Fernando Iwasaki
Las
monjas tenían prohibido escalar los muros del convento, porque al otro lado
estaban sus perros guardianes que eran fieros y bravos como una manada de lobos
hambrientos. Pero el huerto del convento era tan bello y sus frutas tan
apetitosas, que todos los años surgía un imprudente que escalaba las paredes y
moría a dentelladas. Una tarde se nos cayó la pelota dentro del convento y
Ernesto y yo la divisamos desde lo alto del muro, al pie de una morera
majestuosa. Gritamos, llamamos a las monjitas, silbamos a los perros y lanzamos
piedras a través de los negros ventanucos sin cristales. Pero nada. Entonces
Ernesto decidió bajar por la morera y me prometió que no tardaría, que lanzaría
el balón sobre la muralla y volvería a trepar corriendo.
Yo le vi descender y patear la pelota, y también vi
cómo salieron aullando desde una especie de claustro que más parecía una
madriguera. Eran negros, crueles y veloces. Mientras corría a la casa para
avisarle a papá, pude escuchar sus masticaciones, sus gruñidos como rezos y
letanías bestiales. Según la policía las monjitas no oyeron nada, porque
estaban merendando al otro lado del convento. Las pobres tenían la boca como
ensangrentada por culpa de las moras.
Papá enloqueció y un día saltó el muro armado para
acabar con los perros, pero después de una batalla feroz volví a escuchar sus
ladridos como carcajadas y el crujido de los huesos en sus mandíbulas. De mi
padre apenas quedaron algunos despojos, y encima fue acusado de disparar contra
las inocentes monjitas.
Pero esta vez pude verles mejor desde lo alto del
muro y no descansaré hasta acabar con esas alimañas. Especialmente con la más
gorda, la que se santiguaba mientras comía.
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