Sonia Catela
–Ya no lo haga –suplicó la
motosa, la única que abrió la boca alrededor del hombre sentado. ¿Se atrevería él
a dispararse de nuevo?
A su lado, la mesita en la que apoya el brazo cuando
gatilla el revólver contra su sien. Ahora recuenta el dinero que pusimos en el platito.
Hay seiscientos pesos. –Necesito mil –recaba el hombre sentado en su silla. Nadie
de aquí piensa soltar un peso más y él ya se disparó dos veces. Parece que se dispone
a hacerlo una tercera porque necesita mil pesos y le faltan aún cuatrocientos. Para
que se decida debería aparecer un nuevo interesado. Pero no hay candidato visible
al que reclutar por la calle.
Cuando sonó el primer balazo, me crucé corriendo desde
el banco donde leía el periódico, a enterarme. Puse el billete arrugado de diez
en el platito de lata, mientras el hombre abría el cargador y mostraba al público
que adentro había una sola bala. ¿Cómo saber que no se trata de un truco, una trampa?
bisbiseó el tipo de portafolios de mi costado. Entonces el hombre completó el tanque,
hizo girar el tambor y accionó el percutor, al azar, apuntando al grueso poste de
la luz. En la madera quedó un agujero en el que entra un dedo. Enseguida el hombre
sentado retiró la cápsula servida y cuatro de las balas buenas, y se apuntó. –No
se animará –bisbiseó el de portafolios. –Necesito mil pesos –explicó el tipo y cerró
los ojos y gatilló. Con el click seco la mujer motosa perdió el equilibrio y la
sujetaron. –Bueno, ya basta –casi gritó–, ya basta –abrochó en un susurro. –Viene
la policía –anunció al unísono un muchacho de pantalones bermudas, apartándose.
El hombre sentado abrió los ojos. Se calzó el sombrero bien hacia atrás. Acababa
de consumar el primer intento. Recontó lo juntado. Había cuatrocientos ochenta pesos.
No se levantó de su silla. Arregló los billetes y los sujetó con un pedazo de baldosa
que alzó del suelo. Se sacudió el polvo de los zapatos negros, ajados.
Con el agente llegaron dos acompañantes, una pareja
más o menos borracha. El agente armó el cuadro de situación, averiguó lo que necesitaba
saber y agregó veinte pesos a la pila de dinero. Pero antes le preguntó formalmente
al sujeto: –¿Usted está seguro de que sabe lo que hace? –Estoy seguro –suspiró el
hombre de la ruleta rusa–; si no fuera por esta necesidad no me hubiera metido en
esto. –No seré yo quien detenga a alguien necesitado –concluyó el policía y peló
los veinte del bolsillo. Los borrachos hurgaron y sacaron lo que encontraron en
los suyos. –Desista de esto, váyase –acometió nuevamente la motosa casi arrodillándose.
Pero ya el hombre se echaba más atrás el sombrero y cambiaba la bala en su arma
negra. El proyectil dorado rodó a mis pies y me lo embuché en el pantalón. Desde
detrás de la columna de mármol del parque aparecieron dos deportistas. Agregaron
lo suyo a la pila de billetes. El hombre cerró los ojos, revólver en mano. Murmuró
algo. –¿Qué dice? –pregunté. –No se alcanza a escuchar –bisbiseó el de portafolios.
Cuando el hombre acercó por segunda vez ese semejante aparato a la sien, la motosa
se largó a rezar y lloró unas lagrimitas. El sujeto apretó el gatillo. El segundo
click. Me sequé el chorro que me empapaba. A mi lado, el tipo de portafolios me
imitó. El hombre sentado dejó que su sudor le corriera por la nuca y se metiera
bajo el cuello blanco de la camisa. –Piense, si se muere ¿quién se beneficiará?
–arremetió nuevamente la motosa. –Es una obligación que uno tiene. De morir, habrá
alguien que se ocupe. –Usted es muy testarudo. –Ya deje de cargosear al hombre –se
adelantó el policía. –Está bien –aceptó la motosa. Dio un par de pasos hacia atrás
y pegó la media vuelta. Al minuto un auto estacionó frente al Banco. Bajaron tres
señores de corbata. –Vengan –los urgió el de bermudas. Los señores se acomodaron
las corbatas, cruzaron la calle y se arrimaron. –¿Qué está pasando aquí? –Entre
disparo y disparo, el hombre de sombrero se quedaba inmóvil con el revólver al lado,
en la mesita, y la caja de balas. Sus únicos movimientos se reducían a los momentos
de recontar el dinero y armar la ruleta rusa. El resto del tiempo agachaba la cabeza
hacia el suelo, y murmuraba. Enterados del asunto, dos señores levantaron el pedazo
de mosaico y colocaron dinero. A simple vista se veía que se trataba de billetes
gordos. Ahora, habría mil pesos y se terminaría el asunto. Pero el tercer señor,
uno de corbata amarilla, meneó la cabeza. –Poné –le indicó un compañero. El de la
corbata amarilla volvió a mover la cabeza y se negó. –Un hombre que junta dinero
disparándose de ese modo es un fracaso de hombre y yo no pienso apoyarlo –se despachó.
–Retírese, entonces –reaccionaron varios de los nuestros. Pero el de la corbata
amarilla no movió su trasero enfundado en su traje caro. ¿Y ahora? El hombre sentado
se puso en movimiento. Estiró la mano. Ordenó un: “apártense” muy suave. Martilló
hasta que la bala cargada se ubicó en su sitio y disparó contra el poste de luz,
agregándole otro boquete. Sacó la usada y la dejó sobre la mesita. Alzó una bala
nueva. Habría un tercer disparo en seco, se embucharía lo recaudado legítimamente
y nos iríamos todos juntos, a emborracharnos y festejar la obtención de la plata.
El grupo entero lo acompañará al sujeto a celebrar, eso lo aseguro. –Cada cual se
gana la vida como puede –replica con rabia retrasada el tipo del portafolios, de
lejos un desocupado, perseguidor de changas. El sujeto ya se arregla el sombrero
y se acomoda en la silla. Abre el tanque, coloca la refulgente bala dorada. –Es
una vieja Smith y Wesson –susurra uno de los últimos llegados. –Qué linda arma –acota
otro de los nuevos. –Me gustaría saber su nombre –el muchacho de bermudas se dirige
al que juega por necesidad. Pero él replica: –No, ya no puedo hacerlo–. El hombre,
siempre en su silla, quiebra la mano sobre la mesita –no, no podré intentarlo una
tercera vez–. Agacha de tal modo la testa que el sombrero negro ocupa todo el espacio,
como si no hubiera rostro debajo. Ni hombros. Ni cuerpo. Nos quedamos en suspenso
un segundo. Luego el grupo se desgrana según rumbos que marca el azar. Nadie retira
su dinero, ni siquiera los señores. La gente murmura que está bien, que suficiente.
Se oyen algunos sorbidos profundos de aire. Alivio.
Me rezago. Quiero cruzar con el hombre hasta el bar
de la vereda de enfrente, a celebrar. Le propongo: –¿Se une a nosotros? –alza el
rostro, sacude algo que interpreto como un asentimiento, se mete el dinero en la
camisa. –¡Eh! –en la puerta del café el muchacho de bermudas agita el brazo y su
sonrisa: –Apúrense. –Vamos–. Pero, a mis espaldas, el estampido y el fogonazo, sin
una palabra previa. Sin el aviso de otro sonido que el metálico estruendo de la
voladura. Un remolino de gente se abalanza entre chillidos y los “por qué lo hizo.
Pero ¿por qué?”. El sombrero negro del hombre cae a mis pies. Me arrodillo, lo recojo.
Me lo calzo bien hacia atrás y cruzo lentamente hacia el bar esquivando a los curiosos.
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