Adolfo Bioy Casares
Últimamente el argentino salió a probar mejor suerte en el extranjero, lo que antes no
era imaginable, y formó grupos o colonias por todo el mundo, al extremo de que si
usted, en sus largos viajes, se halla un tanto perdido y nostálgico, deténgase a
oír el rumor de la ciudad, sea ésta cual fuere, como quien escucha un caracol; no
tardará en descubrir voces que le probarán cuánto se alargó en estos años la calle
Corrientes (porque no es Rivadavia, sino Corrientes, con sus tapes de las catorce
provincias, que hoy son no sé cuántas, y con su olor a grasa enfriada, de las pizzerías,
la que alcanzó los puntos más remotos de Europa y de Norteamérica). En mi tiempo
no era así. Había gente, en Londres, con alguna noticia de nuestro campo y de nuestros
ferrocarriles. Los franceses, los de París al menos, tuvieron trato con el tango,
con la gomina, con los trasnochadores, y aún es fama que el espíritu curioso desentrañaba,
en los aledaños de la Madeleine, un almacén que vendía yerba y dulce de leche. No
hablo de Italia, tierra de los mayores, ni de España, donde nunca nadie se creyó
lejos de la Avenida de Mayo; pero la verdad es que en el resto del globo la República
Argentina no era entonces mucho más que un nombre prestigioso. ¿Qué fue de ese prestigio?
Ahora cualquier italiano sentencia: Argentini, taquini.
Otro paraje donde
el criollo vio siempre compartida su admirable fe en la realidad de la patria es
Pau. En la capital del Bearn –levantada sobre alturas diversas, aun superpuestas,
tan hermosa que alguien la reputó, junto a Grenoble, una de las dos ciudades más
hermosas de Francia–, el nombre del propietario pintado en el frente de la droguería,
de la carpintería, de la panadería, de la herrería, de la peluquería o de la fonda,
sugiere que el peregrino se halla de vuelta en el corazón de la República, precisamente
en los partidos de Azul, de Olavarría, de Tapalqué y, por cierto, de Las Flores.
En Pau, una noche
de fines de otoño de 1937, vi por última vez a Margarita. Yo vagaba un poco perdido,
sin saber qué hacer de mi persona, por los salones, desvaídos y monumentales, del
Hotel de France, en un té de beneficencia, al que me había arrastrado la belle
madame Cazamayou, conocida también como la Hija de la Tienda (porque su padre
es dueño de la tienda de la Poste, famosa por los manteles de hilo, blancos
y grises, con escenas de la vida de Enrique IV: Levántate Sully, van a creer
que te perdono, Seguid mi penacho blanco, etcétera). Como la belle madame
–blanca, opulenta, con su descomunal rodete rubio– debía atender a todos y no quería
malgastar sus minutos conmigo, retuve, perorando sobre el tiempo, sobre cuánto me
gustaba Pau, sobre los méritos relativos de los hoteles de France y Continental,
retuve, ahora confieso, hasta donde el decoro y el amor propio lo permitieron, a
un escribano amigo y a su familia, para caer muy pronto en una soledad de la que
no tenía esperanzas de salir, cuando me hallé entre los brazos rosados, frescos
y fragantes de Margarita.
Diríase que desde
entonces la luz del mundo cambió para mí. Margarita era la mujer más linda de la
reunión. La tomé de la mano, por el placer de tocarla y para que todos vieran que
yo no estaba tan desamparado y tan huérfano.
Mientras tanto,
abriéndose paso entre la muchedumbre, progresaba hacia nosotros, con ceremoniosa
lentitud, un caballero alto, canoso, de cara inexpresiva, como hecha de cartón o
de madera, vagamente parecido a ese rey de Suecia que logró fama de tenista mediocre.
Margarita murmuró:
–Mi marido.
La solté rápidamente,
pero ella, retomando mi mano, dijo:
–El vejete no
importa.
La aparición de
este personaje, que me había alarmado, dio ocasión a una nueva gama de placeres:
presentarlo a la belle madame, al escribano y a su familia, demostrarles
que tengo, por el mundo, mi reserva de amigos (no podían saber desde cuándo lo conocía).
El caballero se inclinaba un poco, levantaba otro poco la mano de las damas, les
besaba los guantes negros o grises, con una cortesía quizá lúgubre, pero elegante.
–Esto es una droga
–suspiró Margarita–. Llévame a bailar, a Biarritz.
–De acuerdo –contesté–,
pero primero vamos a comer. Verte despierta el hambre.
Yo quería ganar
tiempo, en la esperanza de salvarme del largo viaje a Biarritz. Mi amiga respondió:
–A mí también.
No sé qué quiso
decir.
–¿Habrá que llevar
a tu marido?
–¿Estás loco?
Gustav no cuenta. Tiene eso de simpático y de práctico: uno puede olvidarlo en cualquier
parte.
La llevé a un
restaurante de la calle Barthou, llamado Chez Pierre. Nos atendió un criado
viejo, de saco negro; sospecho que se trataba de Pierre, en persona. Por una mueca
de Margarita descubrí que el saloncito del piso alto, donde nos metieron, con paredes
desnudas, de zócalo pintado, con sillas de esterilla y madera rubia, rodeando una
mesa evidentemente destinada a regalar familias burguesas, no la deslumbró. Las
mujeres, aunque tienen el vigor del caballo, se deprimen por todo. Un restaurante
las deprime; prefieren comer en uno de esos lugares donde suena un piano y donde,
al favor de la oscuridad, se besuquean las parejas y tal vez ingieren cucarachas.
Yo olvido estas preferencias y, a lo largo del tiempo, con diversas mujeres, cometo
idénticos errores. En la noche de mi relato, Pierre me reivindicó, exaltó mi fama
de hombre conocedor, conquistó (para mi causa, desde luego) a Margarita, bajo el
peso de un caldo con migas de pan tostado, al que siguieron paté de pato
con salsa de uvas y fondos de alcauciles, truchas del gave, ortolans con
papas fritas (no indignas del Perosio y del Pedemonte), quesos camambert
y del país, omelette surprise y un café que no valía la pena. Pedí un vinito
del Jurançon y, por indicación de mi compañera, un vino tinto. En homenaje a Toulet,
me mantuve fiel al Jurançon, hasta que trajeron el champagne dulce, al
promediar el postre. Cuando salimos a la calle, miré las persianas de la ciudad
dormida y anuncié:
–Ahora a casita.
¿O quieres, todavía, dar una vuelta?
–¿Una vuelta?
Me llevas a Biarritz, a bailar.
–¿Con todo lo
comido? Tu cuarto y tu cama te esperan. ¿No te atraen?
–Nunca me atraen.
Me deprimen. ¿Conoces mayor depresión que la de un cuarto de hotel? Quizá la de
la propia casa. Me gusta que me lleven de paseo. De noche, de madrugada, soy andariega,
como los gatos. Lo único que me deprime un poco es el café con leche, con pan y
manteca, a la mañana temprano, en un bar recién abierto, con las sillas patas para
arriba, sobre las mesas, y un lavacopas fregando el piso; pero como es una prueba
de que pasé la noche fuera de casa, lo tolero bien.
La odié mientras
la escuchaba; sobre todo, cuando declaró:
–Si me devuelves
a casa ¡te odio! ¡te odio! y muero de depresión.
Ya lo dije muchas
veces: junto a las mujeres, la vida es una milicia; una milicia que debiera ser
obligatoria para la juventud, pues completa la educación y forma el carácter; por
ellas triunfamos de nuestras debilidades y, lo que es más importante, aprendemos
a cuidar el detalle personal, a tender la cama, a preparar el té.
Sintiéndome poco
menos que heroico, dirigí mi Ford hacia la carretera que va a Biarritz, por Orthez
y por Bayona. No sólo me abrumaba el cansancio; el vinito de Jurançon estaba activo.
Yo he descubierto
que es muy peligroso aplicar a la conducta ideas literarias. Uno se retira a una
estancia, con la intención de llevar una vida natural y con el sueño de convertirse
en un gentleman farmer, pero no tarda en corroborar el dicho del viejo
Wilde de que el campo embrutece, envejece, empobrece; o para imitar a modelos de
la Puerta del Sol o de Montmartre abraza la vida de cafés, duerme poco, pierde la
salud, ya no escribe; o para saludar a Toulet, de quien uno es amigo por algún epigrama
leído veinte años después de su muerte, bebe copas de Jurançon y, por la ruta de
Biarritz, una noche, es el hombre más desdichado del mundo.
Por fin llegamos.
En una esquina pregunté a un transeúnte qué lugar había para bailar.
–El Luna Park
–dijo, e indicó el camino.
Encontramos el
Luna Park, después de extraviarnos dos o tres veces.
–Esto no es lo
que buscamos –declaró Margarita.
Como si hubiera
perdido toda la confianza en mí, ella misma interrogó a un chauffeur de
taxímetro. Me comunicó después:
–Vamos a La Paiva,
en el Casino Bellevue.
Bailamos interminablemente.
Yo hubiera querido echarme en un rincón, a mil leguas de Margarita y del género
humano. En algún momento tomé, en el bar, dos aspirinas, un vaso de agua, dos tacitas
de café. Persuadí luego a mi amiga de que volviéramos. Dijo:
–Perfectamente.
Pero volvamos por caminos del interior. Recorreremos el país vasco antes de que
amanezca, pero lo fundamental es llegar al Bearn, que es la parte linda del trayecto,
con el alba.
Todavía no había
amanecido, cuando le pregunté:
–¿Por qué te casaste
con él?
–Ustedes no entienden
eso, pero las mujeres tenemos ansia de seguridad. Como decía la descocada de Rómula,
sin ropa de hombre en la casa, no es vida. La más aventurera de nosotras clama por
un puerto, por un hogar sólido, por un protector. Cuando lo vi a Gustav, me dije:
Éste es el marido que busco: experimentado, tranquilo, varonil. Hay momentos en
que la mujer necesita a su lado un hombre de veras. El loco de Julio –eso no es
hombre ni es nada– me había dejado medio deshecha y, lo que es peor, ya sabes cómo,
y con la frasecita que me repetía con la cara impávida: “Vieja, es cosa tuya”. No
tuve tiempo de preguntarme a quién se lo cuelgo, y ya apareció, tan cortés, el vejete,
y no había pasado una semana sin que fuéramos el más flamante matrimonio en Montevideo,
eso sí, porque su primera mujer está en Europa y yo de Clemens no me olvidaré mientras
viva: debí de tener una venda en los ojos cuando me casé con el monstruo. ¿Sabes
que de noche despierto en un mar de lágrimas, porque sueño que todavía estoy casada
con Clemens? Gustav es otra cosa. Me dio prueba sobre prueba de mi acierto en elegirlo.
Con el nacimiento del niño, se reveló como un caballero de proporciones considerables.
¿Tú crees que se rebajó a determinar el grupo sanguíneo? Nada de eso. Como tabla
reconoció a su hijo. Por su parte, mi padre me había arrancado la promesa formal
de que le llevaría al heredero a Lima, ni bien naciera. Pero cuando llegó Gustavito
me entró una flojera tan absoluta, que le dije al Gordo…
–¿Quién es el
Gordo?
–¿Cómo quién?
El vejete, Gustav, mi marido. Entre nosotros lo llamo el Gordo.
–No tiene barriga.
–Pero es un hombre
como queremos para la casa las mujeres. No está en la pavada, como tú; no es frívolo.
Tiene los dos pies firmemente enterrados en el piso y piensa en problemas de su
casa, de su familia, de mi dinero. Es un burgués. Cuentas con él, para lo bueno
y para lo malo; a su manera es muy seguro. Los hombres de este tipo generalmente
son calvos y barrigones; éste, por casualidad, tiene pelo y no tiene barriga; pero
corresponde al tipo. Bueno, me entró tanta flojera que le dije: “Que papá se enoje,
que Gustavito pierda sus millones, pero yo no viajo a Lima”. Pensé, con lo que le
importa el dinero, que Gustav sé convertiría en un loco furioso o más bien en un
elefante enojado, porque tarda en indignarse, pero cuando se indigna es terrible.
No te caigas de espaldas: Gustav se mostró comprensivo, cooperativo, como él dice,
lleno de recursos. Consiguió, de un médico, un certificado de que yo pasaba por
una demencia puerperal, o algo así, con la cláusula de que viajar en mi estado no
era prudente.
–¿Sabe que el
hijo no es suyo?
–¿Cómo quieres
que yo lo sepa? No se lo pregunté; pero tú debes compenetrarte de que no es gente
como tú y como yo. Hace planes, piensa en el mañana. ¿Te acuerdas de la fábula de
la cigarra y de la hormiga? Cuando era niña, la recitaba. Tú y yo somos cigarras;
Gustav es la hormiga. Siempre trabaja, siempre esa cabeza está revolviendo algo.
Cuando mi padre me escribió para anunciar que había puesto el dinero a nombre del
niño, no le dije nada a Gustav, porque tan tonta no soy, pero vaya uno a saber qué
hice con la carta, porque debió de leerla. ¡Con lo curioso que es con todo lo que
se refiere a mi plata, a la de Gustavito y a la de mi padre! Lo cierto es que poco
después de recibir yo esa comunicación, a Gustav le entró la manía de declararme
insana –loca de atar– y un día se me aparecieron en la puerta dos individuos de
guardapolvo blanco, que pretendían llevarme, pero los conquisté y me dejaron, y
otra noche tuve que guarecerme en el Santísimo con Gustavito, porque los médicos
del loquero me buscaban en serio.
Habíamos llegado
a Mauleon. Cargué nafta en la plaza. Indicando el castillo, pregunté:
–¿No te gusta?
–Claro que me
gusta –contestó–. Pero si nos quedáramos tú y yo a vivir en él, me gustaría más.
¡La subjetividad
de las mujeres! Todo lo vinculan a cuestiones personales. Sin ningún amorío adentro,
no aprecian este melancólico y digno castillito de provincia.
–En realidad –prosiguió
Margarita– si yo tuviera algún seso, te obligaría a quedarte conmigo. Pero no temas:
cuando estoy resuelta, no vuelvo atrás.
Continuamos el
camino, entre laderas labradas, vivos verdes, ocres de tierra desnuda, caseríos
con techo de pizarra, y de tanto en tanto, un castillo. El europeo desdeña este
paisaje ordenado; Byron y Lamartine le enseñaron a maravillarse ante la naturaleza
feroz del valle de Ossau, hasta el punto de que si en la guía usted lee camino
pintoresco descuente que va a serpentear por las alturas, entre barrancos y
peñascos. Cada uno se admira de lo que no tiene. El criollo prefiere el orden y
el trabajo humano, porque el potrero y el cardo, la laguna y el duraznillo, lo aguardan
en el primer hueco, a unos pasos de la plaza San Martín. Mientras tanto, Margarita
contaba:
–Las peleas arreciaron,
hasta que intervino un noviecito mío, que es abogado, y todo se calmó. Gustav anunció
que tenía que irse a Islandia por una temporada. Tan bueno se había puesto, que
se excusó de no llevarme y prometió que el próximo viaje lo haríamos juntos. En
cuanto se fue, creo que al otro día de la partida, llegó una carta para él, de un
compatriota suyo, que le escribía en su idioma. El noviecito mío, el abogado, la
incautó; una vez traducida por otro amigo, el doctor Pulman, resultó que reseñaba
la dirección de un médico del Open Door de Reykhavic. Después de tres meses
de tranquilidad, en que engordé tres kilos, volvió Gustav. Estuvo tan cariñoso que
seguí engordando. Hace cosa de veinte días me dijo, de buenas a primeras, que nos
íbamos a Islandia. Pusimos pupilo a Gustavito y aquí me tienes, de paso. Mañana
salimos para París y Londres; desde allá, el jueves, un avión nos lleva a Reykhavic.
Estábamos entrando
en Pau. Le dije:
–No vayas.
–¿Por qué? –preguntó.
–Va a encerrarte,
el crápula.
–Quizá no sea
un crápula. Ya te expliqué: a veces creo que, al verse engañado, juntó rabia, como
un animal grande, de reacciones lentas.
–Lo cierto es
que va a encerrarte. ¿Cómo te defenderás? No hablas el idioma y allá nadie entenderá
el español.
–Habrá algún cónsul
del Perú, que conocerá a mi padre, aunque sea de nombre.
–No creo que en
Islandia haya representación del Perú.
–¿Puedo saber
por qué? Si no la hay del Perú, tampoco la habrá de la Argentina.
–Peor todavía.
No es cuestión de patriotismo. Si te encierran…
–No te preocupes.
Me arreglaré de algún modo. Una mujer debe seguir a su marido, a menos que…
–¿A menos que
encuentre a otro? Quédate conmigo.
–Para eso me hubiera
quedado con el noviecito. Por lo menos trabaja en su estudio.
–Como no te quedaste
con él, lo damos por eliminado. Yo soy la última tabla de salvación…
Me apretó la mano,
me besó la mejilla y bajó en su hotel. Con pena en el corazón la vi alejarse, pero
la verdad es que a esa hora yo sólo podía pensar en mi cuarto y en mi cama.
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