Julio Cortázar
A veces les sospecha una estrategia concéntrica de leopardos que se
acercaran paulatinamente a un centro, a una bestia temblorosa y agazapada, la
razón del sueño. Pero se despierta antes de que los leopardos hayan llegado a
su presa y sólo le queda el olor a selva y a hambre y a uñas; con eso apenas,
tiene que imaginar a la bestia y no es posible. Comprende que la cacería puede
durar muchos otros sueños, pero se le escapa el motivo de esa sigilosa
dilación, de ese acercarse sin término. ¿No tiene un propósito el sueño, y no
es la bestia ese propósito? ¿A qué responde esconder repetidamente su posible
nombre: sexo, madre, estatura, incesto, tartamudeo, sodomía? ¿Por qué si el
sueño es para eso, para mostrarle al fin la bestia? Pero no, entonces el sueño
es para que los leopardos continúen su espiral interminable y solamente le
dejen un asomo de claro de selva, una forma acurrucada, un olor estancándose.
Su ineficacia es un castigo, acaso un adelanto del infierno; nunca llegará a
saber si la bestia despedazará a los leopardos, si alzará rugiendo las agujas
de tejer de la tía que le hizo aquella extraña caricia mientras le lavaba los
muslos, una tarde en la casa de campo, allá por los años veinte.
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