Adolfo Bioy Casares
Se casaron por amor. Raúl
Gigena no creía que hubiera en el mundo un lugar tan seguro como la casa paterna,
pero Andrea, su mujer, le dijo que para nunca perder ese amor deberían vivir solos.
Como no quería contrariarla, resolvió dejar la provincia, lanzarse a la aventura.
Obtuvo, por medio de un pariente, que trabajaba en una bodega, un corretaje de vinos;
retiró del banco los ahorros y partió, con Andrea, a Buenos Aires. En cuanto llegaron,
quiso comprar una casa, en parte para complacer a Andrea, en parte para invertir
razonablemente el dinero: por aquellos tiempos decía que rara vez recuperamos lo
gastado en alquileres y pensiones. No conocían a nadie, descubrían la ciudad, eran
jóvenes, estaban enamorados: la busca de la casa les dejó recuerdos felices. Encontraron,
en Ramos Mejía, una antigua cochera, a la que fácilmente hubieran convertido en
una vivienda muy satisfactoria; había sido una dependencia de la quinta de no sé
quién; se vendía con un pequeño jardín, adornado por un naranjo, notablemente perfecto,
que estaba entonces cubierto de azahares. Durante ocho días hablaron de la cochera,
de las reformas que introducirían, de cómo se instalarían allá; el precio que les
pedían era alto, pero Raúl iba a aceptarlo, cuando le ofrecieron en la calle Crámer,
a pocos pasos de la estación Colegiales, un desolado caserón, en condiciones que
él mismo calificó de tentadoras.
Lo
que decidió por fin la balanza en favor del caserón fue que sus muchos defectos
ocultaban otras tantas ventajas. La vista, sobre las vías, no era alegre, y el continuo
paso de trenes aparejaba ruidos, un estremecimiento, a los que debía uno acostumbrarse;
pero, examinadas con ecuanimidad, estas molestias, ¿no equivalían a una suerte de
mensaje cifrado, que revelaba al comprador una verdad valiosa: usted no tendrá dificultades
para viajar al centro ni para volver? En cuanto al aspecto deprimente del edificio,
constituía otra circunstancia meritoria, ya que sin duda contribuiría a moderar
el precio de tan considerable cantidad de metros de terreno, situados en lo mejor
de la capital.
Andrea
se dejó persuadir por las razones de su marido; no volvió a recordar la cochera
de Ramos Mejía; sólo pensó en arreglar el caserón. Explicaba:
–Arreglaremos
una parte, no más, pero esa parte la cambiaremos del todo. No deben quedar rastros
de los que vivieron aquí. Vaya uno a saber qué fluidos nos mandan.
Aunque
se acomodaron en tres habitaciones y clausuraron las otras, gastaron bastante dinero.
Los cuartos que ocupaban eran muy agradables, pero la sola existencia de los demás,
cerrados y vacíos, acongojaba a Andrea. No tardó Raúl en poner remedio.
–Comprendo
lo que sientes –dijo–. Es como si viviéramos en una casa habitada por fantasmas.
Creo que di con la solución. Recibiremos, por un tiempo, unos pocos huéspedes. No
habrá más cuartos vacíos, que es lo principal, y nos resarciremos del gasto.
Subieron
sus cosas al piso alto; el bajo lo dedicaron a los pensionistas. Andrea se resignó.
Ya no estarían solos, pero compartir la casa con los desconocidos que depara la
suerte no es como compartirla con gente de la familia, que se cree con derecho a
dirigir nuestras vidas y a opinar sobre todo. Siguiendo prolijas recomendaciones
del marido, Andrea manejaba económicamente la pensión. Muy pronto obtuvieron una
renta elevada. El mérito no correspondía exclusivamente al espíritu organizador
y ordenado de Raúl; ella había arreglado los cuartos de manera admirable, descollaba
como ama de llaves, como cocinera y (acaso lo principal) era una mujer encantadora;
por la suavidad, por la juventud, por la belleza, atraía a cuantos la trataban;
de carácter parejo, no se quejaba nunca, si bien alguna vez reprochó a Raúl:
–Me
dejas demasiado tiempo sola.
El
día en que su marido cumpliera la promesa de renunciar a los corretajes de vino,
por las tardes no tendrían que separarse. Aunque ya no los necesitaban –la pensión
era un buen negocio– a Raúl le dolía abandonarlos, porque producían entradas cuantiosas.
Buscando la conformidad de Andrea, explicaba: “Es plata que obtengo sin esfuerzo”.
En este punto mentía, pues noche a noche regresaba rendido por el cansancio, y cuando
por fin se echaba en cama, al lado de su mujer, inmediatamente quedaba dormido.
No lo imaginemos como a un hombre impaciente por apurar su infortunio; nos consta
que era feliz.
El
primer pensionista que tomaron fue Atilio Galimberti, el atildado Atilio, según
la popular fórmula de otro cliente de la pensión, llamado Hertz. Moderadamente joven,
bien parecido, Galimberti trabajaba en una tienda, dos veces por semana jugaba al
tenis, a todas luces gravitaba en el sindicato y gozaba, en el barrio, de fama de
donjuán (con intención irónica apuntaba Hertz: “Es un león para las damas”). Que
Galimberti en trance de colgar las fotografías de sus admiradoras, hubiera estropeado
con clavos el papel de las paredes, era un hecho que Andrea no se avenía a perdonar.
El culpable comentaba:
–Toda
mujer es lo mismo. A la patrona le pica que las fotos no sean de ella.
Por
su parte, Raúl le azuzaba:
–No
permitas que ningún pensionista, ni otro bicho viviente, te ponga el pie encima.
Este mundo se divide en moscas y arañas. Tratemos de ser arañas, que se comen a
las moscas.
–¡Qué
horror! –exclamaba Andrea.
Poco
después llegó el doctor Mansilla: hombre robusto, de piel oscura, de bigotes caídos,
muy criollo, que declaraba ser médico, haber practicado la herboristería y negar
de plano la tesis de que más allá del átomo no hay nada. Como su lema era Siempre
hay algo más, diariamente se trasladaba, en tren, a Turdera, donde recibía lecciones
de un yogui, que tiraba las cartas, interpretaba los sueños, adivinaba el porvenir.
Se
sucedieron por entonces algunos pensionistas que partieron pronto, a quienes los
otros calificaron, duramente, de golondrinas.
Una
fría mañana de septiembre, en su silla de ruedas, empujada por un jovenzuelo, entró
en la casa la señorita Helene Jacoba Krig, acompañada de un perro de aguas. Sin
tocar el timbre, el muchacho avanzó hasta el hall, abandonó ahí su carga, se fue,
dejando la puerta entreabierta: nadie, en el barrio, volvería a verlo. La señorita
tenía el cabello rubio, los ojos azules, extrañamente juntos, la piel rosada, la
boca grande, los labios rojos, movedizos, que descubrían dientes irregulares y mucha
saliva; era paralítica, de más de sesenta años, holandesa, traductora de profesión.
Raúl
se vio en la obligación de recibir a Helene Jacoba Krig, con estas palabras:
–Me
desagrada rechazarla, señorita, pero usted debe reconocer que yo me debo a mi casa
y que el perro es un bicho antihigiénico, perjudicial para la propiedad.
–Si
lo dice por Josefina –replicó la señorita Krig– se equivoca. Usted no tendrá quejas.
Para su tranquilidad, le haré una demostración.
La
señorita miró a la perra Josefina. Casi en el acto, el animal se irguió en las patas
traseras y caminando animadamente, salió por la puerta; luego regresó.
–¿Cómo
consiguió esto? –preguntó Raúl, admirado. Helene Jacoba volvió hacia él aquellos
ojos tan juntos, a la vez firmes y dulces, y sonrió con la boca mojada. Por fin
respondió:
–Con
paciencia. ¿Lo creerá usted? Al principio la perrita no me quería. Al principio
nadie me quiere. Poco a poco la conquisté. ¿Descubriste algo en mí, no es verdad,
Josefina?
Raúl
pensó rápidamente que le contrariaba negar hospitalidad a una anciana paralítica
y que si la admitía comerían, de su bolsillo, dos bocas. Destinó, para los nuevos
pensionistas, una habitación de la planta baja, por la que fijó un precio especial.
Si
no me equivoco, la aparición del matrimonio Hertz coincidió con los primeros sueños
de Raúl. Sobre esta pareja –vivían a la vuelta y después del arreglo con los Gigena
empezaron a almorzar y a comer en la pensión– había opiniones contradictorias. Para
algunos, el viejo Hertz, señor irritable e irónico, insufriblemente orgulloso de
su puesto de cajero en una confitería de la calle Cabildo, no era una simple víctima,
sino la cabal expresión del marido desdichado. Desde luego, Magdalena Hertz parecía
demasiado joven para él. Bastante linda, muy aseada en su persona, descuidaba la
casa, no lavaba la ropa, tendía las camas una vez por semana, obligaba a su marido,
hasta el arreglo con los Gigena, a desayunar, a almorzar y a cenar en la lechería.
Siempre estaba apostada en la puerta de calle, con los brazos cruzados (¿alguien
vio brazos tan curvos?), mirando negligentemente a los transeúntes, con esos ojos
desmesurados; pero como dije, las opiniones eran contradictorias, no faltaban quienes
denunciaran al marido como el típico viejo sinvergüenza, que embauca a una mujer
joven, por no decir a una menor, y la lleva de la mano al matrimonio.
–Bonito
matrimonio –habría observado Galimberti–. El confitero come pechuga de cuarenta
días y todavía se queja en Belgrano Deutsch.
Con
el tiempo, este mundo de la pensión desarrolló caracteres análogos a los de cualquier
familia; pero la prevención de Andrea sobre el peligro para la felicidad de no vivir
solos, no se cumplió, por lo menos hasta mucho después que Raúl, sin motivo aparente,
empezara a soñar. Raúl no estaba dispuesto a dar importancia a los sueños que sobre
él se cernían, como guiados por un sobrenatural propósito de persuadirlo; porque
se repetían y porque venían de lo desconocido, la tentación de ver en ellos una
revelación hubiera sido irresistible para un hombre menos fuerte. La verdad es que
finalmente el mismo Raúl dudó. Procuró entonces que Andrea no advirtiera nada, pero
aun el disimulo es perceptible. La espiaba, trataba de sorprenderla. Durante el
día, los actos de su mujer le probaban que ésta era una muchacha noble y leal; de
noche, los sueños le revelaban una Andrea muy distinta; alguna vez, al despertar,
mirándola con extrañeza, murmuró: Duerme como una hipócrita.
Para
permanecer en casa las veinticuatro horas, pensó Raúl seriamente en abandonar el
corretaje de vinos. De las interminables tardes que pasaba afuera, regresaba malhumorado,
con la desconfianza exacerbada. Ahora casi nunca era afectuoso con su mujer, y cuando
lo era –como la noche en que la sorprendió, arreglando una lámpara, con Galimberti–
un leve cambio en el timbre de voz denotaba insinceridad. Pocos días después ocurrió
el primer incidente desagradable. De vuelta del almacén, Andrea pasó frente a la
casa de Hertz, donde halló a Magdalena, en la puerta. Conversaron un rato y Andrea
se dejó llevar –lo que era bastante insólito– a las confidencias.
–No
puedo adivinar la causa del cambio –decía–, pero ha cambiado.
–Usted
que lo conoce –preguntó, interesada Magdalena–, ¿lo cree capaz de fijarse en otra
mujer?
–¿Por
qué no?
–Tiene
razón. Nunca pensé. Qué boba –comenzó Magdalena, entornando los ojos.
–A
veces parece que va a decirme todo, pero de pronto se calla, como si no se atreviera.
Vaya uno a saber qué le pasó, pero ha cambiado. Me aborrece; el pobre no puede evitarlo,
aunque por bondad de alma y compasión quiera disimular.
En
eso apareció Raúl; saludó apenas a Magdalena y se llevó a su mujer, apretándole
brutalmente un brazo. Caminaron en silencio, hasta que por fin, Raúl, sin gritar,
con una voz cargada de pasión, dijo:
–No
son horas para comadrear en la calle con una vecina de fama dudosa.
Andrea
no respondió; en su mirada había perplejidad y desconsuelo.
Ciertamente,
Raúl había cambiado. Él mismo lo sentía. Cumplía los corretajes automáticamente,
pensando en Andrea, pensando en la Andrea que le mostraban noche a noche los sueños.
A veces quería alejarse, no volver a verla, olvidarla; otras, planeaba castigos
y, con poca sinceridad, se imaginaba abofeteándola, aun matándola.
En
una peluquería, hojeando revistas, tropezó con esta frase: Las preocupaciones que
uno calla son las peores. Por timidez no la recortó; estaba seguro, eso sí, de haberla
grabado fielmente en la memoria. En cuanto leyó la frase, concibió una esperanza.
Creyó que hablando del asunto encontraría la solución; pero, ¿con quién hablar?
En Buenos Aires descubrió entonces, contaba con muchos clientes; no con amigos.
Las personas más allegadas eran, quizá, los pensionistas. Aunque le desagradaba
hablar con ellos de su mujer, frecuentemente encaró la posibilidad de consultarlos.
Galimberti no procuraría entender el problema, sino descubrir ridiculeces y debilidades,
para luego, a sus espaldas, burlarse. En cuanto a la pobre Helene Jacoba Krig, ¿cómo
tomar de confidente a una persona tan nauseabunda? Además, ¿no la había sorprendido,
alguna vez, mirándolo con cierto aire de adivinar su infortunio, de anhelarlo? Pedir
consejo a Hertz, que no sabía manejar su propia casa, era absurdo. Más atractiva
le resultaba Magdalena. Comentándola con terceros, no vaciló en condenarla como
correspondía, pero el fuero íntimo era otra cosa. De todos modos, por lealtad hacia
Andrea, resolvió no decirle nada. Finalmente, no le inspiraba confianza Mansilla;
la tendencia que empujó a este hombre de la medicina al ocultismo, quién sabe a
qué oscuras cavilaciones no lo arrastraría a él.
Un
nuevo incidente ocurrió.
Pálida
y temblorosa, articulando con esfuerzo, Andrea le preguntó una tarde, cuando él
se iba a sus corretajes:
–¿Por
qué no hablamos?
–Muy
bien. Hablemos –contestó Raúl, en tono sarcástico. Cerró los ojos, para indicar
que aguardaba resignadamente las palabras de Andrea.
Mientras
tanto pensaba en la debilidad de su propia posición. ¿Cómo explicar, sin quedar
como cretino, que todas sus quejas y todas sus pruebas eran rigurosamente soñadas?
Apenas contuvo un impulso de echarse en brazos de Andrea y pedirle que olvidaran
esas locuras; pero siempre había una posibilidad de que lo engañaran; por lejana,
por mínima que fuera, debía defenderse. Cuando Andrea habló, ya la odiaba.
–Si
quieres a otra mujer, no me lo ocultes –dijo Andrea. Raúl replicó:
–Cínica.
Ningún
insulto podía ofenderla tanto. Raúl lo sabía; comprendió que había sido demasiado
injusto; no tuvo coraje de mirarla en la cara y partió.
–¿Te
vas sin mirarme? –preguntó ella.
A
lo largo de los años, muchas veces, Raúl recordaría ese grito de su mujer, ese pobre
grito de reconvención y de congoja. En la estación encontró a Mansilla. Subieron
juntos al tren. Inopinadamente inquirió Raúl:
–¿Si
usted conociera a una persona, y los actos de esa persona le probaran una cosa,
y cuando usted soñara, de noche, los sueños le probaran lo contrario…?
Se
contuvo. Creyó que había expuesto demasiado claramente la cuestión suya con Andrea.
Mansilla contestó:
–Le
digo la pura verdad: no capto.
–Si
la conducta de esa persona –insistió Raúl– la muestra como amiga y en sueños usted
la ve como enemiga, ¿en qué cree?
–¡En
los sueños! –contestó Mansilla, sonriendo.
Raúl
palideció. Después de esa respuesta, se dijo, lo mejor era plantear el asunto francamente.
Observando a Mansilla, tratando de adivinar sus pensamientos, explicó todo. Ahora
Mansilla no sonreía.
El
tren había llegado. La conversación continuó en la confitería del Retiro.
–Vamos
por partes –dijo Mansilla–. ¿Cómo son los sueños?
–Son
horribles. No me pida que los recuerde. Me engaña con todas personas de la casa.
–¿Con
todas personas de la casa? Perfectamente. ¿También con gente de afuera?
–También
con gente de afuera, con desconocidos.
–Vamos
a ver. Le pido que rememore una de esas personas. ¿Lo violenta por demás? Perfectamente.
Del atavío, ¿qué me dice?
–Ahora
que pienso, hay algo raro en la manera en que se visten.
–¿Algo
raro? Aclare el concepto.
–No
sé explicarme. Como si fuera gente de otra parte, de otro tiempo.
–¿Romanos?
¿Mandarines chinos? ¿Caballeros con armadura?
–No,
por favor. Gente vestida como a principios del siglo. También labriegos. Ahora estoy
seguro: labriegos con zuecos. Oigo las carcajadas toscas y el golpe de los zuecos
en el piso de madera No le digo el asco que me sube al estómago.
–¿Dónde
ocurre el hecho?
–En
nuestro cuarto. Usted sabe cómo son los sueños: estoy en nuestro cuarto, pero todo
es diferente.
–Vamos
por partes. Del moblaje, ¿qué me dice?
–Déjeme
pensar. No he visto esos muebles más que en el sueño; en el sueño, todas las noches.
Ni bien veo un aparador, sé lo que va a ocurrir. La pesadilla empieza con el aparador.
–¿Cómo
es?
–De
madera oscura. ¿Usted no recuerda esos cuadritos, de interiores aldeanos, con una
mujer junto a una rueca? Nuestro cuarto, en mis pesadillas, podría estar en uno
de esos cuadritos. Porque uno se dice: Aquí no puede pasar nada, es más terrible
lo que después ocurre.
–Perfectamente.
¿Alguna otra circunstancia notable?
–Cuando
me asomo por la ventana, casi nunca veo las vías del tren. Más bien hay canales,
tierras bajas, inundadas, el mar en el fondo.
–¿Usted
vivió en la costa?
–¿Qué
costa? Soy provinciano. Nunca vi la costa, ni el mar. Vi el Río de la Plata, cuando
vine.
–Le
seré franco. Yo no puedo hacer nada por usted y puedo todo. Haga de cuenta que está
en un pozo. ¿Quiere salir del pozo?
–Cómo
no voy a querer.
–Entonces
véngase ahora mismo a Turdera. Le anticipo que no va a defraudar a Scolamieri. ¿Qué
descubro en sus sueños? Yo diría que usted se los robó a otro. ¿Qué más? Traición:
lealtad. Canales: malos amigos. Zuecos: usted es un tanto goloso. Pero yo no soy
quién para opinar.
–¿Y
quién es Scolamieri?
–Un
señor, un amigo, que vive en Turdera. Practica el yoga, está capacitado para interpretar
los sueños, para enseñarle a respirar, qué sé yo. Usted lo consultará.
–Mire,
amigo –contestó Raúl–, no se me enoje, pero no estoy en ánimo para viajar a Turdera,
ni para franquearme a un yogui, o como se llame el indio.
Mansilla
porfió, Raúl se mantuvo firme, la consulta quedó para otra ocasión. Cuando se despidieron,
Raúl comprendió que tampoco estaba en ánimo para corretajes. Tomó un tren de vuelta.
Comprendió asimismo que nunca visitaría al yogui, porque ya no necesitaba visitarlo.
Hablar lo había cansado mucho –lo había cansado más que andar toda una tarde colocando
pedidos, a pie, por Buenos Aires– pero le hizo bien. El velo se había descorrido.
Tieso
en el asiento del vagón, cansado y feliz, un poco alejado, reflexionaba sobre los
peligros que bordeó últimamente; le parecía tener a la vista, como los pedazos de
una cáscara rota, la locura que lo había envuelto, de la que por fin salía. Se dijo
que la vida le resultaría corta para pedir perdón a Andrea.
Al
bajar en la estación Colegiales, creyó que lo miraban de un modo extraño. Iba a
seguir de largo, pero pensó que eso de creer que a uno lo miran de un modo extraño
es un síntoma de locura; para aclarar el punto se dirigió al diariero. El hombre
lo miró de un modo extraño.
–¿No
sabe, don Gigena? –dijo después de un silencio, levantando la mano–. Cruzó por Jorge
Newbery y del paredón cayó a las vías cuando pasó un eléctrico a Retiro.
Terciaron
otros. Hablaban de ambulancias, de comisaría, de dos camilleros, uno medio gangoso
y otro que era hijo de una tal doña Ramos, que él por primera vez oía nombrar. Insistían
mucho en que uno era el hijo de doña Ramos.
Entendió
que debía ir a la comisaría, pero como atraído por una fuerza incontrovertible se
dirigió a la casa. Del trayecto no recordaba nada, salvo que al cruzar Federico
Lacroze lo insultaron desde un camión. Siguió su camino, hasta que de nuevo le hablaron,
ahora suavemente, de cerca. Estaba, no sabía cómo, en el cuarto de la señorita Krig.
La señorita, con la boca entreabierta, enseñando un desorden de dientes y de labios
mojados, con ojos muy juntos, muy fijos, lo miraba, sonreía, repetía:
–¿Apenado?
Ya pasará.
Él
preguntó:
–¿Usted
cómo sabe?
–¿Cómo
no he de saberlo? –replicó la vieja–. Se lo diré, caro amigo, no se altere. Entre
nosotros dos no habrá malentendidos. Raúl, yo lo amo.
Protestó:
–No
es la oportunidad…
Pensó
que debía irse, pero sin saber por qué se quedó.
–Oh,
sí, es la oportunidad –afirmó con dulzura la señorita Krig, y él ya le sintió el
aliento–. Quiero que sepa todo, desde el principio, lo mejor y lo peor. Hace mucho
que tendí mis redes, que usted cayó. ¿Supone que revolotea por acá, por acullá?
Desvaríos. Le juro que está en la red, por así decirlo, a mi disposición, prácticamente.
No proteste, no se altere. ¿Sabe algo, mi caro Raúl, de transmisión del pensamiento?
Sería enternecedor que se mostrara incrédulo, pero la verdad es que de todas maneras
me enternece. Transmitir pensamientos, transmitir sueños, a una perrita, como Josefina,
a personas, como usted, como su mujer, todo es uno y lo mismo. Evidentemente, hay
sujetos rebeldes, reacios, que acaban por fatigar. Yo sólo pretendía que su mujer
nos dejara. De ningún modo. No había poder en el mundo que la apartara de usted.
Sin embargo, los dos no formaban lo que yo estimo un matrimonio armónico. Andrea
carecía, por ser una lírica, de mis condiciones para congeniar con su espíritu atento
a la realidad, al dinero. Pero no malgaste razones en la obstinación. No había poder
en el mundo que apartara de usted a esa muchacha terca. En fin, si descartamos lo
extremo. Porque estos caracteres, créame, están siempre dispuestos a echar mano
del recurso extremo. Opté, pues, por encaminar a Andrea a las vías del tren. Menos
mal que en el caro Raúl encontré, en cambio, una materia dócil. Temí que le entraran
sospechas, al hallar en sueños los canales de Holanda y los apuestos mocetones de
mi juventud; yo quería desecharlos, pero al primer descuido los recuerdos volvían:
sin duda son los que dejaron en mi alma la marca más honda. ¿Me guarda rencor por
los sueños que le infligí? Ya pasará. Todavía no me quiere. Al principio nadie me
quiere. Poco a poco lo conquistaré. ¿Descubrirá algo, no es verdad, Raúl, en su
Helene Jacoba?
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