Adolfo Bioy Casares
Haciendo
torres sobre tierna arena.
Lope de Vega
Como si no bastaran las promesas del más allá,
queremos perdurar en nuestra tierra, tan vilipendiada y tan querida. Casi todo
el mundo comparte el afán por sobrevivir en obras, en hijos, de cualquier modo.
Sin duda nos mueve un instinto y en ese punto al menos igualamos en
inteligencia a dos insectos, la hormiga y la abeja, y a un roedor, el castor o castor
fiber. Si reflexionáramos un minuto acerca de la inmortalidad deparada por
libros, obras de arte, inventos, función pública, saborearíamos la amargura de
quien se dejó atrapar en una estafa. Yo anhelo la inmortalidad de mi conciencia
y no soy tan vanidoso para contentarme con sobrevivir en media docena de
volúmenes alineados en un anaquel; pero desde luego me aferro con uñas y
dientes a esa inmortalidad de la media docena, mi robusto bastión contra los
embates del tiempo, y no es menos verdad que me hago cruces, metafóricamente
hablando, ante quienes día a día se afanan en trabajos que día a día se
desvanecen. ¿Cómo entender a tanto artista, cuyos productos afrontan pruebas
que barrerían con los cuadros del Museo de Arte Moderno, por no decir nada de
muchos libritos de los poetas? Hablo de peluqueros de señoras y grandes chefs,
del todo indiferentes a la rápida ruina de sus elucubraciones, llámelas
complicados peinados o sabias tortas.
En cuanto a los referidos
tomitos, descuento que me asegurarán un nicho –vivienda poco alegre, pero ¿qué
tiene de alegre la posteridad?– en la historia de la literatura argentina.
Acaso no figure entre los exaltados ni entre los ínfimos; me conformo con un
lugar secundario: en mi opinión, el más decoroso. Mi nombre es desconocido por
la muchedumbre, erudita en los bandos del football y en la genealogía de
los caballos. Cuando digo que soy novelista, brillan los ojos del fortuito
interlocutor que me propone el asiento del vagón o la mesa del casino o del
banquete, pero cuando, a su pregunta, doy mi nombre, la sonrisa momentánea se
turba, hasta que una nueva esperanza la reanima: “¿Firma con seudónimo?”. “No,
no firmo con seudónimo”. Tal vez el interlocutor no recuerde al novelista, pero
sí las novelas. Con abnegación las enumero, aunque esa mueca en el ingenuo
rostro desilusionado excluye toda duda: nunca oyó tales títulos.
Mi yerro, como escritor, fue
probablemente el de contar ficciones, a la postre mentiras; las mentiras, quién
lo ignora, llevan adentro un germen de muerte. Ahora contaré un suceso
verdadero.
Hasta hoy me abstuve de
aprovechar literariamente estos hechos, por consideración a las personas
comprometidas; pero en nuestro país el olvido corre más ligero que la historia,
de manera que uno puede publicar un episodio ocurrido diez años atrás, perfectamente
seguro de no incomodar a los vivos ni empañar la memoria de los muertos. No hay
memoria que empañar, porque nadie recuerda nada.
Lucharon siempre en mi ánimo la
íntima holgazanería y la voluntad de dejar obra. Aquel año la holgazanería fue
demasiado lejos, aprovechó demasiado cuanto pretexto le ofreció la vida en
Buenos Aires. Como yo tenía entre manos un buen argumento –generalmente, creo
tener entre manos un buen argumento– resolví salvarlo, escribirlo, aunque para
ello debiera abandonar la ciudad y los compromisos, rusticar quién sabe dónde.
–Aproveche para visitar el país –dictaminó
la mujer del portero.
Como desconfía de mi patriotismo
–es tucumana y más de un 9 de julio me sorprendió sin escarapela– no me atreví
a explicarle que mi propósito no era turístico ni patriótico, sino literario.
En el fuero interno determiné
ignorar el consejo y partir a Mar del Plata. Con espuma en la cara, frente al
espejo de la peluquería, hablé del proyecto.
–Francamente –comenzó el
peluquero, con su habitual displicencia–, usted no abusa de la imaginación.
–El novelista –repliqué– debe
ejercer la imaginación en la obra, pero en la vida ¡por favor!, déjenos elegir
cualquier expediente fácil. Le digo más: conviene Mar del Plata porque es pan
comido; no andaré alelado, buscando puntos de interés, ni me distraeré de la
novela.
Por si ello fuera poco,
estábamos en abril, cuando las últimas tandas de veraneantes han vuelto a sus
reductos y cuando son más hermosas las tardes. ¿No es abril el mes de los
ingleses, de los que saben?
Debatí el asunto con mi amigo Narbondo.
En el barrio así lo llamamos, a despecho de su verdadero apellido, según creo
Rechevsky, por estar al frente de la antigua farmacia de aquel nombre, que en
el treinta y tantos compró a un anterior Narbondo, a quien conocíamos
por tal, pese a su verdadero apellido, Pérez o García. Alegó el farmacéutico:
–Allá tenemos unos parientes que
están muy bien. Explotan una red de estaciones de servicio, desde la costa
hasta el Tandil. Ganan más de lo que gastan, usted me entiende, y año tras año
levantan un chalet. Si quiere le pedimos que le alquilen uno de los
mejorcitos.
–¿Cómo no va a querer? –protestó
la señora–. Un artista en un cuarto de hotel muere de asfixia.
–Hago la salvedad –dije– de que
José Hernández, en hoteles ¡y de entonces!, escribió el Martin Fierro,
ida y vuelta. Un argumento en favor de la vida de hoteles.
–O de la vida de cárceles –observó
el farmacéutico–. ¿No redactó Barca, en la cárcel de Henares, La vida es
sueño? Así le salió.
Hablaban tan rápidamente que
usted no tenía tiempo de rectificarlos. Ya insistía la señora:
–Una casita proporciona otra
tranquilidad. Con su buena chimenea y la vista al mar, yo misma daría rienda
suelta a la inspiración y escribiría una novela.
Me dejé persuadir. “No busco
aventuras”, reflexioné, “sino condiciones favorables para el trabajo”. Los
farmacéuticos telegrafiaron a los parientes, los parientes telegrafiaron a los
farmacéuticos y yo, en Constitución, me encaramé a un tren y encontré la
aventura, la sórdida aventura interminable que es hoy, en esta república, todo
trayecto ferroviario. A las cansadas llegué a Mar del Plata, a mi casa, donde
por no sé qué agradable generosidad del destino me esperaban imágenes que la
señora del farmacéutico evocó en nuestro diálogo: en la chimenea los leños
crepitando, en la ventana el mar.
También me esperaban los
parientes de Narbondo, el matrimonio Guillot; me entregaron la casa y
con delicadeza notable miraron que nada faltara. Yo había pensado: “Prósperos
nuevos ricos de una ciudad un tanto materializada. ¡Cruz diablo!”. Me llevé una
sorpresa. Quizás en Juan Guillot, admitidas la inteligencia, la ilustración, la
rectitud, la liberalidad, quedara por perdonar una que otra futesa, innecesaria
prueba de que el hombre se hallaba en pleno curso de refinamiento detrás del mostrador;
pero su mujer, Viviana, doña Viviana (como todos la llamábamos, aunque tenía
menos de veinticinco años), era una persona extraordinaria, en quien no sabía
yo si preferir la belleza tan nítida o la gracia, el don de gentes, que me
dejaba satisfecho de la vida y de mí. La definí como la esposa perfecta, no sólo
para el circunstancial marido comerciante, sino para el potencial cualquiera,
artista o escritor.
Cuando partieron abrí la valija,
escarbé entre la ropa que me había acomodado la señora del portero –con porfía
afloraron objetos relativamente inútiles: una máquina de asentar hojas de
afeitar, cuyo fabricante previó tal vez una nueva edad de oro, donde no
cupieran la prisa ni la impaciencia, un traje de baño que de sólo verlo usted
por las dudas tomaba una aspirina, un bastoncito que requería de quien lo
empuñara un coraje superior a mis fuerzas, un catalejo anhelado largamente, que
después de comprado quedó en un cajón–, como pude extraje los zapatos con suela
de goma, los pantalones de franela, una gruesa tricota con mangas. Con ese
conjunto plenamente marrón y con la pipa encendida (pipa y conjunto que me
depararon cierta fama, entre las mujeres, de espíritu curioso), me senté frente
a la chimenea. Pensé: “Debo comprar una botella de whisky. Con el vaso
de whisky en una mano, la pipa y un buen libro en la otra, ¿quién me
echa sombra? Completaría el cuadro”, reconocí, “un perro fiel. De todos modos,
con o sin perro, antes de volver a Buenos Aires, me fotografiarán en este
rincón. Cuando la novela aparezca, lograré que algún librero exponga la
fotografía”.
A la otra mañana, con la pipa
humeante, me lancé a una caminata por el barrio, operación de reconocimiento
que aproveché para comprar yerba, azúcar, whisky, etcétera, en el
almacén y para desayunar a cuerpo de rey en la lechería.
Probablemente porque el viajero
es pájaro que viaja con la jaula, al entrar en el almacén de Mar del Plata me
creí en el almacén de la vuelta de casa, en Buenos Aires: el mismo olor, la
misma penumbra, la misma clientela de mujeres bajas, morenas y mustias. En el
mostrador, es claro, no estaba el gallego don Faustino: estaba un gallego
peticito, ojeroso, pálido, gris, notablemente desaseado, que se llamaba (no
tardé en enterarme) don Fructuoso. Esperando el turno, lo veía despachar a las
mujeres y pensaba: la identidad de la función borra cualquier diferencia entre
don Faustino y don Fructuoso. En este país, aunque de muchas maneras
últimamente se rebelaron, hay (por un tiempo breve, quizá) grandes reservas de
mujeres tímidas y sumisas. Cuando les toca el turno en el almacén, continúan
calladas, con los ojos bajos. Así quedarían interminablemente si el gallego,
don Faustino o don Fructuoso, con un tono de cordial palmada en las nalgas no
las animara: “Bueno, niña, ¿qué va a llevar?”. Sin levantar los ojos, con una
voz humilde como laucha que no se atreve a salir de la cueva, la mujer
responde: “Y… cien gramos de mondiola”. El gallego pesa la mondiola y pregunta:
“¿Qué más?”. Después de una pausa la mujer dice por lo bajo: “Una latita de
mondongo”. El gallego empuña la escalera, trepa, vuelve al mostrador, pregunta:
“¿Qué más?”. La voz queda emite: “Cincuenta de cebollitas en vinagre”. Nada
indica si el pedido es el último o si una larga lista continuará. El almacenero
no ignora que de tales cerebros no hay que exigir la síntesis de un pedido
conjunto. Con calma el hombre se encarama en la escalera, baja con la lata,
obtiene de la clienta un nuevo pedido, lleva la escalera a otra parte, trepa en
busca de otra lata, baja, obtiene otro pedido, vuelve la escalera al lugar de
antes, trepa en busca de otra lata. Magnánimo con su tiempo y con el del
prójimo, el almacenero acepta este inútil ir y venir, se cobra en familiaridad,
en el tono de manoseo con que trata a su clientela. Hay mucha indulgencia de su
parte, pero nadie ignora quién manda, quién es el amo; de verdad el gallego es
el gallo en el gallinero, un turco en el harén. Me atrevo a creer que para esta
relación del almacenero y las clientas, el mismo Freud hubiera encontrado una
interpretación psicoanalítica.
Aunque el tiempo era desapacible,
frío y ventoso, no tardé en bajar a la playa, pues las casas, con tablones que
tapiaban puertas y ventanas, quién sabe por qué me deprimieron.
El mar está lejos, más allá de
bañados cubiertos de maleza, que uno cruza por caminitos terraplenados. Llegué,
para comprender, al fin de la peregrinación, que sólo quería estar de vuelta.
Me alenté: “En una mañana fría, nada más agradable que una caminata”. La verdad
es que ya en la caminata, la cintura duele, como si hubiera que llevarlo a
cuestas el cuerpo pesa, pies y calzado tardan, retenidos por la arena
interminable.
En el borde, la arena estaba
firme. Del mar se desprendía ingrávida espuma que el viento deslizaba por la
playa. Las gaviotas, compañeras únicas en aquella inmensidad, evocaron mis
viajes y mis aventuras de alguna encarnación previa, y de pronto, olvidando el
cansancio, recorrí un largo trecho, me encontré en el balneario de Atilio
Bramante, frente a casa. Por la playa no tengo un punto más próximo. Aun así,
para concluir la agotadora travesía debía andar unos trescientos metros (o
quinientos ¿quién calcula estas distancias?). Con el pretexto de alquilar una
carpa, buscaría al bañero y encontraría una silla. Confundido por la fatiga,
estúpidamente olvidé mi verdadero propósito y con la idea fija de dar con el
hombre amontoné más cansancio, mientras obstinadamente empujaba mi pobre
humanidad por el desierto. Por último llegué a la vivienda de Bramante, en el
centro del balneario, una casita de madera, sobre postes, pintada de azul;
cuatro altos peldaños llevaban a la puerta de entrada, que estaba al frente, cara
al mar; a ambos lados de la puerta había ojos de buey. En uno de ellos, como en
un medallón, Bramante fumaba su pipa.
Le pregunté si era él. Sin
apartar la pipa de la boca, sin mirarme, rugió, según entendí, afirmativamente.
–¿Puedo pasar? –fue mi segunda
pregunta.
Subí y entré. La casa consistía
en un cuarto; había un catre, cubierto por una manta gris; lonas apiladas;
cuerdas; un cofre de madera, con una calavera pintada y el nombre Bramante; un
salvavidas, con el mismo nombre, colgado en la pared; un barómetro y olor de
cáñamo, de maderas y de resinas.
–¿Qué quiere? –preguntó.
–Alquilar una carpa.
–Levanto todo –repuso–. La
temporada se acabó. Por cuatro náufragos que quedan…
En esa vaga categoría
despectiva, sin duda yo estaba incluido. No era cosa de enojarse: el aspecto
del bañero reflejaba un tranquilo y concentrado poder que se me antojaba más
que humano, como si procediera de las rocas o del mar, de algún ingrediente elemental
de nuestro planeta. Atilio Bramante era corpulento, cobrizo, con la cara
cruzada por una cicatriz lívida; con las manos cortas, hirsutas; con una pierna
de palo. Vestía gruesa tricota azul, pantalón azul, que se perdía, en la pierna
sana, en una bota de goma roja. Con tal individuo, en ese cuartito, yo me
imaginaba en un barco, en medio del océano; pero no en un barco de ahora, sino
en un velero del tiempo de los piratas y los corsarios. Probablemente el cofre
con la calavera tenía su parte en la ilusión.
–Yo paro en un chalet de
los Guillot, por eso lo veo.
–Haberlo dicho –reprochó–. En
esta casa un amigo de los Guillot manda.
Con el andar torpe y pomposo de
un león marino fuera del agua, bajó a la playa, trajo dos sillas de mimbre. Del
cofre sacó una botella y vasos.
–¿Ron? –preguntó.
También me convidó con unas
galletas revestidas de chocolate, que se llaman Titas, o algo por el estilo;
fumamos y conversamos.
Así comenzó una de mis tres o
cuatro costumbres de aquella calmosa temporada que abruptamente desembocó en
infortunios. El agrado que yo encontraba en los paseos junto al mar, en la
pipa, el ron y el diálogo con Bramante, provenía, a lo mejor, de imaginarme en
esas actividades y de suponer que me documentaba para alguna meritoria obra
futura. En idear pretextos para postergar el trabajo es infatigable el hombre
holgazán. ¿De qué me hablaba el bañero? De lejanos recuerdos de niñez, de
buques y de tormentas del mar Adriático; del balneario donde nos hallábamos,
distinto de todos (en su opinión) y muy superior; del caminito de acceso, que
lo enorgullecía casi tanto como el propio hijo, una suerte de Apolo rubio, rojo
y robusto, cuyo cuerpo joven, cubierto de vello dorado, tendía a la forma
esférica; lo avisté más de una vez, como a un capitán en el puente de mando, en
el centro de la herradura de carpas del balneario contiguo. A este hijo, que
había formado a su lado, el verano último lo puso al frente de uno de los dos
balnearios que regenteaba; el muchacho se portaba a la altura de las
circunstancias y a la tarde trabajaba en la estación de servicio, donde el
matrimonio Guillot lo trataba “como de la familia”, y en las madrugadas de
invierno salía a pescar con la lancha, mar afuera.
Tales diálogos frente al océano
duraban hasta el mediodía. Después yo juntaba fuerzas para emprender la vuelta,
almorzaba como un tigre en la cantina y cuando llegaba a casa, con buen ánimo
para el trabajo, caía en un siestón del que no despertaba del todo hasta la
hora del té. Algún pretexto –por ejemplo, preguntarle si conocía a una muchacha
para la limpieza– me encaminaba hacia el departamento de doña Viviana, que
estaba en los altos de la estación de servicio. Allí, en buena compañía, yo
absorbía, sin llevar la cuenta, repetidos tazones de chocolate espeso, más una
cantidad notable de factura. Aunque mi conversación era pobre, por un prejuicio
en favor de los escritores, del que tardaba en desengañarse, la señora me
escuchaba como a un maestro, mientras yo, absorto en la visible suavidad de sus
manos blancas, entreveía esperanzas descabelladas. Comportarme de tal manera no
me preocupaba demasiado, porque estaba borracho por el aire fuerte y la
digestión.
Los Guillot tenían un hijo: un
gordo de tres o cuatro años que rodeaba en un silencioso y terco triciclo la
mesa donde tomábamos el chocolate. Yo debía estar bastante enamorado de la
madre, pues el chiquillo –por lo general, no los veo– me interesaba. Que al
dirigirse a ella la llamara doña Viviana, me parecía una irrefutable prueba de
personalidad. Un chico es un loro que repite lo que oye; yo sabía esto, pero lo
había olvidado.
Mirando al gordo, una tarde
afirmé:
–Sobrevivimos en la obra. Por
eso hay que hacerla con amor.
Por todo Viviana se ruborizaba.
Misteriosa y encantadoramente ruborizada, replicó:
–Qué disparate. La obra
reemplaza al autor y no hay más que resignarse. ¿De verdad usted cree que
revive Chopin cada vez que toco un nocturno? ¿Cuando alguien lea la historia de
Flora, de Urbina y de Rudolf, dentro de cien años, el autor sonreirá en su tumba?
–Hablamos en serio –protesté,
molesto y halagado de que me citara.
–No hay que renegar de las
criaturas –declaró–. Yo sé que no sobreviviré en mi hijo, pero estoy contenta
de que sea él quien me reemplace.
Pensé: nadie reemplaza a nadie.
También: está contenta porque piensa que de algún modo su vida sigue en el
vástago. Pero no me atreví a hablar, porque sabía que no encontraría las
palabras, ni me atreví a decirle que yo deseaba un hijo, porque adiviné que la
frase, en aquel momento, sonaría a vulgaridad.
Mayor audacia desplegué en mis
tratos con Dorila, la muchacha que la señora Viviana me mandó diariamente para
barrer, fregar y planchar. Al principio me llevé una desilusión, me dije que
por ese lado no había esperanzas y la bauticé la Mataca. Era baja, de
color cobrizo, de pelo negro, de cara ancha, de frente angosta, de ojos
pequeños, bastante apartados el uno del otro y sesgados. Me ocurrió algo
inexplicable: mientras procuraba pensar en mi novela, de algún modo yo seguía
por la casa los movimientos de esta mujer joven. Días u horas de convivencia
bajo un mismo techo operan en las personas auténticas metamorfosis. Perplejos
asistimos al paulatino florecimiento de encantos: una insospechada morbidez en
el brazo, o aquella región inexplorada entre la oreja y la nuca, blanca como
los lados crudos de un pan, investida de no sé qué deseable intimidad, o los
ojos, que de pronto revelan una ferocidad en la que uno quisiera entrar como en
las aguas de un río. Desde luego me refrenaba el peligro del paso en falso que
llegara a oídos de doña Viviana. Me hubiera muerto de vergüenza, aunque lo más
probable es que tal extremo resultara innecesario, a juzgar por las
familiaridades acordadas por la Mataca a repartidores y medio mundo.
Presumo que hubo entre ella y yo un acuerdo tácito y que nos deslizamos, no sin
vértigo de mi parte, hasta lo que se llama el mismo borde.
Como un pecador que no perdiera
la fe, yo confiaba en que esta rutina, por una admirable transición, algún día
me abocaría de lleno en el trabajo de la novela, cuyo manuscrito me acompañó en
mis andanzas fielmente, bajo el brazo. En determinado momento pareció que la
previsión se cumpliría. Con relación a las dos mujeres (tan diferentes, que
debo acallar escrúpulos para juntarlas en una frase) me resignaba al papel de
espectador; por otra parte, indudablemente empezaba a acercarme a la historia
del libro, los personajes eran de nuevo reales para mí.
Después de comer, mientras
volvía a casa, mirando el cielo amenazador, una noche me encontré en plena
invención de los episodios finales de la novela. Había leído en un diario, que
el ocupante previo dejó en mi mesa, un suelto sobre la “costa galana”. Me
pregunté si con el epíteto “galana” habría alguna frase tolerable. Como
respuesta, los versos de López Velarde me vinieron a la mente:
¿Quién en la noche…
(siguen
unas palabras olvidadas)
no miró antes de saber del vicio
del brazo de su novia la galana
pólvora de los fuegos de
artificio?
Rápidamente inventé el episodio
de los fuegos artificiales, que los héroes contemplan de la mano. Sólo faltaba
la voluntad de pasar todo aquello al papel. Resolví madurar el tema, rumiarlo
durante la noche, postergar el trabajo para el otro día. En este punto salí
burlado, porque ya en cama el sueño me abandonó, inconteniblemente urdí
situaciones y frases. Muy tarde me habré dormido, porque en seguida las
detonaciones me despertaron. Primero creí que eran salvas de la fiesta de mi
libro. Después comprendí que ocurrían en el mundo de afuera, pero lo comprendí
con una razón tan oscurecida por el sueño, que me atribuí la culpa. “Quién me
manda pensar en pirotecnia”, dije asustado. No era para menos. De tanto en
tanto, por la persiana entraban iracundos relumbrones, como extremas olas de un
creciente mar de luz. “Que se embrome el barullo: no me va a sacar de la cama.
Habrá tiempo mañana de averiguar las cosas”. Me tapé completamente con la
cobija, me imaginé a mí mismo como alimaña en la madriguera. Ya el previsto
sueño me solazaba, cuando reventó, yo diría que en mi propio cuarto, una bomba
o un rugido enorme. El relumbrón inmediato fue vivo. Incorporado en la cama
proyecté en pared y techo una sombra que me intimidó: “La pereza es la madre de
los vicios”, mascullé, mientras me vestía con notable prontitud. No omití la
chalina, porque la noche debía de estar fresca. “Voy a ver qué pasa. No vaya a
convertirme, dentro del chalet, en pichón al horno”.
Abrí la puerta. No hacía frío.
La noche tenía una insólita tonalidad de cobre. Había grupos de gente mirando
hacia el lado del faro; del lado del puerto llegaba más gente. Cuando en un
grupo avisté a don Fructuoso, corrí como a los brazos de un amigo.
–¿Qué pasa? –pregunté.
–Fuego, un incendio bastante
gordo –contestó.
–Saboteadores –explicó uno de
los que llegaban del lado del puerto–. Mientras aquí no apliquen la pena de
muerte, estamos fritos.
–El país no tiene fundamento –dijo
otro.
–¿Qué se quemó? –pregunté.
–Pues casi nada –respondió don
Fructuoso–. Verá usted.
–La estación de servicio –dijo
la señora de la lechería.
–¿No la de Guillot? –pregunté
con miedo en el alma. Ya veía las llamaradas y la ingente columna de humo.
–La de Guillot –respondió don
Fructuoso.
–¿Quién estaba adentro? –pregunté.
–El fuego los atrapó adentro –dijo
la señora de la lechería. La chica que atiende en la frutería agregó:
–También al pobre Cacho
Bramante, sin comerla ni beberla.
–¿Cacho Bramante? –pregunté un
poco atontado.
–El hijo del bañero Bramante –dijo
la señora de la lechería–. El balneario queda enfrente del chalet…
Interrumpí las explicaciones con
la pregunta:
–¿No puede uno hacer nada para
salvarlos?
–Allí arde nafta, mi buen señor –razonó
don Fructuoso–. ¿Quién se arrima? Ni yo ni usted.
Un anciano que parecía muy débil
opinó:
–Todos, póngale la firma,
incinerados.
Me alejé de esa gente cruel.
Rondé por donde pude, llegué hasta donde los bomberos cortaron el paso.
Realmente apretaba el calor. De nuevo encontré a la chica que atiende en la
frutería.
–¿Está llorando? –me preguntó.
–Es el humo –contesté–. ¿A usted
no le incomoda el humo?
–Dicen que no estaban todos
adentro –anunció. Yo no quería esperanzas, pero interrogué:
–¿Quiénes estaban?
–No sé –contestó–. Ojalá que no
estuviera el Cacho.
“Pensamos en distintas personas”,
me dije, “pero la ansiedad es igual”. La tomé del brazo, la chica sonrió, yo
hallé que había algo noble en su mirada y que debajo de mucho desaliño y poca
higiene no era fea.
Afirmó un muchacho corriendo:
–El que no está es Guillot. Ayer
a la tarde fue al Tandil.
Dios me perdone, quedé
consternado. Solté a la muchacha, porque temí que me trajera mala suerte.
–Cuando vuelva –observó una
mujer– ¡qué cuadro! Dijeron otras:
–Yo, en su lugar, prefería haber
muerto.
–Mil veces.
–Pasto de las llamas la señora y
el pobre hijo inocente.
–También Cacho Bramante, sin
comerla ni beberla –repitió la chica que atiende en la frutería.
–Ya serán polvo y hollín los
pobres. ¡Miren qué infierno!
–No crea. El cuerpo humano
aguanta. ¿No oyó hablar de los cadáveres de Pompeya?
–No me gusta hablar de esas
cosas. Tengo imaginación. Pienso en doña Viviana, llena de vida ayer, y ahora…
¿qué parecerá? Yo tengo mucha imaginación.
–Yo he visto el cadáver de un
siniestro: queda un mechón de pelo áspero y la dentadura blanquea.
–Tan blanca la señora: se habrá
quemado como un terrón de azúcar.
–Tanto desvelo de doña Viviana
por ese hijo. Ya no hay ni hijo ni Viviana.
–Muy joven doña Viviana y muy
señora.
–Ayer nomás vi al chico en el
triciclo.
“Qué gente”, murmuré con rabia. “Qué
manera de conmoverlo a uno”. Me alejé, tratando de atender las cosas que me
rodeaban, los pormenores del camino, el incendio a lo lejos; tratando de
distraerme de mis pensamientos. ¿Quién no es un miserable? Casi tanto como la
confirmación de la muerte de Viviana temía yo la eventualidad de llorar en
público. “Es una vergüenza”, repetía ambiguamente. “Si me hablan del pobre
chico en el triciclo me revuelven un cuchillo adentro”. Miré el humo y me
encontré pensando que tal vez una parte ínfima de esa columna negra provenía
del cuerpo de Viviana. Sin querer exclamé: “Pobrecita”. Procuré callar la
mente, pero ya formulaba otra reflexión: “No volveré ¡qué raro! a verla, nunca”.
Argumenté en el acto: “¿Quién sabe? No tengo más testimonio que el rumor de la
calle”. Recordé las obras de Gustave Le Bon, como si las hubiera leído, y sostuve
que la multitud siempre se equivoca. “Ojalá se equivoque ahora”, murmuré.
No había suficiente agua o
faltaba presión, o todo era uno y lo mismo, de modo que tardaron los bomberos
en apagar el fuego.
Como sonámbulo rondé por allá,
describiendo círculos cuyo obstinado propósito no imaginé. Los dueños de una
casa me llevaron al balcón, para que viera mejor, y en otra, a medio construir,
llegué al techo. Pronto bajé de estos miradores, afanado por continuar las
vueltas. ¡Cuánto anduve aquella noche y aquella mañana!
–Acabará arrojándose a la
hoguera –opinó la señora de la lechería.
Era increíble: hablaba de mí y
todos convenían con ella. Sospecho que el mucho trajinar me habrá dado aire de
loco. Fue inútil resistir: me arriaron al almacén, en cuya trastienda me
sentaron a una larga mesa, cubierta por un pulcro mantel de diarios, presidida
por don Fructuoso y compartida por la señora de la lechería, los fruteros, que
son turcos acriollados, la chica y otros vecinos que no identifico en la
memoria.
–Corra, pues, aperital con
granadina –ordenó el dueño de casa.
El siniestro, como decían, les
abrió el apetito; a mí me cerró la garganta. En una fuente enlozada trajeron un
lechón –juro que parecía un niño rubio–, un lechón entero, con todos los
detalles de ojos, orejas, etcétera. Con voracidad lo devoraron. Era admirable
en esa gente la cálida fraternidad, tan generosa, tan dispuesta a no excluir a
nadie, que me incluía a mí: la valoro con gratitud.
Una mujer me gritó en la oreja:
–Ahogue la pena en vino dulce.
Bebí; quería huir; cada trago
era un paso que me alejaba. Aún hoy no entiendo por qué los pormenores
macabros, referencias pías a cadáveres carbonizados o no, que todo el mundo
aportaba en la comilona, combinados con tanto lechón, me incomodaban. Comí poco.
Bebí el aperital con granadina; después, vino dulce. Mi último recuerdo es de
alguien que llegó de repente y declaró de un modo indefinidamente dramático:
–Anoche lo vieron al hijo de
Bramante cuando salía por una ventana.
–¡Bravo! –aplaudió la muchacha
de la frutería.
Luego me enteré de que me
llevaron a casa y me metieron en cama. Desperté a la madrugada. La noche
íntegra soñé con Viviana y su hijo, carbonizados y vivos, o admirablemente
blancos y muertos, con Bramante, con el hijo de Bramante, huyendo por la
ventana como ladrón; soñé con fuego, con explosiones, con ambulancias, con
carruaje de bomberos aullando sirenas.
Lo que en el sueño repetidamente
interpreté como sirenas fue sin duda el viento. Diríase que arrancaría la casa.
Ventanas, marcos, tirantes, unían sus quejidos al quejido de todo lo de afuera.
Dominando el estruendo general bramaba el mar, inmediato, como si rodara y
reventara encima.
Me levanté, en la cocinita
preparé un café negro y salí, bastante arropado, a beberlo al corredor. El alba
se trocó en mañana luminosa. No podía uno menos que mirar hacia la playa. Era
muy notable el rumor de las olas: nunca oí un rumor tan grande. En cuanto al
mismo mar, próximo y colérico, nadie hubiera dudado de su poder, si un antojo
meteorológico lo ordenaba, de acabar con nuestra tierra firme. Por todos lados,
el aspecto era de restos dispersos, desolación, tumulto. Los bajos y el camino
del balneario estaban anegados. Las olas todavía llegaban a la casa de
Bramante. Cuando divisé un punto negro y móvil entre las desnudas armazones de
las carpas recordé el catalejo. Yo estaba seguro de haberlo sacado de la
valija. Después de un rato lo encontré.
En el nítido lente del catalejo
apareció mi amigo, el bañero Bramante. Para salvar las maderas de sus carpas luchaba
con el mar a brazo partido, de igual a igual.
–Qué madrugador –me espetó el
turco frutero. Tenía una inconfundible manera de modular sinuosamente las
palabras.
–Usted también –repliqué.
–Pobre Bramante –dijo.
–¿Por qué? –pregunté con algún
fastidio.
La imagen de Bramante atareado
allá abajo, que me traía el anteojo, sugería un león, una antigua locomotora a
vapor, cualquier símbolo de poder y de orgullo, pero, francamente, no el
término “pobre”.
–La noche entera peleando con el
mar para salvar palos y estacas. No le queda otra cosa.
Lo miré sin entender y repetí:
–¿No le queda otra cosa?
–Al hijo hay que darlo por
perdido. Salió con la lancha ayer a la madrugada. Todos los pescadores
volvieron, menos él.
–Ni volverá –dijo don Fructuoso
que había llegado silenciosamente.
–¿Por qué? -pregunté.
–Con este mar –respondió el
frutero.
–Que el mar se lo trague –sentenció
don Fructuoso–. ¿Os digo lo que me dijo el auxiliar Boccardo? Está probado que
aprovechando el viaje del marido al Tandil, el hijo de Bramante trató de
deshonrar a doña Viviana. En el forcejeo la mató. Luego, para borrar crimen y
rastros, el tipejo arrimó una cerilla a las cortinas: al rato los tanques de
combustible completaron la faena.
Aquel día no tuve coraje de
visitar a Bramante y a Guillot. Me recluí en casa, a trabajar. Para las comidas
corría hasta una fonda, donde nadie me conocía ni me hablaba. Escribí con
provecho. Porque al retratar a la heroína pensaba en Viviana y al explicar el
dolor de los héroes refería mi dolor, escribí con elocuencia. A fines del
invierno, en Buenos Aires, publiqué el libro; en mi opinión los críticos no lo
entendieron debidamente.
Por cierto no dejé a Mar del
Plata sin llevar antes mi pésame a Guillot –un cuarto de hora de incomodidad,
en que hablé menos al deudo de su pena que de su chalet–; y a Bramante. Cuando
enfrenté la casita azul, el bañero asomado a un ojo de buey, como en aquella
primera mañana que ahora me parecía tan remota, fumaba la pipa. Bebimos ron,
comimos galletas revestidas de chocolate y por último conversamos.
Involuntariamente me puse a consolarlo. ¿Quién era yo para consolar a Bramante?
La desgracia no lo apocaba. Del hijo no quería acordarse y del mar afirmó que
era un bicho nada simpático.
–Pero le debo algo –admitió–. En
mi largo trato con el mar aprendí que lo más natural del mundo son los cambios
Como yo estaba pobre de ideas,
nuevamente lo arengué:
–No se descorazone –dije.
No lo tomó a mal. Admitía la
posibilidad, confiado de dominarla. Declaró:
–No me descorazono, porque dejo
obra. Con un ademán sereno indicó la playa.
(A E.P., tan amistosa
como secretamente)
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