Marco Aurelio Carballo
–¿Es ésta la de Delón? –preguntó
una mujer–. ¿Es Teherán 43?
Ella tenía acento extranjero y debía de ser joven.
Hizo la pregunta a una pareja de la colonia Portales, seguro, sentada detrás de
mi asiento. Me volví con discreción. La mujer veía a la muchacha de la Portales,
que vaciló, farfulló y preguntó con la vista a su acompañante, a su chavo.
–Sí, sí, la de Delón –insistió la mujer.
Debía de ser norteamericana. Poseía una faz, un semblante
y unos ojazos azules encantadores y unos brazos lindos, mi fetiche.
–No, no es –dijo el chavo, sonriendo bobalicón.
La hermosa gringa veinteañera se incorporó para dejar
la sala.
–Sí, sí es –dije deprisa–. Es la de Delón, es Teherán
43.
Ella murmuró Gracias y sonrió con tedio. Nunca
falta un metiche, pudo haber pensado.
Cada quien se reacomodó en sus respectivos asientos.
Yo palpé y empuñé el bote de coca para certificar si estaba frío. Hacía mucho calor.
Fue cuando más me agobió en esos días de primavera. Mientras bebía un trago largo
pensé que debí propiciar el encuentro con Lopitos.
–Hola mi querido Feldespato –hubiera dicho–. Qué bien
te ves. Supe que dejaste el alcohol. ¿Por qué no me pasas la receta?
Vi el reloj. Cuatro en punto. Apagaron las luces.
Otro sorbo de coca. ¿Y si no es Delón?, me torturé, ¿y si no es Teherán 43? Me
ha sucedido otras veces. Pero sí era Teherán 43 y en mexicano Nido de
espías. Estaba bien de colores y de impresión. El argumento versaba sobre una
conjura contra Churchill, Stalin y ¿quién era el otro?, ¿Roosevelt? Pero había tantos
cambios rápidos en el tiempo y en el espacio que era imposible concentrarme. El
primer rostro conocido fue el de Curd Jurgens. ¿Habrá sido su última película? La
heroína Natacha Beloknostikova es hermosa. Posee una cara menos larga que su apellido,
redonda pero bonita. En algunas escenas figuraba con el cabello corto y rubio, y
en otras, castaño. Y don Alain. Ahí estaba, con gabardina blanca y gastando trajes
a la medida. Pero la gabardina era demasiado ancha. A lo mejor ignora que se confeccionan
a la medida. Don Alain se veía ojeroso y con la sombra de las cinco pm en las mejillas
y una cicatriz blanca en el mentón. En algunas escenas porque luego aparecía, en
la misma secuencia, sin ojeras o sin la sombra. Sin embargo la cicatriz, el costurón,
seguía ahí. Ese es don Alain. Principié a cabecear. El sueño es mi detector infalible
de películas malas. Luché para no doblar el pico noqueado por el amodorramiento.
Entreví a don Alain echándole el brazo por encima de los hombros a la heroína, a
Natacha Beloetcétera. Todos rieron y celebraron el detallazo.
***
Salgo
del trabajo dispuesto a hallar a un amigo para que comamos juntos. Petunia ha tenido
que ir a un festín con sus compañeros de trabajo. Pero en Reforma rehúyo a Lopitos.
Comer con él hubiera significado una guarapeta de tres días. Ojalá que no me haya
visto y piense que no quise hablarle. Miro el reloj. Dos pm. Es temprano pero siento
hambre. No me desayuné pensando en que debía esperar la hora de la comida, pero
sobre todo la hora de cobrar. Los tacos de canasta han convertido mi estómago en
gayola de leopardos. Comeré donde sea y bien. Seleccionaré el lugar a última hora.
Errabundearé. Avanzo por Reforma. Cambio el reintegro en cinco por otro que termina
en cinco. No son ideas fijas, así lo ordena mi horóscopo. Cruzo Bucareli, camino
por Juárez, entro al pasaje del Hotel del Prado y pregunto por el tomo que me falta
de Henry Miller. No hay para cuando llegue, dice el encargado. Debiera saber que
no hay importaciones.
Camino por Revillagigedo y giro a la izquierda en
Independencia. La gente camina a paso redoblado. Me uno a la fuga. Si hablo con
un tartamudo, tartajeo. Si veo a un bizco, empiezo a bizquear. De pronto estoy frente
a La Nochebuena. Empujo las puertas batientes. Creo reconocer la cantina. ¡Claro!
Chasqueo los dedos. Años atrás bebía ahí cada noche con los compañeros de otra oficina.
Hasta que nos echaban. Qué bueno que se trata de esta taberna y no de otra. Qué
feliz soy. Descubro al mesero que tantas impertinencias capoteó a cambio de propinas
en verdad miserables. Me ve de soslayo como debe ver al advenedizo, al cliente no
habitual. Hace tanto tiempo ya. Me lavo las manos. Entro al escusado. ¿Cómo es posible
que tenga ganas de?… ¡Con esta sed pavorosa! Prefiero una mesa y no la barra. Bebo
la cerveza de dos tragos. Los parroquianos deben de ser los habituales. No han variado
las tostadas duras con salsa a la mexicana. Hay mojarra y romeritos. Pediré una
mojarra, a pesar de que en ninguna parte de la ciudad las hay buenas.
Creo que pierde sabrosura debido a que la congelan
o quién sabe por qué. Mojarras, las de mi pueblo. Mejor romeritos. No, mojarra,
y una copa de vino blanco. Cambio de parecer a última hora. Pido romeritos. A Petunia
le desagradan. Aprovecharé su ausencia. El platillo tiene buena cara pero cuando
reparo en demasiadas tortas de camarones, tres, cuatro, sospecho que son falsas.
El vino está caliente. Pido malhumorado que lo enfríen. Debiera admitir mi equivocación.
Es demasiado fuerte el mole de los romeritos. ¿Por qué, si cambié la mojarra, no
cambié el vino? Podría ordenar la mojarra como segundo platillo y la segunda copa
de… No, mejor pido la cuenta y me largo. Camino por Independencia de cara al sol
y entro a La Texcocana. Me gustan esas tortas pero me da vergüenza pedir una. Pediré
dos para Petunia. Leo la lista. Cambio de parecer. Me zampo una de aguacate y otra
de bacalao. Me relamo. Petunia me agradecerá que no le lleve de comer. Sin duda
estará más que satisfecha.
¿Qué habrá comido mi Pichona? ¿Y si veo una película?
¡Qué buena idea! Hay una de Alain Delón en el Real Cinema, ¿y en el Regis? Camino
por Balderas y Juárez. El sol está derrumbándose. Película de Isela Vega. Uf. Sigo
por Balderas hasta el Real Cinema. Aún no abren la taquilla. Una mujer asada por
el sol vende jotdogs y refrescos. He comido sin freno. Los romeritos o una
torta hubiera sido suficiente. Pido una chaparrita de piña.
–Dieciséis –dice la vendedora, aburrida, hastiada.
Doy vuelta a la manzana. Tres hombres atacan a piropos
a una mujer, caderamen de rumbera jarocha desgarrando vestido primaveral. Un hijo
de María, de siete, ocho años, oye rock en inglés en su radio portátil mientras
vigila los yoyos en venta. Un tipo me observa por el rabillo del ojo enrimelado.
Aún no abren la taquilla. Daré más vueltas por Juárez. Qué bien me siento a solas
conmigo. El aire sopla ardiente y echa los faldones del saco contra mis brazos de
saraguato y descubro de reojo que la bolsa izquierda interna está raída. Noto que
he encajado el bolígrafo en un hoyanco abierto por la fuerza del uso. Pero lo peor
es que el botón del saco se ha caído. Ocurrió ayer, se le soltó el amarre y se precipitó
rodando hacia una cloaca. Por eso el aire hace flamear los faldones del saco contra
mis brazos de saraguato. Sujeto las solapas cual si tratara de abotonarme. Sí, si
tengo otros sacos. No es por la crisis económica, no. Tengo otros. No muchos, dos
o tres pero este bléiser me gusta.
No he querido molestar a Petunia. Olvidé conseguir
un botón y llevar aguja, hilo y dedal a mi oficina. No se lo dije anoche porque
estaba muy alegre probándose la ropa que Estefanía le regaló. Su amiga viaja a Europa
cada primavera con quince maletas vacías y la billetera repleta. Quién sabe qué
destino final tenía antes la ropa que ella gastaba en el año. Esta vez le obsequió
a Petunia varias piezas en excelente estado. Petunia estaba anoche, frente al espejo,
interrogándome qué opinaba de ese pantalón, qué de esa falda, qué de esa blusa.
Me lo decía con tanto alborozo, con tal emoción y con tal ausencia de complejos
que me enternecí. Juré que le compraría ropa nueva en cuanto me sacara la lotería.
Toda la que anhelara poseer. Su debilidad son los zapatos. En ese renglón no hay
que andarse con ahorritos. Que se compre cuantos quiera, con crisis o sin ella.
El aire caliente me desgreña y golpea los lentes que me protegen del sol y poco
del esmog que se cuela por doquier.
Un aluvión de gringas jaigsculescas brota de
un Vips. Son tan gárrulas y tan vocingleras como los zanates y gallaretas de mi
jungla querida. Doy varias vueltas a la manzana. Por fin entro al cine. Veo los
refrescos, ¿y si están calientes? Mejor lo compro en el intermedio. Acabo de despacharme
uno. El psiquiatra dice que la angustia produce mucha sed. Pregunto si están fríos.
–Sí –dice sonriendo la vendedora.
¡Sonríe! ¿Será la primavera? Compro una coca para
no salir a media película. Siento apretujados los pies. Sin duda es grave yerro
usar botas y calcetines de lana en estos días. Me las quito, las acomodo bajo la
butaca y las aprieto con los pies. Podría llegar alguien y ¡fua! robármelas, o que
unas ratas de a de veras las devoren.
***
Principié
a cabecear. El sueño es mi detector infalible de películas malas. Luché para no
doblar el pico noqueado por el amodorramiento. Entreví a don Alain echándole el
brazo por encima de los hombros a la heroína, a Natacha Beloetcétera. Todos rieron
y celebraron el detallazo. Cambios de tiempo y de espacio. Ahora 1943, ahora 1982,
1980. Ahora en Londres, luego en Teherán, en París. Qué añoranza siento por Londres
y París. He estado ahí gracias a las películas que he visto. Pero ahora, en el Real
Cinema, no pude concentrarme por los cambios de tiempo y de espacio. Así que resolví
¡al diablo! Era más que suficiente. Me paré. Alguien hizo lo mismo a mis espaldas.
Casi chocamos en el pasillo. Era la chica del acento extranjero pero de notable
dicción mexicana.
–¿No te gustó? –pregunté en un susurro.
–No –dijo–. Muchos cambios en el tiempo y en el espacio.
Buen color, buena atmósfera, y el maestro Delón, como siempre.
¡El maestro!, dijo ella.
–Sí –concedí–, eso mismo pienso yo.
Me sonrió y avanzamos hacia la salida. Ella caminaba
como caminan las muchachas que poseen esa prodigiosa desviación de columna justo
a la altura de las caderas, y que me enloquece.
–¿Do you speak english? –osé preguntar.
–Oh, yes ¿And you?
–I don’t.
Volvió a sonreír. Dios mío, embestía, estaba embistiendo.
Iba a invitarle un café. No, una copa. Ya era hora. Un coctel. Perdóname, Petunia.
Perdóname, Pichona, por favor. Será la última vez que gaste el dinero de la renta.
Te lo prometo. Salimos al vestíbulo. La miré de frente. Ese rostro, ese rostro,
¿dónde lo había visto antes? ¿Dónde? Entonces, en ese instante que vi el reloj,
fue que ella se dio cuenta. Me vio de arriba abajo y sus ojos azules quedaron clavados
ahí. Yo no tenía zapatos. ¡Había olvidado las botas! No podía dejarlas. Eran las
únicas. ¿Cómo explicarle? Quise caer fulminado. No sólo era lo grotesco del asunto.
Deseé con ardor que fuera un sueño, estar en la butaca, que hubiera terminado la
película, que hubieran encendido las luces…
–Ahora vuelvo –dije–. Me llamo Feldespato. ¿Gustas
una copa?
Corrí como ciervo perturbado, saqué las botas y me
las fui poniendo por el pasillo, pegando de brincos ridículos.
–Miren a ese orate –deben de haber dicho los chavos
de la Portales.
A mi regreso la gringa ya no estaba. No me había esperado,
¿y si entró al baño a hacer pipí?, me pregunté. Pero no. Abandoné el cine arrastrando
mi mala pata. ¿Por qué tenía que pasarme eso? ¿Por qué? Me acerqué a los cartelones,
descorazonado. Tengo la mensa costumbre de mirarlos a la salida, no antes. Me planté
ahí viendo sin mirar, deprimido. Fijé la vista y ahí estaba. En los cartelones.
Era Natacha. Había hablado con Natacha. ¡Lo juro por mis botas! Sólo que en persona
tenía el cabello rubio y en forma de campanilla.
Se veía más linda así.
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