Milia Gayoso Manzur
Bajó
del colectivo en la puerta del cementerio. Junto a la florista dudó entre una
docena de margaritas o un ramo de rosas pálidas a medio abrir, con tallos
cortos y muchas espinas. Se decidió por estas últimas. Recorrió el largo
pasillo y el ruido de sus tacos retumbó en el campo santo molestando la quietud
de la siesta.
Hacia el fondo, un
albañil terminaba presuroso un panteón, seguramente el habitante llegaría en
unas horas, para compartir con esos miles el lugar donde quedan dormidos los
últimos sueños.
El sol de las dos de la
tarde le quemaba la piel y hacía brotar gotitas por los poros. Frente a un
panteón enorme, una anciana de luto sentada en una silleta, acomodaba jarrones
con viejas flores de plástico mientras algunas lágrimas enormes y silenciosas
salpicaban el piso. Se perdió en un laberinto de tumbas, cruces y grupos de
malezas, le costó encontrar el panteón. “La tercera hilera después de la calle
principal, el panteón 87, está pintado de amarillo y siempre tiene flores
frescas y parece un lugar alegre en medio de tanta tristeza”, le había dicho su
madre.
Allí estaba. Recién
pintado, con veredita y dos manchones de flores bien cuidadas en los costados.
En el frente, a un lado de la puerta, una foto y una placa dorada que rezaba: “De
tu esposa y tus hijos”, volvió a repetir mientras un nudo enorme en la garganta
se desató produciendo un llanto ruidoso.
Sacó las flores del
florero y aunque estaban frescas las reemplazó por las rosas pálidas. Miró a
través del vidrio, estaba, el cajón tapado con un cobertor blanco bordado y
lleno de encajes. Y adentro él, su padre, quizás ya apenas huesos, apenas un
montón de ropa hechas añicos y huesos descarnados.
Cuando empezó a enfermar
le habían escrito varias veces “papá quiere verte, papá quiere verte”, pero no
acudió al llamado, estaba demasiado ocupada con su éxito de bailarina en una
discoteca europea. “Papá quiere verte”, había dicho la última carta que recibió
antes de aquella en la que le contaron que había muerto llamándola repetidas
veces.
Y no vino, ni siquiera
cuando murió. Ni para las misas, ni las novenas, ni en el primer aniversario.
Sólo ahora, diez años después, y encontró a su madre ya cansada y vieja, a sus
hermanos muy rencorosos y dolidos con ella. Por eso cuando pidió que alguien le
acompañe al cementerio todos se negaron, ni siquiera le quisieron explicar la
ubicación. Sólo su madre la recibió como siempre y la acogió con afecto.
No supo en qué momento se
encontró hablándole, pidiéndole perdón por no haber venido cuando aún vivía, o
aunque sea para traerle flores antes de que su cuerpo se marchitara del todo.
Le conto de esos años lejos, creyéndose feliz sin necesitar de nadie, ganando
mucho dinero, recibiendo el aplauso y la admiración de los hombres y de vez en
cuando el amor un poco duradero de alguno. “¿Me vas a perdonar?”, le repetía
una y otra vez, “tenés que perdonarme para que sea realmente feliz”.
“No tiene que llorar
tanto, señorita”, le dijo un nene con un balde de agua en la mano, “le va a
perdonar porque ese señor es bueno, por eso ha de ser que todas las semanas
vienen todos sus hijos a verle”. El nene con el balde se alejó y queriendo
ayudarla, la hizo sentir más culpable. “Vienen todos sus hijos a verle”,
repitió.
Cuando iba a marcharse
notó que las rosas se abrieron completamente.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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