Águeda Delmar
Marcelita nunca había tenido un pretendiente tan
asiduo; toda la casa estaba alborotada con la perspectiva de aumentar el gremio
familiar con este ejemplar; formal, atento, bien vestido, y lo mejor de todo,
con una billetera siempre bien provista y un reflejo rapidísimo para sacarla en
el momento oportuno. La Tía Rita quedó conquistada definitivamente, cuando una
tarde se presentó Carlos cargando una jaula dorada en la que introdujo su
pareja de cotorritos consentidos; nunca había encontrado Don Ismael oyente más
atento y silencioso que este muchacho, que a todo decía que sí durante sus
largas peroratas sobre política mundial; Teresita opinó que era un “cuáis a
todo dar” al verse obsequiada con el último hit de los Totonac’s Co.; Doña
Teresa se enternecía a las lágrimas al ver el fervor de su futuro yerno cuando
asistía al oficio dominical; la única que le encontraba un “pero”, era
Marcelita; le parecía un poquitín frío, distinto a los demás muchachos que
antes había tratado, pero sus comentarios fueron acallados por un torrente de
ira colectiva, en la que fue declarada por unanimidad inmadura y frívola; ¡cómo
osaba comparar Carlos con la serie de greñudos que antes la cortejaron!… Era el
colmo. Lo que acababa de vencer su resistencia, era la mirada casi patética que
le dirigía cuando decía lo mucho que la necesitaba y lo que significaba para él
su posesión; ese recurso no fallaba; Marcelita se sumergía en un pantano de
ternura y condescendencia. Llegó el día esperado por todos; cómo rabiarían los
vecinos viéndola toda de blanco rumbo a la iglesia. Papá y Mamá estaban
pletóricos de felicidad; su cometido como padres había llegado a feliz término;
la entregaban en el templo, con todo el bombo requerido (previo ajuste de tarifa
con el Sr. Cura). ¡Qué más se podía desear!
Noche de bodas,
Marcelita estaba tensa; los anticipos que le había permitido a Carlos habían
sido tan pocos y tan tímidos, que la perspectiva de ser poseída, la estremecía;
se puso el atuendo de rigor: camisón nylon, negligeé, babuchas de pelito de
conejo y Chanel No. 5 en todos los sitios que se le ocurrieron. Carlos pasó al
baño e inició también el ritual; a los 5 minutos salió y Marcelita al verle
creyó estar volviéndose loca: ahí estaba él; completamente verde, con dos
antenas a los lados de la cabeza y un enorme ojo en la mitad de la frente.
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