Julio Torri
El día fue caluroso. Se
comienza a llenar de opalina sombra la hondonada, por cuyo fondo discurren
ondas brillantes y tersas. Los árboles extienden espesas copas sobre la grama.
En rústicos bancos están repartidas algunas parejas, las cabezas inclinadas,
las caras graves y felices, perdidas las miradas en el tramonto. No se escuchan
las palabras que murmuran los labios, pero se adivinan apasionadas y dulces, de
las que levantan hondas resonancias en el espíritu. Ponen las girándulas su
amarilla nota en el cielo verdemar, color de alma de Novalis. Los astros arden
entre el follaje. Un niño juega con su perro. De las aguas asciende frescor
perfumado que orea las frentes y extasía nuestros sentidos, penetrándolos con
su caricia clara. Lucen al escondite las luciérnagas.
Fuera
del cuadro un melancólico, la cara negra de sombra bajo el puntiagudo
sombrerillo, herido de amorosas penas tasca desdenes y medita en insolubles
enigmas. La tarde divina armoniza sus querellosas preocupaciones.
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