Adolfo Bioy Casares
Todavía hoy lamento que
mi madre no me diera una hermana. Si yo pudiera convertir en hermana a cualquiera
de las mujeres que trato, elegiría a Verónica. Admiro en ella la aptitud para tomar
decisiones (qué tranquilidad vivir al lado de alguien así), la condición de buena
perdedora, la muy rara de mantener, en las mayores tristezas, la urbanidad, el ánimo
para descubrir detalles absurdos, aun para reír, y una ternura tan diligente como
delicada. Creo que siempre la he conocido –yo diría que los inviernos de mi infancia
pasaron en casa de Verónica, en el barrio de Cinco Esquinas, y los veranos en la
quinta de Verónica, en Mar del Plata– pero la belleza de mi amiga guarda intacto
el poder de conmoverme. En sus ojos verdes brilla por momentos una honda luz de
pena, que infunde en su rostro insólita gravedad; un instante después la luz que
reflejan esos mismos ojos es de alegre burla. Con Verónica uno se habitúa a estos
cambios y, con otras, los extraña. Como ocurre con las mujeres que nos gustan, todo
me gusta en ella, desde el color oscuro del pelo hasta el perfume que sus manos
dejan en las mías. En la época de este relato, con veintiocho años y cuatro hijos,
Verónica parecía una adolescente.
Durante
mucho tiempo, todos los domingos, comí en su casa, pero la vida, que nos aparta
de nuestros hermanos de sangre y de elección, rompió ese rito. No sé cuántas veces
determiné reanudarlo el próximo domingo; otras tantas olvidé o diferí el propósito.
Luego Verónica se casó; se rodeó de hijos y de hijas; fue feliz. Alguna tarde vi
la familia, de paseo, en Palermo, en un largo automóvil, un Minerva, que ya entonces
tenía algo de anticuado. Aunque no la olvidé, debí de pensar que mi amiga me necesitaba
menos que antes. Su marido, un tal Navarro, era lo que se llama un caballero culto;
en círculos refinados y prominentes de la sociedad lo reputaban escritor, en mérito,
sin duda, a que poseía una notable biblioteca, cuyo catálogo, impreso por Colombo,
él había redactado personalmente. En dos o tres oportunidades los visité en la casa
de la calle Arcos, frente a la plaza Alberti; nunca dejó el hombre de poner en mis
manos, por unos instantes, como quien ofrece una caja de bombones, alguna edición
de lujo de Las flores del mal, de Afrodita o de Las canciones de Bilitis,
envuelta en papel de seda y con ilustraciones en color. Me he preguntado con frecuencia
si el arbitrario encono que yo sentía contra Navarro, no provenía de que él descontaba
mi admiración por esos volúmenes. La verdad era otra: yo lo hallaba (como, por lo
demás, al resto del mundo) indigno de su mujer.
En
Montevideo, donde me habían llevado asuntos de familia, me enteré del accidente
en que murió el pobre Navarro. Creo que mandé un telegrama de pésame. En todo caso,
resolví que ni bien llegara a Buenos Aires visitaría a Verónica. Recuerdo que una
noche, en el hotel Alhambra, pensé –porque la distancia y la noche imitan la locura–
que yo debía consolarla, que obstinarme en tratarla como hermana tenía algo de estupidez
y que para ciertas penas el único remedio era el amor. Una fotografía de Verónica,
tomada años atrás, que siempre llevo entre mis documentos, afloró por unos días
a la mesa de luz. Cuando volví a Buenos Aires olvidé mis intenciones. Meses después
alguien me habló de lo dolorosa que la muerte del marido fue para Verónica. Al entrar
en casa, esa misma tarde, la llamé por teléfono.
–¿Me
permites comer contigo? –pregunté.
–Salgo
a buscarte –contestó.
La
esperé junto a la ventana. Al ver el Minerva recordé los paseos de otros tiempos,
cuando el coche repleto parecía un símbolo de que no cabía nadie más en la vida
de Verónica.
Durante
el trayecto la miré embelesado: era notable la gracia con que manejaba el carromato.
Reflexioné: “Con igual gracia lleva su dolor. Lo adivino, es imposible dudar de
que está ahí, pero Verónica no me agobia con él; jamás pide nada; siempre da”.
Comimos
agradablemente, mirando la plaza. Servía la mesa una muchacha rubia, una suerte
de walkiria alegre, fresca y vulgar, de manos y piernas toscas, de abundante pecho,
que trataba a su patrona con familiaridad ingenua.
–Parece
buena –comenté en un momento en que la muchacha estaba en el antecomedor.
Mi
amiga respondió:
–¿Berta?
Menos mal que me ha quedado Berta. Sin ella no sé qué hubiera sido de mí.
Estoy
seguro de que en esa frase no había intención de reprocharme nada, pero me avergoncé.
No abandonaría otra vez a Verónica. Todos los domingos comería con ella.
Como
me mimaron, me dieron excelente comida y me divirtieron, el propósito de enmienda
no era demasiado meritorio; lo olvidé, sin embargo. Pasé un año y medio sin volver;
cuando lo hice, llegué sorpresivamente. Nos encontramos en la calle, frente a su
casa. Mientras ponía en marcha el Minerva, Verónica me gritó con suavidad:
–Perdóname,
salgo.
Tan
floreciente hallé su belleza, que dije:
–Tú
andas en algún amor.
Se
ruborizó como una chica.
–¿Cómo
lo adivinaste? –preguntó, sorprendida. Echó a reír y agregó–: Otro día nos contamos
todo.
Agitó
una mano y se alejó en el automóvil. Confío que el episodio no sugiera al lector
cínicas reflexiones contra las mujeres. Pretender que una persona que enviuda a
los veintisiete años, después de haber sido feliz en el matrimonio, quede sola para
el resto de la vida, me parece ilógico.
La
verdad es que reclamamos lógica para los demás, y nosotros prescindimos de ella.
Yo había pensado: “De nuevo, Verónica no me necesita”. Yo descontaba que si la visitaba
me hablaría de su amor; preveía el tono portentoso, la historia trillada, el tedio.
Pues bien, antes de que hubiera corrido el mes, volví a entrar en su casa.
Ahora
recuerdo: esa noche ocurrió un percance con el vino.
–Está
agrio –exclamó Verónica–. Yo quería que lo probaras, y está agrio. Es un vino nuevo…
Me
sorprendí a mí mismo, declarando sentenciosamente:
–Suelen
los vinos nuevos agriarse de pronto.
Verónica
me miró, perpleja. Me conoce demasiado para que yo finja, ante ella, algún conocimiento
sobre vinos. Quizás avergonzada de mi presunción, rápidamente cambió de tema.
–Una
mañana me llamó Salomé Uribe –dijo–, la amiga de mis hermanas. Cuando tú y yo éramos
chicos, ella era una persona grande. Ahora la hemos alcanzado. Somos todos de la
misma generación. Lo increíble es que esta persona de nuestra generación tiene un
hijo en la Facultad. Salomé está muy orgullosa de él; me dijo: “Juan vive para el
estudio y, si no le sale al camino alguna gran tentación, dentro de poco es medalla
de oro”.
El
muchacho necesitaba un libro para un trabajo que le pidió un profesor; lo buscó
inútilmente por todos lados, hasta que lo descubrió en el famoso catálogo impreso
por Colombo, que el marido de Verónica había repartido entre sus relaciones.
–Salomé
–añadió Verónica– quería que le prestara el libro a su hijo. “De acuerdo, si viene
a buscarlo”, contesté.
Verónica
me explicó que nunca tuvo paciencia para descifrar el sistema de letras, de clasificación
de los estantes, que había ideado el marido, y que la mañana en que habló Salomé
hacía tanto calor que ella no se resignaba a buscar un libro por toda la biblioteca.
Esa misma tarde apareció el muchacho.
–¿Te
acuerdas los días de calor espantoso que hubo el último verano? –preguntó Verónica–.
En el peor de todos llegó Juan. Como yo no tenía ánimo para salir de mi cuarto,
le pedí a Berta que lo atendiera. Dos horas más tarde entró Berta y me dijo que
Juan se iba. ¿Había pasado ese tiempo buscando el libro? “Lo halló en seguida” me
dijo Berta. “Estuvo leyendo y tomando notas. Mañana vuelve. No le vamos a permitir
que se lleve el libro a su casa”.
Según
su experiencia, declaró Verónica, las bibliotecas eran una invención inútil.
–Por
lo menos, la que yo conozco, siempre lo fue. Mi marido, que era el hombre más generoso
del mundo, había descubierto un verbo para defender la biblioteca:
“Lo
siento” decía, cuando le pedían un libro, “pero no puedo descabalar la colección”.
Ahora yo sigo defendiéndola de los lectores, para que Berta y la familia entera
no me acusen de falta de respeto o de algo peor. “Hay que preguntarle si no quiere
tomar algo. Si no va a creer que somos unas viejas avaras” le dije a Berta.
Ésta
contestó:
–Le
preparé un mazagrán.
–Parece
que el niño cayó en gracia –comentó Verónica.
Cuando
ella entró en la biblioteca, lo que había caído en gracia –una suerte de insecto
con anteojos, un insecto repelentemente joven– tropezó con el mazagrán, salpicó
la alfombra y ofreció una mano sudorosa. El muchacho era (según las palabras de
mi amiga) por momentos penosamente tímido, por momentos desaforadamente atrevido.
O callaba para siempre o no callaba nunca. Si hablaba, mantenía la boca demasiado
abierta, de modo que las palabras fluían como una baba.
Esa
primera entrevista fue breve. Juan volvió al otro día. Volvió todos los días.
–Examina,
por favor, el libro que leyó durante un mes.
Verónica
me alargó un librito, de tapa gris y azul, con letras blancas, que decían: Otis
Howard Green: Vida y obra de Lupercio Leonardo de Argensola. Hacia la derecha
del anaquel donde había estado el volumen de Howard Green, divisé una vitrina rococó.
–¿Qué
es eso? –pregunté.
–Todos
los hombres son iguales –respondió moviendo la cabeza–. Mi pobre marido llamaba
a esa vitrina, su botiquín espiritual.
Me
acerqué a mirar. Traduzco de memoria los títulos de algunos libros que allí había:
El jardín perfumado, Obras escogidas de Louis Prolat, Justina o
las Desventuras de la virtud, Preludios carnales, Ciento veinte jornadas
de Sodoma.
–Son
libros pornográficos –exclamé.
–No
hay duda de que no tienes alma de bibliófilo. Son libros raros y curiosos. Pero
¿viste el que te di? No alcanza a doscientas páginas. ¿Cómo puede alguien tardar
un mes en leerlo?
–Estudiar
lleva más tiempo que leer.
–No
soy zonza, che. No venía solamente para leer ese libro –me miró en los ojos e hizo
una pausa, para indicarme que recapacitara–. Tardé en sospechar que el motivo de
tanta asiduidad era yo misma. Confieso que la idea me divirtió. Por curiosidad me
dejé arrastrar. Simulé interés en el trabajo de Juan.
Al
principio, el resultado de la maniobra fue humillante. Diríase que el muchacho no
advertía nada; pero luego, con audacia un tanto brutal, acometió.
–Yo
aflojé en seguida –reconoció Verónica.
Cuando
Juan se retiró, empezaron los remordimientos. Ella cavilaba: “Soy la gran tentación
de que habló Salomé. Qué gran tentación ni gran tentación. Soy una vieja obscena”.
Como no lo vería más, escribió una carta de ruptura, pero antes de que echara la
carta al buzón, estaba Juan de vuelta; antes de que ella protestara, estaban abrazados.
Partió
Juan y de nuevo se encontró avergonzada y arrepentida. Creyó que debía pedir consejo.
–Yo
no podía ser juez y parte –dijo–. Necesitaba a alguien que viera las cosas de afuera.
Eligió
a Berta, la criada, como confidente.
–¿Qué
hay de malo? –preguntó Berta, con una inopinada vehemencia, que la volvía casi bella
y casi feroz; en tono tranquilo agregó luego–: Juan es un muchacho que me gusta
y ¿qué más quiere que tener una historia con una señora como usted?
Verónica
atinó a decir:
–Nunca
me perdonaré si por mí no es medalla de oro.
–Si
no cae con la señora –afirmó Berta– caerá con alguna otra arrastrada. Es la ley
de la vida. El amor es como el biógrafo: al salir de la sala usted está cambiada.
A usted misma le sentará distraerse con un amor inocente.
El
amor, me aseguró Verónica, entre personas honestas, nunca es inocente, ni parece
cuerdo que lo sea; de modo que para ver a Juan, sin causar un escándalo que perjudicara
a los chicos, ella alquiló un departamento. Me dijo:
–Queda
en Juncal al 3000. Cuando quieras te lo muestro: creo que lo arreglé bastante bien.
Lo que es incomprensible es la reacción de la gente. Tan furiosa estaba Berta, que
no me hablaba. Un día me interpeló: “¿Andan paseando por las calles? ¿O ya se cansó
del pobre muchacho?”. Casi debo asegurarle que lo veía en otra parte. Con Juan,
desde el primer día, fuimos felices. Tuve una preocupación, es verdad: el automóvil.
Si algún conocido pasaba por Juncal, al ver el Minerva en la puerta se preguntaría:
¿Qué hará Verónica en este barrio? Lo que es más grave, podría preguntarse: ¿Qué
hará Verónica en este barrio, todas las tardes? Entonces tuve la gran idea de que
Juan llevara el coche a un garage. Al principio no tardaba demasiado en volver,
pero cada día tardaba más. Por último no volvió.
–¿No
volvió? –pregunté.
–Cuando
volvió, yo no estaba. Me había cansado de esperar –contestó Verónica.
–Entre
el garage y el departamento –seguí preguntando– ¿la distancia es considerable?
–Quinientos
metros, más o menos. Esperé una hora y me fui.
–Después
¿lo viste?
–Es
claro.
–¿Tardó
siempre lo mismo?
–Lo
mismo, no. Alguna tarde volvió en seguida.
–¿Y
las otras?
–Las
otras lo seguí, en un automóvil de alquiler.
–¿No
me dirás que recogía mujeres?
–No.
–Ni
que visitaba a las mujeres de otros departamentos de la casa.
–No.
–Ya
sé. ¿Iba a la calle Arcos, a recrearse con esos libros raros y curiosos?
–No.
Tampoco iba a abrazar a Berta. No hay nada que hacer. Tu mente no está menos depravada
que la mía. Somos de otra generación. Somos viejos. No podemos entender a la juventud
de ahora. Lo que descubrí…
–¿Qué
descubriste? –pregunté bajando la voz y la mirada.
–Me
cuesta confesarlo. Es tan horrible, tan deprimente para mi amor propio. Descubrí
que Juan salía a manejar el automóvil. Nada más que a manejar el automóvil.
Levanté
los ojos con alivio, seguro de encontrar una sonrisa; Verónica parecía tristísima.
Estuve a punto de lanzar la exclamación ¡Esta juventud mecanizada!, pero dudé, por
un momento, de su originalidad, y me contuve.
Faltaba
el aire en ese cuarto.
–Salgamos
–dije.
–Es
tarde para ir al teatro y en el cinematógrafo no dan nada.
Yo
anuncié:
–Esta
noche inauguran el Salón del Automóvil.
Verónica
me miró enigmáticamente y replicó en un tono por demás desabrido:
–Vamos
donde quieras.
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