lunes, 10 de junio de 2024

Salmones

Soledad García Garrido

 

He aprendido a nadar a contracorriente. Remonto, como un salmón, el curso del río cada día. Se lo digo a mi hija sin convencimiento. No le cuento que son aguas negras, turbias, como si el limo estancado escalara para dar dentelladas a su superficie y quisiera contaminar el río. Sé que me escucha, a pesar de que su mirada está concentrada en un reguero de hormigas que cargan voraces con las migas de pan. Sentada en el poyete, con las piernas hinchadas, surcadas de afluentes varicosos, doy otro mordisco al bocadillo que preparo al levantarme a las seis de la mañana. A esta hora, aunque lo intento por ella, ya no soy persona.

Sé cómo te sientes, le digo también, pero Laura finge que está a otro asunto, entretenida en rizar con el bolígrafo un mechón que le sobresale de la coleta.

Seguro que no le interesan mis palabras, no hay más que respirar para saberlo, pero necesito decírselo.

El sol reverbera sobre su pelo tostado, con el tiempo más oscurecido, y realza sus pecas. Me gustaría que me creyera cuando le digo que parece un cuadro de Sorolla, que sólo falta que el cemento del patio sea un mar. Que algún día, donde sólo ve un páramo, se extenderá una playa, con sus olas intrépidas y gaviotas, sus acantilados y su lengua de arena blanca.

Me mira de reojo. Tuerce el gesto y se le dibuja una mueca de fastidio. Parece que se le evaporan las pecas y que crece de golpe, como si ya no quisiera ser mi hija más. La escena no es nada idílica. Me protejo ajustándome la bata, que me queda estrecha, y me doy cuenta de que me falta un botón y que asoma por la pechera el jersey lleno de bolas. Sobre la pierna izquierda, ligeramente entumecida, dejo los guantes de fregar. Parecen dos pulpos a punto de saltar al agua. Detrás, haciéndome burla, asoman la mopa y la bayeta. Hace amago de escaparse. Su deseo sería volatilizarse y huir de la escena, pero la sujeto con mis manos encalladas y se levanta una peste a lejía enquistada, porque toda yo huelo a desinfectante. La lejía que nos da de comer.

Ella huele a lápices y goma de nata. Percibo también su aroma a loción de fresas, un olor dulzón que me produce tristeza, porque siento que está a punto de agotarse y que no volverá más. Arrastra los pies, ¡ras ras!, en un rectángulo de arena que traza con los zapatos en cuanto nos sentamos para poder más tarde destrozarlo, como si con ese movimiento pudiera borrar la conversación. Se levanta y me deja masticando el bocadillo de mortadela.

Nos vemos a la salida, me dice mientras se aleja sin que pueda leer sus labios.

Vete un rato a jugar, le digo, pero toma la dirección equivocada.

Resuenan más allá de un tilo los gritos de las otras niñas. Juegan al pilla-pilla. Laura se escabulle por el otro lado y se sienta junto a la alambrada. La veo morderse las uñas. Un avión rasga el cielo despejado, lo secciona y me da la impresión de que el orbe entero se va a desplomar sobre nuestras cabezas. Lo mira hasta que se difumina la estela y se desvanecen los copos blancos, hasta que el cielo vuelve a ser un mar azul en calma. Cruzan por detrás hombres y mujeres como dibujos animados proyectados en una película. Irán a sus quehaceres. Ninguno se percata de su presencia. Una niña sola en la valla. Es más grande el bullicio de las que corren alegres por el patio y se esconden para no ser pilladas por la que dirige ahora el juego.

Suena estridente la alarma y las dos, cada una en nuestra trinchera, damos un brinco, sacadas de sopetón de nuestro ensimismamiento. Laura camina despacio hasta la entrada y se pierde de camino al aula. Las otras remolonean antes de entrar, siguen gritando como si el timbre no fuera con ellas hasta que son reprendidas por el silbato de una profesora para que abandonen el recreo.

Recojo el resto del bocadillo. No soy capaz de terminármelo. El pan se ha convertido en engrudo en la garganta y la carne rosada me produce asco, así que decido tirarlo. Hago una bola con el papel aluminio, la encesto en la papelera más próxima, me coloco los guantes y, con mis manos vestidas de molusco, cambio la bolsa y me llevo la basura. Ya queda menos para acabar la jornada.

A mediodía, salen de nuevo las niñas atropellándose, dándose empellones con las mochilas, aturdiendo los pasillos con sus hormonas desbocadas, y se despiden al tiempo que buscan a sus padres, que las recogen puntuales en sus coches.

Laura me espera en el cuarto de la limpieza las dos horas que tardo en limpiar las aulas y adecentar el pasillo para el día siguiente. Sabe que nadie la molestará en su refugio, que nadie entrará salvo yo. Saca a escondidas el táper con la comida y se lo come de espaldas a la puerta. Pensará que con esa postura desaparece de la vista, se mimetiza con los aperos de limpieza. Aprovecha después para hacer los deberes y, casi a la vez, terminamos las dos las tareas. Vacío en un retrete que hay al fondo el cubo de agua sucia, aclaro los trapos en el lavabo y los tiendo en una lía. Todo el cuarto se impregna de lejía. Después, cuelgo el uniforme y dejamos el colegio. A veces, nos cruzamos con la directora, que se ha quedado rezagada por algún asunto pendiente, pero Laura no levanta la cabeza ni se despide. Ella arrastra su mochila y yo el saco de basura para tirarlo en el contenedor. Sé que cuando sucede, sólo quiere que la trague la tierra y maldice mi estampa. Por eso, me despido yo por las dos.

Se adelanta unos metros. Avanza como un robot, como si le hubieran activado el mecanismo de regreso. Siempre camina por delante y me espera en la parada del autobús. Se coloca los cascos para alejarse aún más de mí. Yo creo que le gustaría que hablásemos idiomas diferentes para terminar de no entendernos. Se sienta en el primer sitio que ve libre y me indica con un movimiento seco de cabeza que me vaya más atrás. Si no hay sitio para mí, me cede el suyo y hace el trayecto pegada a la barra, con la mirada extraviada más allá del cristal. Sabe que no puedo con las piernas, que antes que ir de pie soy capaz de sentarme en un escalón.

Tiene ya trece años, pero pasa por más niña para quien no la conozca. Tal vez sean su pelo dorado, ese que día a día va perdiendo el tono cobrizo, y esas motas que le salpican la cara. No hay más que cruzar unas palabras con ella para darse cuenta de que no es una niña. La seriedad con que contesta y la gravedad con que se desenvuelve la delatan. No lo estamos teniendo fácil. Yo sólo pienso en que pasen los días. En algún momento, todo tiene que cambiar. Llegamos a casa cansadas. Ni siquiera nos espera la comodidad de un ascensor que nos suba al cuarto piso, como si nos hubiera sido negado ese receso. Se sienta en el sofá y la escucho con una claridad inaudita, lacerante, mientras trajino en la cocina: quiero cambiar de colegio.

Me sobrecoge escucharla. Me da rabia que haya liberado las palabras que adivino que lleva secuestradas en su pecho hace mucho tiempo, que haya materializado mis pensamientos, los más temidos. No puede con la vergüenza. No entiende que a mí también me resulta difícil salir del bucle donde estamos metidas, que sueño con un mundo mejor para las dos y que me duele comprobar el trecho que nos queda por recorrer, que, en su mano, con sus estudios, está cambiar nuestro futuro. Estoy exhausta. No tengo fuerzas para tirar más. No me dan las horas. No me da la vida. Pero no le tiembla la voz. No llora. Sé que está decidida, que ha llegado a un punto de no retorno. Siento pena. Se avergüenza de mí, que me desvivo por ella, que he pedido que me aplacen la cuota del colegio, que es casi la mitad de mi sueldo, porque quiero que vaya al mismo en el que trabajo, por horarios y porque necesito tenerla a mi lado. Y me acuerdo de los salmones, brincando por la corriente para salvar los obstáculos, para llegar allí donde desovarán. Dicen que el noventa por ciento regresa al río donde nació, que saben guiarse por no sé qué química. No sé qué será del otro diez restante. Y me da mucho miedo por Laura.

 

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