Adolfo Bioy Casares
“Casanova llegó a Constantinopla
con una carta de Acquaviva para Claudio Alejandro, conde de Bonneval, que se pasó
a los turcos. En Buyuk Dere compartí el cuarto con el veneciano, a quien también
frecuenté en Constantinopla, donde almorzábamos y cenábamos juntos. Con toda franqueza
discutíamos nuestros vanos intentos de trabar relación con otomanos más o menos
notables. En cuanto a Bonneval, me consta que una tarde lo recibió. Volvió Casanova
ponderando la espiritualidad del conde, pues tenía éste una biblioteca que, bien
mirada, era bodega, y otras ocurrencias de parejo tenor. Cuando procuró visitarlo
nuevamente, le dijeron que el conde estaba atareado y que no podía atenderlo. Casanova
acabó por declararme que la famosa biblioteca-bodega, lejos de cubrir de gloria
a su propietario, lo presentaba como parangón de vulgaridad. A mi entender la importancia
del objeto en cuestión, curioso desde luego, no justificaba que lo discutiéramos
diariamente.
“De
tales contratiempos compensó la fortuna a Casanova con inauditas aventuras amatorias.
Que un cristiano se introduzca en un harem musulmán es un hecho corriente en los
libros; en la vida lo tengo por impracticable. No una, sino dos veces, penetró Casanova
en el palacio de Yusuf, filósofo displicente. Cuando le pregunté cómo cumplió la
hazaña, respondió: Fatam viam inveniunt y, por cierto, el hado halló el camino,
ya que la primera ocasión bastó a mi veneciano para enamorar a una esposa del filósofo,
Sofía de nombre, y la segunda para recoger el premio del coraje. En qué consistió
el premio no es claro, pero Casanova trajo como reliquia un velo (objeto de paño
que ahora servirá para disipar vuestros temores de que el episodio se reduzca a
una alegoría). Por si lo anterior fuera poco, en el orden de las aventuras algo
más ocurrió en una fiesta. Con mis propios ojos lo vi con esa esclava de Ismael
Efendi, compatriota suya, bailando frenéticamente la forlana.
“Todo
esto lo mantuvo más ocupado en la imaginación que en los hechos. Para el viajero,
Constantinopla es impenetrable. Quienes alguna vez vivimos dentro del precinto de
la ciudad, guardamos recuerdo de haber vivido extramuros. El turco, ya lo dije,
no se prodigaba; en cuanto a las mujeres recluidas en harem ¿alguien las trató?
Sólo Casanova, en ocasiones poco menos que únicas. De manera que para platicar de
nuestra vida y de nuestros amoríos el tiempo sobraba, al punto de que la sobremesa
del mediodía se prolongaba en la sobremesa de la noche. Casanova me refirió sus
prodigiosas aventuras turcas y las italianas, que pasan de cincuenta. Opino que
no peco de crédulo si declaro que mi amigo no fue mentiroso. Prolijo, eso sí. Con
idéntica desenvoltura narró sus triunfos y su derrota, que más de un caballero hubiera
ostentado como galardón.
“En
las antecámaras del conde conoció a la señorita Bonneval. Sangre limusina, por parte
del padre, y armenia, de la madre (una poetisa aclamada en mérito de la perfección
corpórea) confluían en esta señorita, con sus primores y caracteres, de modo que
en el rostro cobrizo la claridad de los ojos tenía la hondura de mundos que amanecen,
y la belleza del conjunto, aunque no se allanaba a los patrones habituales, era
alucinante.
“Como
las damas, en Constantinopla, reclamaban poco o nada de su tiempo, por todos los
medios procuró el veneciano que la señorita le ofrendara la mayor parte del suyo.
Bastante pronto la conquistó, o siquiera obtuvo favores que lo confirmaron en su
buen ánimo y seguridad. Solía por entonces pavonearse con no retaceados panegíricos
de la señorita Bonneval, a quien no podía menos que reconocer diferente de las otras
mujeres. Elogiaba en ellas los arranques, aun los caprichos y la vitalidad. Esta
vitalidad, más propia de una yegua que de una niña, fue nefasta para Casanova. En
efecto, los días de su amante eran una apretada trama de ocupaciones, en las que
apenas había, de tarde en tarde, un resquicio para nuestro aventurero. No sólo la
requerían la fiesta y el sarao; por peregrino que parezca, la señorita se había
erigido en amanuense de su padre, y con esa vitalidad por quemar y con su afán de
advenediza –¿qué otra cosa, con relación al trabajo, es la mujer, sino una advenediza
permanente?– se entregaba, según Casanova, de cuerpo y alma a los asuntos del despacho
del conde (Consejero de la Sublime Puerta). Intencionalmente Casanova detalla de
cuerpo y alma, pues (hay que atribuir la exageración al despecho) mantenía que para
dar buen término a cualquier gestión que le encomendara su padre ella estaba resuelta
a entregarse y aun a otros extremos. Poco a poco advirtió don Giacomo que en esta
nueva intriga no lograba la felicidad que había descontado. Llegaba el fin de semana
y la muchacha prefería retirarse a una propiedad de campo, en las orillas del Bósforo,
donde se reunían jóvenes de su amistad, gente frívola, cuya majadería proclamaban
los mismos motes y sobrenombres que se aplicaban entre ellos, a quedarse en la ciudad
y correr, en un instante robado a la vigilancia de quienes la rodeaban, a los brazos
de su querido, que la aguardaba en alguna alcoba tenebrosa. De veras, en esta situación,
tocaba en suerte a nuestro don Giacomo (probablemente por lo despoblado de sus días
en Constantinopla) el buscar, el esperar y el ansiar. Protestaba: ‘¿Hay alguien
que no haya advertido que la ansiedad de la busca y de la espera no se miden por
el merecimiento de lo buscado o esperado? Ganas no me faltan de hacer valer mis
otros amores, pero en Turquía la menor infidencia es grave, porque pone en peligro
la vida de las damas y la propia. Siempre mi desvelo fue persuadir a la mujer de
que no la engaño; a ésta no podré nunca persuadirla de que no la quiero. También
me tienta la ilusión de explicarle: Soy Casanova, terror de las damas, cuyos corazones
estragué, como incendio empujado por el Siroco y el Mistral, desde Venecia hasta
Roma, desde Ancona hasta Rimini; pero si la señorita es plenamente ingenua de mi
renombre, por alto que éste sea ¿no caeré, al comunicarlo, en un género de vulgaridad
y de fanfarronada?’. ¿Quería decir que por un mero error de información, aquella
chicuela que lo traía medio aturdido, no le temía ni lo respetaba mayormente y que
él, de puro ocioso, encarnaba el papel de enamorado constante y manso, papel que
en la odiada Constantinopla se le estaba volviendo una segunda naturaleza? ¡Con
qué deleite denigraba por aquellos días a su enamorada! ‘Es ignorante’ sostenía
‘como una paisana limusina, y tan astuta y embustera. Es belicosa como una vendedora
de pescado de Chioggia, y artera como una ramera de Murano’. Tras una carcajada
hueca, agregaba: ‘A su respecto, nada hay de seguro. Ni siquiera que me engañe con
los badulaques de fin de semana’.
“De
tal modo, a este hombre, que en la propia estima brillaba como irresistible para
las mujeres y de cuyos enredos ulteriores vosotros contáis portentos, yo he visto
suspirar de amor por Angélica María Clara Yolanda Josefina de Bonneval, que casó
con tudesco y hoy es madre de un lozano ramillete de hijos”.
Trascribo estos
párrafos de la carta del caballero Pierre Mirande, del séquito de Venier, cuyo original
descubrió en la Biblioteca de Lausanne, en 1951, Louise Bennet, por la luz que puedan
arrojar, etcétera, etcétera.
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