José Gabriel Ceballos
–Uno nace con esto, abuelo.
Escribir es un destino.
No hacía falta su mirada para que temblara mi voz.
Bastaba su presencia allí, en el señorial sillón de paño rojo hecho un nido de guiñapos,
como cuando me obligaban a permanecer frente a él con una culpa a cuestas, intentando
en vano sustraerme de su silencio omnipotente mediante furtivos vistazos a las casuarinas
de la ventana. (Así debían de sentirse los capataces, los ahijados, los arrendatarios,
los criados que venían de lejos, que aguardaban interminables horas bajo el sol
ardiente de la vereda por la gracia de unos pocos minutos ante su imagen suprema,
la que no se atrevían a mirar sino fugazmente, al llegar y al despedirse. Así, mi
madre y mi abuela cuando le pedían para alguna caridad).
–Si no escribo –agregué– me acuesto boca arriba y
escucho la agonía de la casa. Son crujidos, crujidos como quejas.
No veía su rostro pues lo ocultaba fuera del alcance
de la lámpara. Sin embargo, mi memoria lo iba completando: los ojos acerados, penetrantes,
entornados como si tuvieran que escudriñarlo todo; la blanca espesura de las cejas
que la piel trigueña resaltaba; la nariz recta en perfecta armonía con la ancha
frente y la recia barbilla. Distinguía sí la sombra clara de sus cabellos. La luz
lo mostraba desde el pecho, reclinado y con las manos tomadas entre las piernas
separadas, aquella actitud tan suya de imperturbable calma. Me parecía mucho menos
gigantesco que en mis recuerdos. El traje negro que él mismo escogiera para su mortaja,
estrenado durante los funerales de mi padre, única vez que lo luciera en vida, se
había convertido en un trapo descolorido. Los puños mugrientos de la camisa asomaban
demasiado holgados, dejando ver nada más que los resecos dedos entrelazados, y los
zapatos, aunque conservaban los moños que Honorio había corregido sollozando un
momento antes de que taparan el féretro, ya habían perdido todo su barniz.
–Usted sabía, abuelo. Sabía que esto iba a suceder.
Que yo no serviría…
Callé y estuvimos un rato oyendo los grillos, el viento,
el rumoroso deslizamiento de la noche en la desolación. Continué:
–Por lo menos madre y la abuela pudieron darse los
gustos. Tiraron lo que quisieron en donaciones. Iglesias, conventos, orfanatos…
Vivíamos rodeados de curas y monjas.
Una gran rata surgió de la oscuridad y se detuvo a
sus pies, los olfateó y huyó temerosa. El abuelo la ignoró por completo.
–Honorio fue el último en irse, creo que de tristeza.
Me costó desacostumbrarme a él. Andaba por los rincones mirándome escribir. Siempre
allí, inmóvil, con una expresión estúpida en su cara de indio. No me hablaba desde
el asunto de la peste de las vacas. Que se mueran, Honorio, le contesté aquella
vez. La peste, los cuatreros, los administradores, ¡qué importa!, y volví a mis
versos. Una noche de lluvia tropecé con su cadáver en el altillo.
Saqué un cigarrillo. Confieso que dudé al encenderlo.
Quedé contemplando la llama del fósforo que se extinguía lentamente, mansamente
como nosotros y nuestros pobres mundos en el tiempo.
Evoqué una tarde, la primera vez que él me llevó al
campo. Íbamos por un estrecho camino de arena en un sulky conducido por Honorio,
a través de praderas que resplandecían en la furiosa claridad. Nos habíamos puesto
unos aludos sombreros de paja. El abuelo vestía su indumentaria de campaña: bombacha
de hilo y camisa blancas, botas muy altas de cuero repujado y el centelleante cinturón
cubierto de monedones. Nunca lo había visto tan imponente, tan magnífico, tan bello,
con el semblante apenas enrojecido por el calor que me hacía sudar a mares y sus
ojos purísimos errando por la llanura. De trecho en trecho aparecían a la orilla
de la senda unos hombres oscuros que se quitaban los sombreros y agachaban las cabezas
a nuestro paso. El abuelo respondía con vagos ademanes, sin cambiar el gesto. Yo
comprendía confusamente que se trataba de una ocasión solemne, importante, pero
no conseguía concentrarme. El olor de la hierba, el azul profundo y deslumbrante,
el verde vibrante salpicado por las vacadas, el vuelo de las garzas y los patos
que conmovía los estanques, me zarandeaban el alma. (Aún hoy, aquel episodio suele
asaltarme en mitad de un poema que abandono inconcluso por ahí, para que lo devoren
las cucarachas hambrientas).
Se movió en su sillón y unas nubecitas de cenizas
se desprendieron de todo su cuerpo. Esperé un momento y dije:
–Lo recuerdo siempre, abuelo. Lo extraño. Lo nombro
en mis cuadernos, hablo con sus cosas…
El reloj de la iglesia vecina cantó tres campanadas.
El abuelo de nuevo se acomodó en su asiento, de nuevo lo envolvió aquella emanación.
Supuse que el adiós llegaría en seguida y cerré los ojos.
Entonces su amado vozarrón resonó en la vastedad de
la casa:
–Quiero mear.
Y yo, estupefacto, me paré y caminé hasta la cama;
me eché de rodillas, busqué a tientas entre las telarañas y tomé su orinal; me levanté,
volví, se lo puse delante y le di la espalda.
Cuando aquel triste sonido cesó, empecé a llorar.
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