Héctor Tizón
Aquella sería la última
comida juntos.
El
que era indigno de ajustarle el cordón de los zapatos estaba ebrio. Toda esa
noche la pequeña campana de la estación ferroviaria sonó incesantemente, a lo
lejos, sacudida por el viento. Llovía a ratos.
El
Chaguanco abrió una lata de picadillo, lo fue untando con su cortaplumas sobre
el pan que les quedaba y luego repartió los pedazos. “Yo no tengo hambre”
–dijo. Quispe, un hombre inquieto y de poca talla que ya estaba borracho, tomó
el primero y se lo tragó con buen apetito; después permaneció mudo y
apartadizo, contemplando el leve movimiento de las ramas delgadas –agitadas por
el aire– del ceibal.
La
fama del Chaguanco había cundido no sólo en Yala, sino también en las comarcas
vecinas desde donde la gente acudió hasta formar multitudes albergadas en
carpas y vehículos, o debajo de las copas de los árboles alrededor del
miserable rancho, a cuya puerta se asomaba, abandonando sus meditaciones, en
los amaneceres. Entonces los que habían perdido la salud, los que aún esperaban
algo, caían de rodillas, ante su mano levantada.
Pero
al poco tiempo comenzó la persecución, eludida hasta hoy en que se cumplía un
año de peregrinaje; un año de penoso ocultamiento, mudando siempre de lugar,
durmiendo a la intemperie o bajo las alcantarillas en los caminos, desde
Tilquiza hasta Valle Grande, de Tumbaya a Susques, seguido por algunos fieles
desesperados, enfermos, opas y ladrones arrepentidos.
Cuando
un alegórico ladrar de perros anunció a los perseguidores, el Chaguanco
concluía también su sentencia postrera, y el hombrecito enjuto y nervioso a
quien iba dirigida exclamó, más bien para sí: “Esa palabra es dura. ¿Quién la
puede oír?”
Ahora
los agentes del destacamento estaban cerca. Era la noche de san Roque y una
botella de ginebra yacía, seca, en el suelo.
El
ladrar se convirtió en aullido mientras el viento, a lo lejos, seguía
torturando a la campana.
Cuando
Quispe desapareció, entendiendo el Chaguanco que había llegado el fin y que
enseguida lo conducirían a la ciudad, a la cabeza de una multitud de curiosos
–como un político–, preguntó a los que quedaban si también ellos querían irse;
después se apartó a corta distancia, pero sin ocultarse.
La
campana y los perros dejaron de hacerse oír y la partida cayó sobre él. No
opuso resistencia ninguna y –esposado– llegó sobre un camión maderero a la
ciudad. Allí debió esperar turno porque el Tribunal estaba distraído con otros
delincuentes, pero, el día señalado, fue sometido a proceso y juzgado.
Pocas
personas acudieron al plenario y entre ellas Quispe, principal testigo de
cargo, que, antes de escuchar la sentencia, se ahorcó colgándose de una viga en
el retrete del Palacio de Justicia.
Finalmente
el Tribunal, al no hallar mérito suficiente para sostener una condena, lo
absolvió.
Y
cuando el Chaguanco –deshonrado y solitario– después de mucho tiempo regresó a
Yala, encontró que muy pocos se acordaban de él y que la gente ya encendía
velas pagando promesas en la tumba del otro.
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