Emilia Pardo Bazán
Lo que voy a contar no lo
he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, si no fuese la exacta verdad,
digo que bien inventado estaría; pero también me corresponde declarar que lo he
oído referir… Lo cual disminuye muchísimo el mérito de este relato y obliga a
suponer que mi fantasía no es tan fértil y brillante como se ha solido suponer
en momentos de benevolencia.
¿Eres tímido,
oh tú, que me lees? Porque la timidez es uno de los martirios ridículos; nos
pone en berlina, nos amarra a banco duro. La timidez es un dogal a la garganta,
una piedra al pescuezo, una camisa de plomo sobre los hombros, una cadena a las
muñecas, unos grillos a los pies… Y el puro género de timidez no es el que
procede de modestia, de recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más
terrible: la timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su
amada, del fanático ante su ídolo.
De un
enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado. que no sé si nunca Romeo el
veronés, Marsilla el turolense o Macías el galaico lo estuvieron con mayor
vehemencia.
No envidiéis
nunca a esta clase de locos. A los que mucho amaron se los podrá perdonar y
compadecer; pero envidiarlos sería no conocer la vida. Son más desventurados
que el mendigo que pide limosna; más que el sentenciado que, en su cárcel
cuenta las horas que le quedan de vida horrible… Son desventurados porque tiene
dislocada el alma, y les duele a cada movimiento…
Doble su
desdicha si la acompaña el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes
casos, se cura con la confianza; pero la hay crónica e invencible. La hay en
maridos que llevan veinte años de unión conyugal y no se han acostumbrado a
tener franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la
mayor intimidad, no se acercan a él sin temor y temblor… Generalmente, sin
embargo, se presenta el fenómeno durante ese periodo en que el amor, sin fueros
y sin gallardías, se estremece ante un gesto o una palabra… Y éste era el caso
de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la coquetuela y encantadora condesa
viuda de Dolfos.
Dícese
que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en estas
cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas. Cada persona
difiere o por su carácter o por el mismo exceso de su apasionamiento.
Agustín
sentía, al acercarse a la condesa, todos los síntomas de la timidez enfermiza,
y mientras a solas preparaba declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente
hilados y tan persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en
presencia de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba
sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas… Todos reconocerán que este estado
tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni mucho menos.
Vanamente
apelaba a su razón para vencer aquella timidez estúpida… Su razón le decía que
él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los cuatro costados, joven con
hacienda, inteligencia y aptitudes para abrirse camino, era un excelente
candidato a la mano de cualquiera mujer, por bonita y encopetada que se la
suponga… ¿Por qué no había de quererle la condesa? ¿Por qué, vamos a ver, por
qué? Él debía acercarse a ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas
las noches, al retirarse a su casa, se lo proponía…, y al día siguiente
procedía lo mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de
menguado, de necio, pero no podía vencerse… No podía, y no podía.
De modo que,
al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le ocasionaba
trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no había cruzado aún
palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada viuda. Iba a todas partes
donde podía encontrarse con ella, pasaba muchas veces por debajo de sus
balcones, se trasladaba a San Sebastián el mismo día que ella y en el mismo
tren…, y aún ignoraría el sonido de su voz si no hubiese prestado ansioso oído
a las conversaciones que ella sostenía con otras personas…
Por fin, un
día –precisamente en San Sebastián– presentose rodada la ocasión de romper el
hielo. Fue en la terraza del Casino, a la hora en que una muchedumbre
elegantemente ataviada respira el aire y escucha o, por mejor decir, no escucha
la música, sino las infinitas charlas, que hacen otro rumor más contenido y más
suave, como de colmena. Agustín estaba muy próximo a su amada, y devoraba con
los ojos el perfil fino, asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas.
Ella le observaba de reojo, y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de
dirigirle la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una
señora…
Bueno. Por
encima de las fórmulas sociales están las circunstancias, ¡y ay de estas
irregularidades que todo el mundo comete, cuando a ello le empuja un fuerte
estímulo!…
La viudita no
podía menos de haber notado aquella adoración profunda, continua que la rodeaba
como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad femenil,
ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que la bebía y la
respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un alarde infantil que
disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:
–¡Qué noche
tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?
Agustín sintió
como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si a muerte o si a gloria; su
sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron… y con tartajosa lengua, con voz
imposible de reconocer, con un acento ronco y balbuciente, soltó esta frase:
–¡Sí… señor!
¡Sí… señor!
Fue como si
otro hubiese hablado… Un individuo zumbón, dentro de Agustín, se reía
sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta… ¡Acababa de llamar “señor” a
la única mujer que para él existía en el mundo! ¡No se le había ocurrido sino
tal inepcia! Y ahora, con la lengua seca y el corazón inundado de bochorno,
tampoco se le ocurría más. ¡Qué había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas,
el suelo huía bajo sus pies… Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos a la
cabeza y, levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella
noche pensó varias veces en el suicidio.
A la mañana
siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante la que ya debía
despreciarle, salió para Francia en el primer tren. Estuvo ausente muchos años.
En ellos no volvió a saber de su adorada. Un día leyó en un periódico que se
había casado. Todavía la noticia le causó grave pena. Después lentamente, fue
olvidando, nunca del todo.
Habían corrido
cerca de cuatro lustros. Las canas rafagueaban el negro cabello de Agustín,
cuando en uno de sus viajes entró una señora con dos señoritas en el mismo
departamento. Agustín la reconoció… y aún su corazón (del cual padecía) le
avisó de que era ella; muy cambiada, muy envejecida, pero ella.
¿Fue
reconocido Agustín? No se sabe. Lo cierto es que se trabó conversación entre
ambos viajeros, y que esta vez no habiendo el estorbo de un amor tan insensato,
Agustín charló sin recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló
de su juventud, y murmuró confidencialmente:
–De cuantos
homenajes han podido tributarme, el que más agradecí, porque era el más
sincero, consistió en que un joven, que me seguía como mi sombra, me
contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra: “Sí, señor…” ¿Comprende
usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó a decir otra cosa… Los requiebros
más entusiastas no pueden halagar tanto a una mujer como una turbación, que
sólo puede interpretarse como señal de pasión verdadera…
–¿De modo… que
usted no se rio de aquel hombre? –preguntó Agustín.
–Al contrario…
–respondió la señora, con acento en que parecía temblar una lágrima.
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