Francisco Rodríguez Criado
Me acabo de enterar de
que la tía Daryna no podrá estar en la fiesta. “Se ha ido”, me explica mi
padre. “De viaje –añade mi madre–. ¿Recuerdas que la abuela vive en París,
donde está esa torre de hierro tan bonita? Pues se ha ido a pasar unos días con
la abuela”.
Es una pena,
pues me gusta la tía Daryna, y yo quisiera que estuviera aquí para cantar
canciones con ella y comer vergun. También me gusta el primo Demyan, que antes
se pasaba por casa cada dos o tres días para tomarse el café tan rico que le
prepara mamá, pero ya hace tres semanas que no le vemos. “Se ha ido a estudiar
a España. Ya sabes que siempre ha sido muy estudioso”, dice mamá. “¡Será un
gran médico! Un cirujano de primera, uno de esos doctores que salvan vidas”,
añade papá.
“Pues cuando
venga, que me recete un jarabe, porque creo que tengo catarro”, digo yo,
tosiendo sin demasiado énfasis. Mis padres sonríen y resoplan.
Es una pena
que no vengan a celebrar con nosotros. Aquí ya no vemos a nadie. Se van todos.
De viaje. A estudiar. A conocer mundo. A visitar a un pariente en el
extranjero. A cuidar niños como yo. A ser felices.
Eso es lo que
dicen papá y mamá, a veces sin decirlo.
Últimamente,
están más callados, y aun así siempre tienen una respuesta para todo.
Si pregunto,
dirán que Bohdan se ha caído y está en el hospital, y que por eso llora su
madre, porque tiene una pierna escayolada.
Si pregunto,
dirán que no hay escuela porque la están pintando y cambiando los pupitres.
Si pregunto,
dirán que el avión que se cayó del cielo, ese del que habló el abuelo Taras
(“¡Chist!”, le soltaron mis padres al unísono), fue porque se quedó sin
combustible. Por suerte, el piloto saltó en paracaídas. Eso al menos dijo el
abuelo. ¿O fueron mis padres?
Tienen una
respuesta para todo, menos para explicarme por qué mañana estaremos solos
nosotros tres en casa en la celebración de mi séptimo cumpleaños.
Yo a mis
padres los quiero mucho, y a mi tía, y a mi primo. Y estoy deseando volver a
salir al parque y al colegio, jugar con mis amigas Anna y Natalka, comprar en
la tienda del señor Oleksandr el pan y la tarta Kiev, que es mi postre
preferido. Ah, y también estoy deseando que arreglen el televisor, que mis
padres ya no encienden nunca porque al parecer se ha estropeado. Igual que la
radio. Y de internet ni hablemos. Ya es mala suerte: todo se estropea.
Son tantas las
cosas que quiero volver a hacer cuando se termine esta guerra, cuando dejemos
de escuchar el ruido de las balas y las bombas, y se vayan los soldados de
Putin y sus tanques.
Estoy deseando
que este infierno termine para que pasen por casa todos los familiares y amigos
(si siguen vivos…), y para que mis padres dejen de cuchichear y de mirarse de
reojo y vuelvan a leerme cada noche las historias de antes: “Caperucita”, “El
gato con botas”, “Pinocho”…
Porque son
esos, y no otros, los cuentos que a mí me gustan.
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