Mauricio Carrera
“Llamando a todas las unidades,
llamando a todas las unidades”, sonó el aparato. “Un 030-20-1 en Mercer y
Bellevue. Repito: un 030-20-1 en Mercer y Bellevue…”
–¡Eso es cerca de aquí, Elliot!
“El sospechoso es un hombre blanco,
probablemente armado y mantiene rehenes. Procedan con precaución todas las
unidades…” continuó el aparato con su voz de sargento o suegra radiofónica.
–¡Al Capone! Tiene que ser Al Capone.
–¿Cómo lo sabes?
–Intuición, corazonada, mi olfato de
sabueso, llámalo como quieras.
–¿Vamos a ir?
–¡Claro, Elliot! Es nuestro deber.
–Pero…
–Nada de peros. Tú, tranquilo. Vamos,
que para eso nos pagan. Agárrate bien y pásame el micrófono. “Aquí unidad 26,
aquí unidad 26. Procedemos, digo, procedo…”, por poco y te descubro –le susurró
a Elliot–, “a 030-20-1. Repito: unidad 26 procede a 030-20-1. Cambio y fuera”.
La sirena ululante les abrió paso
entre el pesado tráfico de la tarde. Las llantas rechinaron al doblar la
esquina de Broadway y Roy, donde en busca de un atajo bajaron a toda velocidad
por la empinada calle. A lo lejos, como un reflejo atrayente y dorado, se veía
el mar. El mar con la profusión de lanchas y de veleros de quienes habían
salido para aprovechar el primer día del verano. Algo que el policía apenas
notó. Estaba nervioso, las manos bien apretadas al volante; un sudor frío
recorría su espalda, su frente.
–¡Ah, cómo me gusta, cómo me gusta
esto! –quiso darse ánimos–. Como en los viejos tiempos, ¿eh, Elliot? Cuando
jugábamos a policías y ladrones.
–Si, pero eso era un juego; ésta es
la vida real. Los ladrones no disparan con pistolas de agua.
–Es lo mismo.
–¿Cómo que es lo mismo?
–Con las pistolas de agua uno se
cuida de que no lo empapen y con las otras de que no nos maten. Es lo mismo.
Son los riesgos de crecer, Elliot.
–O de aceptar este empleo.
–No seas miedoso.
–¿Qué?
–Que no seas miedoso. Es miedo lo que
tienes.
–¿Miedo? ¿Miedo yo? ¿De qué hablas?
Bueno… –se hizo una pausa–. Un poco. Como siempre.
–No te preocupes.
–“Tú déjalo en mis manos” –lo remedó
Elliot.
–Sí. Tú déjalo en mis manos.
–Igual que la otra vez. Tu “déjalo en
mis manos” y mira lo que pasó: con los bomberos, dos meses en el hospital; en
el rodeo, nos vistieron de payasos; y con los guardaespaldas y los paramédicos,
¡nos despidieron de inmediato!
–No sigas.
–¡Cuidado!
Estuvieron a punto de atropellar a
una anciana que parecía llevar cien años tratando de atravesar la calle y a la
que le faltaban cincuenta más para llegar al otro lado. El policía dio un
rápido giro al volante y, subiéndose a la banqueta, la esquivó milagrosamente.
–¡Fiuf! –exclamó Elliot.
–Como en los viejos tiempos, ¿eh? Tú
Fittipaldi y yo Ayrton Senna. ¡Roammm, roammm, roammm…! –imitó el motor de un
Fórmula 1 y metió el acelerador hasta el fondo. –Ahora sí –amenazó sonriente–:
te llegó tu hora, Al Capone…
Fueron los primeros en llegar.
Estacionó la patrulla frente al
restaurante.
“Betty’s Fine Food”, se llamaba.
No se veía a nadie pero se escuchaban
gritos y ayes de dolor, algunas peticiones de auxilio.
–¡Los está matando! Hay que hacer
algo. ¡El altavoz! –tomó el micrófono. Lo conectó a la bocina y ordenó; tenía
la voz temblorosa: –¡Entrégate, Al Capone, estás rodeado!
La respuesta: un disparo que agujereó
el parabrisas y pasó rozando la cabeza de Elliot.
–Traicionero como siempre.
–¡Ese estuvo cerca! Mejor vámonos.
James, por favor, te lo pido…
–Pero, Elliot, no podemos. Es una
oportunidad de oro: ¡atrapar a Al Capone!
El policía utilizó de nuevo el
altavoz: “¡Tú te lo buscaste!”, amenazó, y abrió la puerta. Estaba a punto de
salir cuando Elliot lo detuvo:
–¿Adónde vas?
–A detenerlo.
–Pero, ¿por qué nosotros? ¿No podrías
esperar? No tardan en venir los refuerzos.
–Elliot –paternal, le puso la mano en
el hombro–, se trata de Al Capone. Y mantiene rehenes. Los puede matar en
cualquier momento. Escucha sus gritos. Tenemos que hacer algo.
–No me dejes solo, entonces. Te lo
suplico. Tengo miedo.
Un nuevo disparo se estrelló en la
puerta; otro más, al desinflar una llanta, hizo que el carro se ladeara.
–Por favor…
–OK, vamos. Pero tienes que ayudarme.
Toma esa escopeta. Tú me cubres. A la cuenta de tres, disparas…
–James, sabes que no puedo hacerlo.
–¡Claro que puedes!
–No. ¿Qué no entiendes?
–¿Entender qué? El que debe de
entender eres tú. Entiende que es lo de siempre: indios y vaqueros, buenos y
malos, policías y ladrones…
–No, James, esto es la vida, crecer,
tener que ganarse el pan, tú lo dijiste.
–Tonterías. ¡Acompáñame! ¡Vamos a
darle su merecido!
El policía y Elliot salieron
corriendo del carro. La ráfaga de balas que los persiguió terminó por
estrellarse en el árbol tras el que se parapetaron.
–¿Estás bien?
–Sí, eso creo. Pero insisto…
–Calla. Tengo un plan: tú te asomas,
le pides que se rinda, y si no lo hace e intenta dispararte, yo me le adelanto
y le disparo.
–No me gusta.
–Pues tienes que hacerlo. Así lo
hemos hecho antes. ¿Recuerdas? Hank Solo y Luke Skywalker, Flash y Linterna
Verde, Sherlock Holmes y el doctor Watson…
Elliot cerró los ojos, trató de
calmarse; estaba temblando.
–No puedo.
–¡Claro que puedes! Como cuando
capturamos a Goldfinger. ¡O al Guasón! ¡A Moriarty!
–Pero eran juegos, James, juegos…
–¡Cobarde! Si no lo haces tú, voy a
ser yo el que dé la cara. ¡Cúbreme!
–¡No! –lo detuvo. –Déjamelo a mí.
Elliot asomó la cabeza. Ordenó:
–¡Ríndete, Al Capone!
–Muy gracioso, muy gracioso –se
escuchó una carcajada–. Mira, policía, lo que hago con tu muñeco, ¡ventrílocuo
estúpido! –dijo alguien desde el restaurante. Tenía una máscara que enronquecía
su voz, y en su mano, una pistola grande como el cañón de un acorazado.
Sonó un disparo.
La bala perforó la frente de Elliot,
quien con el impacto escapó del brazo de James.
–¡Noooo! –gritó el policía. El muñeco
salió volando y rebotó con su cabeza en el asfalto. Quedó ladeada y desfigurada
en medio de un charco de aserrín y de astillas. James salió de su escondite:
–¡Muere, Al Capone! –disparó toda la
carga.
–…seis, ¡siete! –contó el del
restaurante– No tienes más balas –se incorporó de entre el refrigerador y una
mesa que le habían servido de escudo y le apuntó con su Magnum 47. –¡Pum! –dijo
y apretó el gatillo.
James, que pareció resbalarse con una
cáscara de plátano, quedó en el piso con una perforación en el cráneo.
Cuando los refuerzos llegaron era
demasiado tarde. Encontraron a Betty, la dueña, a Fiorio, su cocinero, a Naomi,
la mesera, y a Thomas González y Andrew Schelling, dos de los clientes que a
esa hora habían tenido la mala fortuna de ir a probar la sopa de mariscos que
era el especial del día, ejecutados de un tiro en la nuca. El policía, a la
entrada del restaurante, yacía con la mitad de los sesos de fuera. Tenía
puesta, en lugar de la placa oficial, una de juguete en la que se leía “James
Bond” y el número “007”. En el muñeco, de quien todo mundo se preguntaba qué
diablos hacía ahí, hallaron una placa parecida a la del policía aunque con otro
nombre: “Elliot Ness”. Su rostro de madera estaba desfigurado por el impacto de
una bala expansiva y su uniforme perforado y quemado por tres disparos a
quemarropa. Sobre su gorra, que el maleante había pisoteado en su huida,
hallaron una nota que decía: “Saludos”, y la firma “Darth Vader”, subrayada con
la sangre de una de las víctimas.
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