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miércoles, 25 de junio de 2025

Joven alma crédula

Massimo Bontempelli

 

René Clamart me confía a Minnie para que le haga compañía durante media hora en el Quai del Louvre.

Yendo por el Quai del Louvre, Minnie, de repente, se aparta de mi lado y escapa; allí está: ha corrido a plantarse extasiada ante una cisterna cuadrada de cristal que se exhibe en el exterior de una tienda de artículos de pesca. Entre los artículos de pesca se encuentran peces, ranas y otros animales acuáticos, vivos.

La cisterna que ha atraído la cándida atención de Minnie está llena de agua límpida y de peces rojos: una tribu de peces flamantes que nadan hacia arriba, hacia abajo, horizontalmente, con tranquila viveza, por completo ignorantes de la existencia de más amplios mares.

–¡Qué maravilla de peces! –exclama Minnie, juntando las manos.

Yo ya estoy junto a ella; confirmo, con bastante seriedad:

–Sí, están muy bien hechos.

Minnie me replica:

–¡Qué manera de hablar! “Bien hechos” se dice de los objetos que se hacen con las manos, como usted y sus amigos cuando hablan de cuadros, de poesías; o también los vestidos de las modistas…

Yo rebato con precisa dialéctica:

–En primer lugar, le hago observar que yo, y sobre todo René Clamart y, sin duda, también otros –y, al hablar, la envuelvo de pies a cabeza en una mirada de benévolo conocedor–, le hemos dicho no sé cuántas veces que está usted bien hecha; sin embargo, no ha sido hecha nunca con las manos.

Minnie sonríe, agradecida, y responde, sin lógica alguna:

–Pero yo no soy un pez.

–Por lo demás –prosigo, inflexible–, he dicho que esos peces están bien hechos precisamente porque son peces falsos.

Ella, con los ojos desmesuradamente abiertos, me miró; luego miró a los peces; luego, a mí de nuevo. Y volvió a juntar las manos, con infinito estupor:

–¿De verdad?

Como todas las personas simples, Minnie se maravillaba con facilidad; su alma era incapaz de albergar incredulidad.

–Pero, ¿cómo se mueven?

–Por medio de electricidad.

Otra vez miró los peces, ávidamente, inclinándose sobre la cisterna, vibrando, oprimiéndose el corazón con ambas manos.

–Pero, ¿cómo podrán hacerlos tan bien? Mire aquel cómo abre la boca. El pequeñito va hacia el fondo, oh, se aparta como para no chocar con aquel otro que sube. Allí hay dos que juegan a perseguirse. Quizá sean hermanos. Oh, oh, uno grande que hay al fondo del todo echa muchas burbujitas, como las focas que vimos con René en el Casino.

–Sí, mademoiselle, son una maravilla. No, por Dios, no toque el agua: debe de estar completamente electrizada.

Minnie, asustadísima, apartó el dedo de la superficie del agua:

–Y aquellos dos, ¿no parece como si me miraran?

–Aquí llega René.

–Oh, René –gritó–, mira qué peces.

–Minnie –le dije yo a René– creía que eran de verdad.

René Clamart me conocía bien, conocía aún mejor a Minnie y en seguida se prestó a la broma.

Durante todo el día. Minnie fue incapaz de pensar en otra cosa.

Unas horas más tarde nos sentábamos los tres a una mesa de Rumpelmayer para tomar el té. Yo preguntaba:

–¿Por qué estas elegantes señoras son todas tan viejas y por qué van pintadas de color ladrillo?

René Clamart me explicaba:

–Las parisinas elegantes nacen así: viejas y pintadas de color ladrillo. Quitarse ese color sería en ellas un modo de maquillarse. De cuando en cuando lo hace alguna, pero con tal práctica rejuvenece rápida y precozmente, y entonces se avergüenza y se queda en casa, o por lo menos deja de venir por estos sitios.

Y yo, mirando a nuestra compañera, que se atareaba en torno a un babá con tanto interés como yo en torno a una historia de aventuras, le preguntaba a René:

–¿Y la señorita Minnie?

–Minnie no es de París; es de Normandía, o de Provenza, o de más abajo. Aquí es una excepción, y en efecto fíjate cómo la mira todo el mundo como a un bicho raro.

Minnie había dado fin del babá. Ahora estaba abriendo la boca, para hablar; Minnie, cuando se disponía a hablar, abría siempre la boca un poco antes, lo que producía un gracioso efecto.

Me imaginé que tal vez quisiera darme las gracias por mi observación, o bien precisar su lugar de origen o quizá expresar sus ideas respecto de las habituales de Rumpelmayer. En cambio, preguntó:

–Al tacto, ¿son duros o blandos?

–Por los clavos de Cristo, ¿el qué?

–Pues los pececitos rojos artificiales.

–Son blandos, como los de verdad.

–Y si se les saca del agua, ¿qué pasa?

–También como los de verdad; están hechos a la perfección: se ponen a dar boqueadas, dan dos o tres coletazos y luego se ponen rígidos y ya no se vuelven a mover. Igual que si se murieran.

–¿Y luego?

–Luego… pues se tiran, y al cabo de unos días hacen como si se pudrieran.

Minnie reflexionaba profundamente y abría la boca, y decía:

–¿Y si se le da uno a un gato?

–Se lo come, como si fuese auténtico.

(A la tarde siguiente, en el saloncito de Minnie, mientras esperamos a René Clamart, que ha salido a comprar unos puros).

–Minnie, ya que este asunto le interesa tanto, le diré un secreto. Tras haber inventado esos pececitos artificiales tan perfeccionados, han empezado a hacer también otros animales; pájaros, por ejemplo, que cantan de maravilla.

–Si los he visto yo, en la Chaussée d’Antin: son de Nuremberg.

–Justamente.

–Pero a esos, para que canten, hay que darles cuerda; y mueven solo la cabeza y el pico y no vuelan: esos son falsos de verdad, y al tocarlos se les nota duros, como de metal.

–Sí, sí. Esos, a lo primero, parecían enteramente reales, como los peces del Quai du Louvre, pero luego los han medio embalsamado para que la cosa no se divulgara demasiado.

–¿Y por qué no se había de divulgar?

–Porque… entonces se convertiría en una cosa corriente. Y además, aquí está el secreto; se lo estaba diciendo pero usted no me deja hablar. Han construido algún otro animal… y luego… pero júreme, júreme que no se lo dirá usted a nadie.

–Sí, sí: se lo juro.

–Pues… luego… han fabricado hombres.

–¡Madre mía!

–Han hecho doce: seis hombres y seis mujeres.

–¡Santo Dios! ¿Y cómo eran?

–Exactos, como los peces. Exactos: como usted y como yo.

–¿Y dónde están?

–No se sabe. Y esa es la razón del secreto. Pocos días después de haberlos fabricado, se escaparon del laboratorio. Los han buscado por todas partes. Inútil. Andan por ahí, quién sabe por dónde.

–Pero, ¿estaban vestidos?

–Claro.

–¿Cuándo ha sido?

–Hace más de un año.

–¿En dónde?

–Aquí, aquí, en París. Eran perfectos. Resultaba imposible distinguirlos de los hombres y mujeres de verdad. Dese cuenta, Minnie; quizá alguna vez hayamos visto a alguno de ellos sin saberlo. Quizá en el restaurante, o por la calle, o en el teatro, o en el Metro… le ha mirado alguien, o incluso le ha hablado; tal vez fuera uno de ellos.

–No, basta, tengo miedo. No volveré a salir de casa. Tienen… tienen que encontrarlos. ¿Por qué no los encuentran? Ellos lo dirán, tienen que decirlo, ellos, que son artificiales.

–¿Ellos? Ellos no lo saben, por supuesto. Están convencidos de que son de verdad.

Minnie se volvía loca. No sirvió de nada que yo y René Clamart intentásemos sacarla de aquella idea y le jurásemos que todo había sido una broma.

–Ahora dicen eso para tranquilizarme. Pero sé muy bien que es verdad. ¿Tal vez aquel que está allí…? Basta, basta, volvamos a casa.

En cada persona que veía le parecía identificar a alguno de los hombres artificiales. Sollozaba y se debatía. Quería refugiarse en su casa; luego, en el cuarto más recóndito; luego, en el rincón más oscuro. La obsesión no la abandonaba ni un momento. Por las noches gritaba en sueños, y yo y René la velábamos. Triste vida, aquella. De cuando en cuando volvíamos a reiterar nuestro juramento, pero ya ni respondía, y nos miraba largo rato con ojos de desesperada melancolía que se enturbiaban de llanto. René, por probar, le dijo una vez: “Pero, en fin, ¿qué más te da?”, y fue peor.

–¿Cómo que qué más me da? ¿Y el no poder estar segura de que la persona que me ve, que habla conmigo, sea una persona de carne y hueso? Antes prefiero la muerte.

A veces, con la mirada perdida, decía:

–Y ellos no lo saben.

No hubo medio de que dejase París (“¿de qué vale?: pueden estar en cualquier parte”); no quería ver a nadie y hasta despidió a la doncella. Ya no se levantaba de la cama; René y yo nos turnábamos para ir a comprarle algo de comer. Triste vida, aquella, preñada de remordimiento. Cuando dormía, con un sueño depauperado salpicado de sollozos, nos consultábamos febrilmente; en secreto, pedimos consejo a médicos, que nos recomendaban que la divirtiéramos. Pero, ¿cómo divertirla? La obsesión la reconcomía cada día más profundamente, hasta la médula de los huesos. Como un péndulo, repetía ella cíclicamente su pensamiento: “Quizá alguien a quien he visto, con quien he hablado…”

Deteriorada vida aquella, de cómplice y de reo, respectivamente: René y yo transcurríamos las horas en silencio y sin mirarnos.

De repente un día, el mismo día, y en el mismo momento, nos invadió, a mí y a René, el mismo terror: de un momento a otro Minnie podía llegar a pensar que el propio René, o yo mismo, uno de los dos, o los dos, fuéramos de aquellos hombres mecánicos que habíamos tenido la infernal, estúpida, feroz idea de inventar para ella.

No fue eso lo que sucedió.

Sucedió algo peor.

Sucedió algo aún más espantoso en lo que no habíamos pensado: lo más espantoso de todo.

Espantoso por encima de toda posible imaginación. Fue por la noche, noche de una primavera que había estallado con indiferencia sobre París, llenando de verde sus días y de templanzas sus atardeceres. Minnie dormía, y su sueño parecía más tranquilo que de costumbre.

René y yo asomados a la ventana, contemplábamos cómo se mezclaban ásperamente luz y tinieblas, en las calles y sobre los tejados, bajo un cielo rojizo. Rumiábamos nuestra vida, desgarrada por aquella imbécil aventura. Súbitamente, sonó a nuestras espaldas un opaco grito infrahumano. Nos volvimos, espantados.

Minnie se había incorporado en la cama y extendí los brazos, temblando.

Corrimos hacia ella. Nos apartó a un lado y saltó de la cama, en su camisón de gasa. Se precipitó al espejo.

Se miraba temblando, retorciéndose los brazos, con el rostro contra el cristal, intentando penetrar con sus ojos hasta el fondo de los ojos de su propia imagen.

–Bien, es cierto: sí, ahora lo veo, lo veo claro; soy yo, yo. No soy de verdad, yo; no, no; soy una de esas mujeres, fabricadas. ¡Y no lo sabía!

Nosotros gritamos:

–¡Minnie!

–No. Ahora comprendo. Estoy segura: lo sé. Ustedes no lo pueden saber. ¿Qué hacer ahora?, ¿qué hago? Oh, René, perdóname. No era culpa mía. René.

Intentamos sujetarla por los brazos. De improviso, se pone rígida, parece fijar la atención en algo, y luego recogerse prolongadamente en un atroz pensamiento, que la aplastaba; bajo ese peso, su rostro estaba casi inmóvil, ahora. Levantaba entonces una mano, luego, de golpe, como una gran actriz, gritó:

–Pero, ¿qué es lo que hay allí? Señalaba ampliamente hacia la entrada.

–No hay nada, nadie. Cálmate, Minnie.

–¡Sí!, allí, allí, ¿quién hay?; vayan a ver en seguida.

Una luz maliciosa recorrió su rostro como un relámpago el cielo, y se apagó. Su ronca garganta repitió: “allí, rápido, allí”, y no comprendimos el engaño; para tranquilizarla corrimos adonde nos decía, pero no habíamos llegado a la puerta cuando de repente nos volvimos como avisados por un rayo. Y apenas alcanzamos a ver a Minnie como una larva blanca volando hacia la ventana; con un grito nos precipitamos a ella, pero ya se había tirado: en las manos enflaquecidas de René quedó un despojo del camisón de gasa. El cuerpo de Minnie caía durante un tiempo que nos pareció inacabable: luego oímos el golpe abajo, sobre el empedrado.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

lunes, 22 de abril de 2024

La calle Bellovesi

Massimo Bontempelli

 

Una vez, mientras estaba en la plataforma de un tranvía de Milán, un individuo con barba gris, sombrero verde y aspecto de calabrés, fijó sobre mí sus blancos ojos de poseído y me dijo:

–Le pido perdón, señor…

Nunca hubiera imaginado que con aquellos ojos pudiera pronunciar una frase tan cortés. Olvidé mi primera impresión, cercana al sobresalto.

–Le pido perdón, señor, ¿podría usted decirme dónde se encuentra la calle Bellovesi?

–No lo sé –le contesté, tan amablemente como pude–. Debo decirle que yo no soy milanés.

–¡Ah!

Ese ¡ah! no era uno de esos ¡ah! gorditos y bien alimentados, de obispo, que en la conversación cotidiana indican una conclusión completamente satisfactoria y que dejan a uno el espíritu sereno. Era un ¡ah! árido, lleno de sarcasmos. Los novelistas todavía no han encontrado la manera de distinguir esos ¡ah! de los otros por la ortografía. Escriben en ambos casos ¡ah!, así, por las buenas, lo mismo que en muchos otros casos intermediarios y colaterales. Es una enorme laguna de nuestro lenguaje.

Sentía un malestar oscuro y seguía a la defensiva, mientras el tranvía continuaba su carrera a lo largo de las rectas avenidas y de las curvas calles de la ciudad.

El hombre insistió, con tono amenazador:

–¿Y si usted fuera de Milán? –me preguntó.

–Si yo fuera de Milán –le contesté con lógica indudable– sería más probable, pero no cierto, que yo supiera dónde se encuentra la calle Bellovesi.

La satisfacción íntima inspirada por la brillantez de mi contestación me llenó de seguridad, y durante un momento me creí liberado del sorprendente personaje, pues casi en seguida se dirigió al más próximo de sus vecinos de tranvía, un hombre común, con sombrero hongo y alfiler en la corbata. Con los mismos ojos y la misma voz le preguntó a él también:

–Le pido perdón, señor… ¿es usted de Milán?

–Sí –contestó el señor del sombrero hongo–. De lo más milanés que hay. ¡Del Verziere!

–Entonces, si es usted milanés, ¿podrá decirme dónde está la calle Bellovesi?

El hombre común se molestó:

–¿Qué quiere usted decir?

–Señor de Milán, ¿sabe usted quién fue Bellovesi?

El otro lo miró, luego me miró a mí, después a todos los pasajeros a su alrededor, lanzó una ojeada a la calle que se deslizaba bajo nuestros ojos y, por fin, bruscamente, en un momento en que el tranvía frenó la marcha, bajó aprisa y se alejó sin mirar para atrás.

El tranvía se paró. El amable energúmeno volvió a mi lado:

–Pero usted, señor, que por lo menos no es de Milán, baje, por favor. ¡Baje conmigo!

Ignoro qué fuerza me empujó a darle satisfacción. En un rincón de la calle, un policía de tránsito echaba un sueño, la cabeza baja. El amigo lo despertó:

–Señor policía, ¿puede decirme dónde está la calle Bellovesi?

Mitad dormido, mitad despierto, el otro murmuró:

–Peliveso, Belifesi, no sé, no sé…

–Mire usted en su guía, por lo menos…

Con infinita dulzura, el exiliado napolitano sacó una libretita de la chaqueta y se puso a hojearla.

–¿Cómo dice? ¿Pelurcsu?

–No. Bellovesi, con B.

–Belleza… Bellini… Bellotti… Ya estamos… Be-naco… no. No está Billeveso, excelencia.

Lo dejamos, pues ya no podía más. Yo seguía a mi compañero, agitado, con mucho interés, pero no sin dificultad. Vi que se precipitaba sobre un coche vacío y tranquilo que avanzaba hacia nosotros. Lo paramos, lo ocupamos. Una vez instalados, mi compañero le dijo al cochero, con aire parsimonioso:

–Llévenos a la calle Bellovesi.

Me quedé asombrado al ver que el cochero no decía nada. Ni siquiera se volvió hacia nosotros. Hizo restallar su látigo en el aire, le pegó con el pie al caballo y salimos hacia adelante. Y nosotros con él.

Y el coche corrió, atravesando innumerables calles, plazas ilustres, cruceros muy peligrosos, siempre por en medio de esa multitud agitada que hace de Milán la ciudad de la vida intensa y de la vida de trabajo. Mi compañero se había envuelto en su silencio digno. Bajó sobre la frente el borde de su verde sombrero calabrés, y contemplaba con aire místico la puntera cuadrada de sus zapatones. Yo respetaba ese silencio y esa contemplación, y me interesaba en el paisaje que recorríamos. Las calles se hacían menos frecuentadas y las plazas menos ilustres. Las boticas y las casas iban tomando un aire de barriada. Penetramos en lo desconocido. Llegábamos a lo aborigen. De vez en cuando, movido por ignoro qué ocultas razones, en lugar de continuar todo derecho, el coche daba vuelta en una calle lateral. A las cantinas sucedieron las fondas. El coche se estremecía cada vez más, como si exprimiera una nostalgia sollozante por los lejanos empedrados.

Después de tres o cuatro virajes imprevistos, la luz volvió a hacerse brillante, habían desaparecido las tiendas de vino y reaparecían los bares románticos. Volví a sentir las brisas familiares. Más tiendas y algunos grandes almacenes aparecieron ante nosotros. Poco a poco, al encontrar las calles y las plazas conocidas, recuperé mi espíritu. Algunos cruceros que atravesamos me recordaron que volvíamos a estar junto al corazón del inmenso cuerpo cuyos miembros más alejados ya habían sido explorados por nosotros.

En aquel momento, sin razón aparente, el caballo se detuvo, la cabeza baja, y el coche se inmovilizó. El cochero se volvió hacia nosotros y nos dijo:

–No entendí bien. ¿Qué calle dijo?

–Calle Bellovesi.

–Ahora veo. No existe esa calle, por lo menos en Milán.

Mi prodigioso compañero me miró y dijo:

–Yo sabía muy bien que no existe esa calle.

–Pero entonces, ¿por qué la busca?

–Pues precisamente porque no existe.

El caballo, el cochero, el coche, el personaje, y yo, todos estábamos inmóviles y mudos. Miré para otro lado.

Mi compañero me preguntó:

–¿De dónde es usted, señor?

Para estos casos siempre tengo a mi disposición una larga lista de ciudades. Tuve la brillante inspiración de contestar:

–Soy de Roma.

–¿Y sabe usted, señor, quiénes fueron Rómulo y Remo?

Mi memoria, en cuestión de medio segundo, me llevó hasta la escuela de mi infancia, y pude recitar:

–Rómulo y Remo, señor, fueron los fundadores de Roma, capital de Italia.

–¿Y qué diría usted, señor, de un romano que no supiera quiénes fueron Rómulo y Remo?

–Diría que es sordomudo.

–¡Sordomudo! ¡Vaya, sea bendito por esa palabra! ¡Los milaneses –y alargó la mano para indicar la espalda del cochero, la cola del caballo, el empedrado, la casa de enfrente, la multitud que pasaba–, los milaneses son sordomudos! No saben quién fue Bellovesi. Bellovesi fue el Rómulo y Remo de Milán. Es el galo Bellovesus, señor, sobrino de un rey de los Biturigos, que casi seis siglos antes de Cristo franqueó los Alpes, acampó aquí y fundó Milán, capital moral de Italia. Y en Milán nadie, absolutamente nadie, lo sabe. Ni una calle en Milán, ni una plaza, o una avenida, o un bulevar, o monumento, callejuela, pórtico, arco, café, escuela o casa de citas siquiera, que consagre el nombre de Bellovesi. Bajemos, señor. ¿Quién paga el coche, usted o yo?

–Páguelo usted –propuse.

–Está bien.

Pagó y se bajó del coche. Yo también bajé. Y antes de que pudiera despedirme de él, había desaparecido.

 

lunes, 4 de julio de 2022

África

Massimo Bontempelli

 

Nunca he tenido una verdadera inclinación por el homicidio. Hasta ahora no he asesinado más que a mi amigo Amílcar, aunque, tras de mucho pensarlo, me parece que no fue una mala idea. Esto sucedió hace muchos años en la ciudad de Casablanca.

Había ido a Casablanca a causa de una desilusión amorosa que me infirió una norteamericana a la que había acompañado de Europa a Asia y que me había dejado plantado. Odiando en consecuencia Europa, Asia y América, y dada la distancia de Oceanía, decidí pasar algún tiempo en África. Por eso me hallé en Casablanca que, como muchos saben, está situada precisamente en África, sobre el Atlántico. En Casablanca vivían muchos trabajadores italianos que laboraban de día, muchas cocottes provenzales que trabajaban de noche, y muchos franceses.

A fin de apaciguar mi espíritu exacerbado, pasaba todo el día recluido en mi alcoba, dedicado a escribir la vida de Ruggero Bonghi, según los documentos que había recogido en mis viajes. Por la noche me dirigía a tomar un púdico mazagrán en alguno de los doscientos casinos que florecían en aquella noble colonia. En uno de esos trabé conocimiento y luego estrecha amistad, con un hombre modesto y apasionado que se llamaba Amílcar. Era un portugués nacido en Brasil, que durante el día se dedicaba a vender una gran existencia de tapices que había traído de quién sabe dónde, y que, por la noche, llegaba al casino a jugar a la ruleta y perdía todo cuanto lograba reunir durante el día. Yo no jugaba porque ya conocía mi poca suerte. Lo esperaba arrellanado en una poltrona.

Por fortuna Amílcar no empleaba más de una hora en perder cuanto tenía. Por consiguiente, a la medianoche, venía a sacarme de mi silla, diciéndome:

–Esta tarde me ha ido mal.

Y salíamos a vagar juntos, bajo las pesadas estrellas del trópico.

Un día, a media noche, me dijo como de costumbre:

–Esta tarde me ha ido mal.

Nos fuimos. Pero apenas habíamos dado unos pasos y aún estábamos en la puerta de la sala, cuando, al meter la mano en los bolsillos a fin de sacar un cigarrillo, Amílcar exclamó:

–¡Oh!

Había encontrado una moneda, un franco.

–No he perdido todo. Voy a apostarlo y vengo en seguida.

Dio tres pasos hacia la mesa de juego, pero volvió a mi lado.

–¿Dónde lo pongo? –me preguntó.

–Donde quieras, pero que sea pronto.

–No, no, –se obstinaba– dime en qué número debo ponerla.

Le dije:

–En el 45.

–No es posible –me gritó desolado– no son más que 36 los números.

–Eso es –respondí– ponlo en el 36.

Corrió en dirección a la mesa. Un minuto después oí la heráldica voz del croupier anunciar:

–36 rojo.

Alargué el cuello. Vi la barba tremebunda y las manos de Amílcar tenderse hacia las monedas que se acumulaban junto a su franco; pero, al mismo tiempo, Amílcar alargó el cuello hacia mí, diciéndome con sofocada voz:

–Di pronto, pronto, ¿dónde pongo estos 36 francos?

Yo estaba fastidiado. Para acabar, le dije:

–Deja todo en el 36.

–¿De veras…? –balbuceó.

Imperioso y despiadado añadí:

–¡Déjalos!

Como un perro fiel hizo lo que le ordené. Me dirigió una mirada humilde y lanzó otra pavorosa a la máquina que giraba. Después, la máquina empezó a girar más lentamente, se detuvo, y repitió;

–36 rojo.

Un grito de sorpresa huyó de dos o tres bocas. El croupier entregaba fríamente a Amílcar la suma.

–¿Y ahora? –preguntó Amílcar con una voz de espectro.

–Ahora –dije yo con una voz de emperador– ¡vámonos!

Amílcar estaba de tal modo herido de admiración por mí que no osó decir palabra. Se repartió en todos los bolsillos los 1296 francos y, como un perro fiel, como una mujer enamorada, se acercó a mí.

Ya en la calle, no dijo una sola palabra.

El día siguiente no pensé más en aquello y me ocupé, con toda devoción, en la vida y hechos de Ruggero Bonghi. Por la noche, Amílcar vino por mí a casa. No dijo nada. Solamente propuso, con mucha indiferencia:

–Vamos al Flamboyant (tal era el nombre de aquel garito africano).

Estando allí, arrellanado yo en mi poltrona, él, con gran moderación me dijo:

–¿Por qué no vienes un momento a mi lado? ¿No me dices los números?

–Apuesta al 5.

Salió el 5.

–¿Y ahora?

–Apuesta al 18.

Salió el 18.

–¿Y ahora?

Él no se hallaba sorprendido. Los demás jugadores sí, y me miraban con ojos llenos de miedo. Me sentí horriblemente turbado. Dije impaciente:

–No sé, haz lo que te parezca.

Le volví la espalda y fui a refugiarme en mi poltrona, que era grande y de cuero.

Pero él estaba ya delante de mí, inmóvil:

–¿Quieres decir que debo suspender, por un rato, el juego?

Allí estaba, de pie, así, mirándome, como se espera que hable el médico cuando está observando el termómetro, o el usurero a quien se ha pedido un préstamo: como se espera, en una palabra, el verbo de una criatura superior.

Fumé dos cigarrillos tratando de evitar su mirada. Miraba un rato hacia la derecha, a un ángulo de la sala, donde no había nadie; después de un momento, miraba de reojo hacia la izquierda, girando hacia un ángulo donde no había nadie. Al fin del segundo cigarrillo, lo acometí de pronto:

–En resumen, ¿qué haces aquí?

–Nada, nada.

Era tan sumiso que me puse a reír y, tras de la risa, no sé cómo, más bien dicho no sé por qué, sin intención, como un estornudo, algo me dijo:

–17.

Amílcar corrió en seguida. Sentí un remordimiento. No pude dejar de aguzar la oreja. Oí un silencio, un zumbido, luego la voz del anunciador:

–17 negro.

La tarde del día siguiente me puse yo también a jugar con él. Perdimos. Probé jugar algunos golpes solo y perdí. Volvió a jugar Amílcar, y yo le sugería los números: ganaba siempre. Poco después, se detuvo y le dije:

–Vámonos.

Y nos fuimos.

A los lectores les gustaría que yo contase con más detalles los episodios e incidentes del juego, porque ya sé que se divierten con estas tonterías. Pero yo no escribo para deleitar, escribo para instruir.

Al salir de allí la tercera noche, Amílcar, que era un hombre honrado, me dijo:

–Hagamos un pacto. Vendremos todas las tardes. Yo juego con mi dinero. Tú no juegas, tú me dices los números; al salir partimos la ganancia.

Y así lo hicimos durante dos meses. Todas las noches no sé qué demonios me sugería los números, y siempre éramos los afortunados. Apretaba un instante los ojos, tendía, casi, la oreja, y una especie de voz íntima, un consejero inesperado, me decía claramente el número. Después de siete u ocho números, la voz no me decía nada más. Nos íbamos. Ganábamos cerca de 15 mil liras por noche.

Pero el dinero perturba la paz del hombre. De mano en mano aquel oro mágicamente ganado la noche anterior, se acumulaba en mis cofres, mis jornadas se volvían pálidas e inquietas. La vida de Ruggero Bonghi empezaba a extinguirse, y yo había fundado en aquel libro muchas esperanzas de gloria. Y ahora el libro, y con él mi gloria, vacilaba, languidecía cada vez más miserablemente en mis manos, página a página, debido a mis ocupaciones nocturnas, funesto efecto de la fácil riqueza.

Entre el Ruggero Bonghi y el Flamboyant mi desesperación amorosa se había aplacado, la figura de la traidora se había desvanecido en mi memoria y ya no había razón alguna para no regresar a la Europa natal.

Había una razón, sí: Amílcar. ¿Podía abandonarlo de ese modo? Yo no tenía valor para hacerlo. La existencia de tapices se había terminado. Amílcar vivía y se enriquecía gracias a la virtud de mi inspiración prodigiosa. A él la riqueza no le pesaba ni le producía fastidio. Era un alma simple, jamás se hubiera puesto a escribir la vida de Ruggero Bonghi. Yo me decía:

–Cuando un día esta vena se acabe, habrá de encontrar otro modo de seguir viviendo.

Pero ¿cómo persuadirlo? Confieso que ahora ya lo quería bastante. Con este pensamiento días y semanas, y creciendo en mí la impaciencia de irme, me nació oscuramente (¿acaso también por obra del diablo?) la idea de un ardid para volver suavemente a Amílcar a una vida más digna sin que me guardara rencor, a mí, que solo le deseaba el bien.

Maduré mi plan, gasté algún tiempo en ponerlo en práctica. Un día, en que no había logrado escribir siquiera una línea y Ruggero Bonghi andaba desvaneciéndose y borrándose en mi interior del mismo modo que la hermosa traidora, por la noche, fríamente, decidí actuar.

Henos aquí en la mesa de siempre: Amílcar sentado; yo de pie, a su derecha, como siempre. Él, como siempre, espera que los demás apuesten, para que nadie imite su juego; después, vuelve a mí la mirada. Yo cierro los ojos, apresto la oreja y el corazón, y del corazón late la voz misteriosa, murmurando: 24.

Entonces digo a Amílcar: 34.

Los pocos segundos que la bolita empleó en su curso, me parecieron siglos.

Me oprimía la angustia de haberlo engañado de ese modo. Arrepentido, me prometí hacerlo ganar el golpe siguiente. Sudaba frío. La bolita se detuvo.

Había salido el 34.

Todo remordimiento desapareció. Creo que lo miré con una mirada terrible.

Escuché al demonio: el demonio me dijo:

–Cinco.

Y yo le dicté a Amílcar:

–Ocho.

Salió el ocho. Oía la voz interior decirme:

–21.

Dije a Amílcar:

–30.

Salió el 30.

Dije números al acaso, y todos salían. No lograba engañarlo. Se produjo un tumulto entre los jugadores. La banca suspendió el juego, extendió un velo negro sobre la mesa. Amílcar estaba radiante. Yo me sentí inundado por una onda de bilis negra y violenta. No había logrado engañarlo. No había logrado librarme. No podía acabar la vida de Ruggero Bonghi. No podía regresar a Europa. Los jugadores hacían comentarios detrás de nosotros.

–¡Vamonos! –dije a Amílcar, empujándolo, hurtándolo, echándolo por delante como a un becerro.

Se adelantó, y mientras atravesábamos un corredor casi completamente oscuro, lo cogí por la solapa y lo arrojé por la ventana. Oí cómo se estrellaba sobre las baldosas del patio. Entonces, bajando por otra escalera, me volví súbitamente a Europa sin ir siquiera a mi casa a mudarme.

Y la paz volvió a mi ánimo. Solo estando ya en Nápoles, recordé que había dejado allí, en un cajón, en África, el manuscrito de la vida de Ruggero Bonghi y los documentos.

Un día u otro habré de volver a recogerlos.