Abelardo Castillo
Estaba ahí sobre el banquito, en mitad de la cocina.
–Mejor la prendo de nuevo –dijo Matías.
Cautelosamente, miró a su mujer. Ella dijo:
–¿Cuántas veces la vas a prender?
Él miró hacia otra parte.
–Y si después se le atraviesa una basurita –murmuró.
–Siempre pensás lo peor –la voz de ella fue
lapidaria–. Así vas a llegar lejos, sí.
Y dale con eso, quién les habrá dicho que
uno quiere llegar lejos, y además son ellas las que lo desaniman a uno. Basta
que un hombre se decida a algo, arreglar estufas por ejemplo, para que ¡zas! la
mujer le caiga encima: Arreglando estufas. Ja. ¿Pero me querés decir a dónde vas
a llegar arreglando estufas? Sin embargo, por algo se empieza; ahora en los
ratos libres, después quién sabe. Por lo pronto ahí estaba, sobre el banquito,
una especie de diploma o algo así. Y ciento treinta y cinco pesos son ciento
treinta y cinco pesos. No era una cuestión de plata, o también lo era, sí (cómo
explicar bien esto, cómo explicárselo a una mujer), y al mismo tiempo era otra
cosa: era que ahí estaba su primera estufa, que él la había arreglado y que le
iban a pagar por eso, por haberla arreglado.
–Yo la prendo.
–Dale, préndela, así cuando viene el dueño
la ve prendida o la nota caliente, y se cree que la estuvimos usando. Si es que
viene.
Ahí está, tenía que agregar: si es que
viene. Y por qué no iba a venir, vamos a ver. Era necesario que viniera; si el
hombre no venía, Matías Goldoni difícilmente iba a poder dormir esa noche. Miró
la estufa. De pronto sintió que le tenía cariño.
Lejano, se oyó el timbre de la puerta de
calle. Ellos se miraron un instante.
–Debe ser el novio de la Elvia –dijo al fin
la mujer.
–Sí, debe ser –dijo Matías.
Elvia era la hija de los dos del primer
patio, y Matías pensó que, en efecto, nada impedía que en ese momento llegara
el novio. Y se sobresaltó.
–¡Capaz que se viene con uno de los chicos!
–Quién –dijo la mujer–. Qué chicos.
–El hombre. El dueño de la estufa.
–¿Y?
–¡Y! ¿No entendés? Que si Elvia y el novio
están en la puerta como saben estar, andá a saber lo que piensa de la casa. Y
después nadie nos trae más trabajo.
La mujer hizo un gesto. Matías entendió que
ese gesto significaba: Vos te vas a enloquecer con tus estufas. Y sin embargo
es cuestión de empezar bien, eso influye mucho. Después uno pone el tallercito,
compra herramientas, eh, si no, cómo empezaron Volcán y todos ésos.
Se oyó la voz de un chico.
–En la puerta hay uno que pregunta por el
Matías. Su mujer lo miró y él comprendió que también ella estaba asustada
ahora. Pero, asustada y todo, tuvo aliento para decir:
–Y, ¿qué esperas?
Menos mal, el hombre gordo había venido
solo. Cuando estaban llegando a la cocina, Matías señaló vagamente el lavadero
y dijo:
–Todavía no instalé el taller. Por ahora me
arreglo más o menos. Provisorio, claro. Pase, pase a la cocina.
Aquello era poco serio. Recibir a un
cliente en la cocina: lo iban a confundir con un vulgar tachero. El hombre
gordo, sin embargo, no pareció molesto. Cortés, saludó a la mujer y se quitó el
sombrero, ella mecánicamente se limpió las manos en el delantal. Matías
comprendió que era necesario decir algo.
–Me dio trabajo, sabe. Hubo que desarmarla
toda.
Se miraron un instante. Sonrieron.
–La taza de calentar estaba picada; no
valía la pena soldarla. La cambié por otra más chica, pero sirve lo mismo. Ya
va a ver.
Nada de lo cual pareció importarle gran
cosa al hombre gordo.
Matías supo que había llegado el momento.
Se agachó. Para asegurarse, echó dos medidas de alcohol en el depósito. Quiera
Dios que no se le atraviese una basurita.
–Anda perfectamente, ya va a ver.
La mano le tembló un poco; presentía la
mirada de su mujer y la curiosidad del hombre clavadas en su nuca. Encendió un
fósforo. Durante un segundo, la llamita, azul, luchó por extenderse sobre el alcohol.
Después, como si jugara, hizo una pirueta y se apagó. Otro fósforo. Más cerca
esta vez, hasta que casi se quemó los dedos. Y la mirada de su mujer y la
curiosidad del hombre. Pero el alcohol no prendía. Lo único que me faltaba.
–Viene malo. Le ponen agua, sabe.
El hombre gordo asintió, sonriente. La
mujer empezó a cocinar. Matías encendió un nuevo fósforo. La llamita azul, la
pirueta a que sí a que no, y finalmente pfffss. Matías encendió tres
fósforos más: lo mismo. Y justo ahora aquélla se pone a freír milanesas, habla
todo el día y justo ahora se queda callada. Estaba haciendo calor en la cocina.
–Alcánzame un papel, vieja.
Ella, en silencio, obedeció. El hombre
gordo también guardaba silencio. Matías Goldoni sintió que, por el momento, el
universo giraba silenciosamente en torno de un hombre que trataba de prender
una estufa. Sí, la verdad que hacía calor. Y para colmo el papel resultó tan inútil
como los fósforos. Si sería desgraciado el gallego de la vuelta.
–El alcohol se ríe –dijo Matías. ¿Qué
estaba diciendo?
–Le echan agua –dijo–. Compran un litro y
venden diez.
Se puso de pie; necesitaba una pausa.
–Vieja, anda, pedile un poco de alcohol
fino a la Elvia.
Ella salió.
El hombre gordo comenzó a pasear sus ojos
por la cocina. La cortina floreada de la ventanita, el calentador, la
calcomanía del morrón, el almanaque con el dibujo de un perro vestido de
mecánico. Cuando se le terminó la cocina, la mirada del hombre gordo quedó fija
en los ojos de Matías. Matías sonrió. El hombre gordo también sonrió.
–Hace un poco de calor, ¿no? –dijo Matías.
Había estado a punto de proponerle que se sacara el sobretodo, pero se
arrepintió a tiempo: era un cliente. Agregó:
–Me costó un trabajo bárbaro; tuve que
desarmarla. Estaba muy sucia.
No debió haber dicho eso, a ver si el
hombre lo tomaba a mal. Trató de explicar:
–Sucia del querosén. El gas. Y los grafitos
de las junturas se estropean, claro. Después, pierde.
Y ésta que no viene; a ver si se le queman
las milanesas, encima.
Entonces entró la mujer y dijo:
–Dice que no tiene.
Matías y el hombre gordo se miraron. Por
distintos motivos, transpiraban.
Matías pidió otro pedazo de papel.
Y el hombre gordo habló por primera vez. Su
voz fue tan sorpresiva que ellos se sobresaltaron.
–Mire, la llevo así nomás. Si usted dice
que anda…
–¡No! –la voz de Matías era casi dramática–.
No. Se la prendo. Usted va a ver. Vieja, ¡el papel! Ella se lo alcanzó. Dijo:
–Ya perdiste demasiado tiempo con esa
estufa. No te conviene trabajar así. Al final, perdés plata. El tiempo que te
llevó ésa…
–Cosas del oficio –Matías sonrió
nerviosamente; cada vez sentía más calor, y ese alcohol de miércoles–. A veces
sale aliviada y otras no. Pero, ni bien la prenda, va a ver. Va a ver cómo
anda.
Y tal vez fue por la desesperación que puso
en el gesto de acercar el papel, o porque estaba de Dios, pero el alcohol se
encendió. Primero lentamente, después decidido; por fin, triunfante.
Entonces Matías se dio cuenta de que el
alcohol se había derramado sobre el banquito, porque el banquito empezó a
arder.
–Pero, eso pierde –dijo el hombre gordo.
–Ponela en el suelo, querés –dijo la mujer.
–Dame un trapo –dijo Matías.
Se atropellaba. Al bajar la estufa se quemó
los dedos y estuvo a punto de soltarla. La mujer, con un trapo, apagó el fuego
del banquito y echó una mirada de hielo a Matías. El hombre gordo volvió a
decir:
–Pero pierde.
Matías, desordenadamente, trató de
explicarle que no, que no perdía, sólo le había echado alcohol de más y eso era
todo, ahora la taza era un poco más chica pero no tenía importancia, no había
que ponerle alcohol una sola vez, sino dos.
–Sí, pero pierde.
Matías comenzó a dar bomba y repitió que no
tenía importancia. Dijo que él la había prendido antes y funcionaba
perfectamente, ya va a ver. Y la mujer dijo:
–Por qué no esperas que se caliente.
Me va a enseñar a mí cómo se prende una
estufa.
–Seguí con tus milanesas –dijo Matías.
Ella se dio vuelta, herida. El hombre trató
de sonreír:
–Mire, me parece conveniente cambiarle
nomás el cosito del alcohol, mejor la dejo –y se puso el sombrero.
–¡No! Si anda lo más bien –Matías daba
bomba como si se jugara la vida–. Va a ver, va a ver –porque era imprescindible
que el hombre viese, porque para eso Matías Próspero Severino Goldoni había arreglado
esta estufa y porque él le iba a demostrar, tenía que demostrarle, que la
estufa andaba perfectamente–. Va a ver –y daba bomba como si se jugara la vida.
Pero el hombre gordo dijo:
–Yo se la dejo. Le creo que anda.
Matías negaba con la cabeza y seguía dando
bomba. La mujer, como con lástima (o tal vez imperceptiblemente de otro modo
ahora) lo miraba hacer. Cuando Matías abrió la roseta y pidió un papel, ella
dijo en voz baja:
–Esa estufa está fría, viejo.
Y era cierto.
Llamas amarillas subían por los quemadores.
Un desagradable olor a querosén crudo se confundía agriamente con el de las
milanesas. Matías sintió un nudo en la garganta. Entonces perdió toda
compostura:
–Le juro que andaba, yo la probé y andaba.
¡Vos, María Elisa, vos no me dejas mentir!
–Yo le creo –dijo el hombre–. Mire, mañana…
–Es que yo quería que usted la llevara
ahora, ¿no entiende? La estufa anda bien; anda bien porque yo la arreglé. No es
la primera que arreglo. ¡Usted cree que es la primera, pero no es la primera!
–Pero si yo no digo nada.
–Usted no lo dice, pero lo piensa. ¡Vieja!
Decile que andaba.
El hombre gordo ahora parecía realmente
molesto. Se acercó a la puerta y, mientras la abría, murmuró un apresurado
buenas noches. Desde afuera agregó que mañana iba a volver. Mañana, sí, a la
noche, o tal vez pasado mañana.
Matías lo siguió a todo lo largo del patio.
Iba repitiendo que la estufa andaba, que tenía que creerle. Después, en la
calle, y cuando el hombre ya estaba lejos, todavía lo repetía.
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