Teresa Wilms Montt
–¿Qué es el dolor? –preguntó
una vez un chiquillo a su madre.
–¿Qué
dices, hijito? –contestó ella, enarcando sus cejas en movimiento de complejidad
y duda.
–¿Qué
es el dolor? –repitió la criatura, alzando su vocecita de flautín, con el gesto
mimoso de su boca rosada.
¡Oh
santa ignorancia de las pasiones! ¿Por qué no anidas para siempre en la cuna
amorosa del alma infantil?
Dejó
la joven madre su labor cerca de la lámpara, que alumbraba tibiamente el
grupito amable, y tomando al nene entre sus brazos, enternecida, le habló:
–¿Por
qué me haces tan extraña pregunta, nene de mis entrañas? ¿Quién ha pronunciado
a tu lado esa palabra?
Y
la mamá, apretaba con sus manos largas desnudas de joyas, manos de monja o de
mujer honrada, la fina cabecita.
–Mamita,
me lo dijo la vecina, aquella viejecita que suele traerte flores para la
Virgen.
“Verás.
Primero me preguntó por ti, con esa voz que parece estuviera siempre llorando. ‘¿Cómo
está tu mamita, nene? ¿Siempre tan sola? Tienes que cuidarla mucho’, dijo: Y
después, suspirando, mientras yo jugaba con el gato en su puerta, ella hablaba
sola y murmuraba: –Santa Madre de Dios, y dicen que hay justicia cuando en esa
pobre alma parece que la tierra se hubiese ensañado. ¡Oh dolor, dolor!, exclamó
tan fuerte la viejecita, que yo me asusté y vine corriendo”.
–¿Decía
así?… –interrogó la madre, estremeciéndose en un impulso helado de su alma.
–Sí
mamita, sí. Por eso te pregunto qué es el dolor.
Palideció
la mujer; un gotear de lágrimas silenciosas rompió el cristal de sus ojos
enigmáticos: ojos de iluminada y de bestia humilde.
–¿Por
qué lloras mamá? ¡No quiero que llores! –gimoteó el chiquitín, acomodando su
minúscula personita en el regazo maternal.
El
chico miraba hacia la ventana donde se veía, a través de los cuadrados, caer la
espesa obscuridad de la noche, como un presentimiento agorero en el silencio de
los campos.
–Tengo
miedo, mamita; tengo miedo.
–¿De
qué, hijito mío?
–De
tu llanto y de la oscuridad que veo desde aquí –y el chiquillo señalaba la
ventana.
–No
te asustes, nene mío, no es nada. ¿Quieres dormir?
–Bueno,
mamita –y la cabecita confiada, buscó el hueco blando de los brazos maternos.
La
llama de la lámpara tenía el palpitar desmayado de un corazón enfermo. Colgado
a los barrotes del lecho se balanceaba, imperceptiblemente, un negro crucifijo
de ébano con sus brazos de plata, abiertos como alas lunares.
Las
dos camas blancas, extendidas sin una arruga en las simples colchas, daban la
impresión de que hubiese puesto en ellas las sonrisas de sus ojos la Madre de
Dios.
Suspendido
entre las cabeceras, relucía un marco acerado, sosteniendo, en sus extremidades
la imagen de un hombre:
Dulce
la mirada, correcto el corte de la nariz, funesto el pliegue de la boca.
–¿Qué
es el dolor, mamita? –balbuceó débilmente entre sueños el hijito.
La
madre nada dijo, pero sus dedos afilados se crisparon, y levantándose en un
gesto desconsolado y rebelde, señalaron el retrato, donde reía y reirá siempre
la eterna causa del dolor femenino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario