Pero estos no habían tenido nunca visitantes y, por consiguiente, no había motivo para que se mostraran hostiles.

–¿Hostiles? ¡Eran demonios! Creo que todos estaban locos.

El príncipe se volvió a su capitán, una criatura con tres piernas que parecía un ovillo de lana sostenido por tres agujas de tejer.

–¿Se ha reunido la flota?

–Sí, señor.

–Entonces regresaremos a la Base a toda velocidad. Este planeta me deprime.

En la Tierra muerta y silenciosa los carteles seguían pregonando sus avisos en mil vallas de publicidad. Las malignas formas de insectos que se representaban cayendo del cielo no se parecían en absoluto al príncipe Zervashni, que, aparte de sus cuatro ojos, hubiera podido confundirse con un panda de piel púrpura, y que además habían venido de Rigel, no de Sirio.

Pero ahora era ya demasiado tarde para fijarse en estas cosas.

 

viernes, 22 de marzo de 2024

El centinela

Arthur C. Clarke

 

La próxima vez que vea la luna llena en lo alto, hacia el Sur, mire con atención a su reborde a mano derecha y deje a su ojo viajar hacia arriba a lo largo de la curva del disco. Alrededor de las dos del reloj, observará un círculo pequeño y oscuro. Cualquiera con una visión normal lo encontrará con bastante facilidad. Se trata de la gran llanura amurallada, una de las mejores de la Luna y que se conoce como Mare Crisium, el Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi rodeada por completo por un anillo de magníficas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1996.

Nuestra expedición era bastante importante. Teníamos dos pesados cargueros que habían traído en vuelo nuestros suministros y equipo desde la base lunar principal situada en el Mare Serenitatis, a unos ochocientos kilómetros de allí. Había también tres pequeños cohetes previstos para transportes de escaso radio de acción sobre aquellas regiones que nuestros vehículos de superficie no pudieran cruzar. Por suerte, la mayor parte del Mare Crisium es completamente llana. No existen ninguna de las grandes grietas tan frecuentes y peligrosas en otras partes, y son muy pocos los cráteres o montañas de cualquier tamaño. Por lo que sabíamos, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían la menor dificultad en llevarnos adonde quisiéramos.

Yo era geólogo, o mejor dicho selenólogo, si se desea ser pedante, al mando del grupo de exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido ya, en una semana, unos ciento cincuenta kilómetros, bordeando las faldas de las montañas a lo largo de la orilla de lo que en un tiempo fue un mar, unos mil millones de años atrás. Cuando la vida se iniciaba en la Tierra, aquí ya se hallaba moribunda. Las aguas se retiraban de los flancos de aquellos estupendos riscos, hacia el vacío corazón de la Luna. Por el territorio que cruzábamos, aquel océano sin mareas había tenido un día más de treinta kilómetros de profundidad, y ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se encontraba en cavernas en las que la ardiente luz del sol no penetraba jamás.

Habíamos empezado nuestro viaje a primera hora del lento amanecer lunar, y faltaba todavía una semana, según el tiempo de la Tierra, para que cayese la noche. Media docena de veces al día debíamos abandonar nuestros vehículos y salir con los trajes espaciales en busca de minerales interesantes, o a colocar marcas que sirvieran de guía a futuros viajeros. Se trataba de una rutina monótona. No existe nada peligroso, ni siquiera excitante, en una exploración lunar. Podíamos vivir con toda comodidad durante un mes en nuestros tractores presurizados y, si nos enfrentábamos con algún problema, siempre podíamos recurrir a la radio para pedir ayuda y esperar hasta que cualquier nave espacial acudiera a rescatarnos.

Acabo de decir que no hay nada excitante en la exploración lunar; pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno puede llegar a cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más escarpadas que las de la Tierra. Mientras rodeábamos los cabos y promontorios de aquel mar desaparecido, no sabíamos jamás qué nuevos esplendores se nos revelarían. Toda la curva sur del Mare Crisium forma un vasto delta donde, en un tiempo, una serie de ríos se abrieron camino hacia el océano, alimentados tal vez por las lluvias torrenciales que debieron batir las montañas en la breve era volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una invitación, desafiándonos a trepar por ellos hacia las desconocidas tierras altas que se hallaban más allá. Pero teníamos que cubrir aún unos ciento cincuenta kilómetros y sólo podíamos mirar con deseo aquellas alturas que otros escalarían.

A bordo del tractor conservábamos el horario de la Tierra. Y, a las 22.00 en punto, teníamos que enviar el mensaje de radio a la Base y cerrar el contacto por ese día. Afuera, las rocas arderían aún bajo un sol casi vertical; sin embargo, para nosotros, sería de noche hasta que despertásemos de nuevo ocho horas después. Luego, uno de los que estábamos allí prepararía el desayuno, se escucharía un gran ronroneo de máquinas de afeitar eléctricas y alguno conectaría la radio de onda corta emitida desde la Tierra. Asimismo, cuando el olor de las salchichas fritas comenzara a llenar la cabina, resultaría difícil creer que no nos hallábamos de regreso en nuestro propio mundo. Hasta tal punto era todo tan normal y hogareño, si dejábamos de lado la sensación de haber disminuido de peso y la poco natural lentitud con que caían los objetos.

Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal, que hacía las veces de cocina. Después de tantos años, puedo recordar aquel momento de una forma muy vívida, puesto que en la radio acababan de tocar una de mis melodías favoritas, la antigua tonada galesa de David en la Roca Blanca. Nuestro conductor ya estaba fuera, con su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, se encontraba delante, en la posición de control, realizando algunas anotaciones en el Diario del día anterior.

Mientras me hallaba de pie al lado de la sartén, aguardando, como cualquier ama de casa terrestre, a que se dorasen las salchichas, dejé que mi mirada errara ociosa por las paredes de la montaña que cubrían todo el horizonte sur y se extendían, hasta perderse de vista, hacia el Este y el Oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a sólo unos tres kilómetros del tractor; sin embargo, yo sabía que la más cercana se hallaba a treinta kilómetros. Naturalmente, en la Luna no se pierden los detalles con la distancia, pues no existe ninguna de las casi imperceptibles neblinas que, en la Tierra, tamizan y a veces desfiguran las cosas lejanas.

Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y ascendían abruptamente desde la llanura, como si unas eras atrás alguna erupción subterránea las hubiese lanzado hacia el cielo a través de la fundida corteza. Incluso la base de la más cercana quedaba oculta por la curvadísima superficie de la llanura, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y, desde donde yo me encontraba, el horizonte se hallaba a sólo unos tres kilómetros.

Alcé los ojos hacia los picos a los que no había ascendido jamás ningún hombre, unas cumbres que, antes del principio de la vida terrestre, habían contemplado los océanos en retirada hundiéndose sombríamente en sus tumbas y llevándose consigo la esperanza y la promesa del mañana de un mundo. La luz solar se estrellaba contra las cumbres con un resplandor que hacía daño a la vista; aunque, sólo un poco por encima de ellas, las estrellas alumbraban con firmeza en un cielo más negro que en cualquier noche invernal de la Tierra.

Estaba ya volviéndome, cuando mi ojo captó un reflejo metálico en lo alto de la arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, unos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Se trataba de un punto de luz impreciso, como si una estrella hubiese sido arrancada del cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna pulida superficie rocosa captaba la luz solar y hacía las veces de un heliógrafo directamente hacia mis ojos. Cosas de este tipo no eran raras. A veces, cuando la Luna se encuentra en su segundo cuarto, los observadores de la Tierra ven las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arder con una iridiscencia de un azul blanquecino, pues la luz del Sol destella desde sus faldas y salta de nuevo de un mundo a otro. No obstante, tuve curiosidad por saber qué clase de roca podía brillar allí con tanta intensidad. Subí a la torre de observación e hice girar hacia el Oeste nuestro telescopio de diez centímetros, vi lo suficiente como para quedar tentado. Muy claro y nítido en el campo de visión, los picos de la montaña parecían encontrarse a menos de un kilómetro; Pero aquello que atrapaba la luz solar era demasiado pequeño para ser captado. Sin embargo, parecía poseer una simetría elusiva. Y la cumbre sobre la que descansaba era curiosamente plana. Contemplé aquel resplandeciente enigma, forzando durante un buen rato mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor a quemado procedente de la cocina me dijo que nuestras salchichas para el desayuno habían efectuado en vano un viaje de más de cuatrocientos mil kilómetros.

Toda aquella mañana, estuvimos discutiendo durante nuestro recorrido a través del Mare Crisium, mientras las montañas orientales se alzaban cada vez más hacia el cielo. Incluso cuando buscábamos nuestros trajes espaciales, la discusión continuó por radio. Era del todo seguro, argumentaban mis compañeros, que jamás se había visto ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivientes que hubieran podido existir allí eran algunas plantas primitivas y sus un poco menos degenerados antepasados. Sabía todo aquello lo mismo que cualquiera; sin embargo, hay ocasiones en las que un científico no debe tener miedo a hacer un poco el ridículo.

–Escúchenme –les dije al fin–. Voy a ir allí, aunque sólo sea para quedarme tranquilo. Esa montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura; es decir, sólo setecientos según la gravedad terrestre, y puedo hacer el recorrido a lo sumo en veinte horas. Siempre he deseado, por otra parte, escalar esas montañas, y esto me proporciona una excusa excelente.

–Si no te rompes el cuello –respondió Garnett–, te convertirás en el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. Y, a partir de ahora, esa montaña empezará a llamarse la Locura de Wilson.

–No me romperé el cuello –repliqué con firmeza–. ¿Quién fue el primer hombre que trepó a Pico Helicón?

–¿Pero no eras bastante más joven en aquella época? –preguntó Louis en tono amable.

–Eso –repliqué con suma dignidad– es una razón tan buena como cualquier otra para desear ir.

Aquella noche nos acostamos temprano, tras llevar el tractor hasta un kilómetro del promontorio. Garnett vendría conmigo por la mañana. Era un buen alpinista y me había acompañado con frecuencia en hazañas de aquel tipo. Nuestro conductor quedó muy complacido de que lo dejáramos al mando de la máquina.

A primera vista, aquellos acantilados parecían por completo inescalables; sin embargo, para cualquiera que tenga una cabeza firme que aguante las alturas, es fácil trepar en un mundo donde todos los pesos son sólo de una sexta parte de su valor normal. El peligro auténtico en el montañismo lunar radica en la excesiva confianza. Una caída de doscientos metros en la Luna, te puede matar exactamente igual que una de treinta en la Tierra.

Hicimos nuestra primera parada en una amplia repisa a unos mil trescientos metros por encima de la llanura. La ascensión no había sido difícil; pero tenía los miembros un poco envarados a causa del desacostumbrado esfuerzo, y me alegró poder descansar. Aún veíamos el tractor como un pequeño insecto metálico, muy alejado al pie del acantilado, e informamos de nuestro avance al conductor antes de comenzar la siguiente etapa de ascensión.

En el interior de nuestros trajes reinaba un confortable frescor, puesto que las unidades de refrigeración luchaban contra el implacable sol y eliminaban el calor corporal de nuestro esfuerzo. Apenas nos hablábamos, excepto para pasarnos instrucciones acerca de la ascensión y para discutir el mejor plan de subida. No sabía lo que pensaba Garnett. Probablemente, que aquélla era la aventura más descabellada en la que jamás se había embarcado. Yo estaba más que a medias de acuerdo con él; pero la alegría de la ascensión, saber que ningún hombre había hollado aquel camino antes y el entusiasmo que proporcionaba el paisaje al ampliarse cada vez más ante nosotros, me iba concediendo toda la recompensa que anhelaba.

No creo haber sentido una particular excitación al ver delante de nosotros la pared de roca que había inspeccionado por primera vez con el telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se elevaba a unos veinte metros por encima de nuestras cabezas; y allí, en la meseta, se encontraría la cosa que me había llevado hasta ese lugar por aquellos desolados parajes. Seguramente no se trataría más que de una roca astillada muchísimos años atrás por la caída de un meteorito, y que conservaba sus planos de escisión aún frescos y brillantes en aquella quietud incorruptible e inmutable.

No había en la parte delantera de la roca ningún lugar donde asirse con las manos, y tendríamos que emplear un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar nueva fuerza al hacer girar sobre mi cabeza el ancla metálica tridentada y lanzarla en la dirección de las estrellas. La primera vez no agarró y cayó con lentitud al tirar de la cuerda. Al tercer intento, los dientes se clavaron con firmeza, y el peso de los dos juntos ya no fue capaz de arrancarlos.

Garnett me miró con ansiedad. Me pareció que quería ser el primero, pero le sonreí desde el cristal de mi casco y meneé la cabeza. Muy despacio, tomándome tiempo, emprendí la ascensión final.

Incluso con mi traje espacial, aquí sólo pesaba unos veinte kilos. Me izaba con una mano tras otra, sin preocuparme de emplear los pies. Al llegar al borde, hice una pausa y una seña a mi compañero, tras lo cual acabé de subir por el filo. Me puse de pie y miré ante mí.

Deben comprender que, hasta este momento, había estado convencido casi por completo de que allí no habría nada extraño o fuera de lo corriente. Casi. Pero no por completo. Aquella tentadora duda era la que me había impulsado a seguir adelante. Pues ahora ya no había duda; pero el misterio sólo acababa de comenzar.

Me hallaba de pie en una meseta como de unos treinta metros de diámetro. En un tiempo había sido lisa por completo (demasiado lisa para ser natural); pero las caídas de meteoritos habían marcado y perforado su superficie a través de inmensurables eones. Lo habían aplanado para soportar una estructura reluciente y más o menos piramidal, que doblaba en altura a un hombre, y que se hallaba empotrada en la roca como una joya gigantesca y de múltiples facetas.

Probablemente, en aquellos primeros segundos, ninguna emoción llenó en absoluto mi mente. Luego, sentí una euforia inmensa y una alegría extraña e inexpresable. En realidad, amaba a la Luna, y ahora supe que el moho rastrero de Aristarco y Eratóstenes no había sido la única vida que albergó durante su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. A fin de cuentas, había existido una civilización lunar, y yo era el primero que la había encontrado. Haber llegado tal vez con un centenar de millones de años de retraso no me turbaba lo más mínimo. Era suficiente haber podido llegar.

Mi mente empezó a funcionar con normalidad, para analizar y plantear preguntas. ¿Se trataba de un edificio, un santuario, o algo para lo que mi idioma carecía de denominación? Si era un edificio, ¿por qué lo habían construido en un lugar tan poco accesible? Me pregunté si aquello sería un templo, y me imaginé a los adeptos de alguna extraña fe clamando a sus dioses para que los salvasen mientras la vida de la Luna refluía junto con los agonizantes océanos; y apelando en vano a sus deidades…

Avancé una docena de pasos para examinar aquello desde más cerca. Pero un sentido de precaución me contuvo de aproximarme demasiado. Sabía un poco de arqueología, y traté de deducir el nivel cultural de la civilización que había limado aquella montaña y alzado aquellas superficies relucientes de espejo que aún me deslumbraban los ojos.

Pensé que los egipcios podrían haber hecho algo así, si sus obreros hubiesen poseído algunos materiales más extraños que los empleados por aquellos arquitectos mucho más antiguos. Por lo reducido de aquella cosa, no se me ocurrió que pudiera estar contemplando la obra de una raza mucho más avanzada que la mía. La idea de que en la Luna hubiese habido inteligencia era demasiado tremenda para captarla, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.

Luego, me percaté de algo que me produjo un escalofrío en la nuca, una cosa tan trivial y tan inocente que muchos jamás se habrían fijado en ello. Ya he explicado que la meseta presentaba las cicatrices producidas por los meteoritos; pero estaba también revestida de unos centímetros de polvo cósmico, algo que siempre se filtra a la superficie de cualquier mundo donde no hay vientos que lo perturben. Sin embargo, el polvo y las cicatrices terminaban de pronto en un amplio círculo que rodeaba la pequeña pirámide, como si una pared invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo desde el espacio.

Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado llamando desde hacía rato. Anduve vacilante hasta el borde del risco y le hice señales para que se reuniera conmigo, pues no confiaba en mí lo suficiente para expresarlo con palabras. Luego, regresé hacia el círculo en el polvo. Recogí un fragmento de roca astillada y lo lancé con suavidad contra el brillante enigma. Si el guijarro se hubiese desvanecido en aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido; pero pareció alcanzar una superficie semiesférica Y suave, y se deslizó blandamente hasta el suelo.

Supe que estaba mirando algo que no podía compararse con la antigüedad de mi propia raza. No era un edificio, sino una máquina, y que se protegía con unas fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, fuesen las que fuesen, operaban todavía, y tal vez me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había atrapado y domesticado durante el siglo pasado. Según mis conocimientos, podía muy bien hallarme condenado de forma irrevocable, como si hubiese penetrado, sin llevar protección, en el aura mortífera de una pila atómica.

Recuerdo que entonces me volví hacia Garnett, que se había reunido conmigo y que se hallaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía como olvidado de mí. No quise molestarle y me dirigí al borde del acantilado en un esfuerzo por ordenar mis pensamientos. Allá, debajo de mí, yacía el Mare Crisium (precisamente el Mar de las Crisis), extraño y raro para la mayoría de los hombres; pero familiar y tranquilizador para mí. Alcé los ojos hacia el creciente de la Tierra, que yacía entre su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían cubierto sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores finalizaron su tarea. ¿Se encontraba en la selva llena de vapores del Carbonífero, en la desolada costa sobre la cual habían trepado los primeros anfibios para conquistar la tierra, o más temprano aún, en la larga soledad que precedió a la llegada de la vida?

No me pregunten por qué no adiviné antes la verdad, esa verdad que ahora me parece tan obvia. En la primera excitación de mi descubrimiento, di por supuesto, sin ponerlo en tela de juicio, que aquella aparición cristalina la había construido alguna raza perteneciente al pasado remoto de la Luna. Pero, de repente, y con una fuerza abrumadora, tuve la convicción de que se trataba de alguien tan ajeno a la Luna como yo mismo.

Durante veinte años no había encontrado la menor traza de vida excepto algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su destino, podía haber dejado algo más que un simple testimonio de su existencia.

Miré de nuevo la reluciente pirámide, y me pareció más remota que cualquier otra cosa que tuviera algo que ver con la Luna. De pronto, me estremecí con una loca e histérica risa, producto de la excitación y del esfuerzo. Me había imaginado que aquella pequeña pirámide me hablaba y me decía:

–Lo siento, pero yo también soy un extraño aquí.

 

Hemos tardado veinte años en quebrantar ese invisible escudo para llegar a la máquina que se encontraba dentro de aquellas paredes cristalinas. Lo que no podíamos entender, lo rompimos al fin con la fuerza salvaje de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella cosa hermosa y resplandeciente que encontré en lo alto de la montaña.

No tienen el menor sentido. El mecanismo, si es que se trataba de algún mecanismo, de la pirámide pertenece a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, tal vez sea la tecnología propia de las fuerzas parafísicas.

El misterio nos obsesiona mucho más ahora que se ha llegado a los otros planetas y que sabemos que sólo la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente en nuestro Universo. Tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo ha podido construir esa máquina, puesto que el grosor del polvo espacial que había sobre la meseta nos permitió calcular su edad. Se depositó encima de la montaña antes de que la vida emergiera de los océanos de la Tierra.

Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su edad actual, “algo” procedente de las estrellas, pasó a través del Sistema solar, dejó aquella señal de su paso y siguió su camino. Hasta que la destruimos, esa máquina siguió cumpliendo la misión de sus constructores. En cuanto a cuál era esa misión, he aquí lo que conjeturo:

Hay cerca de cien mil millones de estrellas que giran en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo otras razas en los mundos de otros soles debieron haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado ahora. Piensen en esas civilizaciones, muy alejadas en el tiempo, en el mortecino resplandor que siguió a la Creación, dueños de un Universo tan joven que la vida sólo había llegado a unos cuantos mundos.

Debieron hallarse en una soledad que no podemos imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Debieron haber estado buscando en los cúmulos de estrellas, lo mismo que nosotros hemos buscado en los planetas. En todas partes existirían mundos; pero vacíos o poblados de cosas sin mente que se arrastraban. Así era nuestra propia Tierra, con el humo de los grandes volcanes manchando todavía los cielos, cuando la primera nave de los pueblos del amanecer se deslizó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos exteriores, sabiendo que la vida no podría desempeñar ningún papel en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose con el Sol y aguardando a que comenzasen sus historias.

Aquellos vagabundos debieron mirar hacia la Tierra, que giraba a salvo en la estrecha zona entre el fuego y el hielo, y debieron pensar que era la favorita de los hijos del Sol. En un futuro distante, habría allí inteligencia; pero tenían aún incontables estrellas ante ellos, y tal vez no volviesen nunca más por este camino.

Dejaron, pues, un centinela, uno de los millones que habían esparcido a través del Universo, para que vigilase todos los mundos en los que había una promesa de vida. Era un faro que, a través de todas las edades, ha estado señalando en silencio el hecho de que nadie lo había descubierto todavía.

Tal vez entenderán ahora por qué la pirámide de cristal se alzó sobre la Luna en lugar de alzarse sobre la Tierra. Sus constructores no se preocupaban de las razas que aún se esforzaban desde su estado salvaje. De nuestra civilización sólo podía interesarles que demostráramos aptitud para sobrevivir, para cruzar el espacio y escapar de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío al que todas las razas inteligentes deben hacer frente más tarde o más temprano. Se trata de un reto doble, porque depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última elección entre la vida y la muerte.

Una vez hubiéramos superado aquella crisis, sólo sería cuestión de tiempo que encontráramos la pirámide y la abriéramos. Ahora, sus señales han cesado, y aquellos cuyo deber sea ése volverán sus mentes hacia la Tierra. Tal vez deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben ser ya viejos, muy viejos, y los ancianos sienten muchas veces unos celos enfermizos de los jóvenes.

Ahora ya no puedo mirar hacia la Vía Láctea sin preguntarme desde cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonan un lugar común muy socorrido, diré que hemos roto el cristal de la alarma contra incendios y lo único que tenemos que hacer es esperar.

Pero no creo que debamos esperar demasiado.