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miércoles, 30 de julio de 2025

Jardines de Kew

Virginia Woolf

 

Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengua, y desplegaban en la punta pétalos rojos, azules o amarillos con manchas de colores. Y de la oscuridad roja, azul o amarilla del centro sobresalía un tallo grueso, recto, rugoso, cubierto de polvo dorado y con terminación compacta. Los pétalos eran lo suficientemente grandes como para agitarse con la brisa de verano y, al moverse, las luces rojas, azules y amarillas se entremezclaban, manchando un pequeño diámetro de la tierra marrón del cantero de un color de lo más intrincado. La luz caía, o bien sobre la superficie suave y gris de una piedra; o bien sobre el caparazón de un caracol, con sus venas circulares color marrón; o sobre una gota de lluvia, ensanchando con tal intensidad las delgadas paredes de agua, de rojo, azul y amarillo, que parecía que iba a explotar y desaparecer. Sin embargo, la gota recuperó en un segundo su tono gris plata habitual, y la luz se posó luego sobre la superficie de una hoja, revelando las nervaduras de la superficie; y otra vez se movió y se posó sobre los vastos espacios verdes bajo el montículo de hojas con forma de corazón o de lengua. Después, la brisa sopló con más intensidad y el color se expandió en el aire, hacia los ojos de los hombres y las mujeres que caminaban por Kew Gardens en julio.

Las figuras de esos hombres y mujeres caminaban lentamente detrás del cantero con un curioso movimiento irregular, no muy diferente del de las mariposas blancas y azules, que atravesaban el césped volando en zigzag de cantero en cantero. El hombre caminaba despreocupado, apenas unos centímetros delante de la mujer; mientras que ella iba a paso decidido, volviéndose solo de vez en cuando para vigilar que los niños no se hayan alejado demasiado. Él mantenía la distancia deliberadamente, aunque tal vez de modo inconsciente, pues deseaba seguir abstraído en sus pensamientos.

“Hace quince años vine aquí con Lily”, pensó. “Nos sentamos por allí junto al lago y durante toda esa tarde calurosa le supliqué que se casara conmigo. La libélula nos sobrevolaba: con qué claridad veo la libélula y el zapato de Lily, con la hebilla de plata cuadrada en la punta. Mientras yo hablaba, miraba su zapato, y si ella movía el pie con impaciencia yo sabía, sin levantar la vista, lo que iba a decir. Todo su ser parecía estar en el zapato; y todo mi amor, mi deseo, en la libélula. Por alguna razón pensaba que si se posaba allí, en esa hoja ancha con la flor roja en el medio; pensaba que si la libélula se posaba en esa hoja ella diría que sí de inmediato. Pero la libélula volaba y volaba: nunca se detuvo en ninguna parte; desde luego que no, afortunadamente, pues de lo contrario no estaría aquí paseando con Eleanor y los niños.

–Dime Eleanor, ¿piensas a menudo en el pasado?

–¿Por qué lo preguntas, Simon?

–Porque he estado pensando en el pasado. He estado pensando en Lily, la mujer con la que pude haberme casado… ¿Por qué estás callada? ¿Te molesta que piense en el pasado?

–¿Por qué lo haría, Simon? ¿Acaso no todos pensamos en el pasado cuando estamos en un jardín con hombres y mujeres recostados bajo los árboles? ¿No son ellos, acaso, nuestro pasado, todo lo que queda de él, esos hombres y mujeres, esos fantasmas recostados bajo los árboles… nuestra felicidad, nuestra realidad?

–En lo que a mí respecta, una hebilla de plata cuadrada y una libélula.

–En lo que respecta a mí, un beso. Imagina seis niñas sentadas frente a sus caballetes hace veinte años, a la orilla del lago, pintando los nenúfares, los primeros nenúfares rojos que vi en mi vida. Y de repente un beso, justo detrás del cuello. Y la mano temblorosa durante el resto de la tarde que me impedía pintar. Me quité el reloj y fijé la hora en la que me permitiría volver a pensar en el beso durante tan solo cinco minutos. Qué beso tan preciado, el de una mujer de cabello gris y verruga en la nariz, la madre de todos los besos de mi vida. Vamos Caroline, vamos Hubert.

Pasaron el cantero caminando los cuatro juntos ahora, y pronto se fueron encogiendo entre los árboles hasta verse casi transparentes, mientras la luz del sol y la sombra flotaban a sus espaldas formando grandes y temblorosas manchas irregulares.

En el cantero ovalado, el caracol, con el caparazón teñido de rojo, azul y amarillo durante aproximadamente dos minutos, parecía moverse ahora muy lentamente dentro de su concha. Se empezó a arrastrar sobre los grumos de tierra floja que se desintegraban a medida que les pasaba por encima. Parecía perseguir un objetivo específico, y en ello se diferenciaba del curioso insecto, verde y anguloso, que intentaba adelantársele. Esperó unos segundos, la antena le temblaba como si vacilara, hasta que de un salto rápido y curioso salió disparando hacia el lado contrario. Barrancos marrones, en cuyos huecos se formaban lagos verdes y profundos; árboles chatos, con hojas como briznas de hierba, se agitaban de la raíz a la punta; cantos rodados grises; superficies rugosas, de textura delgada y quebradiza… Todo esto veía el caracol que iba de tallo en tallo en dirección a su objetivo. Antes de que pudiera decidir si esquivaría la hoja muerta en forma de arco o la treparía, pasaron junto al cantero los pies de otros seres humanos.

Esta vez eran dos hombres. El más joven tenía una expresión de tranquilidad quizás algo artificial. Levantaba la vista y miraba al frente mientras su compañero hablaba; y al hacer silencio éste, la fijaba otra vez en el suelo, separando los labios tras largas pausas y, por momentos, sin abrirlos en absoluto. El mayor caminaba de forma curiosamente inestable, balanceando los brazos y sacudiendo la cabeza, como si fuera un caballo de tiro, impaciente, cansado de esperar en la puerta de una casa. Pero en aquel hombre estos gestos eran indecisos y sin objeto. Hablaba casi incesantemente; sonreía y seguía hablando, como si esa sonrisa hubiera servido de respuesta. Hablaba de espíritus, los espíritus de los muertos que, según él, incluso en ese momento, le contaban acerca de sus extrañas experiencias en el cielo.

–Los antiguos llamaban al cielo Tesalia, William; y ahora, con esta guerra, lo espiritual anda como el trueno entre las colinas.

Hizo una pausa, como si escuchara algo, sonrió, sacudió la cabeza y continuó:

–Tienes una pequeña batería eléctrica y un pedazo de goma para aislar el cable. ¿Aislar se dice? Bueno, ahorrémonos los detalles, de qué sirve entrar en cuestiones que nadie entendería. En fin, la maquinita se coloca en una posición conveniente en la cabecera de la cama, diremos, en un limpio estante de caoba. Una vez que los obreros hayan hecho todos los preparativos de acuerdo a mis indicaciones, las viudas acercarán la oreja y convocarán a los espíritus con la señal acordada. ¡Mujeres! ¡Viudas! Mujeres de negro…

En este momento pareció ver el vestido de una mujer a lo lejos, que a la sombra parecía de un negro violáceo. Se quitó el sombrero, llevó su mano al corazón y se apuró a alcanzarla murmurando y gesticulando febrilmente. Pero William lo sujetó de la manga y tocó una flor con la punta de su bastón para desviar la atención del anciano. Después de contemplarla unos segundos, el anciano, algo confundido, inclinó el oído hacia la flor y pareció responder a una voz que surgía desde allí, pues comenzó a hablar sobre los bosques de Uruguay que había visitado hacía tantos años acompañado por la joven más bella de Europa. Podía escuchárselo murmurar sobre los bosques de Uruguay, cubiertos de pétalos de rosas tropicales, ruiseñores, playas, sirenas y mujeres ahogadas en el mar; y se dejaba conducir por William, sobre cuyo rostro, una expresión de estoica paciencia se iba dibujando lenta y profundamente.

Detrás del anciano, lo suficientemente cerca como para que les llamara la atención sus gestos, venían dos mujeres entradas en edad, de clase media baja, una regordeta a paso lento, la otra ágil y de mejillas sonrojadas. Como la mayoría de las personas de su posición, se sorprendían abiertamente con cualquier signo de excentricidad que señalara algún tipo de desorden mental, sobre todo en los mejor posicionados. Pero estaban muy lejos de poder asegurar si esos gestos eran meramente excéntricos o de veras se trataba de un desequilibrado. Después de observar al anciano un rato en silencio, mirándose con malicia, siguieron caminando enérgicamente, retomando su complicado diálogo:

–Nell, Bert, Lot, Cess, Phil, Pa, dice él, digo yo, dice ella, digo yo, digo yo, digo yo…

–Mi Bert, Sis, Bill, el abuelo, el anciano, azúcar. Azúcar, harina, arenque ahumado, verduras. Azúcar, azúcar, azúcar.

La mujer regordeta miró con expresión de curiosidad entre la catarata de palabras. Las flores que crecían firmes, rectas en la tierra. Las miró como alguien que despierta de un profundo sueño y ve un candelero de metal reflejar la luz de modo extraño, y cierra los ojos otra vez y al abrirlos por segunda vez y ver –ahora sí, habiendo despertado completamente– el candelero todavía allí, lo observa con toda su atención. Así, la pesada mujer se paralizó frente al cantero de forma ovalada, dejando incluso de aparentar estar escuchando lo que la otra mujer decía. Allí se detuvo, dejando que las palabras le cayeran encima, balanceando suavemente la parte superior del cuerpo, hacia adelante y hacia atrás, y mirando las flores. Después sugirió ir a sentarse a tomar el té.

El caracol consideraba ahora todas las formas posibles de llegar a su objetivo sin bordear la hoja seca ni treparla. Dejando de lado el esfuerzo necesario para hacer esto último, dudaba de si la delgada textura, que vibraba con ese alarmante crujido incluso al rozarla con la punta de sus antenas, soportaría su peso. Esto hizo que finalmente decidiera por arrastrarse por abajo, pues en un punto la hoja se curvaba lo suficiente como para darle lugar. Había metido ya la cabeza y observaba el techo marrón; comenzaba a acostumbrarse a la fresca luz allí abajo cuando dos personas pasaron. Esta vez eran los dos jóvenes, un varón y una mujer; ambos en los primeros años de la juventud, o incluso en la etapa previa a esos años; la etapa previa a que los suaves pliegues rosas de la flor desplieguen su capullo pegajoso, cuando las alas de la mariposa, aunque ya desarrolladas por completo, yacen inmóviles al sol.

–Por suerte no es viernes –observó él.

–¿Por qué lo dices? ¿Crees en la suerte?

–Debes pagar seis peniques los viernes.

–¿Qué son seis peniques de todos modos? ¿Acaso esto no lo vale?

–¿Qué es “esto”? ¿A qué te refieres con “esto”?

–Oh, a lo que sea, quiero decir, tú sabes a lo que me refiero.

Largas pausas les seguían a cada comentario que soltaban con su voz monótona. Se detuvieron en el borde del cantero y presionaron la punta de la sombrilla de ella hasta enterrarla en la tierra blanda. Esta acción, y que él apoyara su mano sobre la de ella, expresaba sus sentimientos de un modo extraño, como esas palabras cortas e insignificantes también expresaban algo, palabras con alas cortas para cargar tanto significado, insuficientes para llevarlos demasiado lejos; y así se posaban con incomodidad sobre los objetos corrientes que los rodeaban; y eran para su tacto inmaduro tan macizas… Pero ¿quién sabe (pensaban mientras presionaban la sombrilla) qué precipicios se hallan ocultos en ellas, o qué laderas de hielo no brillan en el sol del otro lado? ¿Quién sabe? ¿Quién ha visto esto antes? Incluso cuando ella se preguntaba qué clase de té servían en Kew Gardens, él sentía que algo se avecinaba detrás de las palabras de la muchacha, y se mantuvo firme y decidido detrás de ellas. Y la neblina se dispersó lentamente y descubrió (oh, Dios, ¿qué eran esas formas?) pequeñas mesas blancas y meseras que la miraban primero a ella y después a él. Y después habría una cuenta que él pagaría con dos verdaderos chelines. Y era real, todo era real, pensó él tocando la moneda en su bolsillo, real para todos excepto para ellos dos, incluso para él comenzaba a parecer real. Y después –pero era tan emocionante seguir pensando– desenterró la sombrilla de un sacudón, impaciente por encontrar el lugar sonde se tomaba el té junto a las otras personas, como las otras personas.

–Vamos Trissie, es hora de tomar el té.

–¿Dónde se toma el té? –preguntó ella con un dejo de emoción en su voz de lo más extraño, observando a su alrededor y dejándose conducir por el camino de césped, arrastrando la sombrilla, volteándose de un lado al otro, olvidándose del té, deseando ir para allí y para allá, recordando las orquídeas y las aves del paraíso entre las flores salvajes, una pagoda china y un pájaro de copete color carmesí; pero siguió caminando.

Así, una pareja detrás de la otra, a un ritmo bastante similar, a paso irregular e indeciso, pasaban el cantero y terminaban envueltos en un halo de vapor verde azulado en el que, al principio, los cuerpos mantenían la sustancia y algo de color, pero luego se disolvían en la atmósfera verde azulada. ¡Qué calor hacía! Tanto que hasta el zorzal decidía saltar, como un pájaro a cuerda, hacia la sombra de las flores, con largas pausas entre un movimiento y el siguiente. En lugar de deambular sin sentido, las mariposas blancas danzaban una sobre la otra, dibujando con sus blancas escamas superpuestas, la forma de una columna de mármol rota sobre las flores más altas. El techo de cristal del invernadero brillaba como si un mercado repleto de relucientes sombrillas verdes se hubiera abierto bajo el sol. Y entre el zumbido del avión, la voz del cielo de verano descubría su alma abrumadora. Amarillo y negro, rosa y blanco como la nieve; formas de todos estos colores, hombres, mujeres y niños se distinguían por un instante en el horizonte, y después, viendo tanto espacio amarillo sobre el césped, titubeaban y buscaban la sombra bajo los árboles, disolviéndose como gotas de agua en la atmósfera amarilla y verde, manchándola apenas con rojo y azul. Parecía como si todos los cuerpos sólidos se hubieran hundido en el calor y yacieran amontonados sobre la tierra; pero sus voces salían flotando, como llamas saliendo de los gruesos cuerpos de cera de las velas. Voces. Sí, voces. Voces sin palabras, rompiendo el silencio de repente con expresiones de pura satisfacción, de deseo apasionado o, en las voces de los niños, de inocente sorpresa. ¿Rompiendo el silencio? Pero no había silencio, todo el tiempo se escuchaba el motor de los autobuses poniéndose en marcha o cambiando la velocidad; la ciudad murmuraba como un nido gigante de cajas chinas, todas de hierro forjado, girando incesantemente unas dentro de las otras; y en la cima, las voces gritaban y los pétalos de millones de flores esparcían sus colores en el aire.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

sábado, 15 de marzo de 2025

La marca en la pared

Virginia Woolf

 

Creo que fue a mediados de enero de este año cuando levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Para indicar una fecha primero debo recordar lo que vi. Así que ahora pienso en el fuego, en la luz amarilla fija sobre la página de mi libro, en los tres crisantemos en el florero redondo sobre la chimenea. Sí, seguramente era invierno, y recién habríamos terminado de tomar el té, porque recuerdo que estaba fumando un cigarrillo cuando levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Miré por entre el humo del cigarrillo y mi vista se detuvo un instante en el carbón ardiendo; se me vino a la mente aquella vieja imagen de la bandera roja flameando en la torre del castillo, y pensé en los caballeros rojos ascendiendo por la ladera de la roca negra. Para mi alivio, ver la marca en la pared interrumpió el pensamiento, pues es una imagen vieja, una imagen automática, que construí de niña tal vez. La marca era pequeña y redonda, negra sobre la pared blanca, situada a unos quince centímetros sobre la chimenea.

Con qué facilidad los pensamientos se lanzan sobre un nuevo objeto; lo elevan unos instantes –como hormigas cargando una brizna de paja con tanta avidez– y luego lo abandonan… Si un clavo había dejado esa marca, no podía haber sido por un cuadro; tendría que haber sido por una miniatura, la miniatura de una dama de rulos blancos, de mejillas empolvadas y labios como rojos claveles. Una falsificación desde luego, pues los que vivían en esta casa antes que nosotros habrían escogido ese tipo de cuadros: un viejo cuadro para una vieja habitación. Esa clase de personas eran: personas muy interesantes. Y pienso en ellos tan a menudo, en lugares tan extraños, pues nunca los volveré a ver, nunca supe lo que pasó después. Dejaban esta casa porque querían cambiar el estilo de los muebles, así dijo él; y estaba por decir que, en su opinión, detrás de todo arte debe haber ideas cuando nos separaron, como nos separamos de la señora que está por servir el té, o del joven que está por golpear la pelota de tenis en el patio trasero de una casa en las afueras al pasar rápido en el tren.

Pero en cuanto a la marca, no estoy segura; no creo que haya sido provocada por un clavo después de todo. Es demasiado grande, demasiado redonda. Debería levantarme, pero si lo hago y la miro, apuesto diez a uno que no sabría decirlo, pues cuando algo está hecho, nunca nadie sabe cómo sucedió. ¡Oh pobre de mí! ¡Qué misteriosa es la vida! ¡Qué inexacto es el pensamiento! ¡Qué ignorante es la humanidad! Para demostrar cuán poco control tenemos sobre nuestras posesiones, qué fortuita es la vida aun después de todos estos años de civilización, déjenme hacer un recuento de algunas de las cosas que perdemos a lo largo de la vida, comenzando por la que siempre me ha parecido una de las pérdidas más misteriosas… ¿Qué gato mordisquearía, qué rata roería, tres latas celestes con herramientas para encuadernar? Y estaban las jaulas de los pájaros, los aros de hierro, los patines de acero, los cubos para el carbón estilo Queen Anne, la tabla de bagatelas, el órgano, todos perdidos; y las joyas también. Ópalos y esmeraldas yacen bajo las raíces de los nabos. ¡Qué asunto tan trivial por cierto! Lo asombroso es que esté vestida, que esté aquí sentada entre muebles sólidos. Porque… ¡Si uno quiere comparar la vida con algo, habría que hacerlo con salir despedida por el túnel del metro a ochenta kilómetros por hora y aparecer del otro lado sin una sola horquilla en el cabello! ¡Arrojarse a los pies de Dios completamente desnuda! ¡Caer rodando por las praderas de asfódelos como un paquete marrón arrojado por la oficina de correos! Con el cabello al viento, como la cola de un caballo de carrera. Sí, eso parece expresar la rapidez de la vida, el gasto y la renovación constantes; todo tan pasajero, tan arbitrario…

Y después de la vida. Los gruesos tallos verdes tirando suavemente hacia abajo para que el capullo de la flor, al abrirse, nos invada con su luz púrpura y roja. Después de todo, ¿por qué no podríamos nacer allí como nacemos aquí, indefensos, sin poder hablar ni fijar la vista, andando a tientas entre las raíces del césped, entre los dedos de los gigantes? En cuanto a decir qué son los árboles, y qué son los hombres y las mujeres, o si existen tales cosas, no estaremos en condiciones de hacerlo en, digamos, cincuenta años. No habrá nada más que espacios de luz y oscuridad atravesados por gruesos tallos, y más bien en lo alto, tal vez, manchas con forma de rosa de vagos colores, tenues rosas y azules que, con el tiempo, se volverán más definidos, se volverán, no sé qué cosa…

Y aún esa marca en la pared no es en absoluto un agujero. Algo negro y redondo la debe haber dejado, algo así como la hoja de una pequeña rosa que haya quedado allí desde el verano y yo, que no soy un ama de casa demasiado atenta… Mira el polvo sobre la chimenea, por ejemplo, el polvo que, así dicen, enterró a Troya tres veces, sólo fragmentos de vasijas que se resistieron a la aniquilación total, lo cual parece ser cierto.

El árbol junto a la ventana golpea suavemente contra el cristal… Quiero pensar con tranquilidad, con calma, con tiempo, sin que nada me interrumpa, sin tener que levantarme del sillón; deslizarme fácilmente de una cosa a la otra, sin dificultad ni obstáculos. Quiero hundirme más y más profundo, lejos de la superficie y de sus duras verdades. Para recobrar el equilibrio, déjenme atrapar la primera idea que pase… Shakespeare… Bueno, servirá tan bien como cualquiera. Un hombre permanecía horas sentado en el sillón, mirando el fuego, y una lluvia de ideas caía sin cesar desde el alto cielo directo hacia su mente. Llevaba la frente a la mano, y las personas miraban por la puerta abierta (pues esta escena debe haber tenido lugar una noche de verano). ¡Pero qué aburrida es la ficción histórica! No me interesa en absoluto. Desearía dar con una línea de pensamiento agradable, una línea de la que, indirectamente, me sienta orgullosa, pues tales son los pensamientos agradables, muy frecuentes incluso en las personas modestas y sencillas que de veras creen que les desagrada escuchar elogios. No son pensamientos que nos elogien directamente –en ello radica su belleza–; son pensamientos así:

“Entré en la habitación. Discutían sobre botánica. Conté cómo había visto crecer una flor en un montículo de tierra en el terreno de una vieja casa en Kingsway. La semilla, dije, debe haber sido sembrada durante el reinado de Carlos I. ¿Qué flores había durante el reinado de Carlos I?”, pregunté (pero no recuerdo la respuesta). Flores altas con capullos púrpura tal vez. Y así sucesivamente. Todo el tiempo intento embellecer la imagen de mí misma en mi mente, cariñosamente, a hurtadillas, sin adorarla abiertamente, pues me descubriría haciéndolo y tomaría instantáneamente un libro para protegerme. Es curioso cuán instintivamente protegemos nuestra imagen de la idolatría o de cualquier otro trato que pudiera ponerla en ridículo, o la hiciera tan diferente de la original que ya no se pudiera creer en ella. ¿No es curioso después de todo? Un asunto de gran importancia. Imaginen que el espejo se rompa en pedazos: la imagen desaparecería; la romántica figura rodeada de verdes y profundos bosques ya no está allí, sino sólo la envoltura de una persona tal como es vista por los otros, ¡qué sofocante, superficial, vacío, imponente se vuelve el mundo! Un mundo inhabitable. Cuando cruzamos miradas en los metros y los autobuses vemos el espejo que refleja el vacío, lo vidrioso en nuestros ojos. Y los escritores en el futuro caerán más y más en la cuenta de la importancia de estos reflejos, pues, desde luego, no existe uno solo sino una infinidad de reflejos. Tales son las profundidades que explorarán, los fantasmas que perseguirán; dejarán cada vez más de lado la descripción de la realidad en sus historias, dando por sentado que todos la conocen, tal como lo hicieron los griegos, y Shakespeare tal vez. Pero estas generalizaciones no sirven para nada. El sonido militar en el mundo es suficiente. Nos recuerda a artículos de primera plana, a ministros de Estado, a toda una serie de cosas que, de chico, uno pensaba en sí mismas; la referencia, lo real, de lo que no podía apartarse a riesgo de sufrir una indecible condena. Las generalizaciones, de alguna manera, traen de vuelta los domingos en Londres, las caminatas de domingo por la tarde, los almuerzos de domingo; y también formas de hablar de los muertos, vestimenta y hábitos, como el hábito de sentarse todos juntos en una habitación hasta cierta hora aunque a nadie le agradara. Una regla para cada cosa. La regla de los manteles en ese momento era que fueran bordados, con pequeñas divisiones amarillas, como las de las alfombras de los pasillos de los palacios reales que se ven en las fotografías. Manteles de otro tipo no eran verdaderos manteles. Qué espantoso, y a la vez, qué maravilloso era descubrir que estas cosas reales, los almuerzos de domingo, las caminatas, las casas de campo y los manteles, no eran completamente reales, que en verdad eran casi fantasmas, y la condena para el que no creía en ellos era sólo una sensación de ilegítima libertad. ¿Qué ocupa el lugar de esas cosas ahora?, me pregunto. El lugar de esas cosas reales, los puntos de referencia. Los hombres tal vez, si eres mujer; el punto de vista masculino que gobierna nuestras vidas, que marca el parámetro, que establece la Tabla de Precedencias de Whitaker, que desde la guerra se ha convertido, creo yo, en una especie de fantasma para muchas mujeres y hombres y pronto, cabe esperar, causarán gracia e irán a parar a la basura, a donde van a parar los fantasmas, los aparadores de caoba y las impresiones de Landseer, los dioses y los demonios, el infierno y todo lo demás, dejándonos con una embriagadora sensación de ilegítima libertad, si es que la libertad existe…

Bajo ciertas luces la marca pareciera, en efecto, proyectarse desde la pared. Tampoco es completamente circular. No podría asegurarlo pero pareciera proyectar una sombra perceptible que hace creer que, de recorrer con el dedo esa grieta, en determinado punto se elevará y descenderá un pequeño montículo, un montículo suave como los de South Downs que, según dicen, son cementerios y campamentos. De los dos, preferiría que fueran cementerios, con ese gusto por la melancolía tan propio de los ingleses, que nos resulta natural pensar, al final del camino, en los huesos desparramados bajo el césped… Debe haber un libro sobre ello. Algún coleccionista de antigüedades habrá desenterrado esos huesos y les habrá dado un nombre… Me pregunto qué clase de hombre es un coleccionista de antigüedades. Coroneles retirados en su mayoría, diría yo, líderes de partidos de trabajadores retirados, examinando terrones de tierra y piedra, enviándose correspondencia con el clero vecino. Las cartas se abren en el desayuno, lo que las hace parecer importantes; y la comparación de puntas de flecha exige emprender viajes a lo ancho del país, rumbo a los pueblos del condado; algo que los alegra a ellos y a sus ancianas esposas, que desean hacer dulce de ciruela o limpiar el estudio, y tener todas las razones para mantener en perpetuo suspenso la pregunta sobre los campamentos o las tumbas, mientras el coronel mismo se siente agradablemente filosófico acumulando evidencia a ambos lados de la cuestión. Es cierto que al final se inclina por creer en los campamentos; y encontrando oposición, redacta un panfleto que está por leer en la reunión trimestral de la sociedad local cuando tiene un derrame cerebral y en lo último que piensa no es en su esposa o en su hijo sino en el campamento y la punta de flecha, que ahora está en una vitrina en el museo junto al pie de un chino asesino, un puñado de uñas isabelinas, unas cuantas pipas de cerámica de los Tudor, una pieza de cerámica romana, y la copa de vino que se bebió Nelson, lo cual es evidencia… No sé de qué verdaderamente.

No, no, ninguna evidencia, nada se sabe. Y si me fuera a levantar en este mismo momento y asegurar que la marca en la pared es en verdad, ¿qué diría?, la cabeza de un clavo gigante, que alguien martilló hace doscientos años y que ahora, debido al paciente trabajo de generaciones de amas de casa, reveló su cabeza sobre la capa de pintura y está echando su primer vistazo de la vida moderna frente a una pared blanca en una habitación con el fuego encendido, ¿qué ganaría? ¿Conocimiento? ¿Qué son nuestros sabios sino los descendientes de brujas y ermitaños que se agachaban en las cuevas y preparaban brebajes de hierbas en el bosque, hablando con las musarañas y escribiendo el idioma de las estrellas? Y cuanto menos los honramos, a medida que disminuye la superstición y aumenta el respeto por la belleza y la salud mental… Sí, uno podría imaginarse un mundo realmente agradable; calmo, espacioso, con flores rojas y azules en los campos. Un mundo sin maestros ni especialistas ni amas de casa con el perfil de policías; un mundo que uno pudiera recortar con el pensamiento, como un pez recorta el agua con su aleta, rozando los tallos de los lirios, suspendidos sobre nidos de blancos huevos de mar… Qué bien se está aquí en el fondo, enclavado en el centro del universo y observando a través de las aguas grises, con repentinos destellos de luz y sus reflejos. ¡Si no fuera por el Almanaque Whitaker, si no fuera por la Tabla de Precedencia!

Debo levantarme y ver por mí misma qué es en verdad la marca en la pared, ¿un clavo, la hoja de una rosa, una grieta?

Aquí está la naturaleza otra vez, con su viejo juego de la propia preservación, creyendo que este tren de pensamiento amenaza con ser un mero gasto de energía, incluso, tal vez, un choque con la realidad, pues ¿quién se atreverá alguna vez a levantar un dedo contra la Tabla de Precedencia de Whitaker? El arzobispo de Canterbury está por encima del presidente de la Cámara de los Lores, el presidente de la Cámara de los Lores está por encima del arzobispo de York. Todos están por encima de alguien, tal es la filosofía de Whitaker; y lo importante es saber quién está por encima de quién. Whitaker sabe y no se hable más; así la Naturaleza te aconseja, te consuela, no te regaña; y si nada te sirve de consuelo, si debes arruinar esta hora de tranquilidad, piensa en la marca en la pared.

Entiendo el juego de la Naturaleza, cómo nos motiva a entrar en acción de modo que aniquilemos cualquier pensamiento que amenace con alterarnos o causarnos dolor. Así, supongo, comienza nuestro leve desprecio por los hombres de acción. Hombres que no piensan, creemos. Sin embargo, no causa ningún daño ponerle punto final a pensamientos desagradables mirando la marca en la pared.

De hecho, ahora que acabo de fijar los ojos en ella, siento haber dado con una tabla en medio del mar; siento una gratificante sensación de realidad, que de inmediato transporta a los dos arzobispos y al presidente de la Cámara de los Lores a las sombras. Aquí hay algo definido, algo real. Así, saliendo de un horroroso sueño de medianoche, rápidamente uno enciende la luz y se queda inmóvil, admirando la cajonera, admirando la solidez, admirando la realidad, admirando el mundo impersonal que es la prueba de la existencia de otras cosas aparte de nosotros mismos. De eso es de lo que queremos estar seguros… La madera es algo bueno en qué pensar. Nace de un árbol, y los árboles crecen, y no sabemos cómo. Crecen durante años y años, sin prestarnos ninguna atención; en praderas, en bosques, al costado de los ríos… Todas cosas en las que nos gusta pensar. La vacas golpean sus colas sobre sus troncos en las tardes de calor; pintan los ríos tan verdes que cuando un pájaro se zambulle uno espera ver sus alas color verde al salir. Me gusta pensar en los peces nadando contra la corriente como banderas flameando; y en los escarabajos de agua atravesando lentamente montículos de lodo sobre las camas de agua. Me gusta pensar en el árbol en sí mismo: primero, en la cercana sensación de sequedad de la madera; después, pensarlo bajo la tormenta; y más tarde en el lento, delicioso rezumar de la savia. Me gusta pensar en él, también, en las noches de invierno, en el campo vacío, con las hojas casi plegadas, sin nada expuesto abiertamente a las balas de acero de la luna; un mástil desnudo sobre una tierra que va dando vueltas y vueltas durante toda la noche. El canto de los pájaros debe sonar muy fuerte y extraño llegado junio; y qué fríos se deben sentir los pies de los insectos mientras caminan, trabajosamente, por las grietas de la corteza, o se tumban al sol sobre las hojas verdes y miran a su alrededor con ojos rojos como diamantes… Una a una las fibras se parten con la inmensa y fría presión de la tierra. Después llega la última tormenta y las ramas más altas, al caer, vuelven a hundirse en la tierra. Así y todo, la vida no se acaba; todavía hay millones de vidas pacientes esperando por un árbol, por todo el mundo, en habitaciones, en barcos, en la acera, en habitaciones revestidas, donde hombres y mujeres se sientan después de tomar el té a fumar cigarros. Está lleno de pensamientos agradables, felices, este árbol. Me gustaría pensarlos de a uno, pero algo se interpone en el camino… ¿Dónde estaba? ¿A qué venía todo esto? ¿Un árbol? ¿Un río? ¿Las Downs? ¿El Almanaque Whitaker? ¿Los campos de asfódelos? No recuerdo nada. Todo se mueve, cae, resbala, desaparece… Son demasiadas cosas. Hay alguien de pie enfrente de mí que dice:

–Voy a comprar el periódico.

–¿Sí?

–Aunque de qué sirve comprar el periódico… Nunca pasa nada ¡Maldita guerra!… Como sea, no veo por qué deberíamos tener un caracol en la pared.

Ah, ¡la marca en la pared! Era un caracol.

 

viernes, 15 de marzo de 2024

La casa encantada

Virginia Woolf

 

A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.

“Lo dejamos aquí”, decía ella. Y él añadía: “¡Sí, pero también aquí!” “Está arriba”, murmuraba ella. “Y también en el jardín”, musitaba él. “No hagamos ruido”, decían, “o los despertaremos”.

Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. “Lo están buscando; están corriendo la cortina”, podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. “Ahora lo han encontrado”, sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcazas expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. “¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?” Tenía las manos vacías. “¿Se encontrará acaso arriba?” Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.

Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. “A salvo, a salvo, a salvo…”, latía suavemente el pulso de la casa. “El tesoro está enterrado; el cuarto…”, el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?

Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. “A salvo, a salvo, a salvo”, latía alegremente el pulso de la casa. “El tesoro es tuyo”.

El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.

“Aquí dormimos”, dice ella. Y él añade: “Besos sin número”. “El despertar por la mañana…” “Plata entre los árboles…” “Arriba…” “En el jardín…” “Cuando llegó el verano…” “En la nieve invernal…” Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.

Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: “Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios”.

Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.

“A salvo, a salvo, a salvo”, late con orgullo el corazón de la casa. “Tantos años…”, suspira él. “Me has vuelto a encontrar”. “Aquí”, murmura ella, “dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…” Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. “¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!”, late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: “¿Es esto su tesoro enterrado? La luz en el corazón”.

 

sábado, 3 de febrero de 2024

La duquesa y el joyero

Virginia Woolf

 

Oliver Bacon vivía en lo alto de una casa junto a Green Park. Tenía un piso; las sillas estaban colocadas de manera que el asiento quedaba perfectamente orientado, sillas forradas en piel. Los sofás llenaban los miradores de las ventanas, sofás forrados con tapicería. Las ventanas, tres alargadas ventanas, estaban debidamente provistas de discretos visillos y cortinas de satén. El aparador de caoba ocupaba un discreto espacio, y contenía los brandis, los güisquis y los licores que debía contener. Y, desde la ventana central, Oliver Bacon contemplaba las relucientes techumbres de los elegantes automóviles que atestaban los atestados vericuetos de Piccadilly. Difícilmente podía imaginarse una posición más céntrica. Y a las ocho de la mañana le servían el desayuno en bandeja; se lo servía un criado; el criado desplegaba la bata carmesí de Oliver Bacon; él abría las cartas con sus largas y puntiagudas uñas, y extraía gruesas cartulinas blancas de invitación, en las que sobresalían de manera destacada los nombres de duquesas, condesas, vizcondesas y Honourable Ladies. Después Oliver Bacon se aseaba; después se comía las tostadas; después leía el periódico a la brillante luz de la electricidad.

Dirigiéndose a sí mismo, decía: “Hay que ver, Oliver… Tú que comenzaste a vivir en una sucia calleja, tú que…”, y bajaba la vista a sus piernas, tan elegantes, enfundadas en los perfectos pantalones, y a sus botas, y a sus polainas. Todo era elegante, reluciente, del mejor paño, cortado por las mejores tijeras de Savile Row. Pero a menudo Oliver Bacon se desmantelaba y volvía a ser un muchacho en una oscura calleja. En cierta ocasión pensó en la cumbre de sus ambiciones: vender perros robados a elegantes señoras en Whitechapel. Y lo hizo. “Oh, Oliver”, gimió su madre. “¡Oh, Oliver! ¿Cuándo sentarás cabeza…?” Después Oliver se puso detrás de un mostrador; vendió relojes baratos; después trasportó una cartera de bolsillo a Ámsterdam… Al recordarlo, solía reír por lo bajo… el viejo Oliver evocando al joven Oliver. Sí, hizo un buen negocio con los tres diamantes, y también hubo la comisión de la esmeralda. Después de esto, pasó al despacho privado, en la trastienda de Hatton Garden; el despacho con la balanza, la caja fuerte, las gruesas lupas. Y después… y después… Rio por lo bajo. Cuando Oliver pasaba por entre los grupitos de joyeros, en los cálidos atardeceres, que hablaban de precios, de minas de oro, de diamantes y de informes de África del Sur, siempre había alguno que se ponía un dedo sobre la parte lateral de la nariz y murmuraba “hummm”, cuando Oliver pasaba. No era más que un murmullo, no era más que un golpecito en el hombro, que un dedo en la nariz, que un zumbido que recorría los grupitos de joyeros en Hatton Garden, un cálido atardecer –¡Hacía muchos años…! Pero Oliver todavía lo sentía recorriéndole el espinazo, todavía sentía el codazo, el murmullo que significaba: “Mírenlo –el joven Oliver, el joven joyero– ahí va”. Y realmente era joven entonces. Y comenzó a vestir mejor y mejor; y tuvo, primero, un cabriolé; después un automóvil; y primero fue a platea y después a palco. Y tenía una villa en Richmond, junto al río, con rosales de rosas rojas; y Mademoiselle solía cortar una rosa todas las mañanas, y se la ponía en el ojal a Oliver.

“Vaya”, dijo Oliver, mientras se ponía en pie y estiraba las piernas. “Vaya…”

Y quedó en pie bajo el retrato de una vieja señora, encima del hogar, y levantó las manos. “Cumplí mi palabra”, dijo juntando las palmas de las manos, como si rindiera homenaje a la señora. “Gané la apuesta.” Y no mentía; era el joyero más rico de Inglaterra; pero su nariz, larga y flexible, como la trompa de un elefante, parecía decir mediante el curioso temblor de las aletas (aunque se tenía la impresión de que la nariz entera temblara, y no sólo las aletas) que todavía no estaba satisfecho, todavía olía algo, bajo la tierra, un poco más allá. Imaginemos a un gigantesco cerdo en un terreno fecundo en trufas; después de desenterrar esta trufa y aquella otra, todavía huele otra mayor, más negra, bajo la tierra, un poco más allá. De igual manera, Oliver siempre husmeaba en la rica tierra de Mayfair otra trufa, más negra, más grande, un poco más allá.

Ahora rectificó la posición de la perla de la corbata, se enfundó en su elegante abrigo azul, y cogió los guantes amarillos y el bastón. Balanceándose, bajó la escalera, y en el momento de salir a Piccadilly, medio resopló, medio suspiró, por su larga y aguda nariz. Ya que, ¿acaso no era todavía un hombre triste, un hombre insatisfecho, un hombre que busca algo oculto, a pesar de que había ganado la apuesta?

Siempre se balanceaba un poco al caminar, igual que el camello del zoológico se balancea a uno y otro lado, cuando camina por entre los senderos de asfalto, atestados de tenderos acompañados por sus esposas, que comen el contenido de bolsas de papel y arrojan al sendero porcioncillas de papel de plata. El camello desprecia a los tenderos; el camello no está contento de su suerte; el camello ve el lago azul, y la orla de palmeras a su alrededor. De igual manera el gran joyero, el más grande joyero del mundo entero, avanzaba balanceándose por Piccadilly, perfectamente vestido, con sus guantes, con su bastón, pero todavía descontento, hasta que llegó a la oscura tiendecilla que era famosa en Francia, en Alemania, en Austria, en Italia, y en toda América –la oscura tiendecilla en Bond Street.

Como de costumbre, cruzó la tienda sin decir palabra, a pesar de que los cuatro hombres, los dos mayores, Marshall y Spencer, y los dos jóvenes, Hammond y Wicks, se irguieron y lo miraron, con envidia. Sólo por el medio de agitar un dedo, enfundado en guante de color de ámbar, dio Oliver a entender que se había dado cuenta de la presencia de los cuatro. Y entró y cerró tras sí la puerta de su despacho privado.

A continuación abrió la cerradura de las rejas que protegían la ventana. Entraron los gritos de Bond Street; entró el distante murmullo del tránsito. La luz reflejada en la parte trasera de la tienda se proyectaba hacia lo alto. Un árbol agitó seis hojas verdes, porque corría el mes de junio. Pero Mademoiselle se había casado con el señor Pedder, de la destilería de la localidad, y ahora nadie le ponía a Oliver rosas en el ojal.

“Vaya”, medio suspiró, medio resopló, “vaya…”

Entonces oprimió un resorte en la pared, y los paneles de madera resbalaron lentamente a un lado, revelando, detrás, las cajas fuertes de acero, cinco, no, seis, todas ellas de bruñido acero. Dio la vuelta a una llave; abrió una; luego otra. Todas ellas estaban forradas con grueso terciopelo carmesí, y en todas reposaban joyas –pulseras, collares, anillos, tiaras, coronas ducales, piedras sueltas en cajitas de cristal, rubíes, esmeraldas, perlas, diamantes. Todas seguras, relucientes, frías pero ardiendo, eternamente, con su propia luz comprimida.

“¡Lágrimas!”, dijo Oliver contemplando las perlas.

“¡Sangre del corazón!”, dijo mirando los rubíes.

“¡Pólvora!”, prosiguió, revolviendo los diamantes de manera que lanzaron destellos y llamas.

“Pólvora suficiente para volar Mayfair hasta las nubes, y más arriba, más arriba, más arriba.” Y lo dijo echando la cabeza atrás y emitiendo sonidos como los del relincho del caballo.

El teléfono emitió un zumbido de untuosa cortesía, en voz baja, en sordina, sobre la mesa. Oliver cerró la caja de caudales.

“Dentro de diez minutos”, dijo. “Ni un minuto antes.” Se sentó detrás del escritorio y contempló las cabezas de los emperadores romanos grabadas en los gemelos de la camisa. Una vez más se desmanteló y otra vez volvió a ser el muchachuelo que jugaba canicas, en la calleja donde se venden perros robados, los domingos. Se transformó en aquel voluntarioso y astuto muchachito, con labios rojos como cerezas húmedas. Metía los dedos en montones de tripa; los hundía en sartenes llenas de pescado frito; escabullándose salía y penetraba en multitudes. Era flaco, ágil, con ojos como piedras pulidas. Y ahora… ahora… las saetas del reloj seguían avanzando al son del tic-tac, uno, dos, tres, cuatro… La Duquesa de Lambourne esperaba, por el placer de Oliver; la Duquesa de Lambourne, hija de cien vizcondes. Esperaría durante diez minutos, en una silla junto al mostrador. Esperaría, por placer de Oliver. Esperaría hasta que Oliver quisiera recibirla. Oliver contemplaba el reloj alojado en su caja forrada de cuero. La saeta avanzaba. Con cada uno de sus tic-tacs, el reloj entregaba a Oliver –esto parecía– paté de foie gras, una copa de champaña, otra de brandi viejo, un cigarro que valía una guinea. El reloj lo iba dejando todo sobre la mesa, a su lado, mientras transcurrían los diez minutos. Entonces, oyó suaves y lentos pasos, acercándose; un rumor en el pasillo. Se abrió la puerta. El señor Hammond quedó pegado a la pared.

El señor Hammond anunció: “¡Su Gracia, la Duquesa!”

Y esperó allí, pegado a la pared.

Y Oliver, al ponerse en pie, oyó el rumor del vestido de la Duquesa, que se acercaba por el pasillo. Después la Duquesa se cernió sobre él, ocupando el vano de la puerta por entero, llenando el cuarto con el aroma, el prestigio, la arrogancia, la pompa, el orgullo de todos los duques y de todas las duquesas, alzados en una sola ola. Y, de la misma forma que rompe una ola, la Duquesa rompió, al sentarse, avanzando y salpicando, cayendo sobre Oliver Bacon, el gran joyero, y cubriéndolo de vivos y destellantes colores, verde, rosado, violeta; y de olores; y de iridiscencias; centellas saltaban de los dedos, se desprendían de las plumas, rebrillaban en la seda; ya que la Duquesa era muy corpulenta, muy gorda, prietamente enfundada en tafetán de color de rosa, y pasada ya la flor de la edad. De la misma manera que una sombrilla con muchas varillas, que un pavo real con muchas plumas, cierra las varillas, pliega las plumas, la Duquesa se apaciguó, se replegó, en el momento de hundirse en el sillón de cuero.

“Buenos días, señor Bacon”, dijo la Duquesa. Y alargó la mano que había salido por el corte rectilíneo de su blanco guante. Y Oliver se inclinó profundamente, al estrechar la mano. En el instante en que sus manos se tocaron volvió a formarse una vez más el vínculo que los unía. Eran amigos, y, al mismo tiempo, enemigos; él era amo, ella era ama; cada cual engañaba al otro, cada cual necesitaba al otro, cada cual temía al otro, cada cual sabía lo anterior, y se daba cuenta de ello siempre que sus manos se tocaban, en el cuartito de la trastienda, con la blanca luz fuera, y el árbol con sus seis hojas, y el sonido de la calle a lo lejos, y las cajas fuertes a espaldas de los dos.

“Ah, Duquesa, ¿en qué puedo servirla hoy?”, dijo Oliver en voz baja.

La Duquesa le abrió su corazón, su corazón privado, de par en par. Y, con un suspiro, aunque sin palabras, extrajo del bolso una alargada bolsa de cuero, que parecía un flaco hurón amarillo. Y por la apertura de la barriga del hurón, la Duquesa dejó caer perlas, diez perlas. Rodando cayeron por la apertura de la barriga del hurón –una, dos, tres, cuatro–, como huevos de un pájaro celestial.

“Son cuanto me queda, mi querido señor Bacon”, gimió la Duquesa. Cinco, seis, siete– rodando cayeron por las pendientes de las vastas montañas cuyas laderas se hundían entre las rodillas de la Duquesa, hasta llegar a un estrecho valle, la octava, la nona, y la décima. Y allí quedaron, en el resplandor del tafetán del color de la flor del melocotón. Diez perlas.

“Del cinto de los Appleby”, dijo dolida la Duquesa. “Las últimas… Cuantas quedaban…”

Oliver se inclinó y cogió una perla entre índice y pulgar. Era redonda, era reluciente. Pero, ¿era auténtica o falsa? ¿Volvía la Duquesa a mentirle? ¿Sería capaz de hacerlo otra vez?

La Duquesa se llevó un dedo rollizo a los labios. “Si el Duque lo supiera…”, murmuró. “Querido señor Bacon, una racha de mala suerte…”

¿Había vuelto a jugar, realmente?

“¡Ese villano! ¡Ese sinvergüenza!”, dijo la Duquesa entre dientes.

¿El hombre con el pómulo partido? Mal bicho, ciertamente. Y el Duque, que era recto como una vara, con sus patillas, la dejaría sin un céntimo, la encerraría allá abajo… Qué sé yo, pensó Oliver, y dirigió una mirada a la caja de caudales.

“Araminta, Daphne, Diana”, gimió la Duquesa. “Es para ellas.”

Las ladies Araminta, Daphne y Diana, las hijas de la Duquesa. Oliver las conocía; las adoraba. Pero Diana era aquella a la que amaba.

“Sabe usted todos mis secretos”, dijo la Duquesa mirando de soslayo a Oliver. Lágrimas resbalaron; lágrimas cayeron; lágrimas como diamantes, que se cubrieron de polvo en las veredas de las mejillas de la Duquesa, del color de la flor del cerezo.

“Viejo amigo”, murmuró la Duquesa, “viejo amigo”.

“Viejo amigo”, repitió Oliver, “viejo amigo”, como si lamiera las palabras.

“¿Cuánto?”, preguntó Oliver.

La Duquesa cubrió las perlas con la mano.

“Veinte mil”, murmuró la Duquesa.

Pero, ¿era auténtica o falsa, aquella perla que Oliver tenía en la mano? El cinto de los Appleby, ¿pero es que no lo había vendido ya, la Duquesa? Llamaría a Spencer o a Hammond. “Tenga y haga la prueba de autenticidad”, diría Oliver, Se inclinó hacia el timbre.

“¿Vendrá mañana?”, preguntó la Duquesa en tono de encarecida invitación, interrumpiendo así a Oliver. “El Primer Ministro… Su Alteza Real…” La Duquesa se calló. “Y Diana…”, añadió.

Oliver alejó la mano del timbre.

Miró por encima del hombro de la Duquesa las paredes traseras de las casas de Bond Street. Pero no vio las casas de Bond Street, sino un río turbulento, y truchas y salmones saltando, y el Primer Ministro, y también se vio a sí mismo con chaleco blanco, y luego vio a Diana. Bajó la vista a la perla que tenía en la mano. ¿Cómo iba a someterla a prueba, a la luz del río, a la luz de los ojos de Diana? Pero los ojos de la Duquesa lo estaban mirando.

“Veinte mil”, gimió la Duquesa. “¡Es mi honor!”

¡El honor de la madre de Diana! Oliver cogió el talonario; sacó la pluma.

“Veinte…”, escribió. Entonces dejó de escribir. Los ojos de la vieja mujer retratada lo estaban mirando, los ojos de aquella vieja que era su madre.

“¡Oliver!”, le decía su madre. “¡Un poco de sentido común! ¡No seas loco!”

“¡Oliver!”, suplicó la Duquesa (ahora era Oliver y no señor Bacon). “¿Vendrá a pasar un largo fin de semana?”

¡A solas en el bosque con Diana! ¡Cabalgando a solas en el bosque con Diana!

“Mil”, escribió, y firmó el talón.

“Tenga”, dijo Oliver.

Y se abrieron todas las varillas de la sombrilla, todas las plumas del pavo real, el resplandor de la ola, las espadas y las lanzas de Agincourt, cuando la Duquesa se levantó del sillón. Y los dos viejos y los dos jóvenes, Spencer y Marshall, Wicks y Hammond, se pegaron a la pared, detrás del mostrador, envidiando a Oliver, mientras éste acompañaba a la Duquesa, a través de la tienda, hasta la puerta. Y Oliver agitó su guante amarillo ante las narices de los cuatro, y la Duquesa conservó su honor –un talón de veinte mil libras, con la firma de Oliver– firmemente en sus manos.

“¿Son auténticas o son falsas?”, preguntó Oliver, cerrando la puerta de su despacho privado. Allí estaban, las diez perlas sobre el papel secante, en el escritorio. Fue con ellas a la ventana. Con la lupa las miró a la luz… ¡Aquella era la trufa que había extraído de la tierra! Podrida por dentro…

“Perdóname, madre”, suspiró Oliver, levantando la mano, como si pidiera perdón a la vieja retratada. Y, una vez más, fue un chicuelo en la calleja en donde vendían perros robados los domingos.

“Porque”, murmuró juntando las palmas de las manos, “será un fin de semana largo”.

 

martes, 9 de enero de 2024

El hombre que amaba al prójimo

Virginia Woolf

 

Aquella tarde, mientras pasaba ligero por Deans Yard, Prickett Ellis se cruzó con Richard Dalloway, o mejor dicho, en el momento de cruzarse, la disimulada mirada que cada uno de ellos lanzó al otro, bajo el ala del sombrero, por encima del hombro, se ensanchó y estalló en una expresión de recíproco reconocimiento; no se habían visto en veinte años. Habían ido a la misma escuela. ¿Y a qué se dedicaba ahora Ellis? ¿Abogacía? Sí, claro, claro… había leído todo lo referente al caso en los periódicos. Pero allí no se podía hablar realmente. ¿Por qué no iba a su casa aquella noche? (Vivían donde siempre, ahí, al doblar la esquina.) Habría un par de invitados más. Quizá fuera Joynson. “Bueno, no sabes cuánto me ha alegrado verte”, dijo Richard.

“Estupendo. Hasta esta noche pues”, dijo Richard, y siguió su camino “muy contento” (lo cual era verdad) de haber visto a aquel tipo raro que no había cambiado ni tanto así desde los tiempos en que iban a la escuela –era el mismo muchacho desaliñado y menudo, rebosando prejuicios hasta por las orejas, pero insólitamente brillante, ganó el Newcastle. Pues sí… y siguió su camino.

Sin embargo Prickett Ellis, en el momento en que mirando hacia atrás contemplaba como Dalloway se alejaba, deseó no haberse encontrado con él, o, al menos, ya que siempre había sentido personal simpatía hacia él, no haberle prometido asistir a la velada. Dalloway estaba casado, daba fiestas, y no era, ni mucho menos, un hombre de la clase de Ellis. Esta noche Ellis tendría que vestirse de etiqueta. Sin embargo, al acercarse la noche, Ellis pensó que, por haberse comprometido, y no sintiendo deseo alguno de cometer una grosería, estaba obligado a ir.

¡Pero qué diversión tan horrenda! Allí estaba Joynson. Ellis y Joynson nada tenían que decirse. Joynson había sido un muchachito cargado de pretensiones, y ahora, al paso del tiempo, todavía se daba más importancia a sí mismo… y esto era todo. En la sala no había nadie más a quien Ellis conociera. Nadie. Por lo tanto, y como sea que no podía irse inmediatamente, sin hablar un poco con Dalloway, quien parecía totalmente ocupado en el cumplimiento de sus deberes de anfitrión, yendo de un lado para otro, con su chaleco blanco, Prickett Ellis tuvo que quedarse. Era una de esas situaciones que le hacían hervir la sangre. ¡Pensar que hombres y mujeres mayores y responsables hicieran esto todas las noches de su vida…! Se le profundizaron las arrugas en sus mejillas afeitadas, rojas y azules, mientras, en total silencio, apoyaba la espalda en la pared; Prickett Ellis trabajaba como un negro, pero se mantenía en forma gracias a que hacía ejercicio; y tenía aspecto duro y altivo, hasta el punto de que su bigote causaba la impresión de estar cubierto de escarcha. Era un hombre erizado, áspero. Su modesto traje de etiqueta le daba aspecto desaliñado, insignificante, anguloso.

Ociosos, parlanchines, excesivamente bien vestidos, aquellos elegantes caballeros y damas, sin una sola idea en la cabeza, seguían charlando y riendo. Y Prickett Ellis los observaba y los comparaba con los Brunner, quienes, cuando ganaron el caso contra la Destilería Fenners y recibieron doscientas libras esterlinas de indemnización (no era ni la mitad de lo que les correspondía), se gastaron cinco de ellas en un reloj para él. Fue un noble gesto; fue una de esas cosas que le conmueven a uno, y Prickett Ellis miró más severamente que en cualquier momento anterior a aquella gente excesivamente bien vestida, cínica y próspera, y comparó lo que en estos momentos sentía con lo que había sentido a las once de la mañana cuando el señor y la señora Brunner, viejos los dos, vestidos con sus mejores ropas, ancianos de aspecto tremendamente respetable y limpio, le habían visitado para entregarle aquella pequeña muestra, como dijo el viejo señor Brunner, muy erguido en el momento de soltar su discursito, de gratitud y de respeto, por la gran competencia con que usted defendió nuestro caso, y la señora Brunner con voz débil dijo que, a su juicio, habían ganado el caso gracias a él. Y los dos estaban profundamente agradecidos por su generosidad, porque, desde luego, Prickett Ellis no cobró.

Y, cuando cogió el reloj y lo puso sobre la repisa del hogar, Prickett Ellis deseó que nadie viera su cara. Para esto trabajaba, ésta era su recompensa; y contempló a la gente que ahora tenía realmente ante su vista como si danzaran sobre aquella escena en su despacho y la escena constituyera una acusación para ellos, y cuando se esfumó –los Brunner se esfumaron–, como un resto de la escena quedó él, Prickett Ellis, enfrentándose con aquella hostil muchedumbre, como un hombre totalmente vulgar, sin el menor refinamiento, un hombre del pueblo (ahora se irguió), muy mal vestido, de furiosa mirada, sin el más leve aire de distinción, un hombre normal, un ordinario ser humano, que se enfrentaba con el mal, con la corrupción, con la despiadada naturaleza de la sociedad. Pero no podía seguir mirando. Ahora se puso las gafas y contempló los cuadros. Leyó los títulos de una hilera de libros; casi todos eran de poesía. Mucho le hubiera gustado volver a leer algunas de sus viejas obras favoritas –Shakespeare, Dickens–, le gustaría tener tiempo para entrar en la National Gallery, pero no podía –no– realmente no podía. Uno, de verdad, no podía; no, tal como estaba el mundo. No, cuando durante todo el día venía gente a pedirle ayuda a uno, cuando clamaban en petición de ayuda. La presente época no era época de lujos. Y miró los sillones, y los cortapapeles y los libros bien encuadernados, y sacudió la cabeza, consciente de que jamás tendría el tiempo suficiente, y jamás tendría, pensó con satisfacción, el valor suficiente para permitirse semejantes lujos. La gente que allí había quedaría escandalizada si supiera el precio del tabaco que consumía; tuvo que pedir prestado el traje que llevaba. Su único capricho era el barquito que tenía en Norfolk Broads. Esto sí, esto se lo permitía. Le gustaba, una vez al año, alejarse de todo y de todos, y yacer tumbado de espaldas en el campo. Pensó en lo mucho que se sorprendería –aquella gente elegante– si supiera el gran placer que le proporcionaba aquello que él llamaba, en términos anticuados, el amor a la naturaleza; árboles y campos que había conocido desde chico.

Estas elegantes personas quedarían sorprendidas y escandalizadas. En realidad, allí en pie, iba convirtiéndose en un ser más y más sorprendente, más y más chocante. Y se trataba de una sensación muy desagradable. No sentía aquello –que amaba a la humanidad, que gastaba sólo cinco peniques en una onza de tabaco y que amaba a la naturaleza– de un manera tranquila y natural. Cada uno de estos placeres se había convertido en una protesta. Tenía la impresión de que aquella gente a la que despreciaba lo obligaba a levantarse, a hablar y a justificarse. “Soy un hombre corriente”, no dejaba de decir. Y lo que dijo a continuación le dio verdadera vergüenza decirlo, pero lo dijo. “En un solo día hago más en beneficio de mis semejantes que ustedes en toda su vida”. Realmente, no podía ponerse freno; no hacía más que recordar escenas y escenas, como aquella en la que los Brunner le regalaron el reloj –y no hacía más que recordar las bellas frases que la gente había dicho sobre su humanidad, su generosidad, sobre lo mucho que la había ayudado–. Se veía en el papel de sabio y tolerante servidor de la humanidad. Y sentía deseos de repetir esas frases en voz alta. Era desagradable que la conciencia de su bondad hirviera en su fuero interno. Era todavía más desagradable que a nadie pudiera decir lo que la gente había dicho de él. Gracias a Dios, repetía una y otra vez, mañana volveré a emprender mi trabajo; pero, a pesar de esto, ya no podía quedar satisfecho con el mero hecho de coger la puerta e irse a casa. Tenía que quedarse, tenía que quedarse hasta haberse justificado. Pero, ¿cómo iba a justificarse? En aquella estancia rebosante de gente, no conocía a nadie con quien pudiera hablar.

Por fin se acercó Richard Dalloway.

“Te presento a la señorita O’Keefe”, dijo Richard Dalloway. La señorita O’Keefe miró rectamente a los ojos a Prickett Ellis. Era una mujer un tanto arrogante, de modales bruscos, y de unos treinta y tantos años de edad.

La señorita O’Keefe quería un helado o una bebida. Y la razón por la que pidió a Prickett Ellis que le buscara un helado, de una manera que, a juicio de éste, era altanera e injustificable, radicaba en que la señorita O’Keefe había visto a una mujer y a dos niños, muy pobres, muy fatigados, mirando, pegados a la verja de una plaza, en aquella ardiente tarde. ¿Se les puede dejar entrar?, se preguntó la señorita O’Keefe, mientras su compasión se alzaba como una ola, mientras hervía de indignación. No, dijo reprendiéndose a sí misma, en el instante siguiente, rudamente, como si se tirase de las orejas. Ni siquiera todas las fuerzas del mundo entero pueden. En consecuencia, la señorita O’Keefe cogió la pelota de tenis y la devolvió. Ni siquiera todas las fuerzas del mundo entero pueden, se dijo furiosa, y ésta era la razón por la que tan imperiosamente dijo a aquel desconocido: “Tráigame un helado.”

Mucho antes de que la señorita O’Keefe se hubiera comido el helado, Prickett Ellis, en pie a su lado y sin tomar nada, le dijo que no había ido a una fiesta en quince años, le dijo que el traje de etiqueta que llevaba se lo había prestado su cuñado, le dijo que no le gustaban las reuniones de aquella clase, y Prickett Ellis hubiera quedado muy tranquilizado si hubiera seguido adelante, diciendo a la señorita O’Keefe que él era un hombre corriente que tenía simpatía por la gente corriente, y luego le hubiera contado (y después se hubiese avergonzado de ello) el asunto de los Brunner y del reloj, pero la señorita O’Keefe dijo: “¿Ha visto usted La Tempestad?” Y después (ya que Prickett Ellis no había visto La Tempestad), ¿había leído tal libro? Que no otra vez, y luego, dejando el helado, ¿nunca leía poesía?

Y Prickett Ellis, sintiendo que en su interior se alzaba algo capaz de decapitar a aquella mujer, de transformarla en una víctima, de destrozarla sangrientamente, la obligó a sentarse allí, abajo, donde no serían interrumpidos, en dos sillas, en el jardín desierto, ya que todos estaban en la casa, y allí sólo se podía oír el zumbido y el murmullo, el parloteo y los tintineos, como el acompañamiento de una fantasmal orquesta a uno o dos gatos deslizándose sobre el césped, y el movimiento de las hojas y los frutos amarillos y rojos, como farolillos chinos, balanceándose de aquí para allá, allí donde la conversación parecía una frenética música de baile para esqueletos, opuesta a algo muy real y rebosante de sufrimientos.

“Qué hermoso”, dijo la señorita O’Keefe.

Sí, era hermosa aquella porción de terreno cubierta de césped, con las torres de Westminster agrupadas a su alrededor, negras, alzándose en el aire, después de haber estado en el salón; había silencio, después de tanto ruido. A fin de cuentas, tenían esto, la mujer fatigada y los niños.

Prickett Ellis encendió la pipa. Esto sorprendería desagradablemente a la señorita O’Keefe; la había llenado con tabaco apestoso, cinco peniques y medio la onza. Pensó en lo bien que estaría tumbado en su yatecillo, fumando, y se vio a sí mismo, solo, por la noche, fumando bajo las estrellas. Sí, ya que en todo instante, aquella noche, no había hecho más que pensar en el aspecto que él presentaría, si aquella gente lo viera. Mientras encendía un cerillo rascándolo contra la suela del zapato, dijo a la señorita O’Keefe que, a su juicio, allí nada había que destacara por su hermosura.

“Quizá”, dijo la señorita O’Keefe, “a usted no le gusta la belleza.” (Prickett Ellis le había dicho que no había visto La Tempestad, que no había leído un libro, y tenía un aspecto desaliñado, todo él bigotes, barbilla y cadena de plata para el reloj.) La señorita O’Keefe pensó que, para gozar de aquello, no era preciso pagar siquiera un penique; los museos son gratuitos, igual que la National Gallery; y el campo. Desde luego, la señorita O’Keefe sabía las objeciones –la colada, la cocina, los hijos–, pero la verdad radical, lo que todos temían decir, consistía en que la felicidad es baratísima. Se adquiere por nada. La belleza.

Entonces Prickett Ellis le dio su merecido, a aquella pálida, brusca y arrogante mujer. Soltando una bocanada de humo apestoso, le dijo lo que había hecho aquel día. En pie a las seis; entrevistas; olisquear una tubería reventada en un sucio barrio de miseria; y después al juzgado.

Aquí Prickett Ellis dudó, ya que deseaba contarle un poco sus hazañas. Como sea que se privó de ello, las palabras de Prickett Ellis adquirieron más causticidad. Dijo que le daba vómito oír a mujeres bien alimentadas y bien vestidas (en cuyo momento la señorita O’Keefe frunció los labios, por cuanto era flaca y su vestido dejaba que desear) hablar de belleza.

“¡La belleza!”, dijo Prickett Ellis. Mucho temía que él no comprendía la belleza, separada del ser humano.

Los dos miraron fijamente el desierto jardín, en el que las luces se balanceaban, y un gato dubitativo, en medio, levantaba una pata.

¿La belleza separada del ser humano? ¿Qué quería decir con ello?, preguntó bruscamente la señorita O’Keefe.

Pues bien, quería decir lo siguiente: excitándose más y más, Prickett Ellis le contó el asunto de los Brunner y del reloj, sin ocultar el orgullo que le producía. Esto era bello, dijo.

La señorita O’Keefe no tenía palabras con qué expresar el horror que la historia provocó en ella. En primer lugar, la vanidad de Prickett Ellis; en segundo lugar, la manera indecente con que hablaba de los humanos sentimientos; era una blasfemia; nadie en el mundo tenía derecho a contar una historia a fin de demostrar que amaba al prójimo. Sin embargo, mientras Prickett Ellis habló –del viejo en pie y erguido, pronunciando su discursito–, las lágrimas acudieron a los ojos de la señorita O’Keefe; ¡ah, si alguien le hubiera dicho aquello a ella!, pero, a pesar de todo, la señorita O’Keefe pensó que era precisamente esto lo que condenaba irremediablemente a la humanidad; la gente nunca llegaría más allá, siempre se limitaría a contar conmovedoras escenas con relojes; siempre habría Brunners soltando discursos a Pricketts Ellis, y los Pricketts Ellis estarían siempre diciendo lo mucho que amaban al prójimo; siempre serían perezosos, transigentes, y temerosos de la belleza. De ahí nacían las revoluciones; de la pereza y el temor y este amor a las escenas conmovedoras. Sin embargo, los Brunner producían placer a aquel hombre; y ella estaba condenada a sufrir siempre, siempre, por culpa de las pobres mujeres que no pueden entrar en plazas. En consecuencia, guardaron silencio, sentados. Los dos eran muy desdichados. Sí, ya que, lo que había dicho, en nada había aliviado a Prickett Ellis; en vez de arrancar la espina de la señorita O’Keefe no había hecho otra cosa que hundirla más; la felicidad que Prickett Ellis había experimentado aquella mañana había quedado hecha trizas. La señorita O’Keefe había quedado confusa y enojada; como agua embarrada y no como agua clara.

“Mucho me temo que soy uno de estos seres tan normales y corrientes”, dijo Prickett Ellis poniéndose en pie, “que aman al prójimo”.

En cuyo momento, la señorita O’Keefe casi gritó: “Yo también”.

Odiándose recíprocamente, odiando a toda aquella gente que llenaba la casa, y que les había proporcionado aquella velada de desilusión y de dolor, aquella pareja de amantes del prójimo se separó, sin decir palabra, para siempre.