Miguel Delibes
Y cada vez que veía al herrador, Juan le decía:
–¿Cuándo me da
el conejo, Boni?
Y Boni, el
herrador, respondía preguntando:
–¿Sabrás
cuidarle?
Y Juan, el
niño, replicaba:
–Claro.
Pero Adolfo, el
más pequeño, terciaba, enfoncándole su limpia mirada azul:
–¿Qué hace el
conejo?
Juan enumeraba
pacientemente:
–Pues… comer,
dormir, jugar…
–¿Cómo yo? –indagaba
Adolfo.
Y el herrador,
sin cesar de golpear la herradura, añadía:
– Y cría,
además.
Juan agarraba
al pequeño de la mano:
–El conejo que
nos dé Boni criará conejos pequeños y cuando tengamos muchos le daremos uno a
Ficu.
–Sí –decía
Adolfo.
Boni, el
herrador, aunque miraba para los chicos, siempre acertaba en el clavo.
–¿Es cierto que
quieres el conejo?
–Claro –respondió
Juan.
–¿Y sabréis
cuidarle?
–Sí – dijeron
los niños a coro.
–Pues mañana a
mediodía os aguardo en casa –añadió el herrador.
Y cuando los
niños descendían carretera abajo, cogidos de la mano, les voceó:
–Y si le
cuidáis bien os daré, además, un pichón.
Y Adolfo le
dijo a Juan:
–¿Un pichón?
¿Qué es un pichón?
–Una paloma –contestó
Juan.
–¿Y vuela? –dijo
Adolfo.
–Todas las
palomas vuelan –dijo Juan.
Al entrar en la
Plaza, vieron los grupos de gente y a Sebastián y Rubén con los cirios y una
mujer que sollozaba. Y Evelio, el de la fonda, dijo:
–Le venía de
atrás; si no le dijo nada al médico fue por no enseñarle los pechos.
Esteban, el del
molino, se rascó el cogote:
–En una soltera
se comprende.
Juan y Adolfo,
cogidos de la mano, merodeaban entre los grupos sin que nadie reparara en
ellos, hasta que llegó el cura y enhebró una retahíla ininteligible, y las
mujeres se santiguaron, y los hombres se quitaron las boinas y las daban
vueltas, sin dejarlo, entre los dedos. Y Juan soltó a su hermano y se descubrió
y empezó a girar su sombrero tal y como veía hacer a los hombres. Y al ver
sacar aquello de la casa, le dijo a Adolfo en un cuchicheo:
–Es un muerto.
–¿Dónde está el
muerto? –voceó Adolfo.
Y los hombres
dijeron:
–¡Chist,
chaval!
Y Adolfo abrió
aún más sus ojos azules y bajó la voz y le dijo a Juan:
–¿Dónde está el
muerto, Juan?
Y Juan
respondió:
–Metido en esa
caja.
Y Adolfo miró
primero a la caja blanca, y luego a su hermano, y luego a la caja blanca otra
vez, y, finalmente, alargó su manita y cogió la de su hermano, y ambos
arrancaron a andar tras del cortejo, mientras el cura continuaba murmurando
frases ininteligibles. Y al cruzar frente al potro, Boni, el herrador, estaba
quieto, parado, la boina entre los dedos, mirando pasar la comitiva. Y al ver
en último lugar a Juan, le guiñó un ojo y le dijo:
–¿Dónde vais
vosotros?
–Al entierro –dijo
Juan– Es un muerto.
–¿Y el conejo?
–Mañana –dijo
el niño.
El herrador
volvió a calarse la boina, enjaretó el acial, tomó el martillo y le dijo a Juan
por entre las patas del macho, indicando con un movimiento de cabeza la curva
por donde desaparecía el cortejo:
–A ver si le
cuidas bien, no le vaya a ocurrir lo que a la Eulalia.
Adolfo levantó
su mirada azul:
–¿Sabía volar
la Eulalia? –preguntó.
–¡Chist! –respondió
Juan, uniéndose al grupo.
La caja yacía
en la primera posa y el cura rezongaba frases extrañas en un tono de voz muy
grave, y los hombres iban, se adelantaban de uno en uno y echaban dinero en la
bandeja que sostenía el Melchorín; cada vez más dinero; y las monedas
tintineaban sobre el metal, y a Adolfo se le abultaban los ojos y decía:
–¿Juan, por qué
le dan perras a Melchorín?
Y Juan le
aclaraba:
–Para no
morirse como la señora Eulalia.
Y así durante
tres posas, hasta que llegaron a lo alto, al alcor, donde se erguían los
cipreses del pequeño camposanto. Secun andaba allí, junto al hoyo, con la pala
en la mano, y Zósimo, el alguacil, sostenía sobre el hombro un azadón. Entre la
tierra removida blanqueaban los huesos mondos, y Adolfo apretó la mano de Juan
y preguntó:
–¿Eso qué es?
–¡Chist! –le
respondió Juan–. Una calavera, pero no te asustes.
–¿Vuela? –inquirió
Adolfo.
Pero Juan no
respondió. Miraba atentamente cómo bajaban la caja al hoyo con las cuerdas, y
luego cómo Secun y Zósimo arrastraban la tierra negra y los huesos blancos
sobre ella, y luego cómo Melchorín pasaba la bandeja, y luego, finalmente,
nada.
Y a la hora de comer Juan le dijo a su padre:
–Papá.
Pero su padre
no le oyó. Escuchaba las conversaciones de sus hermanos mayores y miraba con
evidente simpatía a Adolfo, a quien su madre regañaba porque se había manchado.
Así es que Juan repitió “papá” hasta cuatro veces y, a la cuarta, su padre se
volvió a él:
–Papá, papá, no
se te cae esa palabra de la boca. ¿Qué es lo que quieres?
Juan dijo
tímidamente:
–Boni, el
herrador, me va a regalar un conejo.
–¿Ah, sí? –dijo
distraídamente el padre.
–Es para Adolfo
y para mí –agregó Juan.
–¿Para Adolfo
también? –rio el padre–. ¿Y para qué quieres tú un conejo, si puede saberse?
–Para que vuele
–dijo Adolfo.
Intervino Juan:
–Para que críe;
son las palomas las que vuelan. Boni dice…
–Calla tú;
déjale al niño –añadió el padre.
–Los conejos
tienen alas –dijo Adolfo.
Y su padre rio.
Y su madre rio. Y rieron, asimismo, los hermanos mayores.
Y a la mañana
siguiente se presentó Juan con el gazapo, blanco y marrón, en un capacho y
dijo:
–Mamá, ¿tienes
un cajón?
Mas la madre se
soleaba, adormilada en la hamaca, y no respondió. Juan insistió, penduleando el
capacho, hasta que al fin la madre entreabrió los ojos y murmuró:
Este niño,
siempre inoportuno. En la cueva habrá un cajón creo yo.
Y Juan bajó a
la cueva y subió un cajón, y Luis se encaprichó con el conejo y sacó a su vez
la caja de herramientas y le puso al cajón un costado de tela metálica y le
abrió un portillo para meter y sacar al animal, y Juan, al ver a su hermano
afanar con tanto entusiasmo, le decía:
–Aquí criará a
gusto, ¿verdad, Luis?
Mas Luis,
enfrascado en su tarea, ni siquiera le oía:
–Es bonito el
conejo que me ha dado el Boni, ¿verdad, Luis?
Luis decía, al
cabo, rutinariamente:
–Es bonito.
Adolfo se
aproximó a Juan.
–¿Es la casa
del conejo? –preguntó.
–Sí, es la casa
del conejo, ¿te gusta? –dijo Juan.
–Sí –dijo
Adolfo.
Y tan pronto
Luis concluyó su obra, Juan agarró al gazapo cuidadosamente, abrió el portillo
y lo metió dentro. El niño miraba al bicho fruncir el hociquito, cambiar de
posición, aguzar las orejas, y decía:
–Está contento
en esta casa, ¿verdad, Luis?
–Sí, está
contento –decía Luis.
–¿Y va a volar?
–preguntó Adolfo.
Juan inclinó la
cabeza a nivel de la de su hermano y le dijo:
–Los conejos no
vuelan, Ado. Las que vuelan son las palomas. Y si cuidamos bien al conejo, el
Boni nos dará una.
–Sí –dijo
Adolfo.
Juan corrió
hacia Luis, que se encaminaba a la casa con la caja de herramientas en la mano:
–Luis –le dijo–,
¿me harás otra casa si el Boni me da una paloma?
–¿Otro bicho? –rezongó
Luis.
Juan le miraba
sonriente, un poco abrumado. Dijo:
–Boni me dará
un pichón si crío bien al conejo.
–Bueno, ya veré
–dijo Luis.
Y Juan volvió
donde el conejo, a mirar cómo fruncía el hociquito rosado y cómo le palpitaba
el corazón en los costados. Después cogió a Adolfo de la mano y se llegó donde
su padre.
–Papá –dijo–,
¿qué comen los conejos?
El padre se
volvió hacia él, sorprendido.
–¡Qué sé yo! –dijo–.
Verde, supongo.
–Sí –dijo Juan
atemorizado, y corrió donde su madre y la dijo:
–Mamá, ¿qué es
verde?
–Jesús, qué
niño tan pesado –dijo la madre–. Verde, pero, ¿verde qué?
–Papé dice que
los conejos comen verde y yo no sé lo que es verde.
–¡Ah, verde! –respondió
la madre–. Pues yerba digo yo que será.
A la tarde, el
niño bajó donde el herrador.
–Boni –le dijo–,
¿qué comen tus conejos?
Boni, el
herrador, se incorporó pesadamente, oprimiéndose los riñones con las manos y
sin llegar a enderezarse del todo.
–Bueno, bueno –dijo–,
los conejos tienen buen apetito. Cualquier cosa. Para empezar puedes darle
berza y unos lecherines. Y si se porta bien dale una zanahoria de postre.
Juan tomó a
Adolfo de la mano. Adolfo dijo:
–A mí no me
gusta eso.
–¿Cuál? –inquirió
Juan.
–Eso –dijo
Adolfo.
Cada mañana,
Juan llevaba al conejo su ración de berza y de lecherines. Algún día le echaba
también una zanahoria, pero el conejo apenas roía una esquina y la dejaba.
–No le gusta
eso –decía Adolfo.
Y Juan le
explicaba pacientemente que el conejo tenía la tripa llena de berza y de
lecherines y no le quedaba hueco para la zanahoria. Adolfo denegaba
obstinadamente con la cabeza:
–No le gusta
eso –decía.
En un
principio, el conejo mostraba alguna desconfianza, pero tan pronto advirtió que
los pequeños se aproximaban para llevarle alimentos se ponía de manos para
recibir las hojas de berza y aun las comía delante de ellos. Ya no le temblaban
los costados si los niños le cogían, y le gustaba agazaparse al sol, en un
rincón, cuando Juan le sacaba de la cueva para airearse. En todo caso, Juan
alejaba al conejo de la casa porque su madre dijo el primer día que “aquel
bicho olía que apestaba”.
Al concluir el
verano comenzó a llover. Llovía lenta, incansablemente, y Juan burlaba cada día
la vigilancia para salir a por lecherines. Cada vez regresaba con una brazada
de ellos, y el conejo le aguardaaba de manos, impaciente. Juan le decía:
–Tienes hambre,
¿eh?
Y, en tanto
comía, añadía:
–Adolfo no
viene porque no le dejan, ¿sabes? Está lloviendo. Cuando deje de llover te
sacaré al sol.
Y, al cuarto
día, cesó, repentinamente, de llover. Juan vio el cielo azul desde la cama, y
sin calzarse corrió a la cueva; mas el conejo no le recibió de manos, ni
siquiera aculado en un rincón, como acostumbraba a hacer los primeros días,
sino tumbado de costado y respirando anhelosamente. El niño introdujo la mano
por la tela metálica y le acarició, pero el animalito no abría los ojos.
–¿Es que estás
malo? –preguntó Juan.
Y como el
conejo no reaccionaba, abrió precipitadamente el portillo y lo sacó fuera. El
animal continuaba relajado, sin vida: apenas un leve hociqueo y una
precipitada, arrítmica respiración. Juan lo depositó en el suelo y corrió
alocadamente hacia la casa:
–¡Mamá, mamá! –voceó–.
El conejo está muy malito.
Su madre lo
miró irritada:
–Déjate de
conejos ahora y cálzate –dijo.
Juan se puso
las sandalias y buscó a Adolfo:
–Adolfo –le
dijo–. El conejo se está muriendo.
–A ver –dijo
Adolfo.
–Ven –dijo
Juan, tomándole de la mano.
El conejo,
tendido de costado sobre la yerba, era como un manojito de algodón, apenas
animado por un imperceptible estremecimiento:
–¿Tiene sueño? –preguntó
Adolfo.
–No –respondió
Juan gravemente.
–¿Por qué no
abre los ojos? –demandó Adolfo.
–Porque se va a
morir –dijo Juan.
Y,
repentinamente, soltó la mano de su hermano y corrió donde el herrador:
–Boni –le dijo–,
el conejo está muy malo.
Boni, el
herrador, se llevó las manos a los riñones antes de incorporarse:
–No será para
tanto, digo yo.
–Sí –dijo Juan–.
No quiere andar ni tampoco abrir los ojos.
–¡Vaya por
Dios! –dijo Boni–. Pues sí que le has cuidado bien.
El niño no
contestó. Tomó la mano encallecida del hombre y le encareció tirando de él.
–Vamos, Boni.
–Vamos, vamos –protestó
el herrador–. ¿Y qué va a decir la mamá? Sabes de sobra que a la mamá no le
gusta que los del pueblo metamos las narices allí.
Pero siguió al
niño cambera abajo; y al llegar a la puerta, advirtió:
–Tráeme el
conejo, anda. Yo no paso.
Y cuando el
niño regresó con el conejo, Adolfo corría torpemente tras él, y al ver al
herrador, le dijo:
–¿Es que va a
volar, Boni?
El herrador
examinaba atentamente al animal:
–Volar, volar…
sí que está malito, como para volar –volvió los ojos a Juan–. ¿Le mudas la
cama?
–¿Qué cama? –preguntó
el niño.
–¿Es que
quieres que el conejo esté tan despabilado como tú si ni siquiera le haces la
cama?
–Yo no lo sabía
–dijo Juan humildemente.
Aún insistió el
herrador:
–Y le habrás
dado la comida húmeda, claro.
Juan asintió:
–Como llovía…
–Llovía, llovía
–prosiguió el herrador –. ¿y no tienes una cocina para secarlo? Mira, para que
lo sepas, los lecherines mojados son para el animalito lo mismo que veneno.
–¿Veneno? –murmuró
Juan aterrado.
–Sí, veneno,
eso. Les fermenta en la barriga y se hinchan hasta que se mueren, ya lo sabes.
Se incorporó el
herrador. Juan le miraba vacilante. Dijo, al fin:
–¿Se podrá
curar?
–Curar, curar –dijo
el herrador–. Claro que se pude curar, pero no es fácil. Lo más fácil es que se
muera.
Juan le atajó:
–Yo no quiero
que se muera el conejo, Boni.
–¿Y quién lo
quiere, hijo? Estas cosas están escritas –replicó el Boni.
–¿Escritas?
¿Quién las escribe, Boni? –preguntó el chico anhelante.
El herrador se
impacientó:
–¡Vaya
pregunta! –dijo secamente.
Adolfo miraba
de cerca, casi olfeteándolo, al conejo. Al acabar, aun encuclillado, alzó su
mirada azul muy pálida, casi transparente:
–Tiene sueño –dijo.
–Sí –dijo el
herrador–. Mucho sueño.
Lo malo es si
no despierta.
Se agachó
bruscamente y le puso a Juan una manaza en el antebrazo:
–Mira, hijo, lo
primero que le vas a poner a este bicho es una cama seca.
A Juan se le
frunció la frente:
–¿Una cama
seca? –indagó.
–Una brazada de
paja, vaya.
–Tiene sueño –dijo
Adolfo. El conejo tiene sueño.
–¡Calla tú la
boca! –cortó el herrador. –Luego, no le des de comer en todo el día, y mañana,
si le ves más listo, le das… O, mejor, ya vendré yo. Si mañana le vieras más
listo, me mandas razón con la Puri o te acercas tú mismo.
Y cuando el
Boni salió a la carretera, Juan cogió al conejo con cuidado, le acostó sobre su
antebrazo y franqueó la puerta del jardín. Le dijo a Adolfo, conforme avanzaba
por el paseo bordeado de lilas de otoño:
–El conejo se
va a poner bueno. El Boni lo ha dicho.
Adolfo le miró:
–¿Y volará? –dijo.
–No –prosiguió
Juan–, los conejos no vuelan.
Luego metió la
paja en el cajón y depositó al conejo encima, pero Luis le miraba hacer, y
cuando Juan cerró el portillo, dijo:
–Ese conejo las
está diñando.
–No –protestó
Juan–. El Boni dijo que se pondrá bueno.
–Ya –dijo Luis–.
Este no lo cuenta.
En ese momento
el conejo se agitó en unas convulsiones extrañas:
–Mira, ¡ya
corre! –voceó Adolfo.
–Está mejor –dijo
Juan–. Antes no se movía.
–Ya –dijo Luis–.
Está en las últimas. Además me da grima ver sufrir a los animales. Le voy a
matar.
Abrió el
portillo, y Juan se agarraba a su cuello y gritaba:
–¡No, no, no…!
Se asomó su
madre:
–¡Marcharos de
aquí con ese conejo!
–Se está
muriendo –dijo Luis–. El animal sólo hace que sufrir.
–Matadle –dijo,
piadosamente, la madre.
–Luis le sujetó
por las patas traseras, la cabeza abajo.
–No –dijo
todavía, débilmente, Juan–. Boni dice que se curará.
–Sí, mátale –dijo
Adolfo con una prematura dureza en sus ojos azules.
Y Luis, sin más
vacilaciones, le golpeó por tres veces con el canto de la mano detrás de las
orejas. El conejo se estremeció levemente y, por último, se le dobló la cabeza
hacia dentro. Luis le arrojó en la yerba:
–Listo –dijo
frotándose una mano con otra, como si se limpiara.
Juan y Adolfo
se aproximaron al animal:
–Tiene sueño –dijo
Adolfo.
–Sí… está
muerto –dijo Juan aganchándose y acariciándole suavemente.
Sus ojos
estaban húmedos, y continuaba atusándole, cuando su madre le chilló.
–¡Llevadle
lejos, que no dé olor! ¡Enterradle!
Juan se
incorporó súbitamente:
–Eso, Adolfo –dijo–,
vamos a enterrarle.
Le había
brotado, de pronto, una alegría inmoderada.
–Sí –dijo
Adolfo.
–Eso –insistió
Juan–. Vamos a hacer el entierro.
Entró en la
cueva y salió con la azada al hombro, y luego le entregó a Adolfo una tapa de
cartón y le dijo:
–Ahí se echan
las perras, ¿sabes?
–Las perras,
eso –dijo Adolfo jubilosamente.
Y Juan
suspendió el conejo recelosamente de las patas traseras y caminaba por el paseo
de lilas, el bicho en una mano, la azada al hombro, salmodiando una letanía
ininteligible. Y Adolfo le seguía a corta distancia con el cartón a guisa de
bandeja, y, súbitamente, voceó:
–Se hace pis.
El conejo se está haciendo pis.
Juan se detuvo,
levantó el conejo y vio el chorrito turbio que mancillaba la piel blanca del
animal y escurría, finalmente, hasta las losetas del paseo. Miró de nuevo
incrédulamente, y al cabo chilló, volviendo la cabeza hacia la casa:
–¡Papá, mamá,
Puri, Luis, el conejo se ha meado cuando ya estaba muerto!
Pero nadie le
respondió.
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