Arthur C. Clarke
El estampido de la última bomba atómica parecía persistir en el aire cuando
se encendieron las luces. Durante un buen rato nadie se movió. Después, el productor
ayudante preguntó ingenuamente:
–Bueno, R. B., ¿qué te ha parecido?
R. B. se levantó de su asiento mientras sus acólitos
esperaban a ver en qué dirección saltaría el gato. Entonces advirtieron que el puro
de R. B. se había apagado. ¡Esto no había ocurrido ni en el avance de “G. W. T.
W.”!
–¡Muchachos –exclamó, entusiasmado–, ¡aquí tenemos algo!
¿Cuánto dijiste que costó, Mike?
–Seis millones y medio.
–Relativamente barato. Les diré una cosa: me comeré
todos los rollos si el total de ingresos no supera el de Quo Vadis –se volvió
con toda la rapidez que podía esperarse de un tipo de su corpulencia hacia un hombrecillo
que seguía agazapado en su asiento en el fondo de la sala de proyecciones–. ¡Despierta,
Joe! ¡La Tierra se ha salvado! Has visto todas las películas del espacio. ¿Cómo
la situarías, en relación con las anteriores?
–No hay punto de comparación –dijo Joe–. Tiene todo
el suspense de La cosa, sin aquella horrible decepción al final, cuando te
enteras de que el monstruo era un ser humano. La única película que se le acerca
un poco es La guerra de los mundos. Algunos efectos especiales eran casi
tan buenos como los nuestros; pero, desde luego, George Pal no tenía 3D. Y esto
representa una gran diferencia. Cuando se derrumbaba el puente de Golden Gate, creí
que el pilar se me venía encima…
–El trozo que me gustó más –dijo Tony Auerbach, de publicidad–
es cuando el Empire State Building se raja por la mitad. Pero ¿no creen que los
dueños podrían demandarnos?
–¿Por qué? Nadie espera que algún edificio pueda resistir
a los… ¿cómo los llama el guion…?, demoledores de ciudades. Y, a fin de cuentas,
arrasamos también todo el resto de Nueva York. ¡Uy… aquella escena en el Holland
Tunnel, cuando se derrumba el techo! La próxima vez cogeré el ferry.
–Sí, estuvo muy bien realizada, casi demasiado bien.
Pero lo que realmente me impresionó fueron aquellas criaturas del espacio. La animación
es perfecta. ¿Cómo lo hiciste, Nike?
–Secreto profesional –declaró el orgulloso productor–.
Sin embargo, te lo diré. Muchas cosas eran auténticas.
–¿Qué?
–Bueno, entiéndeme. No hemos estado en Sirio B. Pero
en Cal Tech inventaron una microcámara y la empleamos para filmar arañas en acción.
Insertamos las mejores tomas y creo que te costaría distinguir las que corresponden
a la “micro” y las que se realizaron con el material normal del estudio. Ahora comprenderás
por qué quería que los alienígenas fueran insectos y no pulpos, como decía al principio
el guion.
–Un buen tema para la publicidad –señaló Tony–. Pero
hay una cosa que me preocupa. Aquella escena donde los monstruos secuestran a Gloria.
¿Crees que el censor…? Quiero decir que tal como lo hemos hecho, casi parece…
–No te preocupes. Esto es lo que se cree que pensará
la gente. De todos modos, en el rollo siguiente dejamos bien claro que en realidad
la quieren para un trabajo de disección. Así que todo está bien.
–¡Será formidable! –exclamó R. B. con los ojos brillantes,
como si ya estuviera viendo el alud de dólares cayendo en la caja–. ¡Vamos a invertir
otro millón en publicidad! Ya me imagino los carteles, Tony. ¡OBSERVEN EL CIELO!
¡LLEGAN LOS DE SIRIO! Y haremos miles de modelos mecánicos. ¿Se los imaginan deslizándose
de un lado a otro sobre sus patas peludas? Al público le encanta asustarse, y lo
asustaremos. Cuando hayamos terminado, nadie será capaz de mirar al cielo sin que
se le ponga la piel de gallina. Lo dejo en sus manos, muchachos. ¡Esta película
hará historia!
Tenía razón. Monstruos del espacio conmovió al
público dos meses más tarde. Al cabo de una semana del estreno simultáneo en Londres
y Nueva York, tal vez no había nadie en el mundo occidental que no hubiera visto
los carteles de ¡ALERTA, TIERRA! o que no se hubiera estremecido ante las fotografías
de los monstruos peludos caminando por la desierta Quinta Avenida sobre sus delgadas
patas de múltiples articulaciones. Dirigibles hábilmente disfrazados de naves espaciales
surcaban el cielo, para confusión de los pilotos que se tropezaban con ellos, y
había modelos mecánicos de los alienígenas invasores que volvían locas a las ancianas.
La campaña de publicidad fue brillante y la película
se habría proyectado sin duda durante meses de no haber sido por una coincidencia
tan desastrosa como imprevisible. Mientras todavía era noticia el número de personas
que se desmayaban en cada representación, los cielos de la Tierra se llenaron de
pronto de largas y delgadas sombras deslizándose rápidamente entre las nubes…
***
El príncipe Zervashni era bondadoso pero propenso a la impetuosidad, un defecto
muy propio de su raza. No había motivos para suponer que su actual misión de establecer
contacto pacífico con el planeta Tierra suscitara ningún problema especial. La técnica
correcta de aproximación se había elaborado a fondo durante muchos miles de años,
mientras el Tercer Imperio Galáctico ampliaba lentamente sus fronteras, absorbiendo
planeta tras planeta, sol tras sol. Raras veces se tropezaba con dificultades: las
razas realmente inteligentes pueden colaborar siempre, una vez superada la primera
impresión de saber que no están solas en el universo.
Cierto que la humanidad había salido de su primitiva
fase bélica hacía sólo una generación. Sin embargo, esto no preocupaba al primer
consejero del príncipe Zervashni, Sigisnin II, profesor de astropolítica.
–Es la típica cultura de Clase E –dijo el profesor–.
Avanzada en el aspecto técnico, pero bastante atrasada moralmente. Sin embargo,
ya están acostumbrados al concepto de vuelo espacial y pronto nos reconocerán. Serán
suficientes las precauciones normales hasta que nos ganemos su confianza.
–Muy bien –dijo el príncipe–. Di a los enviados que
partan enseguida.
Fue una desgracia que las “precauciones normales” no
abarcaran la campaña de publicidad de Tony Auerbach, que ahora había alcanzado nuevas
alturas de xenofobia interplanetaria. Los embajadores aterrizaron en el Central
Park de Nueva York el mismo día en que un eminente astrónomo en apurada situación
económica, y por ende susceptible a las influencias, anunció, en una entrevista
ampliamente difundida, que cualquier visitante del espacio sería probablemente hostil.
Los infortunados embajadores, que se dirigían a la sede
de las Naciones Unidas, habían llegado a la calle 60 cuando tropezaron con la turba.
La batalla no pudo ser más desigual, y los científicos del Museo de Historia Natural
lamentaron que hubieran quedado tan pocos restos para poder examinarlos.
El príncipe Zervashni hizo otro intento, en el otro
lado del planeta, pero la noticia ya había llegado hasta allí. Esta vez los embajadores
iban armados y vendieron caras sus vidas antes de sucumbir bajo la superioridad
numérica de sus atacantes. Aun así, el príncipe no perdió la calma y hasta que su
flota fue atacada con misiles, no decidió emprender una acción drástica.
Entonces, todo terminó en veinte minutos y fue realmente
indoloro. Después, el príncipe se volvió a su consejero y dijo, subestimando considerablemente
la situación:
–Parece que tenía que ser así. Y ahora, ¿puedes comunicarme
exactamente qué es lo que salió mal?
Sigisnin II cruzó los doce dedos flexibles con no disimulada
angustia. No era sólo el espectáculo de la Tierra totalmente desinfectada lo que
lo afligía, aunque para un científico la destrucción de unos bellos ejemplares es
siempre una gran tragedia. Lo preocupante era también la destrucción de sus teorías,
y por consiguiente, de su fama.
–¡No lo comprendo! –se lamentó–. Desde luego, las razas
que se encuentran en este nivel cultural a menudo son recelosas y se muestran inquietas
cuando se establece el primer contacto. Pero estos no habían tenido nunca visitantes
y, por consiguiente, no había motivo para que se mostraran hostiles.
–¿Hostiles? ¡Eran demonios! Creo que todos estaban locos.
El príncipe se volvió a su capitán, una criatura con
tres piernas que parecía un ovillo de lana sostenido por tres agujas de tejer.
–¿Se ha reunido la flota?
–Sí, señor.
–Entonces regresaremos a la Base a toda velocidad. Este
planeta me deprime.
En la Tierra muerta y silenciosa los carteles seguían
pregonando sus avisos en mil vallas de publicidad. Las malignas formas de insectos
que se representaban cayendo del cielo no se parecían en absoluto al príncipe Zervashni,
que, aparte de sus cuatro ojos, hubiera podido confundirse con un panda de piel
púrpura, y que además habían venido de Rigel, no de Sirio.
Pero ahora era ya demasiado tarde para fijarse en estas
cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario