Julio Cortázar
Larga es la lista como largo el teclado, blancas y negras, marfil y caoba;
vida de tonos y semitonos, de pedales fuertes y sordinas. Como el gato sobre el
teclado, cursi delicia de los años treinta, el recuerdo apoya un poco al azar y
la música salta de aquí y de allá, ayeres remotos y hoyes de esta mañana (tan
cierto, porque Lucas escribe mientras un pianista toca para él desde un disco
que rechina y burbujea como si le costara vencer cuarenta años, saltar al aire
aún no nacido el día en que grabó Blues in Thirds).
Larga es la lista, Jelly Roll Morton y Wilhelm Backhaus,
Monique Haas y Arthur Rubinstein, Bud Powell y Dinu Lipati. Las desmesuradas
manos de Alexander Brailovsky, las pequeñitas de Clara Haskil, esa manera de
escucharse a sí misma de Margarita Fernández, la espléndida irrupción de
Friedrich Guida en los hábitos porteños del cuarenta, Walter Gieseking, Georges
Arvanitas, el ignorado pianista de un bar de Kampala, don Sebastián Piaña y sus
milongas, Maurizio Pollini y Marian McPartland, entre olvidos no perdonables y
razones para cerrar una nomenclatura que acabaría en cansancio, Schnabel, Ingrid
Haebler, las noches de Solomon, el bar de Ronnie Scott, en Londres, donde
alguien que volvía al piano estuvo a punto de volcar un vaso de cerveza en el
pelo de la mujer de Lucas, y ese alguien era Thelonious, Thelonious Sphere,
Thelonious Sphere Monk.
A la hora de su muerte, si hay tiempo y lucidez, Lucas
pedirá escuchar dos cosas, el último quinteto de Mozart y un cierto solo de
piano sobre el tema de I ain’t got nobody. Si siente que el tiempo no
alcanza, pedirá solamente el disco de piano. Larga es la lista, pero él ya ha
elegido. Desde el fondo del tiempo, Earl Hines lo acompañará.
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