James Thurber
El señor Preble era un abogado
de Scarsdale, regordete y de mediana edad. A veces le proponía en broma a su taquígrafa
que se fugaran.
–Fuguémonos
–le decía en una pausa del dictado.
–Ahora
mismito –contestaba ella.
Un
lunes lluvioso, por la tarde, el señor Preble se lo propuso más en serio de lo habitual.
–Fuguémonos
–dijo el señor Preble.
–Ahora
mismito –respondió su taquígrafa. El señor Preble hizo tintinear las llaves que
llevaba en el bolsillo y miró por la ventana.
–Mi
mujer se alegraría de deshacerse de mí –comentó.
–¿Y
se divorciaría de usted? –preguntó la taquígrafa.
–No
lo creo –respondió él.
La
taquígrafa se echó a reír e insinuó:
–Quien
debería deshacerse de su mujer es usted.
Esa noche, durante
la cena, el señor Preble estuvo inusitadamente callado. Una media hora después del
café, habló sin levantar la vista del diario.
–Bajemos
al sótano –le pidió el señor Preble a su mujer.
–¿Para
qué? –preguntó ella sin levantar la vista del libro que leía.
–Pues…
no lo sé –contestó él–. Ya nunca bajamos al sótano como hacíamos antes.
–Que
yo recuerde, nunca bajamos al sótano –dijo la señora Preble–. Podría pasar tranquilamente
lo que me queda de vida sin bajar al sótano.
El
señor Preble se quedó callado durante varios minutos.
–¿Y
si te dijera que para mí es muy importante? –insistió el señor Preble.
–¿Qué
bicho te ha picado? –exigió saber su mujer–. Allá abajo hace frío y no hay absolutamente
nada que hacer.
–Podríamos
recoger trozos de carbón –sugirió el señor Preble–. Podríamos organizar algún tipo
de juego con trozos de carbón.
–No
quiero –dijo su mujer–. Y además, estoy leyendo.
–Escúchame
–continuó el señor Preble, se levantó y comenzó a pasearse–. ¿Por qué no bajas conmigo
al sótano? Puedes leer ahí abajo, si es lo que te preocupa.
–Allá
abajo no hay buena luz, además, no voy a bajar al sótano. Más vale que te vayas
haciendo a la idea.
–¡Lo
que hay que oír! –protestó el señor Preble, pateando la esquina de una alfombra–.
Las esposas de otros hombres bajan al sótano. ¿Por qué tú nunca quieres hacer nada?
Vuelvo de la oficina hecho polvo y tú ni siquiera quieres bajar al sótano conmigo.
Ni que estuviera en el quinto pino… No te estoy pidiendo que vayamos al cine, ni
que salgamos.
–¡No
quiero bajar al sótano! –gritó la señora Preble.
El
señor Preble se sentó en el borde del sofá cama.
–Está
bien, está bien –dijo, y volvió a coger el diario–. Ojalá me dejaras contarte algo
más. Es… es una sorpresa.
–¿Quieres
dejar de darme la lata con eso? –le pidió la señora Preble.
–Escucha –dijo
el señor Preble levantándose de un salto–. Ya puestos, mejor me dejo de rodeos y
te digo de una buena vez la verdad. Quiero deshacerme de ti para casarme con mi
taquígrafa. ¿Acaso tiene algo de malo? La gente lo hace todos los días. El amor
es algo que no se puede controlar…
–Ya
lo hemos hablado un montón de veces –dijo la señora Preble–. No pienso volver a
hablar del tema.
–Sólo
quería que supieras cómo están las cosas –arguyó el señor Preble–. Pero tú siempre
lo interpretas todo al pie de la letra. Por Dios, ¿de veras piensas que quería bajar
al sótano e inventarme un juego tonto con trozos de carbón?
–Ni
se me había pasado por la cabeza –contestó la señora Preble–. Supe desde el principio
que querías llevarme al sótano para enterrarme.
–Lo
dices ahora, porque te lo he contado –observó el señor Preble–. Si yo no te lo hubiera
dicho, no se te habría ocurrido en la vida.
–No
me lo dijiste, te lo he sonsacado yo –comentó la señora Preble–. De todos modos,
siempre voy dos pasos por delante de lo que piensas.
–No
te acercas ni a un kilómetro de lo que pienso –aseguró el señor Preble.
–¿Ah,
no? Supe que esta noche querías enterrarme en cuanto entraste por esa puerta –la
señora Preble lo sofrenó con una mirada colérica.
–Eso
es una exageración grande como una casa –dijo el señor Preble considerablemente
molesto–. No tenías ni idea. Además, se me ocurrió hace apenas unos minutos.
–Pero
la idea te rondaba la cabeza –insistió la señora Preble–. Me figuro que fue esa
mujer que te archiva las cosas quien te lo sugirió.
–No
hace falta que te pongas sarcástica –dijo el señor Preble–. Tengo a mucha gente
que me archiva cosas, no hace falta que la ponga a ella a archivar. Y ella no sabe
nada de todo esto. No tiene nada que ver. Iba a decirle que te habías marchado a
visitar a unos amigos y que te habías caído por un barranco. Quiere que me divorcie.
–¡Eso
sí que tiene gracia! –exclamó la señora Preble–. Mucha gracia. Me podrás enterrar,
pero jamás conseguirás el divorcio.
–¡Ella
ya lo sabe! Ya se lo he dicho –comentó el señor Preble–. Quiero decir… Le he dicho
que nunca conseguiría el divorcio.
–¡Ja!
Y probablemente le has dicho también que me ibas a enterrar –aventuró la señora
Preble.
–No
es cierto –replicó el señor Preble muy digno–. Eso queda entre tú y yo. No iba a
contárselo a nadie.
–¿Que
no? No me vengas con esas: tú se lo contarías al mundo entero –afirmó la señora
Preble–. Si te conoceré yo.
El
señor Preble dio unas caladas al cigarro y dijo:
–Ojalá
estuvieras enterrada y esto hubiera acabado.
–¿Acaso
te figuras que no te pillarían, hijo mío de mi alma? Siempre los pillan. ¿Por qué
no te vas a la cama? Te estás haciendo mala sangre por nada.
–No
me voy a ir a la cama –anunció el señor Preble–. Voy a enterrarte en el sótano.
Ya lo tengo decidido. No sé cómo dejarlo más claro.
–Escúchame
–gritó la señora Preble lanzando el libro–, ¿te quedarás contento y te callarás
de una vez si bajo al sótano? ¿Podré disfrutar de un poco de paz si bajo al sótano?
¿Me dejarás tranquila?
–Sí
–contestó el señor Preble–. Pero con esa actitud lo echas a perder.
–Claro,
claro, yo siempre lo echo todo a perder. Interrumpo la lectura en mitad de un capítulo.
Nunca sabré cómo acaba la historia… Pero eso a ti te trae sin cuidado.
–¿Fui
yo quien te obligó a que te pusieras a leer ese libro? –preguntó el señor Preble.
Abrió la puerta del sótano–. Anda, pasa tú primero.
–¡Brrr!
–exclamó la señora Preble y empezó a bajar las escaleras–. ¡Qué frío hace aquí abajo!
¡En esta época del año, tendrías que haberlo pensado! Cualquier otro marido habría
enterrado a su mujer en verano.
–Esas
cosas no se pueden planificar cuando a uno le viene en gana –dijo el señor Preble–.
No me enamoré de esta chica hasta finales del otoño.
–Otro
en tu lugar se habría enamorado de ella mucho antes. Hace años que está en tu oficina.
¿Por qué siempre tienes que dejar que otros hombres te saquen ventaja? ¡Vaya, por
Dios, qué sucio está esto! ¿Qué llevas ahí?
–Iba
a golpearte en la cabeza con esta pala –confesó el señor Preble.
–¿Ah,
sí? ¡No me digas! Pues ya mismo te quitas esa idea de la cabeza. ¿Qué quieres, dejar
una pista enorme justo aquí en medio para que el primer detective que venga a fisgonear
la encuentre? Anda, sal a la calle y busca una barra de hierro o algo así. Algo
que no sea tuyo.
–Bien,
de acuerdo –dijo el señor Preble–. Pero en la calle no habrá ninguna barra de hierro.
Las mujeres siempre se creen que pueden encontrar una barra de hierro en cualquier
parte.
–Si
buscas en el lugar adecuado, la encontrarás –sugirió la señora Preble–. Y no tardes
mucho. Ni se te ocurra entrar en la tabaquería. No pienso pasarme toda la noche
aquí abajo, en este sótano helado, para congelarme.
–De
acuerdo, me daré prisa –dijo el señor Preble.
–¡Y
a ver si cierras esa puerta! –le gritó ella cuando él salió–. ¿Dónde has nacido…
en una tienda de campaña?
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