Abelardo Castillo
Cuesta, Anselmo Arana, da trabajo llegar y, algunas noches,
hasta miedo. Hay que tener lo que hace falta, tripas fuertes y mano pesada. Hay
que sacrificar gente si hace falta: un hombre boca arriba en una zanja, o una mujer,
que cualquier día estorba. Vivir como quien tira los baúles en un naufragio. Hay
que abrirse paso y pisar firme como los que saben qué quieren y adónde van, para
llegar a esta noche de verano y a este cruce de calles donde flamean canelones con
su nombre y se oyen petardos y voces que gritan Intendente y gritan que hable, y
usted va a subir y a hablarles sin importarle mucho las palabras, sin importarle
mucho ninguna cosa, como siempre, ni el Partido ni el estruendo de los aplausos
ni esas mujeres chillonas de ahí abajo ni los tapes del Comité rodeándolo ahora
mientras sube, ellos con el bulto del revólver bajo el saco protegiendo a don Anselmo
como usted antes al doctor, porque el doctor tampoco se rebajó nunca a usar más
arma que su gente: la gente. Y eso también se aprende, como se aprende a decir redondas
las palabras, difíciles, dando ahí arriba la impresión de estar mirando a todo el
mundo en los ojos (pero mirándote únicamente a vos, nicoleño, mientras subo), como
diciendo acá subí y acá me quedo. Y mientras yo esté acá arriba, infelices, no hay
Partido que valga sino yo, el Carancho, don Anselmo ahora y sin apodo, oyendo esas
sombras gritonas de ahí abajo y viéndote a vos solo, pero sin importarme nada, y
mucho menos tu cara: ni esta noche ni antes, en los Arrecifes, aplastada tu cara
contra el piso bajo mi bota hace mucho, hace como diez años. Les hablo de la Patria
mirando tu odio, nicoleño, y te leo en los ojos un revólver que no te vas a animar
a sacar mientras yo te mire. Después sí, no ahora. Después, cuando me sigas por
la calle con tu cara rencorosa y torva, cara de mestizo bruto que no olvida esa
raya que te hizo Anselmo Arana, que te hice yo con la espuela, un rayón de la jeta
hasta la oreja por el que vas a seguirme y a sacar un revólver o un cuchillo que
te veo relumbrar en los ojos como si te lo estuviese pidiendo, nicoleño, como si
te oyera o te inventara los pensamientos y me viera yo mismo, don Anselmo que les
habla a estos infelices y me odiara desde tus ojos chinones que ahí abajo están
jurándome: No lo olvido, Anselmo Arana. Le juro que no lo olvidé un solo minuto
de una sola hora de un solo día de todos estos años. Ni el odio ni esta canaleta
en mi cara se me borraron desde la noche que me tuvo un rato largo contra las paredes
y alguien dijo me parece que está bueno mi comisario Aran, porque le dijo Aran no
Arana, hasta que me vine al suelo y usted me dio vuelta la cara con la bota y yo
sentí ese ardor que es esta cicatriz y ahí me quedé, mirándolo desde el suelo hace
diez años. Y después, nicoleño. También mirándome después, entre unas máscaras de
carnaval alguna noche, desde los ojos sin cara de los sueños, en la vidriera empañada
de un café, hace poco, o entre esta gente ahora bajo el cartelón azul de anchas
letras blancas que cruza la bocacalle, el gran cartel de género agujereado para
que pase el viento, moviéndose, azul, con un nombre escrito a todo lo largo de la
noche junto a otros cartelones azules de grandes letras blancas: Vote a Arana. Vóteme
a mí.
“Ya votaste, Carancho”.
“¿Cómo que ya voté?”.
“Que cómo ni que la mierda”, se habían reído,
“si te han dicho que ya votaste, ya votaste”, y se rieron. “Cómo te llamas”.
“Anselmo Aran”.
La libreta de enrolamiento, enarbolada en la
punta de la bayoneta de un milico, apareció a la altura de mi cara. De puro chiquilín,
de puro pavo, me atropellé y el gesto de echar mano amagó una intención que no tenía.
Cosa que no ha de repetirse, mi atolondramiento, historia que no les cuento a esos
infelices de ahí abajo pero les cuento una parte. Cosas que ocurrían en este país
hace treinta años, les digo, pero que no volverán a repetirse, no al menos mientras
nuestro glorioso Partido sea gobierno y el Intendente de esta ciudad sea yo. Veles
las caras, nicoleño, oílos cómo aplauden. Hasta vos aplaudís. A vos te conocí muchos
años después de esa mañana, pero que yo ahora esté bajando de acá arriba para que
vos me sigas esta noche empieza con aquel culatazo. En el pecho me pegaron, y me
tumbó. El sopapo me sorprendió cuando iba cayendo; estaba por gritar “no peguen”,
o tal vez lo grité, cuando sonó el primer tiro, y después otros. La urna de los
votos, astillándose en el aire, es lo que mejor recuerdo: un machetazo, me pareció.
Viva el doctor, gritaban, y yo estaba sin respiración caído de rodillas entre un
revuelo de papeletas y la espantada de los caballos. Me acuerdo también que nunca
había matado a un hombre. Ese milico que atropellaba a sablazos desde la puerta
fue el primero. Dicen que lo maté yo. Yo no sé. Lo que sé es que desde un coche
me gritaron vení correligionario y que mucho más tarde, en el Comité, el doctor
en persona decía:
–Me ha salvado la vida, che –y me miraba a mí,
y me había puesto la mano en el hombro–. Cómo es su gracia.
–Me dicen Carancho. Soy Aran, el del turco.
–Conozco a su padre.
Me miró con desconfianza; había retirado la
mano. Dijo:
–Pero él no es de los nuestros, si no ando errado.
Supe entonces lo que había que decir, nicoleño.
Y lo dije. Muchas veces, después, me oí pronunciando palabras en ese tono. Dije
lentamente:
–Él no.
Por eso, nicoleño, por cosas como ésa, hasta
hace un rato; estuve en ese palco hablándoles a esos infelices y mirándote a vos
que ahí venís medio escondiéndote entre los últimos que gritan por la Calle Ancha.
Y porque hasta de oírse nombrar se cansa un hombre, ahora he dicho estoy cansado
y agregué que me vuelvo a pie, que quiero caminar solo. Mi hombre de confianza y
tu mujer me esperan en mi casa. A tu mujer no te la quité: se vino. Llegó a reclamar
no sé qué, diciendo que habías quedado medio idiota, casi inútil después de la paliza
y que yo no tenía alma si me negaba a ayudarla. Me gustó y le dije quédate, ni me
sacó la mano que le había puesto en la cadera cuando se lo dije. Nunca creí que
iba a durarme tanto. Ni el doctor le cambió el rumbo. Me di cuenta de quién era
yo cuando el doctor, por ella, por ganármela, empezó a querer sacarme del medio
a mí. Y lo medité. Un año antes se la daba, ahora me pareció que no era justo. Yo
lo quería a ese viejo; daba vergüenza verlo pavear por una mujer. El hombre que
lo mató se llamaba Soria.
Desde aquel día, o ya de antes pero sin saberlo,
no hice más que acatar mi destino, ciegamente, como hasta entonces había acatado
la voluntad del doctor. Porque ahora sé que la vez de Arrecifes, cuando te patié
la cara y te marqué desobedeciendo sus órdenes, premeditaba como un recuerdo esta
calle, estos árboles, el socavón de esta noche donde me estás buscando: “Hay un
negro, el nicoleño, ladrón de urnas y matón: usted se me va de comisario interventor
a los Arrecifes, m’hijo, y lo hace meter preso; se lo mandan pedir de Ramallo y
lo entrega, allá se encargan”, y el doctor, con las manos a la espalda, caminaba,
medio inclinado hacia adelante. Me gustaba esa manera de hablar mirando el suelo.
Le copié el gesto y aprendí a pensar. Como en su biblioteca, frunciendo la frente,
había aprendido a entender lo que hace falta entender de los libros. “¿Comisario
yo?”, debo de haber preguntado haciéndome el chiquito, y él, que a veces alzaba
la vista y me miraba como si quisiera saber qué estaba pensando yo realmente, me
contestó: “Natural. Y a tu vuelta de Arrecifes vamos a conversar largo: me has salido
por demás bueno, Carancho, y habrá que ir pensando qué dos encabezamos la lista
del Partido en la próxima”. Y se sonrió. Me había dicho “carancho” pero me autorizaba
a figurarme su igual, y se reía. “Hay un título de Bachiller a nombre de Anselmo
Arana, que es apellido más nacional. Con lo que sabés, sobra. Y no te hago Procurador
porque ahí llegas solo”. Después me dijo que los sentimientos son un defecto, y
me miraba. Y agregó que por eso yo iba a llegar lejos. “La gente”, habló como si
no me hablara, de tan bajo que habló, “la gente sigue a los hombres como vos. Explícamelo
si podés”. Y se reía. Cuando regresé de Arrecifes con tu mujer, volvió a tratarme
de usted y estaba serio. Le conté que vos te me habías retobado y que juzgué necesaria,
“aleccionadora” le dije, la paliza; que en el trayecto a Ramallo, sabe Dios cómo,
te me escapaste. Habló del Partido y preguntó que quién carajo era yo para juzgar
nada y encima dejar suelto a un hombre al que se le quitó la mujer, si yo era idiota
o andaba queriendo que vos, nicoleño, me buscaras toda la vida. No le dije que sí.
Le dije en cambio que yo, siendo comisario,
juzgaba como comisario mientras no hubiera más comisario que yo; que la mujer me
la traje porque me gustaba y que, cuando la viera, lo iba a entender del todo. Lo
hice sonreír. Me preguntó: “Pero, y qué va a hacer, dígame, con su mujer legítima”.
Como me acuerdo ahora, me acordé esa vez de que yo tenía mujer. Dije:
–Echarla.
Antes y después hay muchas cosas. No sé cómo
se llega, nicoleño, por qué fatalidad, con cuanto esfuerzo se llega a don Anselmo,
a este cansancio. De las mujeres, creo, aprendí a tratar con los hombres: metérselos
debajo, usarlos y vejarlos; es la ley. De los libros, aprendí a que me lo agradecieran.
Dicen que mi padre, agonizando, me llamaba por el diminutivo de mi nombre. Cuando
me lo contaron, le perdí el respeto. A vos, ahora que lo pienso, yo te respeté;
eso fue lo que pasó. Nomás de verte te temí, te respeté los ojos, y por eso me estás
siguiendo ahora. Me aguantaste de pie y con la mirada fija, turbia desde el entrevero
bestial de las cejas, mordiéndote. No me ensañé, nicoleño. Probé a darte con toda
mi alma por ver hasta dónde aguantabas. Pegarte, esa noche, fue lindo por vos; por
cómo se te agrandaba el animal adentro. Cuando el cabo me anunció ya está bueno
mi comisario Aran, y volví en mí y me aparté, recién entonces te derrumbaste. Quise
verte los ojos y te di vuelta la cara con la bota: abiertos los tenías. Mirada de
acordarte. Te marqué por lujo, ritualmente, como quien hace un nudo en el pañuelo
de otro. Abandonarte en una cuneta del camino a San Nicolás, esa misma noche, fue
como apostar contra tu muerte, a que te despabilaban y te restañaban el rocío y
el barro; como querer, hace diez años, que ahora dobles la esquina del Centro de
Comercio y que, cuando yo me interne por la Calle de los Paraísos, vos apresures
resueltamente el tranco. Revólver no llevas, de lo contrario ya me habrías muerto
bajo ese foco. Con arma blanca ha de ser, y eso me va a exigir presencia de ánimo:
cuando lo cortan, uno ha de tender a abrazarse, a enredarse. Es más puerco. De ser
vos, yo te seguiría por una calle paralela a ésta, midiéndote el paso para verte
cruzar en las esquinas. Cuando se está en el lugar que hace falta, uno camina rápido,
dobla en la primera transversal y espera tranquilo en la ochava. Vos no. Vos seguís
de atrás, a lo perro. No llega a la luz, Anselmo Arana: eso venís pensando. Es raro
estar a unas cuadras de la casa de uno, Carancho, donde hay mujer y festejo celebrando
por adelantado lo que ni el propio doctor llegó a celebrar nunca, y que lo hallen
después boca abajo en esa zanja. Porque seguramente ha de ser allí, en el sombrajo
de esos dos árboles, junto a la zanja. Y pensar, nicoleño, que de tener voluntad
me ganaba bajo esa luz de una corrida y, de un grito, te hacía mear en los pantalones.
Sería diversión. Pero no corresponde.
–No me gusta que me sigan, nicoleño –me he parado,
esperándote. La voz me ha salido autoritaria por costumbre, estabas medio lejos–.
Qué andás buscando.
Qué se siente, nicoleño, qué sentiste, qué siente
un hombre cuando le dicen eso. Escuché: “Don Anselmo”, y fue como si la noche se
desbaratara. “No, don Anselmo”, escuché, “si ando queriendo hablarlo, nomás”. Y
antes de entender las palabras que siguieron adiviné, adentro, que esta noche nuestra,
esta caridad para dos hombres o este sueño que yo había empezado a construir casi
como un acto de amor una madrugada de hace diez años, ya no sucedería sobre la tierra,
y entreví con miedo lo que ahora sé con indiferencia, que yo estaba solo en el mundo,
que siempre había estado solo.
Después, caminando juntos, habíamos dejado atrás
el sombrajo y la luz. Y entré solo en mi casa, y alguien brindó por el Partido,
por mañana. Tu mujer, ahora, ha venido hasta el sillón y me ha puesto una mano sobre
la frente. Un hombre salió a buscarte. Esta vez te matan, nicoleño.
Ya no sé qué me dijiste, ni con qué cara. Mejor
me acuerdo de mí, caminando con las manos en la espalda, como el doctor antes, oyendo
a mi lado un ruido gangoso, un balbuceo de idiota, pensando que eso también me lo
debes, nicoleño: esa voz con la que has dicho “don Anselmo” y que habías cambiado
mucho en estos años, diciendo, con esa voz, cambié mucho en estos años mi doctor
Arana. La vida nos cambia y si usted quisiera o me necesitara yo podría ayudarle
en algo, sin pretensiones, claro, pero supe tener la mano firme y eso queda, y si
usted quisiera olvidar. Sí yo quisiera olvidar, nicoleño: eso, cosas como ésa dijiste.
–No quiero matones entre mi gente –dije yo–.
Ya sabés cómo trato a los matones.
Aparte que a tu mujer no le iba a gustar mucho
verte con esa cara, agregué, y agregué: disculpá.
No, si no pretendías, y ya ni sé qué era lo
que no pretendías porque dejé de escucharte y después llegamos y dije espérame,
ya vuelvo. Espérame donde los árboles.
Te miré pasar bajo la luz. Ibas cabeceando,
como contento.
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