Adolfo Bioy Casares
A las diez y media,
todas las mañanas, yo bajaba del hotel Gassion; mis vecinas venían del hotel de
France. En el boulevard des Pyrénées, en distintos bancos, frente a las mismas
montañas, uno leyendo Daisy Miller, otras repitiendo lecciones, nos entibiábamos
al sol. Mis vecinas eran cinco niñas y una gobernanta. Quien mirara a las niñas
distraídamente, podía tomarlas por una serie de ejemplares (de tamaño diverso,
de edades que variaban entre los nueve y los diecinueve años) de una misma
persona, sumisa, rubia, espigada, con ojos grises, con uniforme azul. De la
gobernanta –mujer provecta y de mal genio– guardo un recuerdo indefinido.
Los
contertulios de Sporting-Bar me informaron que las niñas eran compatriotas
mías; que el padre, “un americano de sangre bearnesa”, tenía estancias y una
vasta fortuna en Buenos Aires, y que ahora la familia estaba en Pau, para
cobrar una herencia.
Una
mañana bajé a las diez. Al rato apareció la mayor de las hermanas y me pidió
permiso para sentarse en mi banco. Entablamos conversación inmediatamente.
–Me
llamo Filis –dijo.
–¿Le
gusta Pau? –pregunté.
–Me
aburre tanto como la estancia. También, la vida que llevo… Con la mademoiselle
a cuestas ¿quién se va a divertir? No crea que siempre fue igual. Mis padres
son locos: o me dejan completa libertad o me vigilan noche y día. En julio
estuve en Roma, sola, en casa de unas italianas que conocí en Puente del Inca.
¿Usted escribe, no?
–¿Cómo
lo sabe?
–En
Pau uno sabe todo. ¿Quiere que le cuente lo que me pasó en Roma? Se va a
divertir. Ahí viene la mademoiselle con las chicas. Lo veo esta tarde en el
Casino.
Esa
tarde no me encontré con una niña, sino con una mujer encantadora, que me tomó
del brazo y echó a reír. Yo exclamé:
–¡Cómo
cambió!
–No
crea –dijo–. Si descubren que me escapé, me matan, me ponen en penitencia.
¿Quiere que le cuente mis amores romanos?
La
áurea Filis, de mirada virginal y gritos de pájaro, me refirió que un caballero
de la corte papal –lo vi en una fotografía dedicada, casi gordo en su impecable
levitón blanco– le había pedido la mano. La escena ocurría en un restaurante de
Roma y no recuerdo la contestación que le dio la muchacha, pero recuerdo que lo
ofendió pidiendo, al maître d’hôtel, un beefsteak.
–Es
viernes –observó el caballero.
–Ya
sé –respondió Filis.
–Entonces
¿cómo se atreve a comer carne?
–Soy
argentina y en mi país no hacemos vigilia todo el año.
–Estamos
en Roma, soy caballero de la corte papal y aquí observamos la vigilia todos los
viernes del año.
–No
volveré a comer carne los viernes. Pero ya he pedido y no me gusta molestar al
mozo diciéndole que no la traiga.
–Prefiere
apenarme a mí.
(Yo
no quería confesar, me dijo Filis, que tenía hambre).
Trajeron
el beefsteak, un tentador beefsteak, y Filis, con ademanes de irritada
resignación, no lo tocaba, lo dejaba en el plato.
El
novio preguntó:
–Y
ahora ¿por qué no come?
–Porque
no quiero apenarlo –contestó ella.
–Ya
que lo ha pedido, cómalo –concedió él, desdeñosamente.
Filis
no esperó que insistiera; todavía enojada, pero con apuro y con placer, devoró
el beefsteak. El novio exclamó con voz dolida:
–Nunca
hubiera esperado este golpe.
–¿Qué
golpe?
–Todavía
se burla. Que coma esa carne, que martirice mi sensibilidad.
–Usted
dijo que la comiera.
–La
puse a prueba y fue un desencanto –comentó el caballero.
Pocos
días después la llevó, sin embargo, a la playa de Ostia. Hacía mucho calor y al
promediar la tarde el caballero confesó:
–Usted
me turba. Aunque me duela decirlo, no callaré: la deseo.
Filis
le contestó que si no la hacía suya esa tarde misma, no volverían a verse. El
noble se arrodilló, le besó la mano y casi llorando le dijo que ella no debía
permitirle esos malos pensamientos: que muy pronto iban a casarse; que muy
pronto ella sería princesa. Filis le explicó entonces que era argentina y que
en su país la nobleza no significaba nada; que en Buenos Aires y en cualquier
parte ella era una persona de familia conocida y, además, rica; que sus padres
tenían estancias y que un noble europeo era, en cambio, un artículo bastante
sospechoso. Ella misma, a pesar de quererlo y de no dudar de la pureza de sus
sentimientos, no podía disimularse la íntima convicción de que él planeaba un
matrimonio de conveniencia… Todo esto ocurría en el tren que los llevaba de
vuelta a Roma, entre una multitud que llenaba los asientos y los pasillos, que
mascaba sándwiches, y que parecía muy próxima, en ese cálido atardecer.
Cuando
llegaron, Filis preguntó a su novio dónde pensaba llevarla y el cortesano
balbuceó vaguedades en que se mezclaban nombres de restaurantes y nombres de
cinematógrafos. Filis, implacablemente, repitió su amenaza: o la hacía suya o
no volvería a verla. Entonces el novio pasó a explicar que en Roma no había
dónde ir.
–No
hay hoteles para parejas –decía entre orgulloso y desesperado.
–¿Y
no tienes un departamento?
–¿Un
departamento, para llevar amigas? Nadie lo tiene en Roma. Habría que ser muy
rico. Me contaron que antes de la guerra…
–Llevame
a cualquier parte –insistió Filis, añadiendo argentinamente–: Para eso sos
hombre.
Mientras
tanto vagaban por calles interminables. Cuando Filis vio, en una esquina, a una
prostituta, encontró la solución. Dijo:
–Vamos
a la casa de esa mujer.
–Imposible
hablarle –se defendió el novio–. No podemos acercarnos los dos juntos; no puedo
dejarte sola y acercarme yo.
–Entonces
yo le hablaré.
El
novio procuró disuadirla; repitió: “¿Cómo voy a llevarte a la casa de una mujer
de la vida?”. Intentó variantes: “¿Cómo vamos a contaminar nuestra primera
noche de amor con la sordidez del cuarto de una desdichada?”. Filis, sin
mirarlo y con voz cortante, preguntó:
–¿Vas
vos o voy yo?
El
cortesano papal se resolvió, por fin; habló con la mujer, y los tres se
encaminaron a la casa de ella. No iban juntos; la mujer caminaba unos metros
adelante, sola. A él le aterraba la idea de que pudieran verlo con una
prostituta; a Filis no le importaba que la vieran o no. Como la prostitución
callejera está prohibida en Roma, cada vez que aparecía algún gendarme, el
caballero pasaba angustias; aunque no iban con la mujer, quería huir y obligaba
a Filis a que lo siguiera. ¿Qué se hubiera dicho si lo hubieran detenido –a él,
un caballero de la corte papal– por andar mezclado con prostitutas? Filis le
explicaba que no iban con la prostituta y que, precisamente, por ser caballero
de la corte papal no se atreverían a detenerlo. Muchas veces, en esa
peregrinación por las angostas callejuelas de la vieja Roma, perdieron a la
mujer; muchas veces, con alivio, el caballero declaró que la habían perdido
definitivamente y muchas veces Filis lo obligó a seguir buscando; siempre la
encontraron y después de recorrer un oscuro, estrecho y maloliente laberinto,
llegaron a la casa. El cuarto de la mujer tenía las paredes cubiertas de
estampas; sobre la pequeña mesa de luz había un grupo considerable de estatuas
de santos y de los barrotes de la cama colgaban las desteñidas coronas del
último domingo de Ramos. El caballero declaró que esos testigos le hacían más
difícil aún la tarea que tenía por delante. En la contigua cocina, la mujer
freía algo y con golpes de cacerolas manifestaba su impaciencia.
–La
pobre necesita el cuarto para otros clientes –explicó, acaso con superfluidad,
Filis.
Pero
el novio no hacía más que temblar y sudar. Filis repitió su amenaza; a las
cansadas, el hombre cumplió, como pudo, con su deber y declaró que Filis era
una mujer adamantina. Cuando se despidieron de la dueña de casa, ésta había
recuperado la cortesía; les deseó mucha felicidad y, mostrando con un ademán
circular las estampas y las estatuas, la bendición del cielo.
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