H. P. Lovecraft
Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido…
hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde… la conciencia se manifestaba,
quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la
ascendiente humanidad… formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado
un fugaz recuerdo con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase
y especie…
Algernon Blackwood
1. El bajorrelieve de arcilla
No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad
de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en
una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y
no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos
propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos
disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en
ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación,
o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva
edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del
ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes.
Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no
estuvieran disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han
dado la fugaz visión de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en
ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión
de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el
artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que
ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré
voluntariamente un solo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que
el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que si no hubiera
muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas.
Tuve por primera vez conocimiento
de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la muerte de mi tío abuelo, George
Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown,
Providence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad vastamente conocida
en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los
conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar
su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de
su muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras
volvía del barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el
empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos
pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une los muelles a la casa
del muerto, en la Calle Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden
orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía
atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso de
una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos años. En ese entonces
no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas…
y algo más que dudas.
Como heredero y ejecutor de mi tío
abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta
atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston.
El material ordenado por mí será publicado en su mayor parte por la Sociedad Estadunidense
de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí
siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave
hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo.
Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable.
¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas,
fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus
últimos años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al
excéntrico escultor que había alterado la paz mental del anciano.
El bajorrelieve era un rectángulo
tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados
de superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran
nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues aunque las rarezas
del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir
esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos
parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad
con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera
alguna remota relación.
Sobre esos supuestos jeroglíficos
había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista
impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o el símbolo
de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir.
Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo,
un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo.
Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se alzaba una
cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la
hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura
ciclópea.
Las notas que acompañaban a este
curioso objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por
el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en apariencia
más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas
cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la lectura de
un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera
tenía el siguiente título: “1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Calle Thomas
7, Providence, R. I.”, y la segunda: “Informe del inspector John R. Legrasse. Calle
Bienville 121, Nueva Orleans, a la Sociedad Estadunidense de Arqueología, 1928.
Notas del mismo y del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy
breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas
teosóficos (principalmente La Atlántida y la Lemuria perdida de W.
Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las sociedades
y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos y antropológicos
como La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental
de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a casos
de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925.
La primera parte del manuscrito principal
relataba una historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven delgado,
moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación, había visitado al profesor
Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo.
En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido
en él al hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado.
Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes
de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución,
era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había
llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en relatar.
Se denominaba a sí mismo “físicamente hipersensitivo”; pero la gente seria de la
vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente “raro”. No había frecuentado nunca
a los de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social.
Actualmente sólo era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación
Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadurismo, lo había desahuciado.
En aquella visita, decía el manuscrito,
el escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos
de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo
y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues
la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas.
La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera
palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación
habitual.
–Es nueva, es cierto –le dijo–, pues
la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos
que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida de jardines.
Y comenzó a narrar una historia desordenada
que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró febrilmente
interesado. La noche anterior había habido un leve temblor de tierra –el más violento
de los que habían sacudido Nueva Inglaterra en esos últimos años– que había afectado
terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida,
había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos
y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros
y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra,
de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una
sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta unión de letras casi
imposibles: Cthulhu fhtagn.
Esta mezcla de letras fue la llave
del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con
minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve
que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir,
y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el
no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le
parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban
de relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender
por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro
de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor quedó
al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina o cultos secretos,
le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus
frutos, pues a partir de esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas
diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema
principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras,
y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos
y sensibles impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más
frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu y R’lyeh.
El 23 de marzo, continuaba el manuscrito,
Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había
sido atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa
de sus padres, en la calle Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche,
despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había
pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en seguida
a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la oficina
del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril
de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció
al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también
una criatura gigantesca “de varios kilómetros de altura” que caminaba o se movía
pesadamente. Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes
palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era
el monstruo que el joven había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a
su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo.
Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo,
su estado se parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro.
El 2 de abril a las tres de la tarde,
la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse
en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños
o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado,
a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor
Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego
de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes
visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista.
Aquí terminaba la primera parte del
manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el
escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede explicar mi persistente
desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado diversas personas en el
mismo periodo en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi
tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos
a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus
sueños y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones
habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese
obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó
la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy significativo
resumen. La aristocracia y los hombres de negocios –la tradicional “sal de la tierra”
de Nueva Inglaterra– dieron un resultado casi completamente negativo, aunque hubo
algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de
marzo y el 2 de abril, periodo de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia
no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas descripciones
sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor
a algo anormal.
Las respuestas más pertinentes procedían
de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido presas
del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a sospechar que el compilador
había estado haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia
para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que
Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío, había
estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia.
Entre el 28 de febrero y el 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy
curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio del escultor.
Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox
y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso,
que las notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un
arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente
loco la noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses
después gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi
tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a números,
yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como estaban las cosas,
sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me
pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se
habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones, y es
mejor así.
Los recortes de prensa, como ya he
dicho, trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo periodo.
El profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes, pues el número
de estos extractos era prodigioso, y además procedían de todos los rincones del
mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por
una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de
un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un
futuro siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había
comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso acontecimiento”,
que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se referían cautelosamente
a una seria agitación de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes
se habían multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos misteriosos.
Los oficiales estadunidenses radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades
con algunas tribus, y en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían
sido molestados por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también
el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926, en el Salón
de Primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados
los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo
médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara
colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que
los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias
de unos sucesos anteriores mencionados por el profesor.
2. El informe del inspector Legrasse
Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta
importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad
del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell había visto los odiosos
contornos del monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos jeroglíficos,
y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir… Todo esto en
circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiera al joven Wilcox
con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior había ocurrido diecisiete años
antes, en 1908, mientras la Sociedad Estadunidense de Arqueología celebraba su consejo
anual, en San Luis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado
un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos
que aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer preguntas y plantear
problemas.
El jefe de ese grupo no tardó en
convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto
muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleans a San Luis
en busca de cierta información que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba
John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su
viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente,
cuyo origen no había logrado determinar.
No debe creerse que el inspector
Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse
tenía como único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche
o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur
de Nueva Orleans, en el curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú.
Tan singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba
ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú.
Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada
informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a
alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas
del culto hasta sus fuentes.
El inspector Legrasse no había esperado
que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa estatuita
bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector
para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal
antigüedad abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela
escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta
miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de aquella
piedra desconocida.
La figura, que los miembros del congreso
pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos veinte
a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente labrada. Representaba un
monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro
era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro
extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la
espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de
una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto
de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior
del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las garras largas y curvas
de las plegadas extremidades asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto
de la altura del pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de
las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión
de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer
su origen. Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada
permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.
El material de la estatua encerraba
otro misterio. No había nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella
pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los caracteres de
la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso,
a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera,
pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material
pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que
conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los
que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.
Y, sin embargo, mientras los miembros
del congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio,
uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos,
y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido
William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y
explorador de bastante renombre.
Cuarenta y ocho años antes el profesor
Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas
que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa occidental de Groenlandia
se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, un culto
demoniaco curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente
sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi
del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy
antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios
humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo
o tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo
angekok, o brujo sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era
posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche
adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora
boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor,
un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos.
Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos esenciales, a la
criatura bestial que ahora estaban examinando.
Este relato, recibido con asombro
y sorpresa por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse,
que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación recitada por
uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratara de recordar
las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos
los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective
convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división
de las palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas
por los oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían
cantado a sus ídolos:
Ph’nglui mglw’nafh
Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Legrasse había tenido más suerte
que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas
palabras. Era algo así:
En su casa de
R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.
Y entonces, respondiendo a un ruego
general, el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano;
veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía cierto parecido
con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos,
y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado
entre parias y vagabundos.
El 1° de noviembre de 1907 la policía
de Nueva Orleans había recibido un alarmante mensaje de la región pantanosa del
Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes en su mayor
parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo desconocido que había invadido
la región durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una
especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tamtam
había comenzado a sonar incesantemente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba
aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales,
chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían bailado
en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.
En las primeras horas de la tarde
veinte policías partieron en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso
colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los vehículos y durante
varios kilómetros chapotearon en silencio a través de los espesos bosques de cipreses
donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo
español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los
fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los
árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció
un miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse
alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tamtams se oía
débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba
la sangre. Un resplandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más
allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia
a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se negaron a avanzar
un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector Legrasse
y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras
arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.
La región en que ahora entraba la
policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido
explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un lago secreto en
que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes,
y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de
sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes
de La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera
pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres,
y eso bastaba para que éstos se mantuvieran alejados. La orgía vudú se desarrollaba
en los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante
malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.
Sólo la poesía o la locura podían
haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban
lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los apagados tamtams.
Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de
ellas cuando el órgano de donde proviene debería emitir otra. Una furia animal y
una licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoniacas con
gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas
pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos
y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea:
Ph’nglui mglw’nafh
Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Por fin los hombres llegaron a un
sitio donde el bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo
de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y otros dos
lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el tumulto salvaje
de la orgía. Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido,
y luego todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.
En un claro natural del pantano se
alzaba una isla verde de tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y
bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más
indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola.
Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor
de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía
distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto,
en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez
cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera,
con el monolito como centro, colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente
mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el
anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha en una bacanal interminable
entre el círculo de cadáveres y el círculo de fuego.
Pudo haber sido sólo la imaginación
o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español,
creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas antifonales que
procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque
de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué,
era desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear
de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa
blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido
por las supersticiones locales.
La inactividad de los hombres paralizados
fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas, y
aunque los celebrantes debían llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas
de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto
fueron indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero finalmente
Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente,
y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy
malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La
imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía,
luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja
ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había algunos
negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de Cabo Verde, que daban un
cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas
para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo africano.
Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente
consistencia, a la idea central de su aborrecible culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes
Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde
el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y al fondo
del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños con el primer hombre,
quien inventó un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros
dijeron que había existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías
desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliera de su
sombría morada en la ciudad submarina de R’lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra.
Algún día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto
secreto estaría allí, esperándolo.
Mientras tanto no podían decir nada
más. Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad
no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían de
la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos.
Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al
gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz
de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente.
La invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta.
El canto significaba: “En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando”.
Sólo dos de los prisioneros fueron
juzgados bastante cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas instituciones.
Todos negaron haber participado en los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables
de aquellas muertes eran los Alas-Negras que habían venido hasta ellos desde su
refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de
aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor
parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos
distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos
de odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían
de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros seres habían
gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse
aún –le habían dicho a Castro los inmortales de China– en unas piedras ciclópeas
de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del
hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar
su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían
de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.
Estos Grandes Antiguos, continuó
Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma –¿no lo probaba acaso esta imagen
estelar?–, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias iban
de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran desfavorables, no podían
vivir. Pero aunque ya no vivieran, no habían muerto en realidad. Yacían todos en
casas de piedra en la gran ciudad de R’lyeh, preservada por los sortilegios del
gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa
resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación
de sus cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también
que se movieran, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la
oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en
el mundo, pues su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo
instante hablaban en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron
los primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles moldeándoles
los sueños.
Aquellos primeros hombres, murmuró
Castro, establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos;
ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente lejana. Ese culto
no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían
entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera
a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces
la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del
bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y
gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar
y matar y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis.
Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos
días antiguos y presagiar su retorno.
En los primeros tiempos algunos hombres
escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había pasado.
La gran ciudad de piedra de R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido
bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie
había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales.
Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros
fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus
de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los
rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro
no se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas
pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente,
el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía encontrarse
en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares,
sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería europea y
sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro aludía a él, aunque los chinos
inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había
un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente
en el tan discutido dístico:
No está muerto
quien puede yacer eternamente,
y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.
Legrasse, profundamente impresionado,
y no poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto.
Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un secreto. Las
autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna sobre el
culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se encontraba nada
menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb.
El ferviente interés que despertó
el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún
eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero apenas
hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es preocupación primordial
de aquellos que se enfrentan a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse
prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último
le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la vi no hace mucho tiempo.
Es de veras algo estremecedor e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada
en sueños por el joven Wilcox.
No me asombró que mi tío se hubiera
excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información
recogida por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la figura y los
jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había
oído en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana
y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado
instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba
que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de
sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros
sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia
del joven; pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto
me llevaron a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego
de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas
con la descripción del culto que había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver
al escultor e increparlo por haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.
Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur
de Lys de la calle Thomas, desagradable imitación victoriana de la arquitectura
bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente entre
las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso campanario georgiano
que pudiera verse en Estados Unidos. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido
en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio
era profundo y auténtico.
Creo que durante un tiempo Wilcox
figurará entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará
un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen
y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles en versos y pinturas.
Moreno, frágil y de aspecto un poco
descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué
deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había excitado
su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese
examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar.
Poco tiempo me bastó para convencerme
de que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo inequívoco. Esos
sueños, y su residuo subconsciente, habían influido profundamente en su arte, y
me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de
su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve
creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo
sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio.
Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio
de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía haber
recibido esas impresiones sobrenaturales.
Hablaba de sus sueños de un modo
extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de
piedra verde y musgosa –cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea–,
y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu
fhtagn, Cthulhu fhtagn.
Esas palabras figuraban en la temible
invocación que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de R’lyeh,
y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente perturbado. Wilcox, era
indudable, había oído hablar casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida
en la masa de las lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en
virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión
subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo estaba
ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven
tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de
veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su honestidad.
Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que su talento prometía.
El asunto del culto continuó fascinándome
y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen y relaciones.
Visité Nueva Orleans, hablé con Legrasse y otros de los que habían participado en
aquella vieja expedición, examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros
que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años.
Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada
de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre
la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría
en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista,
como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé
la coincidencia de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell.
Hubo algo, sin embargo, que comencé
a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó
al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de unos muelles
donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero
de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían
por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido conocer
la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad
como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto,
no habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas.
¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por
mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió
porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante,
pues yo también he aprendido mucho.
3. La locura del mar
Si el cielo decidiera algún día acordarme un insigne
favor, borraría totalmente de mi memoria el descubrimiento que hice, por simple
casualidad, al echar una ojeada a una hoja de periódico que recubría un estante.
Era un viejo número del Boletín de Sidney del 18 de abril de 1925, con el
cual no hubiera podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta
para la agencia de recortes que había estado coleccionando ávidamente durante esa
época materiales para mi tío. Había yo casi abandonado mis investigaciones cerca
de lo que el profesor llamaba el “culto de Cthulhu” y me encontraba de visita en
casa de un docto amigo de Patterson, Nueva Jersey, conservador del museo local y
mineralogista de renombre. Examinando un día los ejemplares de reserva, amontonados
en desorden en los estantes de una de las salas del fondo del museo, mi mirada se
detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras.
Era el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía corresponsales
en todos los países imaginables. La imagen era una fotografía en sepia de una odiosa
estatuita de piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano.
Despojé vivamente a la hoja de su
precioso contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería,
sin embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente
la noticia con el propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido:
“Misterioso barco a la deriva
rescatado en alta mar
“El Vigilant arribó remolcando
a un yate neozelandés armado. Un muerto y un sobreviviente a bordo. Relatan combates
furiosos y muertes en alta mar. Marinero rescatado se niega a dar detalles de la
misteriosa experiencia. Ídolo extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación.
“El carguero Vigilant de la
compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre
en la Bahía de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N. 2 con serias
averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de
abril a los 34° 21’ de latitud sur, y a los 152° 17’ longitud oeste, con un muerto
y un sobreviviente a bordo.
“El Vigilant dejó Valparaíso
el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección
sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque
a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba
un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía
una semana.
“El sobreviviente apretaba entre
sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros
de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real
y el museo de la calle College no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba
haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario.
“Este hombre, ya recobrado, relató
una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego
llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la goleta Emma
de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación
de 20 hombres.
“El Emma, dijo, fue retrasado
y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22
del mismo mes a los 49° 51’ de latitud sur y a los 128° 54’ de longitud este encontró
al Alert conducido por una tripulación de canacos y mestizos de aspecto patibulario.
El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió
fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada.
“Los marineros del Emma, dijo
el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse,
pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse
al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes
del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.
“Tres de los hombres del Emma,
incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes,
bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección
seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había
ordenado cambiar de rumbo.
“Al día siguiente desembarcaron en
una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque
Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído
en una grieta entre las rocas.
“Más tarde, parece, Johansen y sus
compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos
por la tormenta del 2 de abril.
“Desde ese día hasta el 12 de abril,
fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni
siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente
a otra causa que a privaciones.
“Cables procedentes de Dunedin informan
que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación.
Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas
a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de
tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela.
“Nuestro corresponsal en Auckland
afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación
y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.
“El almirantazgo va a iniciar una
investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen
para que hable más libremente”.
Esto era todo, además de la diabólica
imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias
acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el
mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar
el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida
era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre
Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación
del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario,
¿qué profunda y natural relación de hechos era ésta que daba una significación maligna
e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío?
El 1° de marzo –el 28 de febrero
de acuerdo con el huso horario internacional– se habían producido una tormenta y
un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado rápidamente
Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el otro extremo de la Tierra
poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras
un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo
la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí
seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su
mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco,
mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué
pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de
la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar
igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las
estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba
balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para
un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso
término de algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres.
Aquella tarde, luego de haber pasado
el día enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi huésped
y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin
embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños miembros del culto que habían
vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado
común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición
terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear
de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas.
En Auckland me enteré de que Johansen
había vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio,
con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de la calle West había
regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos
más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer
fue darme su nueva dirección.
Volví entonces a Sidney y hablé sin
éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay,
en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de
cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con jeroglíficos, se
conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado y descubrí que estaba
exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad
y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para
los geólogos, me dijo el conservador del museo, la estatua era un enigma monstruoso,
y juraban que no había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome,
lo que había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes
Antiguos: “Vinieron de las estrellas y trajeron consigo sus imágenes”.
Profundamente perturbado resolví
visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida
para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio desembarcadero,
a la sombra del Egeberg.
La casa de Johansen, descubrí, estaba
situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre
de Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía.
Hice el corto viaje en un taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una
casa vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste,
vestida de negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no
era ya de este mundo.
No había sobrevivido mucho a su regreso,
pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía
más que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito, que trataba
“asuntos técnicos”, escrito en inglés con la intención manifiesta de que su esposa
no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg,
un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo
hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre
murió antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la
causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento
general.
Sentí entonces que un oscuro terror,
que no me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno reposo,
“accidentalmente” o por otro motivo, me traspasaba los huesos. Habiendo persuadido
a la viuda de que mi conocimiento de esos “asuntos técnicos” me autorizaba a poseer
el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía
a Londres.
Era un relato simple, desordenado;
un diario de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel
último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus oscuridades
y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el rumor de las aguas
contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme
los oídos.
Johansen, gracias a Dios, no lo sabía
todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras
recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida, en el tiempo y
el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron de los astros más antiguos
y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto
de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto
vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del sol.
El viaje de Johansen había comenzado
tal como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado
Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva
al terremoto que arrancó a los abismos marinos el horror que pobló los sueños de
los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse
con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el
bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba
con un horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía
que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación
de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado,
Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar
una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los 49° 9’ de latitud oeste,
y 126° 43’ de longitud sur, se encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería
ciclópea cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del terror
supremo del universo: la ciudad muerta de R’lyeh, construida hace millones de años,
antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes y espantosas criaturas
que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus
compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de
incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman
imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación
y la restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien
que había visto bastante!
Creo que emergió de las aguas sólo
la cima de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu.
Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento
deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus hombres se sintieron aterrados
ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron
sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta
similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se advierte
el mismo pavor; ante el tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante
la altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas
colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del
Alert.
Sin conocer el futurismo, Johansen
describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez
de referirse a una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos
ángulos y superficies pétreas… superficies demasiado grandes para ser de este mundo,
y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me
recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría
de la ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones
distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad
la misma impresión.
Johansen y sus hombres desembarcaron
en la playa de esta monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por los titánicos
y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar. El sol mismo
parecía deformado cuando se le miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban
de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes
donde una segunda mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad.
Todos los exploradores, aun antes
de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas
de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la burla
de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar –vanamente, como comprendieron
más tarde– algo que sirviera de recuerdo.
Rodríguez, el portugués, fue el primero
en llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir.
Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una enorme puerta de piedra
labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen,
a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada
en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada
horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta
exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era
errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales,
de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente.
Briden presionó sobre la piedra en
diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes, apretando
separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de la grotesca moldura de
piedra –puede decirse que subió si se admite que la puerta no era al fin y al cabo
horizontal–, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme.
Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse
hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba.
Donovan se deslizó o trepó de algún
modo a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el
curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de deformaciones
prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas
las leyes de la materia y la perspectiva.
La abertura mostraba una oscuridad
casi material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban
algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al fin surgió
de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció la luz del
sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de
sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era
insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido
chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo
se hizo visible, babeando y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través
de la tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella
ciudad de pesadilla.
La letra del pobre Johansen es apenas
inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree
que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El monstruo está
más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de
horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia,
la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar
que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel
telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos,
el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar
sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no
había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por
accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez.
Tres hombres fueron barridos por
aquellas patas membranosas antes que nadie tuviera tiempo de volverse. Que descansen
en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom.
Parker resbaló mientras los otros tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente
en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia
arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado
como si fuera obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se
dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad
descendía por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas
del agua.
Las calderas habían quedado funcionando
a pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas
corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el Alert. Lentamente,
entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó
a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones
que no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía
unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En
seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró
en las aguas e inició la persecución con golpes que levantaron enormes olas. Briden
volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rio a intervalos hasta que la muerte
lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro.
Pero Johansen no había abandonado
la partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert
antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo desesperado, y,
acelerando los motores, subió rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En
la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión
del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa
que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoniaco. La horrible
cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés;
pero Johansen no retrocedió.
Hubo un estallido como el de un globo
que se desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una
hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube
verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa,
donde –Dios del cielo– la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba
recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se alejaba
más y más, y ganaba velocidad.
Eso fue todo. Desde ese momento Johansen
se contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar unas
pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que reía a carcajadas. No trató
de dirigir el navío; después de aquel incidente quedaba un gran vacío en su alma.
Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia.
Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias,
vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos
convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el
mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los
verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago.
Luego de esas pesadillas vino el
rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin
y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar;
pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería sospechar
nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.
Tal era el documento que leí. Lo
guardé en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del
profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde se
ha unido lo que espero que nunca vuelva a unirse. He contemplado todo lo que en
el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores
del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva
mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco
demasiado y el culto todavía existe.
Cthulhu existe también, supongo,
en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad
maldita se hundió otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar después
de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y
matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes.
Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo
gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse
y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades
del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará
el día… ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no sobrevivo a este manuscrito,
mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea mayor que la audacia
e impidan que caiga bajo otros ojos.
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