Abelardo Castillo
La noté rara, o diría: ansiosa. Como quien teme algo,
algún acontecimiento desagradable que, de todos modos, va a sobrevenir. Le pregunté
qué le pasaba. Con agresividad dijo que no le pasaba nada. Altanera, pensé;
como siempre. Doña Isabel mientras tanto hablaba con alegría, mirándome como a
un resucitado y diciendo “la nena” cada vez que nombraba a Laura, recordándome
cosas de cuando éramos chicos, cosas que yo no recordaba, y otras que sí, pero
que me hubiera gustado no recordar. Laura miró una vez más el reloj, aquel
enfático reloj de pared, su rococó apócrifo, labrado en cedro; reloj que tenía
una historia que he olvidado, donde había una abuela italiana, la guerra, un casamiento.
Cuando tu madre se fue y te enfermaste, estaba diciendo ahora doña Isabel, las
noches que pasé en vela, cuidándote. Se acuerdan de cuando jugaban a los
novios, preguntó de golpe, y yo pensé quién me habrá mandado venir. Laura dijo:
–Pero mamá.
–Qué tiene, che –dijo doña Isabel. Y el che
me golpeó brutalmente en el oído, y a Laura también; es decir, a ella le golpeó
a través de mí, de mi gesto quizá–. Al fin de cuentas eran chicos.
–¿Te acordás de la máquina de cine? –pregunté
yo.
Laura sonrió apenas y dijo que sí. Una caja
de zapatos, dos carreteles de hilo Corona. Un mecanismo delicado. Había una
manivela. Pegábamos en largas tiras las historietas. El pato Donald. Las pasábamos
en el cuartito, con las caras juntas. Dijo rápidamente:
–Todavía tengo una.
–Una qué.
–Una historieta.
–No.
–Sí.
Se reía, por fin. Las caras juntas, pensé,
cuando éramos chicos; y una siesta, las manos también juntas en la penumbra del
cuartito. Si quiero te beso, había dicho ella, Laura, que aquella vez dejó de
reír súbitamente, como ahora, porque aquella vez yo había dicho que las mujeres
y los varones son distintos y porque ahora me acordé de lo que ella respondió
entonces y dije:
–Mostrame.
Laura se echó hacia atrás, miró
instintivamente a doña Isabel y no atinó más que a decir “qué”. La historieta,
dije yo. Doña Isabel me dio un mate.
–¿Tomás?
–Claro. Cómo no voy a tomar.
–Y, como ahora sos escritor. Miralo, quién
iba a decir. Pero siempre te gustó la redacción. ¿Te acordás, nena, cómo le
gustaba la redacción al Cacho?
–Te voy a buscar la historieta –dijo Laura.
Estaba saliendo de la cocina cuando se
quedó rígida; las dos voces, la mía y la de doña Isabel, se cruzaron en el
aire. Yo había dicho: Te acordás del Fosforito, de Oscar. Y doña Isabel: Ya que
vas, traé las fotos.
–Qué fotos –dijo Laura, de espaldas.
–¿Cómo qué fotos? Las fotos. Cada día estás
más boba, vos.
Laura salió.
–Fosforito –repetí–. Tan pelirrojo; era
bueno. Qué se hizo.
Doña Isabel se reía. Una risa misteriosa y
antigua. Como cuando éramos chicos y nos tenía preparada una sorpresa. Como
cuando me regaló los guantes de boxeo una tarde de cumpleaños, tarde en que nos
pusimos de acuerdo con Laura para hacerlo venir a casa al pelirrojo porque el
día anterior él le había dicho: “Che, Laucha, cómo estás creciendo”, y le quiso
tocar el pecho. “Cómo, tocar”, le había preguntado yo, y Laura, tomándome una
mano y apoyándola en su blusa dijo que así no, que él no había alcanzado a
hacer esto, y la mano quedó ahí mientras hablábamos. Y durante muchas tardes yo
seguí preguntando: “Pero, cómo”. Laura entonces volvía a repetir el gesto y yo
abandonaba la mano blandamente, mano que después ya no necesitaba excusas
porque era una especie de juego o de ceremonial a la hora de la siesta, en el
cuartito del fondo, donde estaban el baúl del Capitán Kidd y la vieja cama del
abuelo sobre la que Laura se recostaba para contarme cualquier cosa del colegio
o de la calle, mientras yo, sentado muy en el borde, fingía arreglar con una
sola mano la descompuesta máquina de cine. Un mecanismo delicado.
–Se acuerda de la paliza que le pegué –dije.
Doña Isabel, enigmática, se reía, evocando quizá a dos chicos que en una mano
tenían un guante de box, y en la otra envuelto un trapo: A no pegarse fuerte,
decía el estúpido–. Te acordás, Laura, de cuando lo hicimos boxear al Fosforito
–dije ahora hablando alto hacia el patio.
Laura no respondió.
–¿Por qué se pelearon? –preguntó doña
Isabel–. Mirá que eras camorrero, vos.
–Hace tanto –me reí. Laura entró en la
cocina.
–No la encontré –dijo–. Debe estar en el
baúl. Del baúl te acordás.
Lo dijo de un modo que, al principio, no
entendí. O quizá sí entendí.
–Mi baúl del escarabajo de oro. El cofre
del capitán Kidd. Dónde está ahora.
–Allá –dijo Laura–. Donde siempre.
Hubo un silencio muy tenso, cargado de
veranos a la hora larga de la siesta. Nos miramos. Iba a decir que me gustaría
verlo; pero ella, y entonces recordé que siempre se me adelantaba, dijo con voz
indiferente:
–Querés verlo.
–Bueno. Me levanté.
–Mostrale las fotos –dijo doña Isabel. El
patio; la parra.
–Qué fotos –oí mi propia voz, hablando por
decir algo.
–Sí, qué sé yo –dijo ella.
Caminábamos muy juntos. La pileta, la
escalinata.
–La escalinata –dije–. Acá nos casamos, te
acordás. Su risa, demasiado fuerte. Casi desagradable. Hice un esfuerzo brutal por
no escucharla; una risa chocante, tan artificial que estuve a punto de volverme
a la cocina. Repetí que ahí, a los ocho años, nos habíamos casado.
–Abelardo –dijo ella.
Me sorprendí. Siempre que oigo mi nombre me
sorprendo; siempre que lo pronuncian los que pertenecen a mi pasado, a la época
en que yo era el Cacho, no éste. Suena tan falso, por lo demás.
–¿Qué? –pregunté.
–Nada. Abelardo; suena raro. Cacho –dijo de
pronto, riendo como una chiquilina–. Cacho cacho.
–Laucha –murmuré.
–Tengo la piedra –dijo.
–Súbase al techo –respondí.
–Diga cuarenta.
–Piense en un perro.
–Deme una estrella.
–Cómase un dedo.
–Tráigame peras –dijo.
–Te quiero mucho.
Hablé secamente. Me miró; dijo con
seriedad:
–Perdiste –e intentó reír.
–Te quiero mucho.
Entramos en el cuarto y encendió la luz.
–Ahí está. El baúl; miralo.
Yo no miraba el baúl. Deliberadamente le
miraba los labios.
–Por favor –dijo.
–El baúl, sí. Está igual. Qué te pasa –me
senté en el viejo catre y la miraba–. Qué te pasa.
Estábamos a cuatro o cinco pasos de
distancia; cuando estuvimos a uno, me levanté. Nos quedamos así, a un paso.
Creo que dijo algo, como si dijera que no; pero yo no me había movido y ahora
estábamos tocándonos, frente a frente, con los brazos caídos a los costados del
cuerpo. Pensé que esta vez el nuevo gesto iba a ser mío. Tanto como para que no
se sienta culpable, pensé.
Desde la cocina llegó, destemplada por el
esfuerzo, la voz de doña Isabel.
–Laura –llamó–. Vengan a ver quién vino.
Laura, inexpresivamente, o acaso con
desafiante sequedad, pero como si no se dirigiese a mí, dijo, mirándome, a unos
centímetros de mi cara:
–Mi prometido.
Yo sentía ahora, en mis dedos, su anillo.
Supe también, antes de que la otra voz llegara desde la cocina, que se trataba
de él. Casi me río.
–Cachuzo –me gritaba Fosforito–.
Capitanazo. Hice a un lado la cara. Sin levantar la voz, dije:
–Voy.
En la mitad del patio nos encontramos. Él
me dio la mano, mientras besaba a Laura; después, me abrazó. Empujándome un
poco por los hombros echaba el cuerpo hacia atrás, para verme mejor. Se calmó,
por fin. Dijo que venía molido.
–El laburo, sabés. Trabajo en el taller de
Bruno. Te acordás del Bruno, el que se le fue la vieja –se interrumpió–. Uy,
perdoname.
Laura había alcanzado a decir:
–Oscar.
Él, creyendo que lo importante era mi
madre, repitió:
–Disculpá, viejo. Y, qué tal estás. Mama
mía qué pinta de bancario tenés. De qué trabajas.
–De todo un poco –dije.
–Qué vago, Dios mío –sacudía la cabeza; nos
había pasado el brazo por los hombros–. Éste sí que siempre fue un vago. Te
acordás, flaco. Nunca quería ir a robar caramelos a lo del gallego –esto último
se lo había dicho a Laura; ahora me miraba–. El gallego murió, sabés. Un cáncer
al pescuezo. Nunca quería ir a robar y después se quedaba con los mejores
caramelos. Al que lo vi el otro día fue al ruso, a Burman. Por ahí tengo la
tarjeta; es médico. Y se acordaba de los carritos de rulemanes y todo. Te
acordás de las carreras en la bajada, y en el zanjón, contra los Indios de
Floresta, cuando un indio te empujó a la pasada que casi te matás en la
barranca y después le encajaste esa pina, mi madre, y que después les quemamos
todos los carritos. Se hacía respetar éste. Y con la cara que tenía, que
siempre parecía venido del colegio de curas –entramos en la cocina; doña Isabel
le alcanzó un mate. Había preparado tres vasos con Cinzano. Nos miraba a los
tres con un gesto de casi incredulidad; como si pensara que la vida, a pesar de
todo, puede ser hermosa–. Y la paliza que me diste, te acordás. Se acuerda,
mami, qué paliza.
Me sentí agredido. Como si debajo de
aquella sonrisa candorosa, de aquella pureza brutal, se ocultara veladamente
una amenaza. Fue una impresión brevísima; o quizá no fue más que un deseo; la
necesidad de odiar aquel candor que casi me impidió mirar los ojos de Laura
cuando ella me alcanzó el vaso con Cinzano, y que obligó a mis dedos, como si los
estuviera tocando un cable eléctrico, a realizar un esfuerzo para quedarse ahí,
rodeando el vaso: sintiendo el contacto de la mano de Laura. De todas maneras,
acepté despreciarme; pero más tarde, cuando me fuera de aquella casa cruzando
la placita Martín Fierro, o algún día, cuando decidiera escribir que sí, que
dejé mis dedos un segundo más de lo necesario, porque mientras él hablaba,
riéndose, diciendo que todo al fin de cuentas había sido por un chiste, yo dejé
mis dedos un segundo más de lo necesario y volví a recordar mi pregunta “cómo,
tocar” y levanté los ojos y miré los de Laura.
–Qué diferencia con ahora, eh vieja. –Él se
había dado vuelta y se lavaba la cara y las manos en la pileta de la cocina–.
Tanto lío por eso. Si es ahora, a cañonazos teníamos que agarrarnos. –Se rio;
con gesto infantil, miró a doña Isabel de reojo: ella estaba abstraída,
tratando de pinchar una aceituna, y él volvió a reírse. Cerró la canilla–. ¿Y
lo despreciativa que era ésta? No hablaba con casi nadie –juntando los dedos,
los abrió de golpe, salpicándola divertido–. Lo que es si no te engancho yo,
vieja, quién se casaba con vos, decime. Pero oíme, qué te pasa. Qué te enojás,
che: no sabés aceptar ni una broma. Dame la toalla.
Laura salió; al volver traía la toalla y
una gran caja rectangular. Con fotos. Y un álbum.
Dije que tenía que irme. Pero Laura,
implacable, abrió la carpeta y desparramó las fotos sobre la mesa; dijo que no
podía irme sin esperarlo a don Carlos, al padre, que ya debía de estar por
llegar del almacén, porque antes de cenar juega como siempre su partida de
tute, y toma su Cinzano al volver, y no se cuida para nada de la presión. Me fui
sin verlo, de todos modos. Pero recuerdo su cara colorada, sonriendo, asomada
detrás del hombro de la tía Angélica, en la foto que me alcanzó Laura. Y
después, enorme, bailando con una doña Isabel con flores en la cabeza. Laura,
su mano bajo la de Oscar, cortando la torta. Todos de pie, rígidos, enfrentando
al fotógrafo. Laura sola. Oscar con doña Isabel, bailando muy separados. La
mesa larga, dispuesta de modo que las botellas de cerveza quedaran ocultas por
las de sidra. Los chicos de los vecinos, haciendo morisquetas; una mano, lejos,
por encima de la cabeza de alguien, perpetuándose. Y Laura, cerrando de pronto
el álbum, y su enorme y temible mirada parda. Me fui.
Pasé por la escuela de varones y por la
tienda de las mellizas; estuve sentado en la placita Martín Fierro. Laucha,
pensé. Y pensé que hay cosas que nunca debieran escribirse.
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