Washington Irving
Una noche borrascosa, durante la procelosa época de la Revolución
francesa, a altas horas de la noche, un joven alemán regresaba a su
alojamiento, cruzando la parte antigua de París. Relampagueaba y en las
imponentes calles estrechas resonaba el fragor de los truenos; pero primero
debo decir algo acerca de este joven alemán.
Gottfried Wolfgang era un joven de buena familia.
Durante algunos años había estudiado en la Universidad de Gotinga, pero como
tenía un espíritu entusiasta y era un visionario, se dedicó a esas extrañas
doctrinas especulativas, que durante tanto tiempo han fascinado a los
estudiantes alemanes. Su vida retirada, su intensa dedicación y la rara
naturaleza de sus estudios produjeron un extraño efecto sobre su cuerpo y
espíritu. Su salud se resintió y su imaginación enfermó. Se entregó a
fantásticas especulaciones acerca de la esencia del espíritu, hasta que, como
Swedenborg, se encerró en un mundo ideal, que construyó a su alrededor. Se
imaginaba, sin que se sepa cómo ni por qué, que sobre él pesaba una influencia
diabólica; que un genio o espíritu maligno buscaba posesionarse de él y
perderlo. El peso de esta idea produjo sobre su temperamento melancólico los
resultados más sombríos; se dejó agobiar por el abatimiento. Sus amigos
descubrieron la enfermedad mental que lo tenía en tal zozobra y decidieron que
el mejor remedio era un cambio de ambiente; así, se decidió que fuera a
continuar sus estudios en la alegre y esplendorosa París.
Wolfgang llegó a París cuando empezaba la
revolución. El delirio popular capturó de inmediato su entusiasmo y se dejó
dominar por las teorías políticas y filosóficas de la época, pero las escenas
sangrientas que siguieron sacudieron su naturaleza sensible y, asqueado con la
sociedad y el mundo, se aisló aún más. Se aisló en un departamento solitario en
el Quartier Latin, el barrio de los estudiantes, Allí, en un lóbrego callejón,
no lejos de los austeros muros de la Sorbona, continuó sus estudios favoritos.
A veces pasaba horas enteras en las grandes bibliotecas de París, catacumbas de
autores antiguos, revolcando obras obsoletas entre nubes de polvo, en busca de
alimento para su apetito enfermo. En cierta forma, era como un ave de rapiña,
que se alimentaba en el osario de la literatura decadente.
Aunque Wolfgang era un solitario, tenía un
temperamento ardiente, que durante mucho tiempo sólo actuaba sobre su mente.
Era demasiado tímido e ignorante del mundo para hacer proposiciones a las
mujeres hermosas, aunque era un apasionado admirador de la belleza femenina y,
en su solitaria habitación, a menudo soñaba con formas y rostros que había
visto y su fantasía creaba imágenes de belleza que sobrepasaban toda realidad.
Durante uno de estos sueños, su mente excitada le
produjo un extraño efecto. Era un rostro femenino de extraordinaria belleza.
Tan poderosa fue la impresión recibida, que una y otra vez soñó con él; de día
perseguía sus pensamientos y de noche sus sueños; en suma: se enamoró
apasionadamente de esta sombra de sus sueños. Tanto duró, que se convirtió en
una de esas ideas que están siempre presentes en los melancólicos y que a
menudo se confunden con la locura.
Tal era Gottfried Wolfgang y tal su estado en la
época a que me refiero. Regresaba a su departamento una noche tempestuosa, por
unas calles viejas y sombrías del Marais, en la parte antigua de París. Los
truenos resonaban sobre las elevadas casas de las estrechas calles. Llegó a la
Place de Greve, donde tenían lugar las ejecuciones públicas. Los relámpagos
temblaban sobre los pináculos del antiguo Hotel de Ville y esparcían rayos que
centelleaban en el espacio abierto. Al pasar frente a la guillotina, Wolfgang
retrocedió con horror. El reinado del terror estaba en su apogeo y la
guillotina, espantoso instrumento de tortura, estaba siempre lista; en el
cadalso continuamente corría la sangre de los virtuosos y los valientes. Ese
mismo día había estado muy activa en su habitual carnicería humana y cruelmente
se erguía, en medio de una ciudad silenciosa y dormida, esperando nuevas
víctimas.
Wolfgang se angustió, y ya se apartaba tembloroso
del horrible instrumento, cuando notó la sombra de una figura que se agachaba
al pie de los escalones que conducían al patíbulo. Una sucesión de relámpagos
la reveló más claramente: se trataba de una mujer vestida de negro. Estaba
sentada en uno de los escalones inferiores, inclinada hacia adelante y con la
cara escondida en el regazo; sus largas trenzas desgreñadas le llegaban hasta
el suelo, mezclándose con el agua que caía a torrentes. Wolfgang hizo una pausa.
Había algo de terrible en ese solitario monumento de dolor. La mujer parecía
estar por encima de lo normal. Wolfgang sabía que los tiempos eran azarosos y
que muchas hermosas cabezas que antes descansaban sobre cómodos cojines, ahora
vagaban desposeídas de hogar. Quizá se tratase de una doliente con el corazón
destrozado, a quien la temible hacha había dejado solitaria, a quien le habían
arrebatado sus seres más queridos para arrojarlos a la eternidad.
Se acercó a ella y le habló en tono compasivo. Ella
alzó la cara y lo miró salvajemente. ¡Cuál sería su asombro al observar, a la
luz de un relámpago, que era el mismo rostro que lo perseguía en sus sueños!
Estaba pálido y desconsolado, pero era el mismo rostro pasmosamente bello.
Tembloroso y dominado por emociones opuestas,
Wolfgang se acercó de nuevo a ella. Le habló de estar expuesta a la intemperie
a tal hora y con tan violenta tempestad y se ofreció a llevarla a donde sus
amigos.
–¡No tengo amigos sobre la tierra! –dijo ella.
–Pero tiene hogar –replicó Wolfgang.
–Sí, ¡en la tumba!
–Si un extraño puede hacerle tal ofrecimiento –dijo
él– sin peligro de ser malinterpretado, le ofrezco mi habitación como refugio y
yo me ofrezco como un amigo devoto. Yo mismo carezco de amigos en París y soy
extranjero, pero si mi vida puede serle de utilidad, está a su disposición y
estoy listo a sacrificarla antes de que le ocurra a usted algún daño o
deshonra.
Había tanta honestidad en la actitud de este joven,
que sus palabras tuvieron efecto. Su acento extranjero, también, estaba a su
favor: demostraba que no era un habitante común de París. Ciertamente, no se
puede dudar de la elocuencia del verdadero entusiasmo. La desconocida se
entregó, sin reservas, a la custodia del estudiante.
La sostuvo en su andar vacilante a través del Pont
Neuf y por el sitio donde el populacho había derribado la estatua de Enrique
IV. La tormenta había cedido y los truenos sólo se oían a lo lejos. Todavía la
ciudad estaba tranquila; el gran volcán de pasiones humanas dormitaba, mientras
de nuevo recobraba fuerzas para la explosión del día siguiente. El estudiante
llevó su carga a través de las antiguas callejas del Quartier Latin y junto a
las negruzcas paredes de la Sorbona, hasta el sucio hotel donde habitaba. La
vieja portera que les franqueó la entrada, se sorprendió ante el extraño
espectáculo de Wolfgang en compañía femenina.
Al entrar al departamento, por primera vez el
estudiante se sonrojó de ver la pobreza de su habitación. No tenía sino una
alcoba, un salón pasado de moda, densamente tallado y fantásticamente amueblado
con los restos de una antigua magnificencia, porque era uno de esos hoteles en
el barrio del Luxemburgo, que antes perteneciera a la nobleza. Estaba cargado
de libros y papeles y todo lo demás que es corriente en un estudiante; su cama
estaba en un rincón.
Una vez que Wolfgang hubo encendido una luz y
contemplado a la desconocida, más que antes se extasió con su belleza. Su
rostro era pálido, pero de una deslumbrante belleza, que resaltaba por la
profusión de su brillante cabello, que colgaba como en un racimo a su
alrededor. Sus ojos eran grandes y fulgentes y tenían una expresión casi
salvaje. Hasta donde su negro vestido permitía observar su figura, esta era
casi perfecta. Su apariencia general era en extremo impresionante, aunque
estaba vestida muy sencillamente. Lo único que parecía un adorno, era una ancha
banda negra que llevaba en el cuello y que estaba adornada con diamantes.
Para el estudiante comenzó la preocupación de cómo
ayudar a aquel ser que se había entregado a su custodia. Pensó en dejarle su
habitación y buscar alojamiento en otra parte. Pero estaba tan fascinado por
sus encantos; parecía haber tal hechizo sobre sus sentidos y su pensamiento,
que no podía apartarse de ella. Sus modales, también, eran extraños e
indescriptibles. Dejó de hablar de la guillotina. Su pesar había desaparecido.
Con sus atenciones, el estudiante se había ganado su confianza y, aparentemente,
su corazón. Evidentemente, ella también tenía un espíritu entusiasta como él y
las personas así se entienden prontamente.
En el apasionamiento del momento, Wolfgang le
confesó su amor. Le contó sus misteriosos sueños y de cómo ella se había
adueñado de su corazón, aun antes de conocerla. Ella quedó extrañamente
impresionada por esta declaración y accedió a reconocer que se había sentido
impulsada hacia él de una manera igualmente indescriptible. Era la época de las
teorías desenfrenadas y de las acciones impetuosas. Se suprimían los viejos
prejuicios y supersticiones; todo estaba bajo el dominio de la “diosa razón”.
Entre los disparates de los viejos tiempos, se empezaban a considerar las
formas y ceremonias del matrimonio. Los acuerdos sociales estaban de moda.
Wolfgang era teórico en demasía para no dejarse tentar por las teorías
liberales de su época.
–¿Por qué separarnos? –dijo él–. Nuestros corazones
se han unido; ante los ojos de la razón y el honor somos uno solo. ¿Qué
necesidad hay de formas sórdidas para unir las almas?
La desconocida escuchaba con atención:
evidentemente, había aprendido en la misma escuela.
–No tiene hogar ni familia –prosiguió él–; permítame
ser todo para usted, o mejor, seámoslo todo el uno para el otro. Si las formas
son necesarias, las respetaremos. Aquí está mi mano. Me entrego a ti para
siempre.
–¿Para siempre? –dijo la desconocida, con
solemnidad.
–¡Para siempre! –repitió Wolfgang.
La desconocida apretó la mano extendida y murmuró:
–Entonces soy tuya.
Luego se reclinó en el pecho de Wolfgang.
A la mañana siguiente, el estudiante dejó a su
esposa durmiendo y salió en busca de un departamento más grande y más apropiado
para su nuevo estado. Cuando regresó, encontró acostada a su recién desposada,
con la cabeza fuera de la cama y un brazo colgando. Le habló, pero no recibió
respuesta alguna. Tomó su mano: estaba fría y sin pulso; su cara estaba pálida
y cadavérica. En suma, estaba muerta.
Horrorizado y fuera de sí, llamó a los de la casa.
Siguió una escena de confusión. Se llamó a la policía. El oficial de policía
entró en la habitación y retrocedió al observar el cuerpo.
–¡Cielos! –exclamó–, ¿cómo llegó esta mujer aquí?
–¿Qué sabe usted de ella? –preguntó ansiosamente
Wolfgang.
–¿Qué sé? –dijo el oficial–, ayer fue guillotinada.
Avanzó; deshizo el nudo del collar negro que tenía
el cadáver; ¡y la cabeza rodó por el suelo!
El estudiante perdió el control de sí mismo.
–¡El demonio!, ¡el demonio ha tomado posesión de
mí! –chillaba–; ¡estoy perdido para siempre!
Trataron de calmarlo, pero todo fue en vano. Estaba
dominado por la horrible idea de que un demonio había reanimado el cadáver para
apoderarse de él. Enloqueció y murió en un sanatorio.
El anciano de cabeza fantasmal terminó su relato.
–¿Es este un hecho verdadero? –preguntó el otro
caballero.
–Un hecho del cual no se puede dudar –replicó el
primero–. Lo obtuve de la mejor fuente. El estudiante mismo me lo contó. Lo
conocí en el manicomio de París.
No hay comentarios:
Publicar un comentario