Teresa Wilms Montt
Este era un hidalgo pobre,
pero de justo y noble corazón.
En
sus épocas de miseria, supo encontrar el medio de animar a su esposa y sonreír al
tierno infante su hijo. Rechazó con energía los procedimientos poco escrupulosos
de proporcionarse bienestar, prefiriendo tener un físico escueto por las privaciones;
eso le daba mayor aire de señoría –decía, chanceándose– y su lema fue: “Hidalgo
honrado, antes roto que remendado”. El severo varón era de ánimo dulce, incansable
amigo del bien.
Vivió
en la tierra de los hidalgos –¿vosotros sabéis donde es, verdad, lectores?– Por
allá en el año… tengo mala memoria, perdonadme, pero no recuerdo.
Sucedió
que el asiduo luchar, encaneció sus cabellos prematuramente, y encorvó sus espaldas.
A pesar de ello, jamás nadie observó en su rostro cetrino, la mueca de un disgusto.
Proporcionaba sumo agrado al extranjero, estrechar esa mano flaca, ceremoniosa,
que parecía un escudo de nobleza cuando para saludar, la apoyaba galantemente contra
su corazón.
Crecía
el infante a la vera de tan saludable sombra, repartiendo sus caricias entre la
hirsuta barba del hidalgo, y los resplandecientes cabellos de su madre.
Era
muy pequeño aún, cuando un traidor encuentro con los moros arrebató la vida del
afable señor, y a su vez la pena de esta ausencia eterna, apagó como un cirio los
ojos de la madre.
Por
mucho tiempo los feligreses de aquel lugar vieron entrar el mancebo al recinto de
los fieles, llevando entre sus manos grandes ramos de lirios. Distribuía esas flores
religiosamente, sobre la losa donde, olvidados de la vida, dormían sus progenitores.
Después de un fervoroso soliloquio, se retiraba el muchacho con paso firme, dejando
la custodia de la fosa amada a los lirios, blancos pajes del silencio.
Como
herencia sólo le habían quedado, el recuerdo del ánimo tesonero del hidalgo, y la
sangre azul que circulaba en sus venas.
Dedicose
el huérfano al trabajo, haciéndose cargo de las fincas de un burgués. No era de
su agrado este deslucido oficio. Sus sueños lo remontaban a épocas de guerra, haciendo
resaltar en su mente episodios leídos en libros de caballería, donde se producían
sangrientos encuentros y raptos de hermosas doncellas, que terminaban por enamorarse
de los arrogantes enemigos.
Entregado
enteramente a sus labores de campo, apenas el muchacho tenía tiempo para distraerse.
La noche lo tumbaba rendido en el fresco camastro, sin otro deseo que cerrar los
ojos, y dormir. Los domingos se allegaba a la fuente para recrearse, mirando las
caras rozagantes de las mozas, pero no se atrevía a dirigirles la palabra, porque
su carácter era excesivamente tímido.
Guardaba
su salario intacto en el fondo de un carcomido arcón, con el paciente propósito
de reunir una pequeña fortunita, para emprender un largo viaje. Al cabo de varios
años, casi agotado por largas fatigas, se encontró poseedor de algunos maravedíes
en oro, y pensó entonces, realizar sus ardientes deseos de rodar tierras. Cuando
tuvo todo listo, suspendiose al cuello un escapulario con la imagen de la Virgen
de los Desamparados, colgose al cinto la espada del hidalgo, y partió.
Los
campesinos de la comarca viéronlo alejarse entristecidos. El muchacho era bueno;
un coro de bendiciones lo acompañó en el camino. Al cabo de unos meses, como no
tuvieron noticias, lo echaron al olvido, fiel compañero de los que se despiden.
***
–Que si, que
no, –disputan, en el umbral de una rústica vivienda, dos ancianas lugareñas.
–Que
no, mujer, que no puede ser. Cómo quieres comparar a este hombre acabado, de andar
vacilante, con el joven que partió hace cinco años; el otro era fuerte, trabajador,
y este parece un mendicante.
–No
discuta, vecina, sobre lo que no está segura –respondió la más anciana. Reconozco
al antiguo empleado de mi amo en este mancebo. Sus ojos eran azules como cuentas
de aderezo; ahora están más turbios, pero es su misma mirada tímida.
–Ahí
viene –exclamaron las dos en coro– ya sabremos a qué atenernos.
Un
hombre avanza por el estrecho sendero, un hombre, si es que así puede llamarse a
la extraña figura que se acerca; ¿es el hijo del hidalgo? La flacura ha espigado
su talle, y en el fondo del cráneo titilan los ojos, como próximos a extinguirse.
Camina
sonámbulo, sin fijar la vista en los sitios familiares; su andar es débil, lleva
la cabeza baja hasta tocar su pecho con la barba. Doblegado por el peso de un gran
abatimiento, busca refugio en la tumba de los padres, tanto tiempo abandonada.
–Perdón,
padres míos. He venido arrastrándome a buscar el calor de vuestros recuerdos, cuando
nada me quedaba de pureza.
Mi
alma está pobre, pobre, más que el lazarillo del mendigo, y hay tanta tristeza en
mi interior como en un campo devastado. Tronché con inquietud febril, todo lo bello
que salió a mi encuentro, mancillé ilusiones, destrocé el alma que me ofreció un
amor sencillo, hurgué en el vicio, y en su charco dejé mi sana juventud.
¡Ah
si pudierais ver lo enfangado y harto que está mi espíritu, no me maldeciríais,
muertos míos!
Sólo
me resta terminar la obra destructora… Al decir esto cruzó en un azote negro la
frente del mancebo el látigo del misterio.
Largo
rato estuvo caviloso, apoyado en el muro del templo. Luego, como saliendo de un
sueño, cogió el ancho sombrero caído sobre las losas y salió del recinto, tambaleante,
pesaroso en dirección al camino que llevaba a la montaña.
Sus
manos fuertemente oprimidas contra el pecho, trataban de sentir la última caricia
pura, la caricia de la Virgen de los Desamparados, que colgaba a su cuello. Acercándola
a sus labios, puso el beso desmayado de su alma en la imagen bendita, y en un impulso
desesperado arrancó de su cinto la espada del hidalgo, para atravesarse el corazón.
Pero
el viejo puño de bronce cedió, abriéndose en dos, y cayó de su hueco este amarillento
pergamino.
A Gonzalo de Lara
“Hijo
mío:
Guíame
al legarte estos consejos un sentimiento de humanidad, y el propósito de volverte
un caballero serenísimo, dueño de tus pasiones y de firme voluntad, como tal debe
ser el hombre que hereda el linaje de tu padre, y de tanto valiente antepasado.
Estas
líneas, trazadas por la mano de un anciano, mano impregnada en la experiencia del
combate por la patria y por la vida, te darán, fortaleza en horas desfallecidas,
y reconforto en tus instantes de amargura.
Comenzaré
por advertirte, hijo mío, que del camino que tomes dependerá tu felicidad. No vayas
de prisa por la vida, observa con ojos profundos todo lo que te rodea, aprende a
extraer del mal que te acecha, el fruto que es el bien. Si logras establecer una
estrecha amistad con tu espíritu, no te exasperarán las sañudas e inflexibles dificultades
que fatalmente esperan en mitad de la ruta, para hacer tragar al hombre el agrio
polvo de que fue hecho.
Quiero
hijo mío, que formes para tu culto, un ideal fuerte, cuyas raíces estén firmemente
atadas a la belleza de tus sentimientos.
Cuídate
de todo lo que reluce, el exceso de fulgor es el mejor medio para dejar la mente
en tinieblas.
Me
es un deber prevenirte, no tengas muchos amigos; ten presente que cuando el diablo
reza, engañarte quiere.
No
des gran importancia a los seres humanos, ayúdalos siempre, consuélalos cuando puedas.
Tampoco tomes estrictamente los consejos y alabanzas. Los primeros, rara vez son
desinteresados; las segundas, son armas definitivas para lograr un propósito. El
hombre es susceptible de engañarse. Me parece acertada la comunión con la naturaleza;
ella es fuente insondable de sabiduría; si te fijas bien, encontrarás en sus gestos
la enseñanza que precises para allanar tus dificultades.
Observa
también a tus inferiores; en más de una ocasión te servirán ellos de provecho. Nada
hay bajo el sol que no encierre un ejemplo.
No
huyas el sufrimiento, hijo mío, antes bien búscalo, sólo así alcanzarás serenidad.
Tú, con tu propio esfuerzo, debes de horadar el duro lecho de piedra donde ella
se esconde.
Las
primeras decepciones preparan para la lucha futura, son el nervio de la energía.
Todo
ser lleva un tesoro dentro del corazón. Guarda el tuyo, hijo mío. Cúbrelo con tus
dos manos formándole una defensa; no permitas que aquella larva venenosa, incansable
perseguidora de la juventud, escoja en él su guarida.
Acrecienta
ese tesoro enriqueciéndolo en bondades, como la hormiga provee de alimentos su cueva
de invierno. Él te dará pan moral, más tarde, cuando solo y dolorido te haya botado
en la playa de la vida, el fogoso corcel a cuyas crines va asida la inconsciencia.
Abandona
el camino por donde vayan tus hermanos ataviados de relumbrantes oropeles, fantochesco
ropaje, con que cubre sus miserias la hueca farsa humana. Viste de peregrino, hijo
mío, y golpea rudamente con tu cayado en la roca interior, hasta que brote el agua
limpia del bautismo, agua donde deleitada, bajará a saciar su sed de bien tu alma.
Adelante,
y no desmayes, pon tu frente vuelta hacia los astros, y tu corazón descubierto a
los malos y buenos vientos.
Acoge
en tu seno al desgraciado, tiende tu diestra al que te injurie, no rechaces las
benditas penas que enseñan y redimen.
Entonces,
sólo entonces, hijo mío, recibirás la sagrada palma, que te envía el Omniscio Señor
de todos los mundos y justísimo tribunal de las alturas celestes.
Paz
te desea
Tu
padre”
***
Cuentan las crónicas
de aquel país de hidalgos, que ha muchos años, fue encontrada en lo espeso de las
montañas una cueva sombría.
Dentro
de ella, respetado por los siglos, dormía un ermitaño el sueño eterno. Su faz alargada
por los ayunos, era la imagen misma de la serenidad.
Guardando
el olvido del severo asceta, echado a sus pies, con las crines rebeldes y el mirar
tranquilo, custodiábalo un león.
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