Teresa Wilms Montt
Ven acá, tú anciano,
que ahora fijas los opacos ojos en mis páginas; para ti solo, voy a contar el
último cuento.
No
desconfíes de mi narración, y si ella te apena, te ruego ¡oh anciano! te ruego
no llores.
Serás
indulgente con la princesita de mi cuento lo sé; porque ya veo en tus párpados
el anuncio del sueño que te llevará a dormir en la gran cuna hospitalaria,
hermana de aquella otra de marfil o de pino, donde te recibió, hechizada de
ternura, tu amante madre.
No
temas descender a la cuna augusta, la tierra también tiene dulzuras femeninas.
Anciano,
préstame el apoyo de tu endeble pecho para que en él recline mi cabeza, di a tu
corazón que me escuche, es a él a quien hablaré.
***
En un reino
lejano cuyos campos doraba en estío la fertilidad, a orillas del océano azul,
vivió ha muchos años una princesa loca, que debió morir al nacer, y digo morir,
porque su estrella era roja con el nimbo del signo fatal.
Sus
padres, incrédulos, se mofaron de los augurios que, después de mirar la “Copa
de oro”, le predijeron los magos del reino. No hicieron caso de la trágica
advertencia, y ella estaba grabada en la frente de la princesita a raíz misma
del pensamiento.
La
chiquilla era buena, como buena es la tempestad. Su espíritu hecho para los
grandes encuentros, no tenía límite en sus audacias, en sus amores, y sus
ansias.
Ignorando
los reyes, sus padres, el temple de esa alma juvenil, temían que aquella
espontaneidad, originara malos sentimientos y decidieron poner atajo a su
desarrollo, como un torpe jardinero, que poda con filosas tijeras los brotes de
una encina, porque quiere que se vuelva arbusto como las otras plantas del
jardín.
Crecían
los rasgos extraños en la princesita, a despecho de las crueles precauciones
paternas; –tú bien sabes, anciano que no hay atajo para el reflujo del mar; por
el contrario, parece que se enfurece cuando quieren cabalgar sobre sus lomos
inquietos. ¿No te advertí al principio, que la princesita era buena como la
tempestad?–.
Crecía
esbeltamente, cual los trigos de aquel reino prodigioso, y era aficionada a
soñar.
Todos
sabemos que los sueños son trampa de la fea realidad.
Cuando
llegó a la edad del corazón, la impetuosa princesita se dispuso al amor,
buscando entre los principies rubios, aquel que dijera mayores ternuras en su
rosado oído.
Para
desgracia de ella, quien sedujo su alma fue un paje aventurero, que cantaba
como el pájaro azul, y que hacía tan bien la comedia del dolor, que la princesa
emocionada lo amó por compasión.
Más
tarde, cuando ya no había tiempo de arrepentirse, pudo ella ver el interior de
ese elegante paje. Era de trapos raídos el corazón, como el de los títeres que
sirven de inocente diversión. Anciano, anciano, que pena horrible experimentó
la pobre princesita; la misma angustia que tendrías tú, si vieras que el viento
derriba las florecillas plantadas por tu propia mano en el huerto –tú tienes un
huerto, ¿verdad andino?–.
Uno
a uno, cayeron los castillitos que levantó su fantasía. Ella, todavía de pie
entre las ruinas, parecía una palmera joven castigada por el rayo de la ira
divina.
Al
verla próxima a sucumbir, todos los malos huracanes comenzaron a golpearla, el
mundo desatado en sus lúgubres pasiones quiso hacerla su víctima. Con boca
profana lanzaba en el bonito rostro el soplo amargo de sus impíos deseos…
Sufrió
la princesita, hasta sentir en la médula de sus huesos el frío de la maldad.
¿Fue mala? No sé, no sé. Lloraba mucho, alguien le ha dicho que las almas que
lloran tienen perdón de Dios.
Sí,
la princesita lloraba, con los ojos fieramente fijos, y las manos crispadas
sobre el corazón.
Era
buena, buena, como la tempestad.
Al
cabo de algunos años de rudo combate por la vida, porque la chiquilla quedó
abandonada de todos, silenciosamente triunfó en ella el bien.
Esa
cabecita loca hecha para todas las bellas frivolidades, se inclinó cargada por
el peso de la meditación, y sus manos, antaño mariposas traviesas, se volvieron
dos monjitas blancas de esas que amortajan a los muertos anónimos.
Su
boca ya no injuriaba a la suerte, la paz la había sellado con un dulce beso de
resignación.
Ella
era buena, hija de la tierra, apasionada y calma, hija del mar, fresca y
vibrante hermana de la tempestad.
Para
reposar tranquila sólo aguarda el perdón de un alma buena. ¿Quieres dárselo tú,
anciano; tú que inclinas la frente hacia el seno del Señor?
Al
contarte este cuento a ti, sólo a ti, he pedido que pongas como oído tu
corazón.
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