Abelardo Castillo
Ese que va ahí, alto entre los diez que acaban de entrar en
el regimiento saltando las alambradas que dan al Tapalqué, contento y con ganas
de gritar viva Perón en medio de la noche, vestido con una garibaldina militar reglamentaria
verde oliva pero en zapatillas de soga y con una zapa o un pico de mango corto sujeto
al cinturón, no es soldado: es Anselmo, carretillero de las canteras de Piedra Negra.
Anselmo Iglesias, el más chico de los dos últimos Iglesias. El otro, Martín, viene
corriendo solo por mitad del campo, lejos: Anselmo no lo sabe. Ni sabe que, cuando
lleguen a la Plaza de Armas, los van a matar a todos. Es la madrugada del 9 de octubre
de 1956. Por el puesto de guardia número uno que da sobre la ruta de Buenos Aires
a Bahía Blanca, ha entrado en el cuartel, con otros veinte hombres de las canteras,
el coronel Lago; diez guarniciones, rebeldes al gobierno de facto que destituyó
a Juan Perón, esperan a que Lago, apoderándose del regimiento, ordene marchar sobre
Buenos Aires. La cantinera de El Arbolito, doña Isabela Trotta, repartió vino fiado
esta noche, y algún soldado del Ejército Argentino duerme ahora con ella. Martín
Iglesias va a gritar: Anselmo.
Cuando todavía no habían salido de las canteras
ni entrado en el cuartel, Anselmo se asomó al paredón y levantó la mano. Y él mismo
se asombró del gesto, de haber sido él y no Martín quien alzara la mano en la noche
imponiendo silencio, mandando a los otros que se estuvieran quietos ahí atrás. Los
diez de atrás se detuvieron y él saltó el talud y se dejó caer, sentado, resbalando
por el declive entre el rumor sordo del pedregullo. Mientras caía volvió a sentir
eso en el estómago (como un vacío, o acaso ganas de reírse) y vio las letras. Enormes
y blancas, pintadas en el paredón. Una P y una V. Oyó a su espalda el murmullo apagado
de otro cuerpo sobre las piedras: Martín. Iglesias el mayor descolgándose entre
las sombras. Mi hermano. Treparse y saltar, de chicos lo habían hecho muchas veces,
sólo que no tan de noche y que antes el parapeto parecía más alto y el terraplén
más largo, y no había ningún camión esperándolos. Un camión del Ejército, en marcha:
un Mack donde un teniente leal a Perón y al coronel Lago espera a los diez hombres
de ahí arriba. Diez sin contar a los Iglesias, que juntos venimos a ser como otros
diez, pensó el más chico riéndose hacia adentro. El chillido largo de un pájaro
entre los eucaliptus, en dirección al horno viejo, y después, extendiéndose a lo
ancho de la tierra socavada, la luz de la luna que asomó sobre el cerro haciendo
estallar como lentejuelas las piedras laminadas de mica. Las toscas, sus vetas azules:
que a uno lo maten y no ver más las piedras, pensó Anselmo, y pensó ¿me hizo mal
el vino o estoy loco? Y volvió a tener ganas de reírse y más tarde a pensarlo, cuando
ya habían entrado en el regimiento y él, Anselmo Iglesias, el más chico de los dos
últimos Iglesias, solo en medio de la noche (porque haber llegado al cuartel sin
Martín, por más que hubiera diez hombres y un teniente a su lado y otros veinte
entrando por el puesto número uno al mando del coronel Lago, y todos peronistas,
igual era lo mismo que estar solo), creyó entender que ahí había algo raro, en la
noche o en ellos, sintió de golpe que lo del vino no era una casualidad y supo que
todos, no sólo él, tenían ganas de gritar.
Viva Perón, leyó. O mejor lo vio, escrito con
grandes letras de cal en el paredón de la cantera. Ellos lo habían pintado un mes
antes. En realidad no decía Viva Perón, sino Perón Vuelve; pero no había necesidad
de saber leer para escribirlo: como el nombre de uno. Los Iglesias lo pintamos,
pensó. Y pensó ¡piiiuuu… ju!, contento bajo las estrellas.
–¿Qué? –oyó a su lado.
La voz del vasco Iturrain, dinamitero de Los
Polvorines. Y antes de darse cuenta de que aquélla no era, no, la voz de su hermano,
Anselmo comprendió que de contento (o por el vino) había estado hablando en voz
alta. Llevándose un dedo a la boca, chistó al vasco.
Cuando volvió la sombra se arrastraron en silencio
hasta el borde del alero de piedra, sobre el camino; desde allí podía verse el horno
viejo. Ese es el camión, ¿no?, murmuró Anselmo, ¿dónde quedó Martín?, murmuró: las
dos preguntas como si fueran una. El vasco dijo sí, el camión. Y Martín estaba con
la gente, atrás, en el parapeto. Echados de boca contra las piedras, se miraron;
el vasco Iturrain habló primero. Se descompuso, dijo. Anselmo levantó el brazo e
hizo señas a los de arriba sin dejar de mirarlo y, mientras volvía a oírse el rumor
como de lluvia de las toscas y la tierra, preguntó cómo, quién se descompuso. Levantándose
a medias echaron a correr hacia abajo, casi en cuclillas. Me parece que fue el vino,
dijo Iturrain siempre corriendo, le ha de haber caído mal el vino. Saltaron al segundo
alero; de ahí, al suelo. Gorda yegua, murmuró el más chico: pensaba en Isabela,
la cantinera de El Arbolito. Se dejó caer sobre la barriga para ocultarse de la
luz de un coche que pasaba rumbo al cruce del Cerro Negro. Comenzaron a gatear velozmente
recatándose a trechos entre los recovecos del socavón. Anselmo miró hacia atrás:
entre el movedizo bulto de las sombras que los seguían, no distinguió a Martín.
Justo esta noche se le daba a la Isabela por fiar vino, gorda jetona. Justo hoy,
pensó. Y una arruga vertical, como una cicatriz súbita, le rayó la frente. Después
se detuvo en seco y se dio vuelta, porque una mano se había apoyado sobre su hombro.
Martín no era. Era López, de los dinamiteros de la calera Norte. Anselmo lo miró.
López miró al vasco Iturrain y luego nuevamente a Anselmo. El más chico de los Iglesias,
ahora, habló en voz alta.
–Mi hermano –dijo–. Qué pasa con el Martín.
En el horno viejo, los faros del Mack se encendieron dos veces, como un pestañeo.
–Lo volteó el vino. Dice que no llega, que vayas.
Gran puta, murmuró Anselmo. Miró hacia el horno,
dijo crucen, gateando pasó entre medio de los que llegaban y volvió a subir. Y ahora
está de nuevo frente a las letras, blanquísimas, como fosforescentes sobre las piedras
veteadas. Él y el borracho de su hermano (Martín, susurró buscándolo, Martín) las
habían pintado la noche que los apalabró el coronel, ellos, que esta madrugada van
a ser muertos entre una zarabanda de gritos, estallidos y disparos y parábolas de
cohetes luminosos como una fiesta, porque esta madrugada Anselmo sentirá ganas de
pegar un grito en el silencio del cuartel y se dará cuenta de que todos sienten
lo mismo, como si estuvieran contentos o electrizados o borrachos, y mordiéndose
los labios resecos apretará el mango de fierro del pico, pensando falta poco, pensando
Martín, mientras al otro lado de la Plaza de Armas el coronel Lago ya cruza en sigilo
los sotos de la Intendencia (con otros veinte hombres que a lo mejor también sienten
crecer aquello en la garganta), en el mismo instante en que Martín llegará y saltará
la tranquera que da al arroyo.
Perón Vuelve. El más chico había dejado el balde
en el suelo aquella noche, la noche que les habló Lago. Martín retocaba con su brocha
esa letra, la torcida. Y Anselmo, cuando fue a levantar el balde, presintió algo,
a su espalda: agachó del todo la cabeza y miró hacia atrás entre las piernas. Vio
las botas militares, y mientras metía la mano entre la camisa buscando el pico,
murmuró el nombre de Martín, quien cambió de mano la brocha. Ya habían calculado
la distancia entre ellos y el de las botas cuando se oyó la voz. A ver si pintan
como la gente esos Iglesias, dijo la voz. Y después hablaron. Y ellos aseguraron
que en las canteras había por lo menos treinta dinamiteros capaces de todo. No sólo
de volar el puente de pontones sobre el Tapalqué, sino también de dinamitar el Depósito
de Arsenales del regimiento, ni bien les dijeran cómo entraban. De eso me encargo
yo, había dicho el coronel Lago, y explicó que entrar en un cuartel es fácil. Jodido
va a ser salir, dijo Anselmo, riéndose. Iglesias el mayor lo miró con severidad
y el coronel le palmeó el hombro: buena gente estos Iglesias, medio locos pero corajudos
y peronistas. Los cuatro iguales. Sólo que de los cuatro quedaban dos. A Humberto
Iglesias, el del medio, lo mataron en la Capital nomás cruzando el Riachuelo el
17 aquel de octubre en que el gobierno ordenó levantar el puente de Avellaneda y
la indiada lo mismo cruzó a nado. Al padre, Casimiro, un viejo chiquito que había
quedado medio tullido en su juventud por apostar de puro bárbaro que él levantaba
ese carro cargado con bolsas de cemento caído en la cuneta, a Casimiro Iglesias
lo voló la descarga de un blindado en noviembre de 1955: el viejo se paró delante
del busto de Eva Duarte en pleno patio de la estación de ferrocarril, y el teniente
coronel Cuadros que traía la orden (o la voluntad) de hacer volar el busto de Eva
Perón le dio diez segundos para apartarse. El viejo dijo viva Perón la puta que
te parió, y Cuadros comenzó a contar. Buena madera esos Iglesias, sí. Lago, que
nunca había sido peronista, ni lo era, pero que no se iba a poner a explicarles
a unos carretilleros que restituir el Honor de la Nación exige, de sus hombres,
ciertas decisiones, el coronel Federico José Lago que también será muerto esta noche,
sabía en efecto elegir a su gente. Afirmó que Perón iba a volver, y se juramentaron.
Y siguieron viéndose en la cantina de Piedra Negra, o junto al paredón donde ahora
Anselmo anda buscando al borracho de su hermano, o en algún bar del Pueblo Nuevo.
Lo encontró por fin, boca arriba, tendido bajo
una especie de cornisa. Martín dijo:
–Estoy borracho, Anselmito. Descompuesto estoy
–y lo decía como si el más chico, y no él, fuera quien necesitaba ayuda–. Vas a
tener que seguir solo –decía, y lo repitió muchas veces como si se quejara de algo,
de una injusticia. Anselmo lo acomodó estirado bajo la saliente, más al reparo–.
Para peor vas a tener que seguir solo –apretaba con empecinamiento la botella contra
el pecho; se reía ahora–. La gorda me la dio, Isabela, cuando salíamos.
De pronto, se echó a llorar.
Anselmo tomó la botella con intención de tirarla
lejos; pero se arrepintió.
–Dormite, dormite acá –le dijo–. Yo le explico
al coronel que te pasó cualquier cosa. Dormite.
Le tocó la cara.
Se escuchó abajo el acelerador del camión. Martín,
sentado a medias, se mordía el labio inferior con un gesto cómico, moviendo de un
lado a otro la cabeza, lagrimeando.
–Hacerle esto al general. Un Iglesias hacerle
esto a Perón.
Golpeaba el suelo rítmicamente con el puño;
después buscó en la oscuridad la mano de Anselmo y la apretó. Anselmo oía ahora
el motor del Mack regulando entre las sombras. Comprendió que debía hacer algo,
un gesto, algo: levantó la botella y echó un trago, largo, como de complicidad o
despedida, y le guiñó un ojo al mayor que ahora volvía a golpear la tierra con el
puño y que después, haciéndole describir al brazo un gran giro, se dio un puñetazo
tremendo en el pecho.
Anselmo, con un movimiento de cabeza, le señaló
el parapeto, arriba: las letras blanquísimas. Cuando ya se iba, Martín lo detuvo.
–Anselmito –le dijo simplemente.
–Antes de Navidad –dijo Anselmo–. Antes de Navidad
vuelve.
El mayor dijo:
–Cuidate, Anselmo.
El más chico echó a correr hacia el horno viejo.
Nos emborracharon adrede, pensó Martín. Unos
minutos más tarde, cuando el camión pasaba por el camino hacia el cruce, lo dijo
en voz alta, con los brazos abiertos. Se había puesto de pie y tenía los brazos
abiertos y la botella en una mano y gritaba. Después corría cortando campo en dirección
al cuartel, tropezando entre la tierra removida.
Y ahora los van a matar.
Quién sabe, a lo mejor ni siquiera es necesario
el grito: cualquier sonido sorpresivo, un relincho en las caballerizas o el chillar
de un pájaro espantado pueden desatar esto, esta alegría violenta que sube por las
venas. El grito no será sino un desencadenante, un estallido de la noche. Desde
que entró en el cuartel, o desde el parapeto, mucho antes de escuchar la voz de
su hermano que acaba de saltar la tranquera y va a llamarlo, Anselmo Iglesias ya
estaba teniendo la sospecha de que eso andaba en el aire. Ganas de reírse, o de
hablar fuerte. Trató de no mirar al vasco Iturrain pero adivinó en su respiración,
levísima, la misma ráfaga, contenida, la misma tempestad. No, no era miedo. Era
casi todo lo contrario del miedo: necesidad de que se les apareciera un soldado
por delante, o un escuadrón entero, y poder entonces agitar los brazos con libertad,
revolear los picos y putear a gusto, cualquier cosa que no fuera este deslizarse
silencioso detrás de las caballerizas, como sombras, eludiendo los rayos de luz
de alguna bomba de agua, rehuyendo tocarse entre ellos para evitar el menor ruido,
el menor roce que hiciera reventar la noche. Anselmo sintió la frente mojada de
sudor y la garganta seca; no se atrevió ni a levantar la mano ni a tragar saliva.
Pasaban, ahora, frente a la cantina de tropa. El teniente se agachó por debajo de
la línea del friso, y Anselmo y los demás se agacharon juntos por debajo de la línea
del friso. Las luces, había dicho Lago, van a estar apagadas en las cuadras de los
escuadrones más cercanos. Estaban apagadas. Cuando vean que se apaga y se enciende
una luz en el otro extremo de la Plaza de Armas, en la ventana de los calabozos,
es que ya hemos tomado la sala de guardias: crucen hacia el Depósito de Arsenales.
La luz se encendió en el otro extremo, en la guardia. Cruzaron, agachados. Lago,
en aquel instante, estaba dando un rodeo por detrás de la Intendencia. Diez guarniciones
rebeldes al gobierno argentino esperaban que llegase a la Mayoría. Anselmo Iglesias
se mordió los labios. El teniente desenfundó la pistola Colt y comenzó, lentamente,
a levantar el brazo. Martín Iglesias, a cincuenta metros de allí, derribó de un
fierrazo a un conscripto que le dio el alto, alcanzó a ver unos ojos incrédulos,
de chico, cuando el muchacho caía, y arrebatándole el máuser en el aire gritó:
–¡Anselmo!
Los diez hombres de las canteras se irguieron
al mismo tiempo. Quién vive, se oyó lejos. Viva Perón, gritó Martín y zumbó en las
lajas el primer tiro. Viva Perón, contestó Anselmo, todos contestaron, mientras
comenzaban a encenderse luces y los gritos y las órdenes crecían entre los fogonazos
y los vivas.
Y ése es Martín. Viene revoleando un máuser
entre los disparos y los haces luminosos que parten como manantiales desde los cuatro
extremos del cuartel. El teniente, con espanto, le ha apuntado al verlo cruzar.
Anselmo le desjarretó la cabeza al teniente con la zapa. Aquel que se vuelve hacia
la guardia, tropezando con sus hombres que avanzan sobre la Plaza de Armas, es el
coronel Lago: un soldado que apuntaba al bulto lo mata por la espalda. Un cohete,
al caer, ilumina el salto de Lago y la masa de los hombres de las canteras que le
pasan por encima, gritando, viniendo al encuentro de los Iglesias y su gente, que
ahí van: Martín a la par de Anselmo, revoleando su máuser delante de los hombres
de Piedra Negra, a juntarse todos al grito de Perón vuelve, dando la vida por Perón,
carajo, amenazando con el puño a los que tiran. Iluminados en el centro de la Plaza
de Armas.
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