Noé Cárdenas
Para Edú
En el departamento de la
planta baja vive un matrimonio joven con dos perros y una niña. He visto al
matrimonio y a los perros pero jamás, en los meses que llevo aquí, a la niña.
Sé, sin embargo, que existe porque la he escuchado lloriquear o entonar cantitos
algunas tardes calmas y soleadas en las que el ámbito se imanta y los ruidos de
la calle quedan suspendidos largos minutos, como si un recuerdo de edades
campestres le sobreviniera al terreno.
He alcanzado a advertir los insomnios de la niña,
o del infante que yo figuraba femenino: la pobre suda y se revuelve entre las
cobijas intentando escapar de alguna resinosa pesadilla. Y luego, para
serenarse ella sola: el hilito de su canción, apenas perceptible, como si
viniera de abajo de la tierra.
En cambio, los perros se la pasan jugueteando
buena parte del día: una gama muy variada que va desde los francos ladridos
hasta aullidos entrecortados domina los ruidos que entran por las ventilas
siempre abiertas de mi estudio provenientes del patio del departamento de
abajo; también los tintineos de las cadenas en sus pescuezos y los rasguños
sobre el piso durante corretizas dan cuenta sonora de su presencia.
La niña no juega con los perros. He notado que la
cancioncilla apenas audible ocurre, si acaso, cuando han sacado a pasear a los
animales. Tal vez la niña padezca alguna afección que no le permita estar en
contacto con éstos o, incluso, ni siquiera permanecer demasiado tiempo en el
patio de la planta baja. La humedad provocada por las constantes lloviznas debe
afectarla. Es sabido que el sur de esta ciudad se distingue por lo extremoso de
las lluvias, en temporada. Pero en algunos puntos selváticos de esta zona la
humedad del ambiente no decrece, como si lloviera todos los días del año. No es
raro, por aquí pasaba un río de caudal considerable, y como las aguas vuelven a
encauzarse según el orden natural, de vez en cuando en algunas partes de este
sur rebrotan surtidores, aun venciendo al pavimento. Curioso espectáculo el de
toparse con límpidos arroyuelos, que hasta su arena sedimentan, corriendo junto
al borde de la banqueta: dan ganas de agacharse y beber del cuenco de la mano.
El hombre del matrimonio trabaja en el patio
algunas mañanas y tardes de la semana. Utiliza sierras, esmeriles y taladros,
además de otras herramientas menos aparatosas. He oído que lija durante largos
ratos y también cincela, aunque estas tareas las ejecuta en una de las
habitaciones: los ruidos llegan ahogados a mis oídos.
La disposición de los cuartos del departamento de
la planta baja es idéntica a la del departamento que habito y que también es mi
lugar de trabajo, el cual me obliga a permanecer la mayor parte del tiempo
recluido y más o menos desocupado, situación que me permite observar lo que
sucede en el resto de la casa, porque en realidad esto no es un edificio de
departamentos concebido como tal: se trata de una casa grande dividida
posteriormente en cinco secciones independientes. Tres de éstas corresponden a
la parte delantera, cuya fachada blanca da directamente a la calle. En la parte
trasera –separada de la anterior por el patio y a la cual se llega por un largo
corredor que comienza en la puerta angosta del extremo izquierdo de la fachada–
se hallan el departamento donde vive la niña y el mío en la planta alta.
El fragmento de paisaje que se puede ver a través
de las ventanas está dominado por las frondas de algunos sauces al fondo y por
la recia jacaranda del jardín de la casa vecina. Una bugambilia techa casi por
completo el patio de abajo, del que sólo se distingue el límite con el muro de
enfrente. Así que nunca he logrado ver a la niña a través de la ventana cuando
escucho su voz.
Comencé en vano a espiar a los vecinos cada vez
que advertía los ruidos de su puerta al abrirse o cerrarse con el objeto de
conocer a la niña. Tras varios intentos que consistieron en salir al zaguán del
descanso de la escalera dizque a regar las plantas en el momento preciso,
coseché únicamente miradas de desconfianza por parte del matrimonio o de alguno
de los cónyuges, la mayoría de las veces jaloneados por los perros ávidos de
paseo. De la niña, nada.
La tarde de un día frío en el que había estado
lloviznando vi que un hombre de bata blanca visitó el departamento de abajo. La
conjetura de que la niña nunca salía porque alguna enfermedad la asolaba
pareció la más convincente. Sin embargo, por las voces y aullidos provenientes
del patio, supe que el de blanco había venido a enyesarle una pata fracturada a
uno de los perros, que no cesó de quejarse hasta avanzada la noche.
Ya de madrugada, un chubasco repercutió largo
rato en las ventanas. Insomne, decidí que al día siguiente preguntaría a la
pareja por la niña. Me tengo por un defensor absoluto de la privacidad. El
saludo mecánico es lo único que me parece tolerable. Así que traicionaría mis
principios para saciar mi curiosidad.
No hizo falta. El chubasco arremetió hasta
convertirse en tormenta. Al ensordecedor acorde del muro de agua, pronto se le
fue incorporando el coro de los ríos caudalosos. El agua comenzó a filtrarse
por las orillas de las ventanas. Fue necesario colocar trapos en todas éstas y,
sobre todo, en la puerta de la cocina que da al perímetro donde está el
lavadero. Hubo que hacerlo bajo el haz de una lámpara sorda, pues se había ido
la luz desde hacía rato.
De entre el arpa de la tormenta –cuando me
acerqué a taponar la ventana de la sala por donde el escurrimiento ya formaba
varios hilos que habían alcanzado la alfombra– me llegaron voces humanas y
caninas del departamento de abajo. Salí al minúsculo zaguán. Un relámpago tomó
la foto del instante: cubierto con una capa de lona reluciente de agua, el
vecino me daba la espalda dirigiéndose hacia la puerta, el agua casi hasta las
rodillas. Desde lo alto de la escalera, la casa se veía sumergida como casco de
buque. Alcancé a ver que el hombre llevaba en brazos un bulto. Tuve la
esperanza de que se tratara de la niña, pero la cola colgante reveló otra
naturaleza.
De súbito, los gritos de la mujer, urgiéndome
desde abajo:
–Por favor, ayúdeme a buscarla. ¡Pronto!
Bajé. Los tres últimos peldaños de la escalera
estaban completamente sumergidos.
Con el agua hasta los muslos resultaba muy
difícil moverse. Dentro, la sala del departamento de la planta baja se iba
revelando bajo el haz de la linterna. Flotaban trastos como de utilería fílmica
de una carabela en pleno naufragio. Un choque de mi espinilla contra un filo
macizo me avisó de la presencia de una mesa de centro metálica. Viré hacia el
pasillo que lleva a los cuartos. La mujer, tras de mí, gritaba “¡Emilia,
Emilia!”, al tiempo que rebuscaba agitadamente con los brazos metidos en el
agua. Así que buscábamos a Emilia.
Al entrar a la habitación que equivalía a mi
dormitorio, el cuerpo blanquísimo de una niña desnuda apareció recortada por el
círculo luminoso de la linterna, sobre una mesa de madera burda que tampoco
flotaba. Era de mármol y, mejor observada, la figura no representaba a una niña
precisamente: fue captada por el escultor en el momento justo en el que había
dejado de serlo: los pezones estaban ligeramente alzados por leves montículos
que ya anunciaban la consistencia de unas tetas adultas, su cabellera rebasaba
apenas los hombros, las caderas y los muslos ya comenzaban a abandonar la
asexuada rectitud infantil. Era una nínfula. En su rostro, los ojos aparecían
entrecerrados como sólo los entrecierran las mujeres gozosas; su sonrisa aún
conservaba el viso de la inocencia.
De pronto el roce de unas uñas en mi antebrazo me
provocó escalofrío. Aparecieron en el círculo de luz cuatro patas de perro
volteadas hacia arriba. Una de éstas estaba más rígida que las otras debido a
la cubierta de yeso. Grité:
–¡Aquí hay un perro! –y la mujer, dando
tropezones, el último de los cuales la había hecho caer de bruces dentro del
agua, llegó hasta donde me encontraba, recogió maternalmente al tieso can y
lanzó, como implorando una resurrección:
–¡Emiiiliiaaaa!
De nuevo en mi recámara, después de un baño
caliente, mientras saboreaba el primer sorbo de café con una medida de whisky,
noté que la tormenta se había calmado. Aún era distinguible el rumor de las
gotas chapoteando sobre la superficie encharcada. Los vecinos del departamento
de abajo se marcharon con su pena, un perro vivo y otro muerto, en su automóvil
que, por suerte, estaba guardado como todas las noches en un estacionamiento
sobre una colina a unas cuadras de las calles inundadas.
La lluvia se tornó llovizna. El rumor de arroyo
ahora estaba acompasado por un canto quedo de muchacha. Se levantó un aroma de
hierba fresca y de liquen bañado en agua transparente. Hacía frío. Comenzó a
amanecer.
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