Mark Twain
Recientemente estuve en Saint Louis, y al regresar hacia el oeste,
después de cambiar de tren en Terre Haute, Indiana, subió en una de las
estaciones del trayecto un caballero de aspecto benévolo y agradable, de unos
cuarenta y cinco o cincuenta años, y se sentó junto a mí. Estuvimos hablando
animadamente durante más o menos una hora sobre temas diversos, y encontré que
era un hombre extraordinariamente divertido e inteligente. Cuando se enteró de
que yo era de Washington, empezó de inmediato a preguntarme acerca de varios
cargos públicos y de los asuntos del Congreso, y enseguida me di cuenta de que
mi interlocutor era un hombre muy familiarizado con los entresijos de la vida
política en la capital, e incluso de los procedimientos, costumbres y actitudes
de los senadores y representantes de las cámaras del Congreso Nacional. En
aquel momento, dos hombres se detuvieron cerca de nosotros durante un instante,
y uno le dijo al otro:
–Harris, si haces esto por mí, nunca lo olvidaré,
muchacho.
Los ojos de mi nuevo camarada se iluminaron
agradablemente. Pensé que aquellas palabras habían despertado en él algún
recuerdo feliz. Luego su rostro se serenó y se tornó pensativo, casi sombrío.
Se volvió hacia mí y me dijo:
–Déjeme que le cuente una historia; déjeme
revelarle un capítulo secreto de mi vida, un capítulo del que no he vuelto a
hablar con nadie desde que acontecieron los sucesos que voy a narrarle. Escuche
pacientemente y prométame que no me interrumpirá.
Le dije que no lo haría, y empezó a relatarme la
extraña aventura que sigue, hablando a veces animadamente, otras con
melancolía, pero siempre con completa seriedad y cargado de sentimiento.
LA NARRACIÓN DEL EXTRAÑO
El día 19 de diciembre de 1853 partí en el tren
nocturno que salía de Saint Louis en dirección a Chicago. No éramos más que
veinticuatro pasajeros en total. No había ni mujeres ni niños. Estábamos todos
de un humor excelente, y no tardaron en entablarse agradables relaciones
amistosas. El viaje se presentaba bajo los mejores auspicios, y no creo que
nadie de aquel grupo tuviera el más vago presentimiento de los horrores por los
que muy pronto tendríamos que pasar.
A las once empezó a nevar copiosamente. Poco
después de abandonar el pequeño pueblecito de Welden, nos adentramos en las
interminables praderas desiertas que se extienden durante leguas y leguas de
tierras inhóspitas. El viento, sin encontrar el obstáculo de árboles o colinas,
ni tan siquiera de alguna roca aislada, silbaba con violencia a través del
llano desierto, y arrastraba la nieve como la espuma de las olas encrespadas de
un mar tempestuoso. La nieve se acumulaba rápidamente, y al observar que el
tren disminuía de velocidad, supimos que la locomotora se iba abriendo paso
cada vez con más dificultad. De hecho, en algunos momentos casi llegó a pararse
del todo, en medio de grandes ventisqueros que se atravesaban sobre la vía como
lápidas colosales. La conversación empezó a decaer. La alegría se trocó en
grave preocupación. La posibilidad de quedar atrapados en la nieve en la
pradera desierta, a cincuenta millas de la casa más cercana, se representó en
la mente de todos y fue extendiendo su depresiva influencia sobre nuestros espíritus.
A las dos de la mañana fui despertado del inquieto
sueño en que me había sumido al darme cuenta de que a mi alrededor había cesado
todo movimiento. La horrible verdad cruzó como un relámpago por mi mente:
¡estábamos bloqueados por la nieve! “¡Todo el mundo al rescate!”. Y todos nos
apresuramos a obedecer. Al salir a la lúgubre oscuridad de la noche, con la
nieve azotándonos bajo la incesante tempestad, el corazón nos dio un vuelco a
todos, asaltados por la certeza de que perder un solo momento podría acarrearnos
la muerte. Palas, manos, tablas… cualquier cosa, todo lo que pudiera desplazar
la nieve, se puso al momento en acción. Era una estampa ciertamente extraña,
ver a aquel reducido grupo de hombres luchando frenéticamente contra la nieve
amontonada, con sus siluetas oscilando entre la más negra penumbra y la luz
airada del reflector de la locomotora.
Bastó apenas una hora para comprobar que nuestros
esfuerzos eran completamente inútiles. En cuanto retirábamos un ventisquero, la
tormenta volvía a obstaculizar la vía con una nueva docena. Y, para colmo de
males, descubrimos que en la última carga que la locomotora había llevado a
cabo contra el enemigo… ¡se habían roto las bielas de las ruedas! Aun cuando
lográramos despejar la vía, no podríamos proseguir el viaje. Volvimos a subir
al vagón, extenuados por el trabajo y totalmente abatidos. Nos reunimos en
torno a las estufas para evaluar detenidamente nuestra situación. No teníamos
provisiones de ningún tipo: esa era nuestra mayor desgracia. No corríamos
riesgo de congelarnos, ya que llevábamos gran cantidad de leña en el furgón.
Ese era nuestro único consuelo. La discusión llegó a su fin cuando aceptamos la
descorazonadora conclusión del conductor: caminar cincuenta millas a través de
una tempestad de nieve como aquella representaría la muerte para cualquiera que
lo intentara. No podíamos enviar a nadie a buscar ayuda, e incluso si lo
hiciéramos no lo conseguiría. Teníamos que resignarnos y esperar, con toda la
paciencia que pudiéramos, a que llegara el auxilio, ¡o a morir de hambre! Creo
que hasta el corazón más endurecido que allí pudiera haber experimentó un
momentáneo escalofrío al oír aquellas palabras.
Al cabo de una hora la conversación se extinguió
hasta convertirse en un débil murmullo aquí y allá del vagón, que se percibía a
intervalos entre las ráfagas de viento; la luz de las lámparas fue bajando, y
la mayoría de los náufragos se refugiaron entre las sombras oscilantes para
pensar –para olvidar el presente, si podían–, y para dormir, si lo lograban.
La noche eterna –sin duda nos lo pareció a
nosotros– fue desgranando lentamente sus horas hasta que por fin, al este,
despuntó el gris y frío amanecer. A medida que la luz fue creciendo en
intensidad, los pasajeros empezaron a rebullir y a dar signos de vida uno tras
otro, y cada uno se echaba hacia atrás el sombrero que le había caído sobre la
frente, estiraba los miembros entumecidos y lanzaba una mirada por la
ventanilla hacia la desoladora perspectiva. ¡Y era realmente desoladora! No se
veía por ninguna parte ni un solo ser vivo, ni una sola morada humana: tan sólo
el vasto desierto blanco, lienzos de nieve alzados por el viento formando
montículos por doquier, y un diluvio de copos que caían en remolinos impidiendo
ver el firmamento.
Durante todo el día deambulamos arriba y abajo por
los vagones, entregados a nuestros pensamientos y hablando muy poco. Otra noche
monótona e interminable… y el hambre.
Otro amanecer, otro día de silencio, de tristeza,
de hambre atroz, de inútil espera de un auxilio que no podía llegar. Una noche
de inquieto duermevela, lleno de sueños de festines… y el descorazonador
despertar entre retortijones de hambre.
Llegó y transcurrió el cuarto día… ¡y el quinto!
¡Cinco días de horrible encarcelamiento! Un hambre salvaje se traslucía en
todas las miradas. Todas reflejaban el brillo de una espantosa idea, el
presentimiento de algo que iba adquiriendo una forma imprecisa en la mente de
todos, algo que ninguna boca se atrevía a convertir en palabras.
Transcurrió el sexto día; el séptimo amaneció sobre
el grupo de hombres más demacrados, macilentos y desesperados que jamás hayan
estado a la sombra de la muerte. ¡Había que decirlo ya! ¡El sombrío pensamiento
que había estado germinando en la mente de todos estaba dispuesto por fin a
aflorar a los labios! La naturaleza había forzado hasta el extremo: tenía que
ceder. RICHARD H. GASTON, de Minnesota, alto y de una lividez cadavérica, se
levantó. Todos sabían lo que iba a venir. Todos estaban preparados: toda
emoción, toda expresión de excitación frenética se había serenado, y sólo una
seriedad tranquila y pensativa se traslucía en los ojos que tan salvajes habían
mirado últimamente.
–Caballeros, no se puede postergar más tiempo. ¡Ha
llegado el momento! Debemos determinar quién de nosotros ha de morir para
proporcionar alimento a los demás.
EL SEÑOR JOHN J. WILLIAMS, de Illinois, se levantó
y dijo: “Caballeros, propongo al reverendo James Sawyer, de Tenesí”.
EL SEÑOR WM. R. ADAMS, de Indiana, dijo: “Yo
propongo al señor Daniel Slote, de Nueva York”.
EL SEÑOR CHARLES J. LANGDON: “Yo propongo al señor
Samuel A. Bowen, de Saint Louis”.
EL SEÑOR SLOTE: “Caballeros, yo deseo declinar mi
nombramiento en favor del señor John A. van Nostrand, Júnior, de Nueva Jersey”.
EL SEÑOR GASTON: “Si no hay objeción, se accederá
al deseo del caballero”.
EL SEÑOR VAN NOSTRAND objetó, y la renuncia del
señor Slote fue desestimada. También los señores Sawyer y Bowen declinaron su
designación, pero fueron desestimadas sobre las mimas bases.
EL SEÑOR A. L. BASCOM, de Ohio: “Propongo que se
cierre la lista de las candidaturas y que la asamblea empiece la votación para
la elección”.
EL SEÑOR SAWYER: “Caballeros, protesto
enérgicamente contra este procedimiento. Es, bajo cualquier punto de vista,
irregular e improcedente. Propongo desestimarlo inmediatamente y que elijamos a
un presidente de la asamblea, asistido por los cargos correspondientes, y luego
podremos abordar el asunto que nos ocupa con toda ecuanimidad”.
EL SEÑOR BELL, de Iowa: “Caballeros, protesto. No
es este momento para detenerse en formalismos ni en consideraciones
protocolarias. Durante más de siete días hemos estado privados de alimento.
Cada momento que perdemos en inútiles discusiones no hace más que acrecentar
nuestro infortunio. Yo estoy conforme con las designaciones que aquí se han
hecho, y creo que todos los caballeros presentes también lo están. Por mi
parte, no veo por qué no hemos de proceder inmediatamente a elegir a uno o
varios de los designados. Deseo ofrecer mi resolución…”.
EL SEÑOR GASTON: “También esta sería protestada, y
nos pasaríamos todo el día discutiendo las normas, lo cual no haría más que
aumentar el retraso que usted desea evitar. El caballero de Nueva Jersey…”.
EL SEÑOR VAN NOSTRAND: “Caballeros, soy extranjero
entre ustedes; no he buscado la distinción que me ha sido conferida, y siento
una cierta desazón…”.
EL SEÑOR MORGAN, de Alabama (interrumpiéndolo): “Yo
me decanto por la propuesta anterior”.
La moción se llevó a cabo y, naturalmente, el
debate se prolongó. Se aprobó la propuesta de elegir cargos, y se constituyó
una asamblea formada por el señor Gaston como presidente, el señor Blake como
secretario, los señores Holcomb, Dyer y Baldwin como miembros del comité de
candidaturas, y el señor R. M. Howland como proveedor, para asistir al comité
en las nominaciones.
Se acordó tomar un receso de media hora, durante el
cual se pudo oír cierto rumoreo. Al sonar el aviso, la asamblea volvió a
reunirse y el comité designó como candidatos a los señores George Ferguson, de
Kentucky, Lucien Herrman, de Louisiana, y W. Messick, de Colorado. La propuesta
fue aceptada.
EL SEÑOR ROGERS, de Missouri: “Señor presidente,
una vez presentada debidamente la candidatura ante la asamblea, propongo una
enmienda a la misma para sustituir el nombre del señor Herrman por el del señor
Lucius Harris, de Saint Louis, a quien todos conocemos bien y tenemos en gran
estima por su honorabilidad. No quisiera que se me entendiera como que pretendo
empañar la valía y la posición del caballero de Louisiana; nada más lejos de mi
intención. Lo respeto y estimo tanto como puede hacerlo cualquiera de los
caballeros aquí presentes, pero ninguno de nosotros puede negarse a la
evidencia de que, durante la semana que hemos permanecido aquí encerrados, ha
perdido más carnes que cualquiera de nosotros; nadie puede cerrar los ojos ante
el hecho de que el comité no ha cumplido con su deber, ya sea por negligencia o
por alguna falta más grave, al elegir por sufragio a un caballero que, por
puros que sean los motivos que lo animan, tiene muy poco alimento que
ofrecernos…”
EL PRESIDENTE: “El caballero de Missouri debe
sentarse inmediatamente. La presidencia no puede permitir que se ponga en
entredicho la integridad de este comité, salvo que se haga siguiendo el cauce
habitual y ateniéndose a las reglas. ¿Qué decisión toma la asamblea con
respecto a la moción del caballero?”.
EL SEÑOR HALLIDAY, de Virginia: “Yo propongo una
nueva enmienda a las designaciones, para sustituir al señor Messick por el
señor Harvey Davis, de Oregón. Tal vez algunos caballeros aducirán que las
durezas y las privaciones de la vida en un estado fronterizo han endurecido
algo al señor Davis; pero, caballeros, ¿es este el momento de pensar en
durezas? ¿Es este el momento de ponerse quisquillosos con trivialidades? ¿Es
este el momento de discutir acerca de asuntos de mezquina insignificancia? No,
caballeros; lo que necesitamos ahora es corpulencia: sustancia, peso,
corpulencia… estos son ahora los requisitos supremos, y no el talento, ni el
genio, ni la educación. Insisto en mi moción”.
EL SEÑOR MORGAN (muy excitado): “Señor presidente,
me opongo rotundamente a esta enmienda. El caballero de Oregón es viejo, y
además es corpulento sólo de huesos, no de carne. Yo pregunto al caballero de
Virginia: ¿es caldo lo que queremos o una buena sustancia sólida? ¿Es que
quiere embaucarnos con una sombra? ¿Quiere burlarse de nuestros sufrimientos
dándonos un espectro de Oregón? Yo le pregunto si puede mirar a los rostros
angustiados a su alrededor, si puede mirar directamente a nuestros tristes
ojos, si puede escuchar el latido de nuestros corazones expectantes, y aun así
pretender que nos conformemos con ese fraude medio muerto de hambre. Yo le pregunto
si puede pensar en nuestro desolador presente, en nuestras pasadas amarguras, y
en nuestro lúgubre futuro, y aun así arrojarnos despiadadamente este despojo,
esta ruina, esta piltrafa, este huesudo y correoso vagabundo de las inhóspitas
costas de Oregón. ¡Ah, no! ¡Jamás! (Aplausos).
Después de un reñido debate, la moción fue sometida
a votación y rechazada. Luego se discutió la designación como sustituto del
señor Harris en virtud de la primera enmienda. Se procedió a la votación. Se
llevaron a cabo cinco escrutinios, sin resultado. Al sexto salió elegido el
señor Harris, habiendo votado todos por él, excepto él mismo. Se propuso
entonces que su elección fuera ratificada por unanimidad, lo cual no fue
posible, ya que volvió a votar contra sí mismo.
EL SEÑOR RADWAY propuso que la asamblea procediera
a elegir entre los candidatos restantes al que serviría como desayuno al día
siguiente. El proceso se llevó a cabo.
En la primera votación se produjo un empate: la
mitad de los miembros se decantó por un candidato a causa de su juventud, y la
otra se decantó por otro a causa de su mayor corpulencia. El presidente otorgó
el voto decisivo a este último, el señor Messick. Esta decisión provocó
considerable disgusto entre los partidarios del señor Ferguson, el candidato
derrotado, y hubo ciertos rumores de que se procediera a una nueva votación;
pero cuando se disponían a ello, se presentó y aceptó una moción para aplazar
la votación, y la asamblea se disolvió al instante.
Durante un buen rato, los preparativos para la cena
distrajeron la atención de los partidarios de Ferguson del debate acerca de la
afrenta recibida, y luego, cuando quisieron retomarlo, el feliz anuncio de que
el señor Harris estaba ya listo acabó con toda intención de seguir discutiendo.
Improvisamos varias mesas con los respaldos de los
sillones del vagón y nos sentamos a ellas con el corazón pleno de
agradecimiento para disfrutar de la magnífica cena por la que suspirábamos
desde hacía siete torturadores días. ¡Cómo cambió nuestro aspecto del que
presentábamos hacía apenas unas horas! Hasta entonces, impotencia, hambre, ojos
de triste desdicha, angustia febril, desesperación; y, en un momento,
agradecimiento, serenidad, un goce demasiado intenso para ser proclamado. No me
equivoco al decir que fue la hora más dichosa de mi atribulada existencia. El
viento aullaba fuera, haciendo que la nieve golpeara furiosamente contra
nuestro vagón-cárcel, pero ni uno ni otra podían hacernos sentir ya
desgraciados. Harris me gustó. Sin duda podría haber estado un poco más hecho,
pero puedo asegurar que nunca he hecho tan buenas migas con un hombre como con
Harris, y que nadie me ha proporcionado nunca tan alto grado de satisfacción.
Messick también estuvo muy bien, aunque quizá tenía un gusto un poco fuerte,
pero como auténtico valor nutritivo y fibra delicada, nadie como Harris.
Messick tenía sus buenas cualidades, no es mi intención negarlo ni pienso
hacerlo, pero era tan adecuado para un desayuno como lo hubiera sido una momia:
nada. ¡Qué delgadez! ¡Y qué duro! ¡Ah, estaba durísimo! No puede usted
imaginarse hasta qué extremo. Es que no puede ni imaginárselo.
–¿Me está usted diciendo que…?
–Por favor, no me interrumpa. Después de desayunar,
elegimos a un hombre llamado Walker, de Detroit, para cenar. Era exquisito. Así
se lo conté por carta a su mujer. Era digno de todo elogio. Siempre me acordaré
de Walker. Sabía un poco extraño, pero suculento. Y a la mañana siguiente
tuvimos a Morgan, de Alabama, para desayunar. Era uno de los hombres más
deliciosos que he tenido el gusto de conocer: apuesto, educado, refinado,
hablaba perfectamente varias lenguas… un perfecto caballero. Todo un caballero,
y singularmente sabroso. Para cenar tuvimos a aquel patriarca de Oregón, y vaya
un fraude, no hay discusión posible: viejo, correoso, duro; nadie puede
imaginarse hasta qué punto. Así que acabé diciendo: “Caballeros, ustedes harán
lo que les parezca, pero yo estoy dispuesto a esperar a que se haga otra
elección”. Y Grimes, de Illinois, dijo: “Caballeros, yo voy a esperar también.
Cuando elijan a alguien que verdaderamente tenga ‘algo’ que lo merezca, me
uniré a ustedes con mucho gusto”. Pronto se hizo patente el desagrado general
respecto a Davis, de Oregón, así que, para conservar la buena armonía que tan
agradablemente había imperado desde Harris, se convocó otra elección que dio como
resultado la designación de Baker, de Georgia. ¡Estaba espléndido! Bueno,
bueno… después de este, vinieron Doolittle, Hawkins, McElroy (hubo algunas
quejas acerca de McElroy, porque era extraordinariamente bajo y delgado),
Penrod, dos Smith, Bailey (Bailey tenía una pierna de palo, lo que
evidentemente era una merma, pero por lo demás estaba excelente), un chico
indio, un organillero y un caballero que respondía al nombre de Buckminister:
un pobre vagabundo seco como un palo, que ni servía como compañía y mucho menos
como desayuno. Nos alegramos de haberle elegido antes de que llegara el
auxilio.
–¿Así que por fin llegó el bendito auxilio?
–Sí, llegó una mañana clara y soleada, justo
después de una votación. El elegido fue John Murphy, y puedo asegurar que él
habría sido el mejor de todos; pero John Murphy regresó con nosotros en el tren
que vino a socorrernos, y vivió para casarse con la viuda de Harris…
–¿La viuda de…?
–La viuda de nuestra primera elección. Se casó con
ella, y ahora es un hombre feliz, respetado y próspero. ¡Ah, fue como una
novela, señor, como una auténtica novela…! Esta es mi parada, señor. Ahora debo
despedirme. Cuando considere usted oportuno pasarse uno o dos días por mi casa,
estaré encantado de recibirlo. Me gusta usted, señor. Hasta diría que le he
tomado cierto afecto. Puede que incluso llegara a gustarme tanto como el mismo
Harris. Buenos días, señor, y que tenga un viaje agradable.
Y se marchó. Jamás en mi vida me había sentido tan
asombrado, angustiado y desconcertado. Pero en el fondo me alegraba de que se
hubiera marchado. Con aquellos modales tan exquisitos y aquella voz tan suave,
me estremecía cada vez que dirigía su mirada hambrienta hacia mí; y cuando
escuché que me había ganado su peligroso afecto y que estaba en su estima casi
a la altura del finado Harris… ¡por poco se me para el corazón!
Me sentía anonadado hasta límites inimaginables. No
dudaba de su palabra; no podía cuestionar ni un solo punto de una declaración
impregnada de una verdad tan grave como la suya; pero sus horripilantes
detalles me sobrepasaban y sumían mis pensamientos en una espantosa confusión.
Vi que el revisor se me quedaba mirando y le pregunté:
–¿Quién es ese hombre?
–En otro tiempo fue miembro del Congreso, y uno de
los buenos. Pero en una ocasión se quedó atrapado en un tren durante una gran
nevada, y al parecer casi murió de hambre. Quedó tan trastornado por el frío y
tan consumido por la falta de alimento, que después de aquello perdió la cabeza
durante dos o tres meses. Ahora está bien, sólo que es monomaníaco, y cuando
habla de aquel viejo asunto no hay manera de pararle hasta que se ha comido
todo el cargamento humano de aquel vagón. Si no llega a tener que apearse, a
estas horas ya habría acabado con toda la gente del tren. Se sabe sus nombres
tan de corrido como el abecedario. Cuando se los ha comido a todos y solo queda
él, entonces siempre dice: “Habiendo llegado la hora de la habitual elección
para el desayuno, y al no encontrar ningún tipo de oposición, salí debidamente
elegido, tras lo cual, al no plantearse ninguna objeción, renuncié. Por eso
estoy aquí”.
Me sentí indeciblemente aliviado al saber que sólo
había estado escuchando las inofensivas divagaciones de un demente, en lugar
del relato de la experiencia real de un caníbal sanguinario.
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