Agustín Celis Sánchez
La abuela nos contaba viejas leyendas de la Santa
Compaña y mamá se reía de ella y de sus historias. Papá le decía que no nos
asustara con las viejas supersticiones del pueblo, que nos iba a convertir en
hombres temerosos y cobardes a mis hermanos y a mí, que todo aquello eran
patrañas de viejas aburridas, que lo que algunos llamaban la Huestia y otros la
Compaña, no existía, y que aunque la muerte nos iba a llegar a todos algún día,
no iba a venir primero a prevenirnos con campanillas y teas encendidas y toda
una procesión de muertos acompañando a la Muerte.
La abuela la
llamaba la Estadía, y contaba que iba envuelta en un hábito negro y no tenía
cara, olía a la humedad de los sepulcros y mostraba su presencia sólo a quienes
se iba a llevar, y sólo en ese instante, pero que algunas personas
especialmente sensibles podían percibirla por una brisa húmeda que entraba en
la habitación del moribundo unos segundos antes de morir. Sin embargo a la
Huestia sí la conocían muchos, incluso la abuela la había visto, cuando joven,
el día que murió su hermano Juan, y le habían hablado algunos de la procesión,
y hasta le habían revelado un secreto.
Yo ya sé lo que
es la Huestia, y sé el lugar que cada uno ocupa en la comitiva y sé el lugar
que ocupo yo. Conozco a diario el cometido de cada noche y adónde se dirige el
personaje que nos precede, y sé cómo es Ella y cuál es su olor, porque he
andado a su lado demasiadas veces cada vez que he servido de aviso a uno de los
míos.
La abuela vivió
tantos años sólo para que supiéramos de la Huestia y nunca nos olvidáramos de
su existencia. Estaba destinada a devolver el recuerdo a nuestra familia, que
lo había perdido hacía tanto tiempo. Cada vez que en nuestra casa había duelo
por un familiar la abuela rememoraba viejas historias de aparecidos y siempre,
sin excepción, decía haber visto la noche anterior a todo el coro de sus
antepasados velando en las cercanías por el alma del moribundo.
Cuando la
abuela murió ya nadie habló de la Huestia, y aunque al año siguiente le siguió
la Tata Mamen y después el tío Luis, nadie volvió a recordar aquel secreto que
nos contó ella tantas veces, y que debía permanecer vivo en nuestra familia, y
recordado por todos, y creído, para que algún día dejara de obrar la condena
que rige el destino de toda mi estirpe, que cada mujer de la familia ha de
penar el castigo de sobrevivir al menos a uno de sus hijos, como escarmiento
por una antigua ofensa de un antepasado demasiado soberbio.
Yo debía haber
advertido a mis padres la noche antes de mi Primera Comunión, cuando vi a la
abuela en el jardín de la casa con todos sus antepasados, velando por nadie y
sin embargo llorando. Tuve miedo entonces y callé para que nadie pensara que
estaba nervioso por la celebración del día siguiente. Nada dije entonces de lo
que había visto y nadie pudo saber que mi muerte estaba destinada a servir de
recordatorio de la vieja condena que pesa aún sobre las madres de mi familia.
Todo el pueblo
celebró aquel día junto al río una enorme merienda para festejar la Comunión de
todos los niños. Había de todo y cuando ya nos habíamos saciado nos metimos en
el agua y comenzamos a echar carreras de una orilla a la otra para comprobar
nuestra resistencia. Ocurrió a mitad de camino de las dos orillas, se me
enfriaron los pies y me quedé sin fuerzas y allí parado. Los brazos no me
respondieron y noté un frío extraño en todo el cuerpo. Me fui hundiendo poco a
poco y allí en el fondo me esperaba Ella, sin rostro como siempre la he visto y
sin embargo tan acogedora.
Me encontraron
a los tres días, inflado como un globo, y me enterraron en el panteón familiar
junto a la abuela, a quien acompaño con mi tea encendida cada noche, hace ya
tantos años, cuando hacemos la ronda que avisa al mundo de que alguien va a
morir. Y algunas veces son los míos.
He sabido que
la hija de mi hermana está enferma y que los médicos que la han visitado no dan
con su mal. He sabido que su mal ya no tiene remedio. Y he sabido también, por
mi abuela, que está escrito que esta noche yo acompañe a la Estadía hasta el
cuarto de la hija de mi hermana, donde ella la estará cuidando. Ya está escrito
que mi hermana me verá y juntos lloraremos la pérdida, mientras la muerte le
arrebata a su hija en la cama sin que ella pueda verlo. Luego yo me llevaré a
la niña de la mano al lugar donde esperamos todos.
Ojalá que mi
hermana comprenda.
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